Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 93 (2024), pp. 19-35

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.611681

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Deliberación en democracias digitales:
¿es factible el ideal de una ciudadanía competente?

Deliberation in digital democracies:
Is the ideal of a competent citizenry feasible?

RUBÉN MARCIEL*


Recibido: 09/04/2024. Aceptado: 18/06/2024.

* Investigador postdoctoral en el grupo Law & Philosophy, Universidad Pompeu Fabra. Líneas de investigación: teoría deliberativa, republicanismo, libertad de expresión, derecho a la información y ética del periodismo. Correo electrónico: ruben.marciel@upf.edu

** Últimas publicaciones: (i) Marciel, R. (2023). On citizens’ right to information: Justification and analysis of the democratic right to be well informed. Journal of Political Philosophy, 31(3): 358-84. https://doi.org/10.1111/jopp.12298; (ii) Marciel, R., y Magaña, P. (2023). (Not So) Happy Cows: An Autonomy-Based Argument for Regulating Animal Industry Misleading Commercial Speech. Journal of Applied Philosophy, Early view, 1-18. https://doi.org/10.1111/japp.12702.

*** Este trabajo ha sido financiado por el Ministerio de Educación Cultura y Deporte (beca predoctoral FPU ref. FPU2015-07227) y por la Fundació Irla (Beca Postdoctoral Irla d’Anàlisi i Pensament Social 2023-2024). El trabajo se enmarca en el proyecto de investigación “Razón Pública Global: Derechos Humanos, Legitimidad Democrática y Cambio Demográfico” (PID2020-115041GB-100/AEI/10.13039/501100011033), financiado por la Agencia Estatal de Investigación.

****Agradezco a Iñigo González-Ricoy, Adrián Herranz, Pablo Magaña y José Luis Martí los comentarios a las versiones previas del texto.

 

Resumen: En este trabajo defiendo que el ideal de una ciudadanía competente es viable incluso en los contextos adversos que ofrecen las sociedades digitales. Para ello, identifico cinco problemas que obstaculizan a la ciudadanía la adquisición de competencia política: el pluralismo, el problema del moderador, la dificultad para acceder a información relevante, la apatía política y los sesgos políticos. Aunque estos problemas se agudizan en las democracias digitales, muestro que existen mecanismos institucionales que permiten corregir y mitigar sus efectos perjudiciales sobre la competencia política. Por ello, concluyo, el ideal de ciudadanía competente es prima facie factible y podría lograrse mediante la implementación de medidas institucionales que fomenten la adquisición de competencia política por parte de la ciudadanía.

Palabras clave: democracia, competencia, ciudadanía, deliberación, factibilidad.

Abstract: In this paper, I argue that the ideal of a competent citizenry is feasible even in the adverse context digital societies offer. To do so, I identify five problems that hinder citizens’ acquisition of political competence: pluralism, the chairman problem, difficulties in finding relevant information, political apathy, and political biases. Even though these problems worsen in digital democracies, I show that there are institutional mechanisms that allow for the correction and mitigation of the detrimental effects they might have on political competence. I thus conclude that the ideal of a competent citizenry is prima facie feasible and could be achieved through the implementation of institutional measures that foster political competence among citizens.

Keywords: democracy, competence, citizenry, deliberation, feasibility.

1. Introducción: el dilema democrático

Para que la democracia funcione adecuadamente es necesario que la ciudadanía cumpla mínimamente con ciertos estándares de competencia política. La competencia política (o cívica) consta de dos elementos: conocimiento político, que se adquiere mediante el procesamiento adecuado de la información relevante, y las capacidades necesarias para aplicar ese conocimiento en la realización satisfactoria de las obligaciones cívicas, como votar o manifestarse (Marciel, 2022: 70-72). La posesión de un mínimo de competencia cívica por parte de la ciudadanía aseguraría que las decisiones democráticas son adecuadas o, al menos, que no son nefastas.

Dada la necesidad democrática de un ciudadanía competente, pueden adoptarse dos posturas distintas. La posición antidemocrática asume que el ideal de una ciudadanía competente es irrealizable y, por tanto, que la idea una democracia funcional es también irrealizable (véase, e.g., Posner, 2003). La posición democrática defiende que el ideal de ciudadanía competente es plausible y, por tanto, que la democracia también lo es (véase, e.g., Innerarity, 2020). Así, ambas posturas, la democrática y la antidemocrática, no discrepan tanto sobre si la democracia es un ideal de gobierno deseable, sino sobre si podemos esperar que en la práctica la ciudadanía sea mínimamente competente. Esta es, claro, una discusión tan vieja como la democracia misma, y se retrotrae al menos hasta la Grecia clásica (véase Rapeli, 2014: cap. 2). Sin embargo, dos fenómenos relativamente recientes han reformulado el marco del debate.

El primer fenómeno, particularmente intenso durante los siglos XIX y XX, es la universalización del sufragio. El sufragio universal es relevante para este debate porque la expectativa de competencia política se extiende de manera análoga los derechos de participación: cuantas más personas participen en la toma de decisiones, más personas deberían ser políticamente competentes. Así, en nuestras democracias, donde (casi) toda la población adulta disfruta de derechos de participación política, (casi) toda la población adulta debería ser mínimamente competente (Brown, 1996). Esta exigencia generalizada de un mínimo de competencia política complica la causa democrática.

