Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 96 (2025), pp. 97-111
ISSN: 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.555901
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La inversión clausewitzeana de la teología política. La afectividad del pueblo como guardiana de la constitución*
The Clausewitzian inversion of political theology. The Affectivity of the People as Guardian of the Constitution
RICARDO LALEFF ILIEFF**
Recibido: 01/02/2023. Aceptado: 19/04/2023.
* Agradezco especialmente a Daniel Inojosa Bravo, Guillermo Andrés Duque Silva y Gerardo Tripolone por los comentarios recibidos a una versión preliminar de este escrito.
** Investigador del CONICET y del Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Profesor en dicha casa de estudios. Especialista en pensamiento político contemporáneo, teoría de la guerra y subjetivación política. Últimas publicaciones: Poderes de la abyección. Política y ontología lacaniana I (Buenos Aires, Miño y Dávila, 2023); “La afectividad organizada. De la teoría de la guerra de Maquiavelo a la teoría del populismo de Laclau” (Ingenium. Revista Electrónica de Pensamiento Moderno y Metodología en Historia de las Ideas, 2022). Correo electrónico: ricardo.laleffilieff@conicet.gov.ar
Resumen: Tras revisar la lectura que Schmitt hace en Teología política de los autores contrarrevolucionarios en general y de Donoso Cortés en particular, el artículo apela a la noción de “extraña trinidad” de Carl von Clausewitz —utilizada para describir la guerra—, como una suerte de contraejemplo de la perspectiva schmittiana. Se mostrará que el militar prusiano habilitó una manera de pensar la unidad política que da cuenta de un nivel de heterogeneidad que, en 1922, Schmitt cancela o encapsula. Así, la articulación trinitaria entre la Idea, el soberano y el pueblo por él propuesta lejos de montarse sobre la compleja y contingente relación que da lugar a la necesidad de una decisión siempre imposible, puede derivar en los caminos de una esterilidad regulativa que desconoce el valor real del pueblo como agente de la soberanía.
Palabras clave: teología política; soberanía; decisión; afectos; pueblo.
Abstract: After reviewing Schmitt’s reading in Political Theology of contrarrevolutionary authors in general and of Donoso Cortés in particular, the paper will summon Carl von Clausewitz’s concept of “strange trinity” —used to describe war—, as a sort of counterexample of Schmittian perspective. I will show that the Prussian military enabled a way of approaching political unity that accounts for an heterogeneity level that, in 1922, Schmitt cancels or encapsulates. Therefore, the trinitarian articulation between the Idea, the sovereign and the people he proposed, far from being based on the complex and contingent relationship that gives rise to the need for an always impossible decision, can lead to the paths of a regulative sterility that ignores the people’s real value as an agent of sovereignty.
Keywords: Political Theology; Sovereignty; Decision; Affects; People.
Introducción
No sería inapropiado sostener que Teología política [1922] se estructura a partir de dos grandes definiciones seguidas, cada una de ellas, de un corolario.
La primera de estas definiciones se encuentra en el inicio del primer capítulo y refiere, como es harto conocido, a la soberanía: “soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción” (Schmitt, 2009, 13). La segunda, por su parte, se ubica al comienzo del tercer capítulo y remite a la problemática de la secularización: “todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (Schmitt, 2009, 37).
Esta acepción de soberanía marca un momento bien específico del discurrir de lo político —que recuerda la imposibilidad de reducirlo a una forma contingente de manifestación, a una forma institucional transhistórica (Schmitt, 1984a)—, mientras que la de secularización convierte a la “teología política” en un concepto que subraya una especificidad, una suerte de herencia o deuda rechazada por el discurso ilustrado, y que alude a cuestiones más vastas sobre la historia —como, por ejemplo, sus modos de comprensión y análisis—.
Sin embargo, “decisión” y “teología política” son nociones dispares en el corpus schmittiano. De hecho, ni bien se extiende una mirada más basta sobre el mismo, se avizora un horizonte que revela elementos teóricos en tensión. En otro lugar (Laleff Ilieff, 2020) me ocupé de criticar los abordajes que aducen una pura continuidad en la obra de Schmitt haciendo de la teología política una suerte de hilo que enhebra distintas reflexiones de los más diversos períodos1. El punto a destacar es que mientras la decisión es una categoría y un problema crucial que marca las reflexiones más eminentes del autor alemán desde los años 1920, la teología política resulta flagrantemente omitida, negada desde mediados de dicha década y solo revalorizada hacia 1960, es decir, en el final de su producción intelectual. Esto se explica porque, tardíamente, Schmitt desplegó una estrategia peculiar, acaso como un último gesto que pretendía imponer una interpretación consistente de su propia obra, una visión que aminorara sus abyecciones políticas y sus corrimientos teóricos2. Sin embargo ninguna salvedad o referencia exegética puede impugnar la importancia de la teología política y de su escrito homónimo para el horizonte contemporáneo.
