Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 94 (2025), pp. 228-233

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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BARRIOS CASARES, Manuel: La vida como ensayo y otros ensayos. Kundera, Benjamin, Ortega (Sevilla, Athenaica Ediciones, 2021)

La vida como ensayo y otros ensayos. Kundera, Benjamin, Ortega (Sevilla, Athenaica Ediciones, 2021) último libro del catedrático de filosofía de la Universidad de Sevilla, Manuel Barrios Casares, pertenece a la estirpe de libros que sabe ilustrar, desde una clara voluntad de estilo ensayístico, una relación fronteriza que demasiadas veces cae en un diletantismo vano y superficial: me refiero al vínculo entre filosofía y literatura, un hermanamiento que exige, cuando menos, una doble responsabilidad que el pensador sevillano ejerce con maestría. Y es que Barrios, cuya obra ha bordeado las lindes filosóficas de la poesía de Hölderlin y las implicaciones poético-literarias de la filosofía de Nietzsche, es consciente tanto de la responsabilidad filosófica de no banalizar el texto literario como de la responsabilidad literaria de hacer atractiva la propia reflexión filosófica que en él se juega. A la luz de tal exigencia, que ha sido una constante en su dilatada producción, los diferentes textos que el lector encontrará en este libro reflejan esta sensibilidad, a la búsqueda de un sustrato hermenéutico común que apueste por afinidades electivas literarias, filosóficas y ensayísticas, un diálogo entre autores y tradiciones que coagule en una aspiración central: mostrar que “la reflexión sobre el arte de la novela sirve para ampliar el horizonte de la crítica filosófica” (p. 11).

Que el teorizar sobre la novela permite situarnos en un determinado diagnóstico crítico de la modernidad lo demuestra el primero de los ensayos dedicado al novelista checo Milan Kundera, que da título al propio libro. Su emplazamiento es, por consiguiente, tan acertado como estratégico. Haciendo gala de un envidiable conocimiento de la obra kunderiana, Barrios se propone aquí “señalar algunos aspectos de interés filosófico [...] claves de lectura filosófica” (pp. 21 s.). Parece imposible sentirse defraudado con este desiderátum: la sabiduría de la novela kunderiana, argumenta, es profundamente filosófica porque es siempre también una sabiduría sobre lo incierto que contiene toda vida, la cual debe ser ensayada una y otra vez. De ahí la importancia de trazar una correcta genealogía de la tradición novelística de la que escritor nacido en Brno y fallecido en 2023 bebe una y otra vez. Desde La insoportable levedad del ser, La inmortalidad o su temprana La broma –novelas que son leídas acompañadas de ensayos kunderianos como El arte de la novela y El telón–, su obra se sabe enraizada en la novela europea que remite a Rabelais y Cervantes, Sterne y Fielding, por no hablar de Diderot, homenajeado en Jacques y su amo. Reconocida por el escritor afincado en Francia, la herencia de esta primera novelística inspira su mundo narrativo, empezando por los variopintos personajes que pueblan esta tradición, cuyo magisterio ayuda a fortalecer una determinada comprensión del carácter ensayístico de la existencia humana, aspecto decisivo en el autor checo. Además, ¿cómo no aludir también a la voluntad de experimentación y fabulación, a la libertad creativa y de forma, al juego de tramas y perspectivas, a la complicidad entre lector y novelista, a la risa como valor inclusivo, a la ironía y al elogio de la aventura? Todas estas técnicas y temáticas propias de dicha tradición permiten, transfiguradas en el arte novelístico kunderiano, tomar una mayor conciencia del carácter digresivo de la vida entendida como una novela que refleja la contingencia de las cosas humanas. Frente a la imagen de un existir categórico, grave y concluso, Kundera nos invita a experimentar con la vida en sus múltiples posibilidades de ser y de estar en el mundo. Alejados del viejo camino formativo del yo sentimental, sus protagonistas son hijos tardíos del socialismo que repudian su presente gris y totalitario: por un lado, no creen en grandes metarrelatos de la historia, ni aspiran a regresar a lugar alguno porque no hay ya hogar al que regresar (pp. 33 ss.); por el otro, su moral es no categórica, “consciente de la contingencia y ambigüedad de las cosas” (p. 46). Es la contingencia que subyace a la construcción del amor entre Tomás y Teresa en La insoportable levedad del ser, tan alejada del kitsch; pues la dimensión proyectiva y abierta de sus vidas revela el “carácter constitutivo de la existencia humana, no como un defecto subsanable en el curso del tiempo o achacable a circunstancias externas” (p. 42). Ese y no otro es su valor filosófico, a saber: que jamás clausuran la posibilidad de experimentar el mundo, un planteamiento central de la poética kunderiana que, sentencia Barrios, resulta “netamente hermenéutico” (p. 58).