El segundo fenómeno, mucho más reciente y abrupto, es la revolución digital. Hasta finales del siglo XX, solamente la élite que controlaba los escasos medios de comunicación existentes tenía la capacidad para producir y distribuir públicamente contenidos. Sin embargo, la revolución digital hizo que tanto la creación como la transmisión de contenidos fuese mucho más rápida, sencilla y barata. Así, por primera vez en la historia de la humanidad la capacidad de generar y compartir contenidos se universalizó y dejó de ser oligopolio de la élite. Evidentemente, esta revolución digital ha tenido muchos efectos positivos (Benkler, 2006), pero también ha generado problemas—como una crisis económica del periodismo (McChesney y Nichols, 2010: cap. 1) o el aumento de la desinformación (Wagner, 2022) y la polarización (Persily y Tucker, 2020: esp. caps. 2-3). Estos problemas revelan que las tecnologías digitales no garantizan ni un mejor funcionamiento de la democracia ni una mayor facilidad para adquirir competencia cívica. De hecho hay quien teme que las tecnologías digitales estén destruyendo la democracia (Bartlett, 2018; Curran, Fenton y Freedman, 2013).

A la luz de estos dos fenómenos, resulta particularmente difícil que en las democracias digitales la ciudadanía adquiera la competencia política necesaria para hacerse cargo de sus responsabilidades cívicas. Parecemos estar condenados a ese «dilema democrático» (Lupia y McCubbins, 1998: 1, 12) que nos obligaría a escoger entre dos opciones igualmente indeseables. La primera opción sería renunciar al sufragio universal y optar por un sistema epistocrático en el que sólo participen las personas más competentes. Así, se preservaría (al menos en teoría) la calidad de las decisiones políticas a costa de sacrificar la democracia. La segunda opción consistiría en preservar la democracia asumiendo que gran parte de la ciudadanía es incompetente y, por tanto, que la democracia generará malas decisiones. El dilema democrático resulta incómodo para cualquier demócrata porque incluso la opción menos mala implicaría renunciar a la aspiración de que las decisiones políticas sean la expresión de una voluntad popular ilustrada.

Nótese, sin embargo, que el dilema descansa sobre una asunción cuestionable, sin la cual no se plantea la necesidad de elegir entre estas dos opciones. Esa asunción es que en las sociedades de masas la ciudadanía es incapaz de adquirir la competencia política necesaria para encargarse de sus obligaciones políticas o, dicho de otro modo, que el ideal de ciudadanía competente es implausible. En este artículo intento mostrar que esa premisa es falsa. Para ello defiendo que, a pesar de las muchas dificultades que enfrenta en las sociedades digitales, el ideal una ciudadanía competente sigue siendo factible y que, por tanto, el ideal de una democracia funcional también lo es.

Para ello, en las siguientes secciones repasaré cinco problemas que sugieren la implausibilidad del ideal de ciudadanía competente: el pluralismo (sec. 2), el llamado problema del moderador (sec. 3), las dificultades para acceder a información relevante (sec. 4), la apatía política (sec. 5) y los sesgos cognitivos (sec. 6). Argumentaré que, a pesar de que todos estos problemas se agudizan en las sociedades digitales, existen mecanismos institucionales que nos permiten mitigar y/o corregir sus efectos perjudiciales sobre la competencia cívica, preservando así el valor epistémico en la toma de decisiones democráticas. Por tanto, el dilema democrático es un falso dilema que oculta una tercera opción: implementar medidas institucionales que protejan y promuevan la competencia cívica. En consecuencia, concluiré, el ideal de ciudadanía competente es factible si se implementan las medidas institucionales adecuadas.

Es importante anotar que esta discusión no trata sobre si la ciudadanía es aquí y ahora competente, sino sobre si el ideal de ciudadanía competente es factible. Lo factible es un tipo peculiar de posibilidad: aquello que, dado conjunto de hechos fijos, podemos conseguir intencionalmente a través de nuestros actos (Guillery, 2021). Así, al defender que el ideal de ciudadanía competente es factible defiendo que, a pesar de ciertos hechos fijos —como los sesgos cognitivos, la existencia de tecnologías digitales, o la dimensión masiva de nuestras democracias—, podemos conseguir a través ciertos actos intencionales —fundamentalmente la reforma institucional— que la ciudadanía adquiera fácilmente el nivel de competencia cívica necesaria para desempeñar adecuadamente sus obligaciones cívicas.

2. El problema del pluralismo

Una de las características de las sociedades liberales es el pluralismo, esto es, la adopción por parte de sus miembros de doctrinas morales, políticas, filosóficas y religiosas distintas y a menudo incompatibles entre sí. Este fenómeno, al que Rawls (1996, 36) denomina «el hecho social del pluralismo», es el resultado natural al que inevitablemente llegamos las personas cuando vivimos en libertad. A menos que queramos restringir la libertad, tendremos pues que lidiar con el pluralismo que esta conlleva.

Surge así el problema democrático del pluralismo: la dificultad para alcanzar acuerdos aceptables en democracias modernas en las que existe una gran diversidad de creencias morales, filosóficas y religiosas, a menudo enfrentadas entre sí. La aceptación del pluralismo supone un reto democrático porque parece difícil que la ciudadanía, estando tan dividida sobre cuestiones tan fundamentales pueda alcanzar acuerdos políticos. Parece que para alcanzar cualquier acuerdo político la ciudadanía tendría que resolver antes sus profundas discrepancias, y que por lo tanto cualquier decisión política, para estar realmente legitimada, requeriría un inmenso esfuerzo deliberativo por parte de la ciudadanía. Esta problemática es aún mayor en sociedades digitales, porque ahora la ciudadanía puede acceder a más puntos de vista que en las sociedades predigitales. Asumiendo que distintos sectores de la sociedad adoptarán diferentes doctrinas, cabe esperar que el elenco total de puntos de vista en las sociedades digitales sea mucho más amplio que en las sociedades predigitales. Es decir, que como en las sociedades digitales hay más pluralismo, cabe esperar más dificultades para alcanzar acuerdos políticos.

Sin embargo, y en contra de lo que pudiera parecer, el pluralismo no supone un grave problema para el ideal de ciudadanía competente.