Realizada esta aclaración —que no deja de habilitar una dimensión retroactiva en la interpretación en tanto asume que el parecer sobre un autor tan polémico como Schmitt debe estar presto a buscar relaciones interpretativas de distintos alcances—, quisiera sugerir que la obra hoy centenaria debe ser leída a partir del binomio soberanía-decisión. Al hacerlo se vuelve posible captar la dinámica interna de su argumentación y habilitar toda una serie de interrogantes para pensar la política contemporánea. Intentaré mostrar que, en dicho trabajo, Schmitt da cuenta de un matiz que hace del problema de la articulación política un tópico de una complejidad mayor que lo que deja entrever el propio modelo teológico-político —por articulación entiendo la reunión de elementos heterogéneos que, sin ser anulados, conviven en un espacio de representación siempre en disputa—. Apelaré para ello a Carl von Clausewitz precisando que sus reflexiones sobre la guerra alumbran aspectos de la soberanía que conllevan una diferencia fundamental con la perspectiva schmittiana. A tal punto que es dable observar cierta inversión que revaloriza el rol del pueblo y admite niveles de heterogeneidad cruciales para toda unidad política, acaso simplificados u omitidos por el recurso de la decisión en apariencia inapelable.
El matiz
Como he señalado, dos definiciones y dos corolarios estructuran Teología política.
La discusión de apertura sobre el estado de excepción ubica la decisión soberana como un elemento crucial ya en el primer capítulo del escrito, pero es en el segundo —que oficia de primer corolario— donde mejor se observan sus consecuencias debido a la mordaz crítica que Schmitt ensaya al positivismo jurídico. En el cuarto capítulo —esto es, en el segundo corolario— la excepcionalidad cobra nuevos bríos a partir de la evocación de los autores contrarrevolucionarios, a saber, Joseph de Maistre, Louis de Bonald y, muy especialmente, Juan Donoso Cortés. Este gesto permite al oriundo de Plettenberg acentuar la necesidad de una intervención que conjurara las amenazas revolucionarias y corrigiera la inestabilidad weimariana, con sus tendencias partidarias centrífugas3; cuestiones estas indisociables de las debilidades intrínsecas que Schmitt creyó reconocer en la Modernidad y que sugirió, incisivamente, con la problemática de la secularización4.
Lo interesante de esto es que en la última parte de su escrito de 1922, Schmitt subraya una diferencia fundamental que define su decir contrarrevolucionario y permite rever la formulación teológico-política propuesta. Se observa allí cuando diferencia su apuesta sobre el fortalecimiento del presidente del Reich —vía el artículo 48 de la Constitución— de la evocación donosiana de una dictadura “puramente” teológica:
Los filósofos políticos contrarrevolucionarios deben precisamente su significado actual a su resolución para decidirse. Tanto exaltan el principio de la decisión, que a la postre se aniquila la idea de legitimidad que fuera su punto de partida. Cuando Donoso Cortés vio que la monarquía tocaba a su fin, porque ni reyes había ya, ni nadie con valor para serlo sin contar con la voluntad del pueblo, sacó la consecuencia última de su decisionismo, es decir, reclamó la dictadura política. (2009, 57)
Lo decisivo, sin embargo, aparece un poco más abajo de esta cita, más específicamente, con la conjunción adversativa: “pero esto es esencialmente dictadura, no legitimidad” (2009, 57, itálicas agregadas)5.
Schmitt recupera a Bonald, de Maistre y Donoso, en tanto los tres comprendieron la necesidad de la decisión —de una decisión— que suspendiera los coloquios interminables del liberalismo para hacer frente a los peligros revolucionarios, no sin marcar una distancia, en especial con el español, quien en pleno 1848 lo avizoró como problema fundamental. Así, se filia en el decir de los contrarrevolucionarios católicos, recupera una tradición antimoderna, renovándola. El matiz, por tanto, se convierte en algo más, esto es, en todo un aspecto que elucida el real estatuto que tiene la legitimidad para el esquema teológico-político schmittiano. De hecho, es lo que sugiere que la decisión necesita de la legitimidad del pueblo, algo que, para Schmitt, fue negado por sus ilustres antecesores6.
Lo interesante es que este juicio ve la luz un año después de que su enunciador se valiera de la dictadura para pensar la excepción. Es menester advertir que la excepción, tal como se comprueba en Teología política, excede por mucho la dimensión institucional de esta invención romana. Esto marca un cambio decisivo en el abordaje schmittiano. No obstante, en cierta medida, es un cambio que ya aparece evidenciado en su texto de 1921, en especial cuando afirma que la matriz republicana de Roma fue superada primero por la resignificación del concepto “dictadura” en tiempos de la Revolución francesa y luego por el accionar del marxismo. De manera que aun cuando sea cierto que en estos escritos consecutivos Schmitt abogara por el empoderamiento del presidente del Reich —avalando así una suerte de “dictadura constitucional”—, en Teología política la forma jurídica se encuentra superada por la excepción en el sentido de que en ella opera la dimensión existencial, fielmente tematizada unos pocos años después en El concepto de lo político. Es, de cierta manera, una antecedente de lo que remarcará la relación amigo-enemigo.