“Pobreza de experiencia y narración. Un paseo por los alrededores de Walter Benjamin” es uno de los dos textos dedicados al filósofo berlinés. Inspirado en su ensayo “Experiencia y pobreza”, de 1933, Barrios reactualiza algunos aspectos de la crisis de la narratividad, mejor aún: la empobrecedora pérdida de capacidad narrativa que el pensador alemán había constatado tras la Primera Guerra Mundial. En estos paisajes tras la batalla, atrapados entre la mudez y la afasia (pp. 70-72), Benjamin habría ofrecido algunas salidas o “enseñanzas” alternativas a la indigencia de una existencia sin experiencia, a ese sujeto sin historia que, pese a ello, podía aprender a recorrer los cascotes y desechos dispersos del pasado y sus ciudades: ya como flâneur (p. 73), ya como experimentación de lo cotidiano a través del cine (p. 74). Siendo Barrios un pensador cuya producción ha indagado la pregunta de quiénes, como Hölderlin y Nietzsche, arriesgaron habitar el nihilismo y narrar el abismo, su interés por estas alternativas benjaminianas resulta coherente con el hilo conductor de La vida como ensayo. Baste pensar en las “consideraciones sobre el papel de la narrativa” (p. 78), expuestas por Benjamin en su breve ensayo “El narrador” de 1936. No en vano, su tal vez algo drástica distinción entre novela y narración conecta con “el reconocimiento del carácter abierto de la existencia”, aquel que no “clausura[n] la posibilidad de leer la prosa del mundo bajo otras claves interpretativas” (ibid). Y es que mientras el novelista aspiraría a mantenerse aislado del mundo buscando una “memoria eternizadora” en que el individuo en su soledad llegue a buen puerto –el ideal del Bildungsroman–, el narrador tomaría lo que narra de la experiencia, siendo su “memoria transitoria” (p. 80), sin voluntad de conclusión definitiva y consciente de la dispersión del mundo: rasgos estos, concluye Barrios, que resurgen en las formas narrativas contemporáneas, exploradoras de “discursos de lo posible” (p. 81).

Por otro lado, “ ‘Filiación viquiana’. Reflejos de Vico y la tradición del humanismo retórico en Walter Benjamin” aborda un tema menos tratado en la oceánica recepción del pensador berlinés: ponderar los elementos de la tradición del humanismo retórico que permean su obra, haciendo inteligibles “los reflejos teóricos que el pensamiento viquiano y el humanismo retórico proyectan sobre los textos de Benjamin” (p. 99). Reconociendo su deuda con Ernesto Grassi y José Manuel Sevilla, Barrios empieza desplegando sugerentes precisiones sobre el ambiente favorable de la recepción de Vico durante los años veinte y treinta en Alemania. Desde aquel trasfondo de debates sobre el valor del mito y su reactualización, o sobre el estatuto de la historia o el lenguaje que flotaban en el contexto intelectual de la época (pp. 91-98), la filiación benjaminiana con Vico adquiere mejores contornos. Así, tanto en el ensayo dedicado a Bachofen en 1934/35, como en su trabajo sobre el desconocido publicista Carl Gustav Jochmann publicado en 1940 en pleno exilio, los “aires viquianos” se condensan en temas muy concretos: desde la preocupación por la historicidad del lenguaje y la palabra hasta la crítica a la unilateralidad interpretativa de la Historia escrita en mayúsculas; desde el valor formativo de la imaginación o de la fantasía como facultad originaria del alma hasta la viveza creadora del mito. Barrios argumenta que el hermanamiento entre Vico y Benjamin se cifra también en su preocupación por pensar la implicación del lenguaje (mitopoiético) en la creación del espacio social y, por tanto, en las condiciones en que se habilita nuestra comprensión del mundo (p. 109). Desde este vínculo entre retórica y política, la historicidad del lenguaje puede darnos esperanzas de modificar o al menos reorientar el presente. Algo que, seguidamente, permite a Barrios enlazar estos temas del humanismo retórico con la tradición barroca más clásica, que Benjamin analizó en su tesis de habilitación sobre el origen del Trauerspiel alemán (pp. 113-122). Frente a la confusión y al desasimiento, la parálisis histórica y la crisis del viejo orden teológico que caracterizaron el mundo barroco, la meditación benjaminiana sobre el lenguaje en el drama alemán permitía entender cómo una época de transición pudo relacionarse con la representación y la apariencia, con el fingimiento y la ausencia de asideros: así, por ejemplo, “la alegoría barroca destruye la falsa apariencia de totalidad y, aunque sea por vía indirecta, empieza a decirle al hombre moderno en qué consiste su vida: en la precaria tentativa de recomponer los trozos dispersos y heterogéneos de una presunta unidad ya de siempre rota” (p. 121). De ahí se desprende, según Barrios, la necesidad de acudir en auxilio de las artes retóricas para tratar de concertar alguna mínima orientación dentro de una existencia carente de normas fijas: desde el buen juicio a la prudencia, desde la agudeza del ingenio a la discreción, virtudes todas ellas procedentes de la tradición del humanismo retórico.