En primer lugar, es cierto que en una sociedad plural todas las decisiones políticas deberían estar públicamente justificadas (Marciel Pariente, 2020). Esto requiere que cada ciudadana tenga razones concluyentes para aceptar cada decisión política, pero no requiere que todo el mundo acepte cada decisión política por exactamente las mismas razones. De hecho, no parece necesario —ni, quizá, adecuado— exigir que los distintos miembros de la sociedad tengan motivaciones idénticas (Vallier, 2011). Piénsese, por ejemplo, en una política fiscal redistributiva que para los miembros de una doctrina religiosa es aceptable porque, en su visión, la redistribución de riqueza materializa el deber religioso de caridad. Para otros miembros de esa sociedad, la misma política fiscal podría resultar aceptable por otros motivos, como la creencia de que promueve un uso más eficiente de los recursos o una mayor igualdad de oportunidades. El acuerdo legítimo seguirá siendo posible a pesar de las discrepancias siempre y cuando las partes puedan encontrar razones concluyentes para aceptar esa política fiscal.

En segundo lugar, tengamos en cuenta que para alcanzar un acuerdo político no es necesario ponerse de acuerdo sobre absolutamente todo, ni tampoco sobre las distintas doctrinas morales, filosóficas, políticas o metafísicas. A pesar de que haya desacuerdos irreconciliables sobre esas cuestiones, dado un mínimo consenso en torno a valores fundamentales, como la igualdad y la libertad, podemos alcanzar acuerdos sobre lo que hacer colectivamente y funcionar así como sociedad democrática (Rawls, 1996: cap. 6; 1997). En el caso de la política fiscal, por ejemplo, no es necesario ponerse de acuerdo sobre qué dios es el verdadero ni sobre qué principios morales deberían guiar nuestras decisiones. Lo único que tenemos que acordar es qué política fiscal debe implementarse. La respuesta a esta cuestión no implica adoptar ninguna postura sobre muchas de las cuestiones en las que el acuerdo es difícil o imposible. De hecho, como acabo de anotar, es muy plausible que una misma respuesta a la cuestión por la política fiscal tenga motivaciones distintas e incluso incompatibles.

Por tanto, la deliberación democrática, a través de la cual tratamos de resolver controversias políticas, no debería aspirar a resolver todos los desacuerdos, ni tampoco a alcanzar un consenso motivacional. Debería aspirar, tan sólo, a alcanzar lo que Martí denomina un «consenso operativo, esto es, un consenso sobre la decisión a tomar o la acción a emprender» (Martí, 2017: 12). Y si no es necesario ponerse de acuerdo en todo, sino únicamente en lo que hay que hacer colectivamente, y si no es necesario que todo el mundo esté de acuerdo por los mismos motivos, entonces las exigencias que para la ciudadanía se derivan de su deber de deliberar se reducen drásticamente. En concreto, no es necesario que la ciudadanía se informe sobre —ni mucho menos que comprenda y acepte— las doctrinas de sus conciudadanas. Estrictamente, tan sólo es necesario que la ciudadanía se informe sobre aquello cuyo conocimiento resulta útil para tomar decisiones colectivas adecuadas. En el debate sobre la política fiscal (por seguir con el ejemplo), no parece necesario que la ciudadanía piense lo mismo, digamos, sobre el dogma de la Santísima Trinidad; basta con que acuerde qué política fiscal es mejor. Y esto es compatible con que unos defiendan esa política fiscal movidos por convicciones religiosas —por ejemplo, de caridad cristiana— al tiempo que otros la defienden por consideraciones sobre justicia redistributiva. Así, el pluralismo no implica la implausibilidad del ideal de ciudadanía competente.

3. El problema del moderador

El segundo problema al que se enfrenta el ideal de ciudadanía es lo que, siguiendo a De Jouvenel (1961), denominaré el problema del moderador. El problema del moderador muestra cómo, a partir de un número relativamente bajo de participantes, la deliberación asamblearia resulta materialmente imposible.1

Si el tiempo de la asamblea se limita y se divide equitativamente entre las participantes, entonces cada participante tendría un tiempo irrisorio para hacer su intervención —tiempo que tendería a cero conforme aumentase el número de participantes. Así, por ejemplo, asumiendo 5.400 participantes —aproximadamente el número de ciudadanos de la Atenas clásica— y fijando 3 horas para el desarrollo de la sesión, cada participante tendría sólo 2 segundos para hacer su intervención (De Jouvenel, 1961: 368). Por otro lado, si tratamos de evitar este resultado estableciendo un tiempo mínimo decente para cada intervención, entonces las sesiones durarían un tiempo inasumible —tiempo que tendería a infinito conforme aumentase el número de participantes. Retomando el escenario ateniense de 5.400 personas y otorgando a cada participante 15 minutos para intervenir, cada sesión duraría 1.350 horas. Es decir, que asumiendo jornadas de 9 horas al día, la asamblea tendría que reuniese durante 150 días antes de tomar una sola decisión (De Jouvenel, 1961: 369).2

El problema del moderador es un desafío para el ideal de ciudadanía bien informada porque, si las ciudadanas no pueden escucharse unas a otras parece difícil que puedan acceder a la información que necesitan para entender los asuntos públicos. Y así parece difícil que estén en condiciones de tomar decisiones adecuadas. La imposibilidad para escuchar a todo el mundo se magnifica en democracias digitales, ya que los contenidos (opiniones, noticias, sucesos, etc.) se multiplican a un ritmo vertiginoso. A pesar de eso, y como trataré de mostrar ahora, el problema del moderador no es tan grave como pudiera parecer, fundamentalmente porque no es necesario que todo el mundo sea escuchado por todo el mundo.

Tradicionalmente, la teoría democrática asumía que la democracia requería que el pueblo se reuniera para deliberar en asamblea y tomar decisiones políticas (Green, 2010). Gracias a este proceso de discusión asamblearia, las ciudadanas adquirirían la información y el conocimiento necesarios para tomar luego decisiones adecuadas. Este modelo de democracia asamblearia es típico de la antigüedad, propio de pequeñas sociedades como las ciudades-estado griegas, las tribus vikingas, o las pequeñas repúblicas tardomedievales y renacentistas (Dahl, 1998: cap. 2). Sin embargo, las democracias contemporáneas no son, ni pretenden ser, asamblearias. Todas las democracias de masas adoptan mecanismos de representación política que establecen lo que podría denominarse una división del trabajo político (Manin, 1997).