En suma, Teología política indica que el momento extraordinario no puede ser circunscripto a la distinción ofrecida en 1921 entre dictadura “comisaria” y “soberana” (Schmitt, 2003), ya que lo político excede cualquier formalismo aun cuando la decisión, como uno de sus elementos sustanciales, se atiene siempre a la realización de una forma jurídico-política. De allí que la decisión schmittiana sea una suerte de artilugio que busca hacer posible, en la más pura contingencia, la empresa de articular lo ordinario y lo extraordinario, lo jurídico y lo político, pero también que ese hacer pueda derivar en un rotundo fracaso. En cierta medida acierta Schmitt cuando reza que Kelsen y sus continuadores no quisieron entender estas vicisitudes, negando así las tribulaciones de la vida del derecho; los contrarrevolucionarios, desde su óptica, solo las avistaron, más sin captar tampoco las fuentes de la legitimidad moderna, esto es, que la autoridad no puede ya sólo beber de aguas teológicas.
La teología política, entonces, —como bien ha marcado Jorge Dotti (2014)— busca anudar “lo alto” y “lo bajo”, la Idea y su realización (Galli, 1996). De esta manera, coaliga el perfil de la divinidad del Antiguo Testamento —el Dios judío que actúa directamente y hasta violentamente sobre el mundo— con el de la divinidad del Nuevo Testamento —el Dios cristiano que influye en los asuntos humanos a partir de una mediación—. La representación moderna se vuelve así “cristológica”; el soberano emula la función articuladora del Ungido, es decir, la función que conecta a Dios con su pueblo. No obstante es menester señalar una diferencia estructural que proviene, en cierto modo, de pretensiones bien distintas y, por tanto, de contenidos antagónicos que van más allá de la forma que procura destacar Schmitt en 1922. Es que lo político, a diferencia de lo teológico, no se manifiesta como universalidad, sino como pura parcialidad, como voz singular que se constituye por distancia de otras voces. Es por esta razón que Schmitt (1984a), tiempo después, expresa el rasgo necesariamente particularista de lo político, contrario al teológico y a cualquier otro paradigma homogeneizador que apele a un conjunto tan vasto como la “humanidad” cuyas fronteras son las fronteras del mismo orbe. “El mundo político es un pluriverso y no un universo” (1984a, 50) es, precisamente, la frase que mejor destaca el tono diferencial, heterogéneo y conflictivo de un escenario en el que, para Schmitt, conviven comunidades políticas diversas.
Ahora bien, la relevancia de aquel “pero” que postula Schmitt refiriéndose a Donoso proviene, como se ha dicho aquí, de que la legitimidad ya no opera solamente de manera descendente, sino también ascendente7. La Modernidad ha producido este cambio sustancial; cambio que, a diferencia de lo esgrimido por los pensadores contrarrevolucionarios, Schmitt juzga imposible de combatir o de retraer. En este sentido, el nacido en Plettenberg no deja de ser un pensador que asume las bases sobre las que se asienta la política moderna. A diferencia de Bonald o de Maistre, que abjuran del cisma revolucionario de 1789 o de Donoso que observa, desesperado, la continuación del estallido francés en la dispersión de 1848, busca curar las laceraciones de la época haciendo uso de las tradiciones que la constituyen y que se encuentran sepultadas, más no muertas, por los discursos técnico-económicos predominantes —liberalismo y marxismo—. Sólo de este modo Schmitt puede ocuparse de denunciar el juego de omisión de la Ilustración y marcar, no sin provocación, que la contrarrevolución es también moderna, aunque sus principales referentes no lo hayan querido aceptar. En consecuencia, el polémico jurista admite que él sí ha podido comprenderlo, ha podido aprehender lo que Donoso no: el principio de la legitimidad divina ya no existe en soledad y, por tanto, no es posible (re)establecer una dictadura teológica. La potencia del pueblo ha sido consagrada, tal como tematiza en Teoría de la constitución [1928] al valerse de la noción de “poder constituyente” de Emmanuel-Joseph Sieyès.