“Novela, teoría y circunstancia en las Meditaciones del Quijote” tiene como origen una conferencia preparada a los 100 años de la publicación de la opera prima de Ortega y Gasset. El contexto de surgimiento no me parece menor, dado que Barrios mantiene en todo momento un gesto de diálogo y reconocimiento para con los estudios orteguianos que no renuncia a una documentadísima panorámica sobre los distintos niveles formativos que confluyeron en su escritura (filosofía de la cultura, vitalismo nietzscheano, neokantismo, fenomenología, etc.). Ahora bien, en lugar de preguntarse por la dosis de presencia de cada uno de estos estratos, al filósofo sevillano le interesa indagar el porqué de esa mezcla (p. 134). Tal es la plataforma para abordar el lugar orteguiano de la novela cervantina y, de manera particular, la nueva concepción de heroísmo que para el joven pensador madrileño permite un fascinante juego de espejos entre el símbolo de Don Quijote y el problema cultural que atravesaba su presente español en 1914. Frente a la tópica imagen de una voluntad empecinada contra lo real (p. 140), Ortega habría pensado la madurez del “heroísmo de la teoría”, de una contemplación serena y alciónica, aquella que aprende a contemplar las circunstancias que conforman nuestra vida, como el novelista, como el artista en general, alguien que es simultáneamente espectador y teórico. Pensadas desde este paradigma estético –donde confluirían los estratos formativos antes aludidos–, algunas de las hazañas de Quijote son releídas desde una ejemplaridad de enorme valencia filosófica: atravesada por una conciencia irónica, revela el posible esfuerzo del alma hispana por conciliar mundo sensible y mundo intelectual, razón y vida, amor y concepto, al menos para salvaguardar la idea de España “como posibilidad” (p. 146).

El penúltimo ensayo, “La cruz y los caramelos (Nostalgia del humanismo)”, nos traslada al habitual interés de Barrios por el arte, su potencialidad crítica y derivas en la época contemporánea. Como en el vínculo entre filosofía y literatura, también aquí se problematiza, si bien desde otra materialidad, el horizonte abierto por la crisis de la modernidad. Por lo pronto, conviene agradecer que el leitmotiv que preside este texto –el arte como ámbito y expresión del humanismo (p. 149)– sea analizado sin lanzar una mirada al pasado artístico que potencie “un sentimiento de nostalgia por el humanismo” (p. 150); una recaída, apuntilla Barrios, detectable en muchas estrategias del arte contemporáneo donde anidan “apelaciones estéticas a la recuperación del referente concreto o a una instancia última de la realidad y sentido por detrás de la fabulación artística” (p. 155). Aprender a mirar sin recaídas nostálgicas, tal como ejemplifica en comparativa de cuadros paisajísticos de Caspar David Friedrich e Yves Tanguy (pp. 157 ss.), sería dar cuenta de cómo cada época histórica del arte supo percibir determinadas contradicciones con categorías tan problemáticas con la realidad o la presencia. Igual que el Paisaje metafísico de Tanguy refleja nuestra paradójica relación con la naturaleza en una época de deshumanización, también los cuadros del pintor romántico –como La cruz de la montaña y Mar de nubes, ejemplos por antonomasia de progresiva subjetivación del paisaje– fueron sentidos como alejados de la mentalidad de su época. No en vano, “las condiciones de posibilidad de percepción de la obra de arte como tal se hallan mediadas históricamente” (p. 165), un elogio de la historicidad fundamental, pero concreta, de toda experiencia artística. De ahí la importancia concedida a las polémicas que suscitaron algunos cuadros de Friedrich, especialmente los que representaban una iconografía cristiana y cuyos contenidos, categorías y símbolos religiosos son leídos desde claves secularizadas: la ausencia de Dios, la naturaleza como aspiración indefinida del nuevo sujeto moderno, sumido a su vez en una crisis de identidad, etc. Con ello se cifra la modernidad del arte romántico legado por Friedrich: “su voluntad de crear un distanciamiento estético, de elaborar un espacio reflexivo, que desmonta la ilusión de presunta inmediatez e invita a asumir en clave paradójica –e incluso paródica a veces– la índole ficcional de tales mecanismos expresivos, al inducir al espectador a realizar una singular contemplación de la contemplación, en lugar de mirar directamente la escena” (p. 168).

