Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 94 (2025), pp. 224-228

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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JAVIER ECHEVERRÍA, Leibniz, el archifilósofo, Madrid, Plaza y Valdés, 2023, 381 pp.

En cierta ocasión, acudió Leibniz a una librería en París. Se había editado allí un libro de Simon Foucher (1644-1696), a saber, la Critique de la recherche de la verité, où l’on examine en même tems une partie des principes de Mr. Descartes. Estamos por tanto, más o menos, en 1675. El joven Leibniz (no llegaba entonces a los treinta años; había nacido en 1646) insistió en el carácter metafísico (materia metaphysica) del volumen, pero ni al librero ni a los presentes les pareció adecuada esa caracterización, por lo que se burlaron de él, acusándolo de borrar la diferencia inter Logicam et Metaphysicam. Leibniz, como caballero discreto y elegante que era, callose y reprimiose, pero, por lo que contó después, no dejó de pensar cuán ridículamente razonan los hombres (wie lächerlich die menschen ratiociniren), presos de un divagar externo que lo inficiona todo (gleichsam inficieren). El relato continúa con la llegada sorpresiva de Foucher y los parabienes que dedica al illustre Leibniz. La consecuencia no se hizo esperar: la opinión al respecto de lo que Leibniz defendiera pasó a un segundo plano, lo que hizo que este cayera en la cuenta de algo que todavía no había percibido de manera tan clara y patente (sichtbarclich): autoritas personae praevalet rationibus (cf. Leibniz, 1989). A lo largo de su vida de cortesano esta situación se repetiría en demasiadas ocasiones, la potentia del príncipe (y trabajó para más de uno) solía imponerse a su sapientia. En este sentido, a pesar de todo el espiritualismo que, si quisiéramos, podríamos detectar en Leibniz, no creo empero que se derive de ello una implantación gnóstica de la conciencia (pace Gustavo Bueno). Al revés, prácticamente todo tenía una implantación política; de ahí que en su caso el concepto de felicidad fuera fundamentalmente felicidad pública.

Pero por lo que hace a esta obliteración entre lógica y metafísica que Leibniz cometía a ojos de sus acompañantes tal vez no erraran del todo, aun si no acertaban a comprender las razones que permitían esa asimilación o quizá traslapamiento. De hecho, no es extraño que tal extrañeza se produjera porque iba contra tesis planteadas por Aristóteles y asentadas por la tradición hasta el giro idealista de la filosofía moderna. Todavía a finales del siglo XIX, el neoescolástico José Ortí y Lara (1826-1904) acusaba prácticamente de lo mismo a Hegel: «En los tiempos modernos, el filósofo que más se ha apartado de la verdad en los dominios todos de la filosofía ha sido Hegel, que es precisamente el mayor enemigo de la lógica, tanto que hizo lo posible por suprimirla, confundiéndola con la ontología» (Ortí y Lara, 1885, p. 536). Así que no habrá de sorprendernos que todo un Yvon Belaval (cf. 1976) ensayara una comparación entre Hegel y Leibniz al respecto de la doctrina de la esencia. Desde otro punto de vista, a principios del siglo XX, gracias a las obras sobre todo de Bertrand Russell (1900) –que renegaba de las relaciones internas tanto de Hegel como de Leibniz– y Louis Couturat (1901 y 1903), se ensayó una interpretación de Leibniz que insistía en la importancia de sus trabajos lógicos (inéditos hasta entonces en su mayor parte) para sus concepciones metafísicas, claro que decidiendo la prelación de lo lógico frente a lo ontológico. Ahora bien, Leibniz es siempre demasiado escurridizo, como se ha observado muchas veces (cf. Racionero, 1980). No se puede asegurar que haya un lugar privilegiado a partir del cual se lo pueda explicar cabalmente (ni lógico, ni matemático, ni jurídico, ni siquiera metafísico). Es cierto que anduvo tras la fundación de una nueva disciplina, a la que llamaba Ciencia general, pero no acabó de perfilarla. Así las cosas, ¿cómo enfrentar ese desafío de inteligibilidad?