Por estos motivos, Teología política debe ser entendida como una obra dirigida a polemizar con aquellos que comprenden la secularización como un corte en la historia, como una verdadera separación que logra que los tiempos no se contaminen; pero también como una obra que se diferencia de aquellas otras interpretaciones que no asumen el hecho de que, efectivamente, una diferencia ha sido ya consagrada y, por tanto, la temporalidad no puede ser entendida como pura linealidad. Esto, que bien podría ser una suerte de “conservadurismo heterodoxo” de parte de Schmitt —¡qué paradoja esta adjetivación tratándose de un pensador con sus características!—, lejos de la nostalgia muestra cómo, dicho autor, supo admitir las polaridades típicamente modernas vinculadas a la representación; polaridades que, en su parecer, no podían cancelarse, sólo mantenerse, pues en ese juego radica la posibilidad de un mínimo de orden para los asuntos humanos, la posibilidad de que exista —en términos hobbesianos— la “sociedad”. Por ello es que Schmitt juzgó como peligrosa la incapacidad del positivismo jurídico de entender la relación entre derecho y política. Así, contra la herencia kantiana en la jurisprudencia, niega que el Estado sea un Estado de derecho por determinados principios a priori. De admitirse esta lectura, la legitimidad popular carecería del poder que brinda la inmanencia típicamente moderna.
La restauración que Schmitt efectúa de la trascendencia en 1922 no va en detrimento de semejante principio. La discusión sobre la unidad está, por antonomasia, siempre abierta, lo que amerita una clausura por parte de la decisión, una clausura siempre a posteriori. La decisión existe, entonces, por la heterogeneidad irreductible de lo político; heterogeneidad que da lugar a las diferencias que se expresan entre la Idea y su realización. De manera que con un hegelianismo no hegeliano, Schmitt concibe la decisión, que permite el cierre momentáneo de la unidad, como sutura y no como devenir de la historia o como obra de una norma fundamental8. Acaso esto es lo que permite ubicar una ontología política que tematiza sobre la carencia última de fundamento de la vida política. En consecuencia se podría afirmar que ya en Teología política la decisión se revela tan imprescindible como inestable9. Por tales considerandos propongo asumir cierto revés de la definición que se entrega en las primeras páginas del escrito de 1922 —que, como todo revés, es distinto a una negación de su anverso— y afirmar que soberano es quien admite la excepción como parte nodal de la unidad. Esto indica que el problema crucial de lo político no es, como se ha creído, el estado de excepción, sino la conjunción, en un mismo punto, de la heterogeneidad social.
En lo que sigue buscaré adentrarme mejor en esta cuestión advirtiendo una dimensión aporética de la representación moderna que conducirá a revisar la obra de Clausewitz y, de ese modo, pensar la actualidad y pertinencia de las reflexiones schmittianas sobre lo político.
La “extraña trinidad”
Siguiendo a Giuseppe Duso (2016), quien sostiene que la teología política schmittiana describe —como ninguna otra formulación— los elementos nodales de la representación despuntados por Thomas Hobbes, se puede afirmar que la política moderna encierra una aporía.
Para Duso, Schmitt no logra resolverla en términos conceptuales, como tampoco habilitar una renovación en el campo “de la praxis política” (2016, 65). El problema fundamental, en los términos del mencionado académico italiano, sería el siguiente:
La autoridad —el soberano— se produce por un proceso de autorización que lo constituye en representante, y entonces, en el único medio de expresión de la voluntad y de la acción del sujeto colectivo. Solo en este doble movimiento de la representación —que constituye desde abajo la autoridad y que desde arriba decide la ley—, es pensable el pueblo, una persona artificial constituida por muchos individuos. Por esto, se puede decir que la representación constituye el secreto de la soberanía. Sin representación no hay soberanía, y sin soberanía no hay sociedad política. Cuando se olvida esta matriz lógica de la soberanía moderna, se corre el riesgo de caer en una trampa, porque uno intenta liberarse del concepto de soberanía y de sus contradicciones a través de una concepción que entiende el poder como fundado desde abajo. Pero de este modo, no se hace sino repetir el momento genético de la soberanía y terminamos quedando prisioneros de sus mallas. (2016, 47).
No es aquí el lugar para comentar la salida que ensaya Duso para superar los límites de la Modernidad —que, por lo demás, no parece ser del todo consistente al mezclar cierta dimensión regulativa platónica, la noción foucaultiana de gobierno y el federalismo de Johannes Althusius—, aunque sí indicar que no es en el nivel de la resolución de la aporía donde es menester cuestionar a Schmitt, sino en el de su sostenimiento. Para decirlo claramente, Schmitt apela a la decisión no para resolver la aporía de la representación, sino para hacerla consistente.
Recuérdese: la decisión busca hacer congruente la heterogeneidad de toda sociedad o campo de representación. En este sentido, podríamos rastrear al menos cinco niveles de heterogeneidad que operan al interior de una unidad política: 1) aquel que se gesta entre la Idea y la interpretación de la Idea a manos del soberano; 2) entre el soberano como representante y sus representados; 3) entre el pueblo y la Idea; 4) al interior mismo del pueblo, y; 5) acaso el más general y destacable en un texto como El concepto de lo político, entre un espacio de representación y otro, es decir, entre amigos y enemigos10.
