Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 96 (2025), pp. 219-223
ISSN: 1989-4651 (electrónico)
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BALL, P. (2024). How Life Works. A User’s Guide to the New Biology. Londres: Picador.
La anécdota dice así. El 28 de febrero del año 1953, Francis Crick interrumpió el almuerzo de sus colegas reunidos en el Eagle Pub de Cambridge y exclamó que James Watson y él habían “descubierto el secreto de la vida”1. Se refería, claro está, al descubrimiento de la estructura en doble hélice de la molécula de ADN que, en el año 1962, les valió (junto con Maurice Wilkins) el premio Nobel de Fisiología o Medicina. A lo largo de las décadas de los 60 y los 70, la casi recién inaugurada biología molecular se encargó de completar los pormenores de la historia. El “gen”, que el monje agustino Gregor Mendel había postulado para explicar el carácter discreto de los caracteres hereditarios y que llevaba rondando la cabeza de los biólogos desde principios del siglo XX, no era sino una molécula de ADN que, en la secuencia específica de sus bases nitrogenadas, contenía la información necesaria para sintetizar los aminoácidos que forman una proteína. El ADN era, en definitiva, el portador de un plan genético que las proteínas, a través de los procesos de transcripción y traducción, se encargaban de materializar. El genoma, en este sentido, podía ser comprendido como un “libro de instrucciones” que, codificado en los genes, daba lugar a la “infinita variedad de formas hermosas” que habían maravillado a Darwin. La vida era, entonces, un mecanicismo perfecto que funcionaba con la precisión de un reloj. “La clave para el entendimiento de la vida”, tal como Erwin Schrödinger había sugerido proféticamente en el año 1944, “es que está basada en un puro mecanismo, en una especie de máquina de relojería” (1944/2023, p. 126).
Unos cuantos años después, el 26 de junio del año 2000, el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, presentó el que presumiblemente era el proyecto más exitoso de la ciencia moderna desde los Philosophiæ naturalis principia mathematica de Newton: se trataba del primer borrador del Proyecto del Genoma Humano, que contenía la secuencia exacta en que aparecen colocados los tres billones de pares de bases que componen el ADN de un ser humano. Una parte del “libro de la naturaleza” del que Galileo había hablado en el Saggiatore (1623) era ahora plenamente legible para la humanidad. El monumental “libro de instrucciones de la humanidad” se publicó efectivamente en 109 libros agrupados en 23 tomos (uno por cada cromosoma). El libro, naturalmente, solo contenía las letras A, T, G, C, utilizadas para representar los componentes básicos de los nucleótidos que conforman el ADN (adenina, timina, guanina y citosina).
La biología contemporánea habita todavía hoy en los restos de esta historia. No es extraño encontrar por todas partes descripciones de la célula como si fuese una máquina, o de todos los orgánulos subcelulares como “máquinas perfectas” al servicio de la “fábrica” celular. El libro de Philip Ball comienza refiriendo brevemente esta historia y debe ser entendido como un largo argumento contra la imagen genocéntrica y mecanicista de la vida que se gestó a lo largo del siglo XX y que aún hoy es la forma más común que la mayoría de los biólogos tienen de responder ante la pregunta “¿qué es la vida?”. “El objetivo de este libro”, declara Ball al inicio, “es mostrar por qué estás metáforas son inadecuadas, por qué necesitan ser reemplazadas y por qué no comprenderemos cómo funciona la vida hasta que hagamos este reemplazo” (p. 2). La convicción fundamental que guía el libro es esta: numerosos avances en la biología molecular y celular ofrecen una imagen mucho más compleja e impresionante de la vida que la “débil y obsoleta imagen ofrecida por la metáfora mecanicista” (p. 4). Ni el secreto de la vida se halla en los genes, ni la vida es el proceso de replicación de una molécula ordenada que contiene los planos del organismo, ni los seres vivos son sofisticadas máquinas de relojería bioquímica.