La respuesta de Javier Echeverría (tras una prolongada labor previa de editor, traductor e intérprete, desarrollada desde los años 70, cuando transcribió un conjunto de manuscritos leibnizianos relativos a aquella característica geométrica que tan pobre acogida tuvo por parte de su mentor Christiaan Huygens) la encontramos en su última obra: Leibniz, el archifilósofo (Madrid, Plaza y Valdés, 2023). Dada la querencia orteguiana de algunos de sus últimos trabajos editoriales (cf. Ortega y Gasset, 2021 y Ortega y Gasset, 2022), parece razonable que Echeverría haya acudido a la biografía de Leibniz (es decir, a su circunstancia) para ordenar esa obra inmensa, esos intereses múltiples hasta la exageración, esos escritos acabados y por acabar. Es de manera precisa lo que aquí encontramos. Este enfoque es, desde luego, utilísimo. Darse cuenta de lo que estaba haciendo Leibniz en tal o cual momento (entrevistarse con alguien, servir a un cortesano, ejercer de empresario, ordenar una biblioteca, investigar genealogías, participar en una polémica, fundar una Academia o dolerse de una muerte cercana, la de Sofía Carlota, por ejemplo) nos sirve para entender mejor el alcance de lo que teóricamente desarrollaba (Theoria cum praxi). Como su obra publicada fue relativamente escasa –sin contar con que frecuentemente sus trabajos se escondían bajo un pseudónimo (Wilhelm Pacidius o Caesarinus Fürstenerius, entre otros)– o los editaba anónimamente (los Essais de Théodicée..., sin ir más lejos) y, por otra parte, hay una cantidad impresionante de escritos breves, de apenas bocetos, de comercios epistolares, de proyectos y memorandos, de listas de palabras y términos con sus correspondientes definiciones (definitivas o provisionales) de diferentes ámbitos (desde la medicina a las matemáticas, pasando por el derecho o la gramática), identificar el momento exacto de su escritura se revela mucho más necesario que en autores donde la situación empráctica tiene menos importancia (estoy pensando, por ejemplo, en la Ética de Spinoza, escrita efectivamente sub specie aeternitatis, o la Ciencia de la lógica de Hegel, sacada directamente de la cabeza de Dios). Casi se podría decir que esa ha sido la principal preocupación de Echeverría: «en el caso de Leibniz es un error mezclar textos de diferentes etapas de su vida. Su sistema siempre estuvo in fieri, o sea en curso de elaboración. Por eso es importante delimitar cuándo surgen sus conceptos principales, cuándo los comunica a alguien y cuándo los publica» (p. 145).

Claro está que hay que conjurar un peligro, si se insiste demasiado en estas conexiones vivenciales, pues cierto entusiasmo biográfico puede llevarnos a considerar relevante lo accidental. Ejemplo: que la espectacular peluca de Leibniz ocultara no solo su calva sino un bulto del tamaño de un huevo de paloma (por no hablar de determinado ataque de podagra o de molestas erisipelas) no nos debería hacer deducir de ello que ahí se debe encontrar la razón última de su doctrina en torno a mónadas dominantes y dominadas (como cuando nuestra lengua lucha contra la bromelina de la piña) o, incluso, del enigmático vínculo sustancial, presente en su correspondencia con Des Bosses (cf. Frémont, 1981); item más, que buena parte de su tiempo Leibniz lo empleara agasajando princesas no significa que fuera un tiempo baldío (cf. Echeverría, 2019), pues muchas veces de ello se derivaba tiempo para escribir (por ejemplo, para la redacción de los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, durante la primavera y el verano de 1704), sino ocasión para una auténtica elucidación de conceptos. Echeverría ha sido discreto y elegante y no ha incurrido en exageraciones, ya que, después de todo, el ámbito de validación de las doctrinas ha de ser interno a la disciplina en que se desenvuelven. Otra cosa es si se dan vínculos interdisciplinares y de qué naturaleza son. De hecho, Echeverría prefiere hablar de transdisciplinariedad («Los principios leibnicianos, dicho en términos actuales, son transdisciplinarios», p. 301) para dar cuenta de aquella legendaria capacidad leibniziana para deambular (navegar, más bien) por cualesquiera saberes y técnicas, sin hacer ascos a juegos, refranes o recetas y, por supuesto, tampoco a las metáforas, pues tal vez Leibniz sea el autor que mayor número de ellas ha proporcionado a la filosofía: océano del saber, laberinto del continuo, balanza de la razón, etc. (cf. Marras, 2010). De hecho, Leibniz hizo suyo aquello de Naturam cognosci per analogiam porque era fundamental para el arte de inventar (ars inveniendi). En términos contemporáneos quizá pudiéramos traducirlo como encontrar isomorfismos. No obstante, como Leibniz no llegó a justificar cabalmente su práctica teórica (a pesar de valiosas indicaciones desperdigadas, que son las que resuenan en el famoso principialismo leibniziano detectado por Ortega), tal vez no quede otro remedio que conformarnos con el relato de su teorizar aquí y allá. La unidad que se alcance tendrá algo de insuficiente, es verdad, pero, a cambio, Leibniz nos proporcionó una tarea infinita de desciframiento, pues cada poco aparecen nuevos volúmenes de sus obras que obligan a repensarlo todo, a parar mientes en asuntos descuidados o a leer de nuevo lo conocido por la aparición de glosas o redacciones primitivas que el escrúpulo de los editores de la Academia no dejan de lado como para compensar que Leibniz fuera víctima de lo que se suele decir: que lo mejor es enemigo de lo bueno, inesperado corolario del principio de lo óptimo.