El punto que quisiera advertir con ello es que la teología política schmittiana reduce estos cinco niveles de heterogeneidad al movimiento vertical —ascendiente y descendiente— entre lo alto y lo bajo. La decisión sirve para explicar la necesidad de poner fin a la dispersión, en un momento en el que hace falta sostener la unidad ante su probable disolución, descuidando el tercer nivel de heterogeneidad que, como veremos, no es ajeno al segundo. Precisamente este punto es el que Schmitt encapsula con la intención de hacer consistente la aporía de la representación.
Con una hipótesis semejante no creo estar imprecándole al autor una falta de precisión sobre “la política” en beneficio de “lo politico” —para utilizar una distinción demasiado conocida (Marchart, 2009)—, pues es impensable un aspecto sin el otro. Toda reflexión sobre lo “político” es siempre situada, histórica y polémica, en suma, es siempre política —esto Schmitt lo sabía muy bien—. Considero, de todos modos, que es menester recuperar el nivel aporético de la reflexión sobre la representación y dirigir el análisis al nivel ontológico en el que se indica la imposibilidad última de toda forma simbólica y, por tanto, la idea ya mencionada de una sutura constante a manos de la autoridad política. Para ello apelaré a Carl von Clausewitz y su noción de “extraña trinidad” enunciada en su célebre tratado De la guerra [1832]. Al hacerlo, la contingencia se mostrará como un elemento que excede la capacidad decisoria y que permite plantear una inversión de la máxima schmittiana sobre la soberanía, convirtiendo al pueblo y no a la autoridad en el defensor de la constitución (Schmitt, 1983). Esto, a su vez, permitirá pensar el problema siempre actual y urgente de la unidad política.
En el último apartado del primer capítulo de De la guerra —única sección que Clausewitz revisó y terminó de corregir— es donde se puede leer la siguiente descripción sobre el momento bélico:
no es solamente un verdadero camaleón, por el hecho de que en cada caso concreto cambia algo su carácter, sino que es también una extraña trinidad, si se la considera como un todo, en relación con las tendencias que predominan en ella. Esta trinidad la constituyen el odio, la enemistad y la violencia primitiva de su esencia, que deben ser considerados como un ciego impulso natural el juego y el azar y la probabilidad, que hacen de ella una actividad libre de emociones y el carácter subordinado de instrumento político, que hace que pertenezca al dominio de la inteligencia pura.
El primero de estos tres aspectos interesa especialmente al pueblo; el segundo al jefe y a su ejército y el tercero solamente al gobierno. Las pasiones que enciende la guerra deben existir en los pueblos afectados por ella; el alcance que lograran el juego del talento y el valor en el dominio de las probabilidades del azar, dependerá del carácter del jefe y del ejército; los objetivos políticos, sin embargo, incumben sólo al gobierno.
Estas tres tendencias, que se manifiestan con fuerza de leyes, reposan profundamente sobre la naturaleza del sujeto y al mismo tiempo varían en magnitud. Una teoría que insistiera en no tomar en cuenta a una de ella o en fijar una relación arbitraria entre las mismas, caería en tal contradicción con la realidad que, por lo mismo, debería ser desechada inmediatamente.
El problema consiste, por lo tanto, en mantener a la teoría en equilibrio entre estas tendencias, como si fueran tres centros de atracción. (Clausewitz, 1983, 25-26).
Esta larga cita es la culminación de un desarrollo teórico que se da en las primeras páginas de De la guerra y que marca su tónica nodal. Clausewitz lo inicia con una noción de guerra que apela al “duelo” (1983, 9), pero que prontamente rechaza en tanto en la guerra hay “voluntad” (1983, 9) y es precisamente su imposición al enemigo el objetivo de toda contienda.
La voluntad, entonces, aparece como un componente extraño, en apariencia no bélico, pero del cual se deriva la conexión genética entre guerra y política. Tras proponer una noción de “guerra real” que contradice la posibilidad de una guerra “absoluta” (1983, 15) —que no entiende de limitantes materiales, morales y políticos—, Clausewitz ofrece su célebre definición de la guerra como “continuación de la política por otros medios”. Al decir esto remarca que la política no se interrumpe con las hostilidades, no cesa con los estruendos de la lucha, ya que la guerra es siempre política, algo que, por otro lado, Schmitt captó muy bien.11
Que Clausewitz expresara que la guerra es como un “camaleón” sugiere que se trata de un hecho que solo puede ser comprendido fenomenológicamente, esto es, por la experiencia temporal y geográficamente situada. Por ello mismo verifica una distancia irreductible entre realidad de la guerra y su concepto. De este modo, no hace más que remarcar su oposición a las pretensiones geometrizantes y matematizables sobre la guerra imperantes en su época, argüidas por algunos de los más ilustres contemporáneos del pensamiento militar —como Friedrich Wilhelm von Bülow y Antoine-Henri Jomini (Bonavena y Nievas, 2022). Clausewitz, tajantemente, rechaza la búsqueda de leyes o reglas universales sobre lo bélico, tal como podía procurar el ideal de la ciencia moderna. Como contrapartida, se apoya en la importancia decisiva de la contingencia; gesto solo equiparable al desplegado por Nicolás Maquiavelo en sus distintos textos —autor que Clausewitz admiraba (Paret, 1979)—12.