Preguntémonos, de nuevo: ¿qué es, entonces, la vida? El primer movimiento de Ball a la hora de contestar a esta pregunta consiste en un cambio en los propios términos de su formulación. No se trata de preguntarse “qué es la vida”, como si la vida fuese un algo que poseen todos los cuerpos vivos (una molécula, por ejemplo). La pregunta adecuada no es, tal como indica el propio título de la obra de Ball, qué es sino cómo funciona la vida. En la misma forma de plantear la pregunta ya se halla la convicción de que la clave para la comprensión de la vida no consiste en el desciframiento de la información contenida en una molécula, sino el hecho de cómo esa información se organiza y es utilizada en complejas redes capaces de generar los niveles más altos de organización biológica (proteínas, redes, células, tejidos, cuerpos: así se llaman, por cierto, los capítulos centrales de su libro) hasta llegar al organismo.
Empecemos, como hace el propio Ball, con los genes, el santo grial de la biología del siglo XX. Los argumentos de Ball, en este sentido, son muchos, y no hacen sino apuntar hacia una conclusión relativamente bien establecida en el campo de la biología: y es que, en la biología del siglo XXI, los genes han perdido su centralidad epistemológica y ontológica. El genoma en su totalidad, de hecho, solo cobra sentido en el marco más amplio de la célula que lo utiliza como una base de datos: no existe, digamos, la “actividad” del ADN. Existe, en todo caso, la actividad ejercida (por la célula) sobre el ADN. El pretendido carácter agente del genoma es el carácter agente de la célula.
En un capítulo dedicado al ARN y al proceso de transcripción (el que quizás sea uno de los capítulos más sólidos del libro; pp. 105-139), Ball ofrece una gran cantidad de argumentos que cuestionan la imagen mecanicista de la vida y el rol central que dentro de ella desempeñan los genes. Iniciado en el año 2003, el proyecto ENCODE tiene como propósito identificar qué partes del genoma son transcritas en las células de los diferentes tejidos. A principios de los años 90, la mayoría de los genetistas esperaban que el genoma humano contuviese entre cincuenta mil y cien mil genes. Los resultados ofrecidos por el Proyecto del Genoma Humano fueron, muy a su pesar, decepcionantes: el genoma humano poseía aproximadamente unos veinte mil genes. ¡Era increíble que el famoso nematodo Caenorhabditis elegans, de tan solo un milímetro de tamaño, tuviese los mismos genes que un ser humano! Además, solo el dos por ciento del genoma humano estaba compuesto por genes que codificaban proteínas. El ADN no codificante que componía la mayoría del genoma parecía, sencillamente, “ADN basura”. Gracias al proyecto ENCODE, sin embargo, hoy sabemos que la historia es bien diferente. Buena parte de ese ADN “basura” sirve para sintetizar moléculas de ARN que poseen sus propias funciones celulares, entre las cuales se cuentan las de transcripción del ADN, y su posterior traducción a aminoácidos, pero también, y sobre todo, las de regulación génica, que indican cuándo y dónde suceden estos procesos. Así, una estimación dice que el sesenta por ciento de nuestro ADN está regulado por fragmentos de micro-ARN. Algunos micro-ARN se adhieren directamente a las regiones promotoras del ADN y detienen o permiten la transcripción génica; otros impiden el proceso de formación de proteínas interactuando de diversas formas con el ARN mensajero.