El reparto del trabajo político evita la necesidad de asambleas para la inmensa mayoría de la población, ya que divide a las ciudadanas en dos grupos con responsabilidades distintas. El primer grupo está formado por las representantes políticas, que son asesoradas por profesionales y expertas en las distintas materias. Estas personas son quienes deben dedicar mucho tiempo y esfuerzo a reunirse y discutir en detalle sobre las posibles decisiones específicas, porque son las que se encargan de tomar las decisiones finales, redactando y aprobando las leyes. El otro grupo está formado por la mayoría de las ciudadanas, que se limitan a indicar cuáles son sus preferencias y, en menor medida, qué medios prefieren para que esas preferencias sean satisfechas (Christiano, 1996: cap. 6; Lafont, 2020: 178). Para ello, las ciudadanas sólo deben indicar la dirección general que debería seguir la sociedad, ya sea mediante el voto o mediante otras formas de participación política, como las manifestaciones y las protestas, vigilando que sus representantes se esfuerzan por cumplir el mandato recibido de la ciudadanía. Así, a través del reparto del trabajo político, las democracias modernas combinan la representación con la participación, y permiten que las ciudadanas deliberen en diferentes foros distribuidos por la sociedad sin necesidad de que todas ellas confluyan en un único espacio (Parkinson y Mansbridge, 2012).

Y esto que ocurre en la práctica es aceptado de manera mayoritaria en la teoría democrática, no sólo por pragmatismo, sino también porque, si se implementan bien, los mecanismos representativos promueven que las representantes políticas sean especialmente competentes (Landa y Pevnick, 2020). Efectivamente, la abrumadora mayoría de la teoría democrática contemporánea ve la democracia como un sistema representativo en el que la labor de la ciudadanía no consiste en participar regularmente en asambleas, sino en elegir a sus representantes, darles instrucciones y vigilarlas. En definitiva, la teoría política contemporánea ha abandonado lo que Green (2010: 9) denomina el «paradigma vocal» de la democracia para pasar a un «paradigma ocular».3 En este paradigma la imposibilidad de que las ciudadanas se reúnan en una única asamblea y discutan todas con todas no es ningún problema, puesto que existen mecanismos de delegación gracias a los cuales sólo unas pocas personas representantes tienen que efectivamente reunirse y deliberar.

La ciudadanía puede, por tanto, cumplir satisfactoriamente sus obligaciones sin necesidad de reunirse en una asamblea en la que cada ciudadana sea escuchada por todas y cada una de las demás ciudadanas. Así, y en contra de lo que sugiere el viejo ideal de democracia asamblearia, para que la ciudadanía se informe adecuadamente lo importante no es que se produzca una deliberación asamblearia, sino que todo el mundo se informe sobre los asuntos democráticamente relevantes. La información sobre estos asuntos puede representar un porcentaje irrisorio respecto a toda la información disponible en la esfera pública, por lo que es factible que todas y cada una de las ciudadanas accedan a esa información. A propósito de la libertad de expresión Meiklejohn decía que lo importante «no es que todo el mundo pueda hablar, sino que todo lo que merece la pena decirse sea dicho» (Meiklejohn, 1965: 26); sobre el ideal de ciudadanía competente podríamos decir, de manera análoga, que lo importante no es que todo el mundo sea escuchado, sino que se escuche todo lo que merece la pena ser escuchado.

4. Problemas para acceder a la información relevante

En la sección previa he defendido que la imposibilidad de deliberar en una única asamblea no es problemática porque para estar en condiciones de tomar decisiones adecuadas la ciudadanía no necesita conocer todo lo que se dice, sino tan solo lo que es democráticamente relevante. El tercer problema al que se enfrenta el ideal de ciudadanía bien informada es, precisamente, la dificultad para acceder a la información relevante desde el punto de vista democrático.4

En un sentido muy básico, esta dificultad tiene un carácter puramente físico. Las dimensiones de las democracias de masas hacen que las personas y los eventos sobre los que hay que informarse estén demasiado lejos como para poder acceder a ellos directamente. Como dice Lippmann, «[e]l mundo con el que tenemos que lidiar políticamente está fuera de alcance, fuera de la vista, fuera de la mente» (Lippmann, 1991 [1922]: 29). Por otro lado, carecemos de los recursos necesarios (atención, tiempo y motivación) para escanear individualmente el vasto mundo que nos rodea y seleccionar por nosotros mismos la información más relevante. Tal y como anota de nuevo Lippmann, semejante tarea resulta inasumible a nivel individual:

Al formar nuestras opiniones públicas, no sólo tenemos que visualizar más espacio del que podemos ver con nuestros ojos y más tiempo del que podemos sentir, sino que tenemos que describir y juzgar más gente, más acciones, más cosas de las que jamás podríamos contar o imaginar vivamente (Lippmann, 1991 [1922]: 148).

Planteada así, la dificultad para acceder a información democráticamente relevante no supone un gran reto para el ideal de ciudadanía competente, ya que las democracias modernas cuentan con dos elementos íntimamente relacionados, uno tecnológico y otro social, con el que superarla. El elemento tecnológico son los medios de comunicación, que permiten acceder fácilmente a información sobre personas y eventos lejanos. El elemento social, que complementa al tecnológico, es una nueva división del trabajo, a la que siguiendo a Bohman (2000) llamaré «división comunicativa del trabajo» (cf. Page, 1996: 2-6).