La trinidad de la guerra es “extraña” precisamente porque revela su radical contingencia. De este modo, la importancia de la decisión se enaltece como momento articulador de la heterogeneidad. Esto parece indicar toda una semejanza entre el decir de Clausewitz y el de su extemporáneo Schmitt. Sin embargo, como se ha visto, en el escrito de 1922, el jurista alemán poco agrega sobre la heterogeneidad que habita y habilita a la unidad política. Es por ello que al soberano le asigna la tarea de efectuar una suerte de castración. Clausewitz, en cambio, rescata la heterogeneidad del pueblo en el momento excepcional, lo que aquí significa toda una inversión conceptual de Schmitt. Si bien cabe admitir que su visión política puede ser conservadora (Fernández Vega, 2005; Jacoby, 2014) —en tanto nada explicita sobre el rol del pueblo más allá de la guerra—, sin dificultad alguna se observan numerosos pasajes que afirman que es en el pueblo donde se ubica el reservorio de la unidad. “Fuerzas morales”, “voluntad”, “odio”, y otros sentimientos y afectos, son los términos que utiliza Clausewitz para denotarlo. En esto puede que no haya avanzado más allá de los estudios de su época —en especial, en el terreno de la psicología (Fernández, Vega 2005; Paret, 1979)—, pero su acento es lo suficientemente férreo como para convertirse en un pensador crucial sobre la relación entre afectividad y política13. No en vano, el pueblo es el primer actor que se distingue en la “extraña trinidad de la guerra”; sólo después de él, Clausewitz destaca al general y su accionar sopesado al frente del ejército, y a las máximas autoridades políticas —las cuales imponen los objetivos que dan lugar al inicio y a la culminación de las hostilidades.
Así, quien escribió un tratado a fin de comprender la guerra, es el que mejor comprendió la compleja alquimia que conlleva la gestación de una unidad en la Modernidad, acaso el problema fundamental de la política. Es en la articulación de distintos niveles de heterogeneidad donde Clausewitz encuentra el secreto de la soberanía; lo hace mientras reflexiona sobre la guerra y sobre la imposibilidad de imponer recetas o leyes a su desenvolvimiento; lo hace mientras entiende que no puede pensar acabadamente la guerra sin la política, incluso cuando sea esa misma especificidad —junto a su rol de militar y su esperable condición de hombre de convicciones conservadoras— la que lo lleva a no decir nada más en su célebre tratado. De haberlo hecho se hubiera adentrado en un nivel de la trinidad que excedía por mucho el avistamiento logrado desde el barro de la guerra.
Con estos considerandos a cuestas es posible plantear un emparejamiento entre el esquema clausewitzeano de la extraña trinidad y la tríada teológico-política schmittiana:
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Objetivos políticos |
Idea |
|
General |
Soberano |
|
Pueblo |
Pueblo |
Sin embargo, la relación conceptual que se entabla al interior de cada esquema entre los tres respectivos elementos es bien diferente. Se puede afirmar que es en el decir clausewitzeano donde se indica, de mejor modo, el problema de la unidad en la heterogeneidad. Es que el militar nacido en el ducado de Magdeburgo en 1780 indica aristas cruciales sobre la reunión de elementos diversos que conforman una única voluntad. Lo laborioso de tal empresa aparece referida en De la guerra al describirse las funciones del general; funciones que deben mantener y nutrirse de la afectividad popular, lidiar con un sinnúmero de aspectos que intervienen en la campaña e interpretar y operacionalizar las directrices provenientes de la autoridad política. Aunque se trate, esto último, de un tópico clásico que conlleva la discusión sobre la comunicación entre el máximo nivel político y el máximo nivel militar —a tal punto que puede derivar en el problema de la subordinación del segundo al primero—, se trata de un aspecto bien acotado del problema de la contingencia, pues lo fundamental consiste en lograr —como se procura hacia el final de la cita transcripta— “mantener a la teoría en equilibrio entre estas tendencias, como si fueran tres centros de atracción”.
En este punto, la diferencia con la teología política de Schmitt es que la extraña trinidad de Clausewitz no funciona solo verticalmente —de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba—, sino también en triángulo, donde cada vértice se conecta con los otros —aunque de maneras siempre distintas—, pero donde siempre el pueblo se encuentra en la base:
Cabe preguntarse, entonces, si Clausewitz no termina elucidando y suplementando a Schmitt. Y si su teoría de la guerra no brinda elementos de comprensión sobre algo fundamental de la política, no porque en “el inicio de los tiempos primero haya sido lo bélico”, sino porque si en lo bélico la contingencia revela su dramatismo, y si —siguiendo a Clausewitz— se trata de un momento que es de naturaleza eminentemente política, entonces la teoría de la guerra es teoría política. Lejos esto de quitarle especificidad a la primera, la asume atada a una reflexión mayor, acaso con más complicaciones; reflexión que, desde ya, no puede caer en un belicismo que confunda “lógica política” y “gramática bélica” (Aron, 1987) o una “estetización” (Benjamin, 2008) que haga de la guerra la máxima experiencia interior (Jünger, 1998).