A la luz de estos descubrimientos, la definición de Crick según la cual un gen es una parte del ADN que codifica una proteína debe ser, a ojos de Ball, sustituida: un gen, declara Ball, es una parte del genoma que “codifica un grupo de moléculas (proteínas, diferentes tipos de ARN) con diferentes funciones biológicas” (p. 83). El genoma no es, por tanto, un libro de instrucciones, sino una base de datos para el organismo que lo utiliza con un sinfín de propósitos de entre los cuales la síntesis de proteínas es relativamente marginal. La complejidad biológica, declara Ball, no tiene tanto que ver con los genes sino con la regulación de los mismos. Este es precisamente el objeto de estudio de la epigenética, en cuyo campo de estudio están incluidos todos los procesos que afectan la expresión de los genes sin alterar la cadena de ADN. Hoy sabemos, por ejemplo, que entre el 60 y el 80 por ciento de nuestros genes podrían estar epigenéticamente marcados. Es decir, que su expresión estaría regulada por factores cuyo origen no es molecular en absoluto y que responden a influencias del entorno tales como la alimentación o, más generalmente, los modos de vida.
Una vez Ball ha cuestionado la definición clásica del gen ofrecida por Crick, ha llegado el momento de centrarse en las proteínas, esas grandes trabajadoras de la fábrica celular, a las que Ball les dedica otro imponente capítulo (pp. 139-185). La imagen tradicional desarrollada por Crick nos indica que la proteína codificada por un gen “encaja” en diferentes lugares de la célula como una llave en una cerradura (este proceso es conocido como reconocimiento molecular): es decir, que la “secuencia [de ADN] dicta la estructura [de la proteína] que a su vez dicta la función” (p. 159). La biología molecular contemporánea ofrece, sin embargo, una imagen mucho más inquietante de las proteínas. Para empezar, conocemos únicamente la estructura de aproximadamente el cincuenta por ciento de las proteínas: el resto es lo que se conoce como el “proteoma oscuro” de la célula. Entre las numerosas proteínas cuya forma desconocemos se encuentran muchas cuya estructura, simplemente, no está determinada: algunas partes de sus cadenas polipeptídicas están sueltas, sin forma, de tal modo que, dependiendo del contexto de la interacción, pueden adoptar una gran diversidad de formas y funciones. Son las Proteínas Intrínsecamente Desordenas (IDP), y componen entre el 37 y el 50 por ciento del proteoma humano. Lejos de ser mensajeros máximamente específicos (llaves que encajan en cerraduras), las proteínas son elementos capaces de albergar un alto grado de desorden; y es precisamente este desorden el que permite que la función que desempeñan dentro de la célula dependa del estado general de la célula y no del “código genético” que las especifica. El punto central de la argumentación, y el que más directamente cuestiona la imagen mecanicista de la vida, es este: la vida compleja ha evolucionado en la Tierra aprovechando las ventajas de la confusión y del ruido celulares. Esto es, la célula ha evolucionado para que su funcionamiento sea lo menos parecido posible al de una máquina. La imprecisión puede ser, en este sentido, una poderosa herramienta de la vida. En lugar de la maquinaria perfecta de un reloj, un estudio detallado de la célula nos muestra billones de proteínas, fragmentos de ARN y genes que se organizan de manera efímera en compartimentos líquidos (llamados dominios topológicamente asociados o TADs, por sus siglas en inglés). Lejos de formar una estructura ordenada dentro de la cual “las precisas y específicas interacciones moleculares dirigen los procesos celulares como piezas de una máquina de relojería”, la lógica celular es “mucho más suave, húmeda y estocástica” (p. 201).
El ruido celular y la estocasticidad que encontramos en el corazón de la célula transmiten un mensaje claro: a diferencia de las máquinas, cuyo correcto funcionamiento depende del carácter fijo y el buen ensamblaje de sus partes, el funcionamiento de la vida depende de la adaptabilidad y la flexibilidad de sus partes componentes.
Y es en este punto, tras haber desplegado ante nuestros ojos la impresionante y compleja imagen del funcionamiento celular que nos ofrece la biología en las dos primeras décadas del siglo XXI, cuando Ball extrae la que sea, quizás, la mayor conclusión de su libro: quizás, especula Ball, la vida sea tan compleja que no existe ninguna metáfora que pueda dar cuenta de ella: “quizás la única manera para entender verdaderamente la vida es en referencia a sí misma” (p. 211). Por este motivo, el libro de Ball debe ser entendido como una invitación a abandonar la metaforología tan comúnmente utilizada en las ciencias biológicas. Tras varias décadas de excesos metafóricos es la vida, sugiere Ball, la que debe ofrecernos los elementos de su propia comprensión.