Esta división comunicativa del trabajo complementa la división política entre representantes y ciudadanía. En este caso, el reparto de tareas asigna distintos roles en el uso de los medios de comunicación. Por un lado, estarían las comunicadoras profesionales, que adquirirían el rol activo de buscar, seleccionar y proveer de información útil a la ciudadanía. Suele entenderse que el rol de comunicadora profesional incluye a cualquiera que se dedique habitualmente a la comunicación en la esfera pública, incluyendo a periodistas, políticas, miembros del gobierno, activistas, expertas, investigadoras, publicistas, comentaristas, grupos de presión, e incluso miembros de think tanks (Downs, 1957: 226; Page, 1996: 106-8; Zaller, 1992: 6). Por otro lado, estaría la ciudadanía, que tendría el rol pasivo de audiencia y se informaría con los contenidos ofrecidos por estas comunicadoras sin necesidad de buscarla directamente (Bohman, 2000: 55; Page, 1996: 4-6; Downs, 1957: 225-26). Así, las comunicadoras profesionales actuarían como intermediarias entre grandes audiencias de ciudadanas y el vasto, lejano y complejo mundo que las rodea. Como dice Page, estas comunicadoras «recopilan, explican, debaten, y diseminan las mejores informaciones e ideas disponibles sobre políticas públicas de manera que sean accesibles para grandes audiencias de ciudadanas corrientes» (Page, 1996: 5; cf. Bohman, 2000.).

De este modo, la conjunción de tecnología y de una adecuada organización social reducirían enormemente los costes de acceder a la información democráticamente relevante y posibilitarían el ideal de ciudadanía bien informada en grandes democracias. Esta es, no obstante, una visión demasiado idílica, pues —a pesar de la división comunicativa del trabajo y del uso de medios de comunicación— existen dos dificultades que ponen en cuestión la posibilidad de que la ciudadanía acceda fácilmente a información democráticamente relevante.

4.1. Desorden informativo

La primera dificultad, a la que siguiendo a Wardle y Derakhshan (2017) me referiré como desorden informativo, afecta al elemento tecnológico, es decir, a los medios de comunicación.

Como anotaba más arriba, desde finales del siglo pasado nuestra capacidad para generar y transmitir información de forma rápida, sencilla y barata no ha dejado de crecer exponencialmente. Según cuenta Pariser (2011: 11), toda la comunicación humana desde el inicio de los tiempos hasta 2003 ocuparía unos 5 mil gigabytes; en 2011, la humanidad generaba esa cantidad de datos cada dos días. Si esto era así en 2011, podemos asumir que ahora producimos esa cantidad de información mucho más rápido. Evidentemente, nadie puede filtrar individualmente todos esos contenidos y seleccionar lo más relevante. De ahí que haya quien se refiera al problema informativo de las sociedades digitales como «sobrecarga informativa» (Bartlett, 2018; Helberger, 2011: 242) o «superabundancia» (Ramonet, 1998) y «exceso de información» (Innerarity, 2011: 19, 25). Sin embargo, la cantidad de información disponible no es en sí misma un problema; el problema aparece cuando las grandes cantidades de información dificultan el acceso a lo que realmente importa (Helberger, ibid.; Ramonet, 1998: 42, 53-54, 195). Esto es lo que ocurre en nuestras sociedades digitales, y por eso el término «desorden informativo» resulta más apropiado que los términos que únicamente enfatizan la cantidad de contenidos.

El desorden informativo es la situación, típica de las democracias digitales, en la que las ciudadanas no pueden encontrar la información verdaderamente relevante, no sólo porque la cantidad de información sea abrumadora, sino fundamentalmente porque carecen de mecanismos fiables para filtrar los contenidos y seleccionar los que son veraces y relevantes. Si la ciudadanía se enfrenta a un océano infinito de información cuya credibilidad y relevancia son inciertas, parece efectivamente imposible que entienda los asuntos públicos y, por tanto, que pueda hacerse cargo de sus responsabilidades cívicas. Así, el desorden informativo parece poner en cuestión la plausibilidad del ideal de ciudadanía competente.

No obstante, nótese que este desorden tiene una base eminentemente institucional. No se trata de que la ciudadanía esté inevitablemente incapacitada para acceder, procesar y entender la información que necesita. Se trata, más bien, de que el contexto social actual hace esa labor extremadamente complicada. Ante este contexto adverso, no tenemos por qué renunciar a la aspiración de una democracia funcional; podemos, en cambio, intentar generar instituciones menos adversas, instituciones que ayuden a las ciudadanas a encontrar la información democráticamente relevante a un coste asumible. Esto nos lleva al segundo elemento —la división comunicativa del trabajo— y la segunda dificultad, a la que me referiré como el problema de la identificación.

4.2. El problema de la identificación

Como anoté arriba, las democracias representativas establecen una división de roles entre comunicadoras profesionales, por un lado, y ciudadanía, por otro. En teoría, esta división de tareas debería servir para mitigar los impactos del desorden informativo, puesto que la división comunicativa del trabajo permitiría a la ciudadanía encontrar fácilmente la información que importan sin tener que filtrar ella misma todos los contenidos disponibles.

Sin embargo, y por más que la mayoría de las comunicadoras profesionales se presenten como servidoras del interés público, muchas no son fuentes de información fiables, ya sea porque tienen intereses que les impiden prestar un servicio informativo de calidad, ya sea porque simplemente son incapaces de hacerlo (por falta de talento o de recursos económicos). Así, para la ciudadanía resulta muy difícil, si no imposible, identificar qué fuentes de información son fiables. En estas condiciones es probable que se produzca lo que Buchanan (2018: 519) denomina «confianza epistémica descolocada», es decir, que la ciudadanía confíe en fuentes de información que no son de fiar y que, por ello, termine mal informada o desinformada.5