Echeverría suele decir que en su labor de transcriptor siempre juega con negras. Esta metáfora ajedrecística le sirve para explicarse a sí mismo cierto sometimiento respecto de los textos que pretende transcribir. En esta ocasión, en su labor de intérprete, juega más bien con blancas, lo que significa que cuenta con la ventaja de salida, es decir, que en buena medida obliga al lector a jugar a lo que él quiere jugar. El lugar donde arriesga más es precisamente al final, en un extraño parágrafo («Los cadáveres de Leibniz») que, no obstante, retroactúa sobre lo leído hasta ese momento. Órdago, quizá no a la grande, pero sí a la chica. En estas páginas postreras se localizan cinco cadáveres leibnizianos: el primero, sus restos orgánicos; el segundo, sus manuscritos, notas y libros; el tercero, sus ahorros y documentos bancarios; el cuarto, sus máquinas y objetos, incluidos planos, mapas y dibujos; el quinto, su correspondencia, dispersa por toda Europa. ¿Qué sentido tiene esta multiplicación mortuoria? Desde luego, tiene que ver con que para Leibniz la muerte no era más que un cambio de teatro (el paso a «un Theatre plus subtil», se lee en Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, escrito en 1714), por lo que carece de una dimensión ontológica: las sustancias no pueden dejar de ser, salvo que la divinidad estimara su aniquilación, lo que probablemente involucrara contradicciones. Echeverría entiende que la sustancia Leibniz se dispersa de cinco maneras diferentes: son otras tantas formas de generar efectos, de seguir perteneciendo a la serie de las cosas, de continuar actuando como personaje del mundo, aun si esas actuaciones tienen una dimensión exclusivamente textual. Pero no es extraño, habiendo escrito tanto, que su forma de sobreexistir no pudiera ser sino mediante la lectura. Es más, si se nos permite la dilogía, “recoger los huesos” era en latín ossa legere (por ejemplo, en el poeta Marcial), por lo que Ossa Leibnitii, precisamente el epitafio de Leibniz (id est: su primer cadáver), solo podía querer decir leer a Leibniz. Leer es precisamente lo que estaba haciendo cuando le llegó el último momento, en noviembre de 1716. Más en concreto, el Argenis de John Barclay, pero bien que podrían haber sido asimismo las novelitas de Mademoiselle de Scudéry o Arlequin, empereur dans la lune de Anne Mauduit de Fatouville, pues sabemos que gustaba de recrearse con estas fabulaciones porque le servían para pensar mejor su doctrina de los mundos posibles (lo que en su caso, archibarroco, significaba también componer versos para tal o cual ocasión).

Para finalizar, contamos un secreto. Echeverría tenía el propósito de empezar precisamente por las muertes de Leibniz para dar cuenta de su vida y su obra. Planteamiento original, pero diferentes trabas, que no hace al caso relatar aquí, lo impidieron. Ahora bien, como no lo arruinaron del todo, cabe esperar que este volumen se continúe atendiendo a esa idea primera. De alguna forma, nada más lógico, si nos tomamos en serio que esto de la filosofía, como enseñó Sócrates, es aprender a morir (en su última etapa en París, Leibniz tradujo algunas partes del Fedón de Platón al latín). Un aprendizaje infinito, claro está, porque nunca se acaba de hacerlo bien. Quedamos al tanto de la resurrección de los cuerpos.

Francisco J. Fernández
(Asociación Andaluza de Filosofía, Aafi)

REFERENCIAS

Belaval, Y. (1976), «La doctrine de l’essence chez Hegel et chez Leibniz», in Études leibniziennes, Paris: Gallimard, pp. 264-378.

Couturat, L. (1901), La logique de Leibniz d’après des documents inédits, Paris (reimpresión, Hildesheim, Olms, 1985).

Couturat, L. (1903), Opuscules de fragments inédits de Leibniz. Extrait des manuscrits de la Bibliothèque royale de Hanovre, Paris (reimpresión Hildesheim: Olms, 1988).

Frémont, C. (1981), L’être et la relation, Paris: Vrin.

Marras, C. (2010), Metaphora translata voce. Prospettive metaforiche nella filosofia di G.W. Leibniz, Firenze: Leo S. Olschki.

Leibniz, G. W. (1989), «Autoritas personae praevalet rationibus», in Vorausedition zur Reihe VI –Philosophische Schriften– in der Ausgabe der Akademie der Wissenschaften der DDR (ed. H. Schepers, 1982 y ss.), Faszikel 8, Münster, n.º 449, p. 2049, editado por Ursula Franke.

Leibniz, G.W. (2019), Filosofía para princesas, edición de J. Echeverría, Madrid: Alianza.

Ortega y Gasset, J. (2021), La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, Madrid: CSIC-Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón.

Ortega y Gasset, J. (2022), Antología de textos sobre Estimativa y Valores (editado por J. Echeverría

& Lola S. Almendros), Madrid: Tecnos.

José Ortí y Lara, J. (1885), Lógica, Madrid: Agustín Jubera Editor.

Racionero, Q. (1980), «La cuestión leibniziana (1.ª parte)», Madrid: Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, enero-julio, pp. 39-125.

Russell, B. (1970), Exposición crítica de la filosofía de Leibniz, traducción de H. Rodríguez, Buenos Aires: Siglo XX. La edición original es de 1900.