La vida como ensayo se cierra con “De la utilidad y el inconveniente de la ‘filosofía para la vida’ (veinte años después)”. Su aire resulta ligeramente distinto a los ensayos anteriores, al reactualizarse una polémica que Barrios mantuvo con “el exitoso y endeble” (p. 189) libro de autoayuda filosófica de Lou Marinoff Más Platón y menos Prozac. Filosofía para la vida cotidiana. Moviéndose con soltura por entre las arenas movedizas de la consultoría filosófica, los peligros asociados a estos therapeutikos posmodernos son denunciados sin ambages: guardémonos de pensar, sostiene Barrios, que semejante asesoramiento es una praxis filosófica profunda, cuando la mayoría de las veces no es sino la praxis carencial por naturaleza. “[L]a primera y más acusada carencia que observo es, pura y simplemente, la falta de filosofía, esto es, la ausencia de una elaboración conceptual rigurosa de categorías y saberes enclavados históricamente digna de tal nombre y su sustitución por un desfile de filosofemas, sumamente simplificados y tomados en abstracto, para ser aplicados ad libitum, a gusto del consumidor” (p. 190). La falta de solvencia de Marinoff, desde la banalización de ideas filosóficas completamente heterogéneas y descontextualizadas hasta el desconocimiento de la trabazón genealógica fundamental entre filosofía y práctica, se revela sin embargo como un pretexto para detectar, al decir de Barrios, una sintomatología más acuciante del posmodernismo filosófico: “[l]a pérdida de genuina capacidad crítica de la teoría, la conversión de la filosofía en una especie de manual de autoayuda y de instrumento de mejora personal del individuo” (p. 193). A ella habría que añadir el debilitamiento de la figura pública del filósofo en favor de una reconversión laboral hacia el ámbito del asesoramiento filosófico, donde el ejercicio crítico de la razón se habría disuelto en formas de un individualismo que se aplica a sí mismo una filosofía ‘de andar por casa’. No se trata, por supuesto, de una impugnación total: hay lugar para matizar autores y recomendaciones de asesoría filosófica. Pero ello no obsta para alertar que el consultor filosófico se haya desvinculado, por un lado, de todo compromiso con la crítica social y cultural, siendo un no intervencionista que jamás aspira a denunciar públicamente abusos de poder o cercenamiento de libertades; y, por el otro, desconozca por completo los elogios más bonitos que se le pueden hacer a la filosofía: su inutilidad (pp. 198 ss.), su llegar tarde y a destiempo, su no ser rentable ni lucrativa. Aunar estos elogios es recordar que el hecho mismo de filosofar es “ante todo, un ejercicio de la libertad: de libertad de pensamiento […] que posibilita la verdadera libertad de acción” (p. 200). Y es precisamente esta endémica ignorancia de que teorizar es ya poner en práctica la filosofía la que permea la mirada de otros asesores filosóficos desnudados por Barrios. Frente a esa literatura de autoayuda, la intempestividad del filosofar debe “transvalorar la demanda de ayuda: en lugar de preguntarse, ¿cómo puedo acomodar mi vida al sistema? [...], preguntarse por la razón y la validez de dicho orden de cosas, cuestionarla y oponerse a él, si es preciso” (p. 208). Y remata, muy à la Marquard: “De hecho, la filosofía no está para solucionarnos la vida, sino para complicárnosla. Así la hace más intensa y más digna de ser vivida” (ibid). Con este reto, el pensador andaluz calla prudentemente y nos deja a nosotros el resto de complicaciones: a eso se le llama predicar con el ejemplo.

Kilian Lavernia Biescas (UNED)