Lo anterior sugiere que la división comunicativa del trabajo es incapaz de solventar el desorden informativo. No obstante, una vez más el problema de fondo no es atribuible (al menos no solamente) a defectos de la ciudadanía, sino más bien a deficiencias del contexto institucional. Y, una vez más, este contexto institucional puede modificarse para facilitar que la ciudadanía pueda encontrar fuentes de información fiable. Hay al menos dos estrategias útiles para este fin. Una estrategia consiste en aumentar el número de fuentes fiables o, al menos, la proporción de fuentes fiables respecto a las no fiables. En las sociedades digitales existen infinidad de medios y canales que ofrecen contenidos sin garantía de veracidad ni relevancia; en cambio, las fuentes de información relevante y veraz —esto es, las fuentes que ofrecen periodismo de calidad— son relativamente pocas. Promover la proliferación del periodismo de calidad podría reequilibrar el elenco de fuentes disponibles, facilitando así el acceso de la ciudadanía a la información que necesita para estar bien informada (Marciel, 2023: 377-380). Una segunda estrategia, complementaria a la primera, consiste en facilitar el acceso a metainformación, esto es, a contenidos que ayuden a valorar la fiabilidad de las fuentes de información (Herzog, 2023: cap. 9). Si, por ejemplo, la ciudadanía pudiera saber los vínculos económicos o políticos de un periódico, podría valorar mejor su grado de independencia y ajustar su credibilidad.

Ni puedo ni pretendo discutir en detalle ninguna de estas estrategias aquí. Mi objetivo es únicamente mostrar que el problema de la identificación, al igual que el desorden informativo, pueden mitigarse mediante un diseño institucional adecuado. Este diseño debería facilitar a la ciudadanía el acceso a contenidos relevantes y veraces, así como el acceso a y la identificación de fuentes fiables capaces de ofrecer esos contenidos. En la medida en que exista margen para mejorar el diseño institucional, podemos confiar en que la supuesta incompetencia de la ciudadanía es (al menos parcialmente) corregible y, por tanto, en que el ideal de ciudadanía competente sigue siendo prima facie factible.

5. Apatía política

El cuarto problema al que se enfrenta el ideal de ciudadanía competente es la apatía política, la cual podría definirse como «la abdicación libremente elegida de la política por parte de aquellas ciudadanas que carecen del gusto por la vida cívica» (Green, 2004: 746).

Suele asumirse que la apatía política forma parte de concepción moderna de la libertad. Siguiendo el famoso discurso De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, de Benjamin Constant (1989 [1819]), la antigua concepción de la libertad entendía que ser libre significaba participar en los asuntos públicos; en cambio, la libertad en su sentido moderno consistiría más bien en todo lo contrario, en poder desentenderse de los asuntos públicos y dedicarse a disfrutar despreocupadamente de la vida privada. En realidad, la apatía no es un rasgo exclusivo de la ciudadanía moderna. La democracia ateniense, por ejemplo, también presentaba altas tasas de desinterés por los asuntos públicos, ya que muchos ciudadanos no solían acudir a las asambleas (Green, 2004). Sin embargo, suele asumirse que el grado de implicación en los asuntos públicos es generalmente menor en las grandes democracias de masas que en las democracias clásicas. Según Schumpeter, por ejemplo, en las democracias de masas la apatía política podría explicarse por la percepción de que los asuntos públicos tienen poco o nulo efecto en nuestras vidas, a diferencia de las decisiones sobre cuestiones estrictamente privadas —como dónde vivir, qué estudiar, con quien casarse, qué dieta seguir o cómo trabajar— las cuales tienen un efecto mucho más visible en nuestras vidas (Schumpeter, 2003 [1944]: 258, 261). Downs, (1957: 214), por su parte, ha ofrecido otra famosa explicación, conocida como teoría de la ignorancia racional: en sociedades de masas la influencia que tiene cada voto individual sobre la decisión final es prácticamente nula; sabiendo esto, la ciudadana racional carece de incentivos para informarse, y por eso prefiere dedicar sus esfuerzos a otros asuntos.

La apatía conlleva altos niveles de ignorancia sobre los asuntos públicos, y por ello plantea un problema para el proyecto democrático: a fin de cuentas, una ciudadanía que ignora los detalles de los asuntos públicos no parece estar en condiciones de tomar decisiones políticas. Sin embargo, en realidad la apatía política —y la ignorancia sobre los asuntos públicos que esta conlleva— no tienen por qué implicar necesariamente el fracaso del proyecto democrático. Hay, al menos, dos estrategias para evitar este problema.

La primera, favorecida por teóricos elitistas como el propio Schumpeter (2003: 295; cf. Brennan, 2011), es desincentivar la participación de aquellas ciudadanas menos competentes. Si las ciudadanas ignorantes no participan en los asuntos públicos, entonces los posibles efectos adversos de la ignorancia ciudadana desaparecen. Esta estrategia resulta problemática, en primer lugar, porque los desincentivos probablemente afectarían a la ciudadanía no de manera proporcional a su falta de competencia, sino de manera proporcional a su falta de convicción política. Así, probablemente la estrategia desmovilizaría a las personas con mayor nivel de autocrítica y menor autoestima, y no tanto las personas más fanatizadas y radicalizadas, que probablemente serían más refractarías a la desmovilización. En segundo lugar, la mera idea de desincentivar la participación parece contradecir la aspiración democrática de que la mayoría de la ciudadanía se informe y participe en los asuntos públicos. Sólo un teórico del elitismo democrático como Schumpeter puede percibir la baja participación como un síntoma de que la democracia funciona bien. Para la mayoría de las demócratas este síntoma sería, más bien, fuente de preocupación. Y, si sabemos que las instituciones y el contexto social afectan a la motivación para informarse (Boudreau, 2009; Kuklinski et al., 2001), ¿por qué no optar por un diseño institucional y unas políticas públicas que, en lugar de alejar aún más a la ciudadanía de la política, faciliten y estimulen la adquisición de competencia política y la participación de calidad?