Clausewitz —parafraseando al propio Schmitt (1969)— debe ser reconocido como un pensador crucial para la Modernidad porque su análisis sobre estrategia militar permite comprender el discurrir mismo de la política. Y en esto elucida a Schmitt, cuyo mérito indudable es el de haber ensayado en 1922 una manera de hacer consistente la aporía de la representación. Ese mérito, que remite a la noción de decisión, trae aparejado, sin embargo, una subestimación de la gramática política. En cierta medida, El concepto de lo político parece ser la obra en la que Schmitt procura subsanar esta carencia, entre otras cosas a partir del problema de la “intensidad” de la enemistad y de la apelación a la comunidad como fundamento de la unidad política14. No obstante, su reflexión concluye en el mismo puerto que la de Teología política, es decir, en el cifrado de la decisión como parte del monopolio del Estado15. En cambio Clausewitz ofrece un análisis sumamente dinámico, atravesado más por una apertura radical a la contingencia que a la trascendencia. Así, al operar en triángulo, la extraña trinidad desplaza la decisión hacia sus ángulos habilitando la agencia de sus distintos niveles y las variaciones en los modos de conjugar la heterogeneidad social. Por eso mismo la afectividad aparece como su amalgama, como el ingrediente secreto que hace cuajar la unidad y que se postula como reserva última de la investidura soberana. No en vano, Sigmund Freud —en un escrito también centenario intitulado Psicología de las masas y análisis del yo [1921]— se valió del ejemplo del ejército —junto al de la Iglesia— para pensar la constitución de un colectivo a partir de lazos libidinales; lazos que no prescinden de un momento ascendiente en la organización, pero que, como bien ha indicado Ernesto Laclau (2015), expresan una función y no una relación de manipulación entre el líder —o el general— y sus seguidores—o sus soldados—.
Para Clausewitz, en el drama de la guerra prusiana contra el invasor Napoleón, lo extraordinario debía conjurarse con una milicia popular. Pero las armas, como bien inmortalizó Maquiavelo, son un canal indudable de politización; implican cierta democratización, aun cuando refieran a un condotiero que puede ser, al mismo tiempo, militar y político. Ese vínculo jerárquico, de todas maneras, es siempre pasible de reversión —para anoticiarse de ello basta con visitar las páginas del libro de José Ramos Mejía intitulado Las multitudes argentinas [1899]. Clausewitz, con su tratado, lejos estaba de abonar derivas políticas semejantes, pues no dejaba de ser una disquisición sobre la peculiaridad de la guerra. No obstante, en su consabida admiración al pueblo español —que defendió su autonomía volviéndose partisano— se esconde algo que escapa al registro de la intención autoral, y al tono de un escrito, y se vuelve materia del pensamiento. Es aquí donde es posible reactivar el decir de Clausewitz, pues, desde el momento en que planteó la necesidad de que la autoridad política prusiana organizara milicias populares como las españolas, ¿no estaba acaso habilitando una articulación política distinta a la dominante? ¿No estaba resignificando el lazo establecido entre el “soberano” y sus “súbditos” al barrer las presunciones aristocráticas establecidas? Inclusive, ¿no estaba haciendo del pueblo el verdadero soberano que aparece en la excepción y se revela como el último bastión de la patria, dispuesto a todo para defender su forma de vida?
Se podría afirmar que Clausewitz no llegó a entender que el afecto presente en el pueblo español no estaba en el pueblo prusiano y que no estaría tampoco jamás en él, aun si se lo organizaba bajo tales premisas. En definitiva, la reacción española fue espontánea —con los reparos que esto conlleva— y Clausewitz buscaba producirla desde “arriba”. Sin embargo —esto es lo importante— comprendió que en el pueblo hay algo que no se encuentra en la autoridad; de allí el motivo por el que se recostaba en la opacidad afectiva; de allí que viera en ella el sustrato nodal para la defensa de la unidad o constitución del país.
Su proyecto —como se sabe— fue desoído. Prusia seguiría apelando a un ejército de nobles y negando la nueva legitimidad que, como mostraría Schmitt, resultaba ya irrefrenable tras el cisma de 178916. Sin embargo, cuando Prusia pactó con Napoleón y se convirtió en un territorio vasallo al implacable emperador, Clausewitz decidió abandonar su terruño y alistarse en las todavía beligerantes tropas rusas; su compromiso no era con el rey, sino con algo que iba más allá del rey. Es por ello que tras su regreso y su reincorporación al ejército del que había formado parte desde joven, no lograría escapar de la desconfianza que el monarca y sus consejeros le propinaban por aquella afrenta, por aquella insubordinación. Se trató, más bien, de una silenciosa desobediencia hacia la decisión que tomó la persona del soberano, no hacia la unidad política que el soberano representaba. Clausewitz terminaría por convertirse en vida en un general sin reconocimiento. Moriría de cólera en 1831 en plena campaña militar en Polonia.