Es ya hacia el final del libro cuando Ball intenta ofrecer su respuesta (no metafórica) a la gran pregunta por la naturaleza de la vida. La característica fundamental de la vida, nos dice Ball, es la agencia. Entendida como “la habilidad de un ser vivo para manipular y controlarse tanto a sí mismo como a su entorno con el fin de alcanzar un objetivo o un propósito” (p. 351), la agencia caracteriza a los seres vivos y los diferencia del resto de materia organizada presente en el universo. Lo que, desde determinado punto de vista, son meros sucesos físico-químicos, se torna información relevante para un sujeto cognoscitivo (el organismo) que actúa en el mundo teniendo en cuenta esa información. En este sentido, cabe afirmar que el significado entra en el universo gracias a la existencia de los organismos vivos que atribuyen valor a su entorno. La evolución, dice Ball al principio del libro, “otorga a la materia fines y objetivos” (p. 40) y esto es lo que hace que la vida sea un fenómeno especial y fundamentalmente diferente de cualquier fenómeno físico. La agencia manifestada por los organismos conecta, de este modo, el mundo físico en que las cosas meramente suceden con el mundo significativo de la materia biológica dentro del cual no solo existen sucesos físico-químicos sino acciones direccionadas, propósitos y objetivos. La biología, podemos decir, es el volverse significativo de la materia. Lo que se echa en falta en el libro de Ball es, seguramente, una mayor aclaración de los términos “cognición” y “agencia”. Tal como muestra el reciente número de la famosa revista Biological Theory denominado “Concepts of Agency” (“conceptos de agencia”) (Volumen 19, n. 1, marzo 2024) la agencia biológica es un concepto que requiere de diversas aclaraciones conceptuales y que debe ser cuidadosamente distinguido de la agencia no humana mostrada por una gran diversidad de sistemas físicos que, con toda justicia, pueden ser considerados como agentes autoorganizados. Dichas aclaraciones, claro está, requerirían la escritura de otros libros tan complejos como el del propio Ball. Estoy seguro de que estos serán los temas que en las próximas décadas mantendrán ocupados a los filósofos de la biología.
En definitiva, Philip Ball ha escrito un libro de lectura obligada para biólogos, filósofos de talante naturalista y, en definitiva, para todos aquellos interesados en la ciencia contemporánea de la biología. No sabemos aún qué es exactamente la vida, pero en preguntarnos cómo funciona está la semilla que nos alejará de los antiguos dogmas y de la cual podrá surgir una autentica biología para el siglo XXI alejada de los lenguajes mecanicistas y reduccionistas que caracterizaron la investigación biológica del siglo XX. Ball comparte con Gregory Radick la idea de que debemos enseñarle a los estudiantes de biología “la biología de su tiempo” (Radick, 2016). Y añade: no solo a los estudiantes, sino a todo el mundo (p.17). En este sentido, How Life Works supone una ventana valiosísima a la compleja imagen de la vida que nos ofrece la biología del siglo XXI y que tan frecuentemente aparece simplificada a través de las metáforas que utilizamos en nuestros lenguajes públicos, académicos y científicos.
Referencias bibliográficas
Radick, G. (2016). Teach students the biology of their time. Nature 533, 293. https://doi.org/10.1038/533293a.
Schrödinger, E. (2023). ¿Qué es la vida?. Tusquets editores.
Watson, J. (2003). ADN. El secreto de la vida. Taurus.
Francisco Javier Navarro Prieto
(Universidad Autónoma de Madrid)
1 La historia es referida en Watson 2003, p. 12.