La segunda estrategia consiste, precisamente, en esto. Para ello, resulta imprescindible diseñar instituciones que exijan de la ciudadanía la realización de tareas en un número y de una complejidad asequible. Por otro lado, es necesario que el diseño institucional facilite la adquisición de la motivación y el conocimiento necesario para desempeñar esas tareas. De esta forma, se reduciría el nivel de competencia necesario para desempeñar el rol ciudadano —ya que las tareas asociadas al rol serían menores— y, al mismo tiempo, se facilitaría la adquisición de ese nivel mínimo de competencia. En cierta medida, cualquier democracia representativa sigue esta estrategia al establecer la división del trabajo político mencionada más arriba. Efectivamente, en nuestros sistemas democráticos representativos la ciudadanía no se encarga de las cuestiones más técnicas; su papel consiste, más bien, en deliberar y, sobre la base de esa deliberación, escoger y fiscalizar a sus representes políticos. Esto reduce notablemente el número y la complejidad de las tareas exigidas a la ciudadanía y, en consecuencia, los estándares de competencia política (Christiano, 2015).

El viejo ideal de una ciudadanía super implicada y exhaustivamente informada resulta, pues, innecesariamente exigente (Moe, 2020). Las ciudadanas pueden adquirir mucha de la información que necesitan mediante «pistas» o «atajos informativos», esto es, contenidos fácilmente asequibles que permiten inferir qué decisión es preferible o qué conclusión es correcta sin necesidad de conocer todos los detalles sobre el asunto (Gilens y Murakawa, 2002). Por supuesto, no todos los atajos son igualmente útiles, ya que algunos llevan a conclusiones erróneas. No obstante, si se emplean bien, estos instrumentos heurísticos permiten tomar decisiones competentemente incluso a pesar de carecer de conocimientos sofisticados, sirviéndose de lo que Popkin (1991: 7) ha denominado «racionalidad de baja información».

Todo esto sugiere que, incluso con cotas relativamente altas de apatía política, si implementamos una adecuada división del trabajo político —que asigne a la ciudadanía tareas más acotadas— y buenas instituciones informativas —que proporcionen pistas y atajos informativos útiles—, entonces es plausible que la gente se informe suficientemente bien sobre los asuntos públicos y adquiera la competencia necesaria para tomar decisiones políticas bien fundamentadas.

6. Sesgos políticos

El último gran problema al que se enfrenta el ideal de ciudadanía competente son los sesgos cognitivos. Los sesgos cognitivos son fallos persistentes en el procesamiento de la información que nos predisponen a adoptar sistemáticamente creencias erróneas, desviadas en una determinada dirección. Así, evitan que creamos lo que, a la luz de la evidencia disponible, deberíamos creer.

Aunque la psicología experimental ha documentado muchos sesgos, los dos más notables son los de confirmación y desconfirmación. Los sesgos de confirmación son procesos que incrementan la probabilidad de aceptar argumentos o evidencia a favor nuestras creencias previas. Estos sesgos hacen que tendamos a validar la información que favorece lo que pensamos y a aceptarla sin someterla al debido escrutinio. También nos hacen dedicar más tiempo y esfuerzo a la búsqueda de información que corrobora lo que ya creemos, en comparación con el tiempo y esfuerzo dedicados a buscar información contraria a nuestros puntos de vista. Los sesgos de desconfirmación también sirven para proteger nuestras creencias previas, pero protegiéndolas contra evidencias que las contradigan. De forma inversa a los sesgos de confirmación, los sesgos de desconfirmación aumentan el escepticismo y la crítica contra la información que choca con nuestras ideas previas y nos llevan a dedicar más tiempo y esfuerzo a contradecir esa información.

Aunque los sesgos afectan a todo razonamiento humano, su impacto es mucho mayor en el denominado razonamiento motivado por objetivos direccionales (Kunda, 1990: 480) o partidistas (Taber y Lodge, 2006: 756). Este tipo de razonamiento se produce cuando el sujeto prefiere alguna de las conclusiones que podrían derivarse del razonamiento, con independencia de si esa conclusión es correcta. El otro tipo de razonamiento al que suele referirse la psicología es denominado razonamiento motivado por objetivos de precisión, el cual ocurre cuando el sujeto desea llegar a una conclusión correcta, independientemente cuál sea. En estos casos, a pesar del esfuerzo que implica razonar, solemos seguir un proceso cognitivo cuidadoso, considerando minuciosamente la evidencia relevante y realizando inferencias precisas. Todo ello minimiza el efecto de los sesgos y aumenta las probabilidades de llegar a la conclusión correcta, que en última instancia es lo que pretende el razonamiento motivado por objetivos de precisión (Kunda, 1990: 480–82, 495; Taber y Lodge, 2006: 756).

Claramente, la política es uno de esos asuntos en los que tenemos preferencia por llegar a ciertas conclusiones con independencia de su corrección. A fin de cuentas, la política determina los derechos, los recursos y el reconocimiento que obtenemos. Por ello, cuando discutimos sobre asuntos políticos los sesgos se acentúan. Así lo demuestra la psicología empírica, revelando, por ejemplo, que algunas personas se niegan a corregir creencias erróneas incluso ante evidencia empírica que las contradice (Lewandowsky, Ecker y Cook, 2017; Thorson, 2016). Lo que estos estudios muestran es que algunas ciudadanas adquieren sus opiniones políticas no mediante la consideración de la evidencia más creíble y los argumentos más convincentes, tal y como presupone el ideal de ciudadanía competente (Taber y Lodge, 2006: 755), sino guiándose por sus emociones y su identidad. Así, lo esperable es que la ciudadanía termine creyendo no aquello para cuya creencia tiene más motivos, sino aquello que, supuestamente, alguien de su grupo político o social debería creer.

Todo esto pone en cuestión la posibilidad de una ciudadanía competente. Y, sin embargo, hay dos motivos para seguir considerando plausible el ideal de una ciudadanía competente.

El primero es que los sesgos cognitivos no siempre nos llevan a conclusiones equivocadas. Las cuestiones políticas no suelen tener una única respuesta correcta, sino que a menudo hay varias soluciones adecuadas. Especialmente en condiciones de pluralismo, distintas personas o comunidades pueden legítimamente tener preferencias distintas, sin que una de esas preferencias sea la correcta. En estas situaciones, los sesgos cognitivos pueden servir para identificar a quienes comparten nuestros intereses y para ayudarnos a articularlos y defenderlos de forma más eficiente (Lepoutre, 2020). Así, los sesgos cognitivos pueden servir como un mecanismo de protección de las minorías frente a la colonización cultural de las mayorías. De hecho, los foros de discusión no plurales (o no públicos), en los que un grupo de personas con puntos de vista similar discute apelando a sus valores compartidos, tienen valor democrático justamente porque sirven para reconocer y articular mejor las propias demandas del grupo en cuestión (Curran, 2002: 239). Por supuesto, estos foros no plurales pueden ser peligrosos si sus participantes no se exponen también a puntos de vista e información contraria a sus ideas previas —de ahí la necesidad de que también existan foros públicos y plurales (Sunstein, 2007). No obstante, aquí tan sólo quería anotar que los sesgos cognitivos no implican necesariamente razonamientos erróneos, y que por tanto su persistencia no conlleva automáticamente la inviabilidad del ideal de ciudadanía competente.

Un segundo motivo para confiar en la factibilidad del ideal es que la intensidad de los sesgos cognitivos varía en función de ciertos factores ambientales que podemos modular (Thaler y Sunstein, 2008). Así, por ejemplo, la discusión intragrupal en grupos homogéneos tiende a exacerbar los sesgos previos, radicalizando las posiciones iniciales e intensificando la polarización; en cambio, si se delibera en grupos heterogéneos y el contexto facilita y motiva la adquisición de información útil, las personas consideran más detenidamente los contenidos, reflexionando de manera más imparcial (Mercier y Landemore, 2012; Kuklinski et al., 2001). Esto sugiere que, aunque los sesgos cognitivos sean inevitables, podemos diseñar instituciones que mitiguen sus efectos y promuevan una consideración más cuidadosa de la información, facilitando así la adquisición de competencia política.

Constatar que el efecto de los sesgos cognitivos se puede modular a través del diseño institucional es importante porque el diseño institucional de nuestras sociedades digitalizadas —y en particular, el funcionamiento de los medios de comunicación y de las redes sociales—resulta bastante mejorable: muchos de los medios de comunicación, tanto tradicionales como digitales, a los que la ciudadanía es expuesta regularmente a menudo no promueven la mitigación de los sesgos cognitivos, sino que más bien los exageran para promover sus intereses económicos y/o partidistas. Podemos, por tanto, imaginar diseños institucionales alternativos en los que los medios de comunicación y las redes sociales no estimulen (al menos, no tanto) esos sesgos. Por supuesto, no creo que construir una mejor esfera pública sea fácil; pero tampoco parece una tarea imposible. Lo importante es que en un mundo no muy lejano al nuestro es posible tener una ciudadanía menos afectada por los sesgos cognitivos, y que por tanto la presencia actual de esos sesgos cognitivos no implica prima facie la imposibilidad del ideal de ciudadanía competente.

7. Conclusión

Comencé este artículo presentando un «dilema democrático» que nos forzaba a elegir entre (a) mantener la democracia a pesar de que los procedimientos democráticos generarían malas decisiones o (b) preservar la calidad de las decisiones políticas renunciando a la democracia. A lo largo de las siguientes secciones he argumentado que esta disyuntiva es un falso dilema, porque asume implícitamente una premisa cuestionable, a saber: que la ciudadanía es irremediablemente incompetente.

Para ello, he abordado cinco problemas que dificultan la adquisición de competencia política en las sociedades digitales y que parecen sugerir la inviabilidad del ideal de ciudadanía competente: el pluralismo normativo, el problema del moderador, las dificultades para acceder a información relevante, la apatía política y los sesgos cognitivos. Si mi argumentación es correcta, existen mecanismos institucionales que nos permiten mitigar y/o corregir los efectos perjudiciales de todos estos problemas. Esto sugiere que el ideal de ciudadanía competente es prima facie factible incluso en los contextos epistémicamente adversos que ofrecen nuestras democracias digitales. Por tanto, el falso dilema democrático puede evitarse optando por una tercera opción oculta por su planteamiento dicotómico: (c) implementar medidas institucionales que protejan y promuevan la competencia cívica. Queda por ver, pues, qué medidas son esas, y cómo podrían implementarse.

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1 Aunque tomo el término del artículo de De Jouvenel, preocupaciones similares aparecen en las obras de, por ejemplo, Aristóteles (2010: 273, 1326a), Rousseau (1998: III-4), Hamilton (en Hamilton, Alexander Madison y Jay, 2009: nº9), Lippmann (1993: 35) o Lafont (2020: 28).

2 El problema del moderador plantea la duda de cómo era posible que la democracia ateniense funcionara. Lo cierto es que las asambleas de la democracia ateniense eran viables porque sólo un pequeño grupo de ciudadanos asistía a ellas, y porque de éstos sólo unos pocos intervenían en las discusiones públicas. A pesar de esto, la deliberación asamblearia sigue resultando implausible en sociedades de masas como las nuestras, pues incluso aunque –tal y como ocurría en Atenas– sólo un pequeño porcentaje de ciudadanas interviniese, ese pequeño porcentaje ya supondría miles de personas.

3 Quizá la única excepción importante aquí sea la teoría populista, la cual defiende un modelo de democracia radical sin intermediarios (Urbinati, 2015). En la práctica, empero, esa aspiración es inevitablemente abandonada (Taggart, 2000: 100).

4 Sobre la noción de relevancia democrática véase Marciel (2022: 76-80; 2023: 371-374)

5 Sobre la distinción entre mala información y desinformación, véase Marciel (2022: 82).