A modo de cierre
Aspectos biográficos como los señalados no deberían importar conceptualmente, pues sólo satisfacen la curiosidad que cree dar con ironías del destino. No obstante, en cierto modo, algo de lo dicho en esta tónica sobre el militar prusiano ilustra lo que las presentes líneas han procurado advertir en términos teóricos, a saber: el pensamiento clausewitzeano sobre la guerra conduce a un pensamiento popular sobre la política.
El esquema de la extraña trinidad afirma que las fuerzas morales se encuentran en el pueblo y que el pueblo es el sujeto de la soberanía, con un alma insondable en su heterogeneidad. El esquema teológico-político schmittiano, formulado en pleno período de entreguerras europeo, no llegó a comprender el trasfondo de la política moderna; no lo hizo porque su objetivo era encapsular este nivel de diferencias en vistas a que la decisión reposara sólo en un lugar y que fuera en ese lugar donde el consenso y el disenso se administraran. Su pretendida fortaleza conclusiva, su aparente potencia regulativa, implica una notoria pérdida de capacidad explicativa, sobre todo para aquellas coyunturas —como la española en tiempos de Napoleón y, por añadidura, el origen de las independencias en América— donde la autoridad aparece perimida o su lugar vacío.
Leído desde Clausewitz, el artilugio conceptual que Schmitt formula para sostener la aporía de la representación moderna se revela, por tanto, inconsistente.
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1 Sobre esta cuestión, véase: Montserrat Herrero (2007) y Jorge Dotti (2014).
2 Sobre todo con la reedición de El concepto de lo político [1927] del año 1963, a la que Schmitt le agrega una famosa nota al pie sobre el “cristal de Hobbes” y su apertura a la trascendencia entendiendo esto como un hallazgo, como “el fruto de una búsqueda que duró toda” su “vida sobre el tema general aquí tratado y sobre la obra de Thomas Hobbes en particular” (1984a, 63).
3 Para un análisis de esta cuestión, se recomienda: Beaud (1997) y Bueno (2016).
4 Sobre algunas aristas de esta problemática tan vasta, ver: Navarrete Alonso (2015).
5 En el original: “Das ist aber wesentlich Diktatur, nicht Legitimität” (Schmitt, 2015, 69).
6 Poco importa aquí si Schmitt es fiel o no realiza una lectura exegéticamente rigurosa de los contrarrevolucionarios católicos; de hecho, bien se podrían encontrar elementos que matizan muchos de sus juicios. El punto, en verdad, es el efecto teórico-político que implica su operación de lectura. De todos modos, sobre su particular figuración de Donoso, véase: Fabricio Castro (2017).
7 Sigo aquí las categorías ya clásicas de Walter Ullmann (1999) utilizadas para analizar el pensamiento medieval.
8 Para un abordaje clásico sobre Schmitt y Hegel, véase: Kervégan (2007).
9 Abordo esta cuestión sobre la ontología en mi último libro (Laleff Ilieff, 2023).
10 Tomo la idea de los niveles de heterogeneidad del trabajo de Sebastián Barros (2018) sobre el pensamiento de Ernesto Laclau.
11 Basta para ello la referencia presente en El concepto de lo político (1984a, 30).
12 Sobre el particular, véase: Laleff Ilieff (2022).
13 Sorprende que el general Eric Ludendorff expresara lo contrario en 1935 —“insisto particularmente sobre las fuerzas anímicas del pueblo de las que Clausewitz no dice palabra en su tratado de la guerra” (1964, 18)—, de no ser por el hecho de que, ya en connivencia con el nazismo, su decir remitía a un belicismo que buscaba deslegitimar la regulación política de la guerra defendida por el prusiano. En Argentina, autores adscritos a las izquierdas políticas como Juan Carlos Marín (2009), Amanda Peralta (2022) y León Rozitchner (2003), tematizaron sobre la importancia de los afectos en Clausewitz a los fines de pensar la política que se abría con la experiencia guerrillera y la represión efectuada por el Proceso de Reorganización Nacional de 1976. Sobre la relación entre Marín y Clausewitz, ver: Pierbattisti y Rebón (2022). Sobre una apropiación actual desde el pensamiento trotskista: Albamonte y Maiello (2017).
14 El esquema comunitarista indica una relación técnica con el Estado en tanto se trata de un dispositivo del pueblo gestado para defender su forma de vida; dispositivo que remite a un período de la Modernidad bien específico: aquel de las guerras civiles de matriz religiosa, propias de la época de Hobbes. En ese esquema, la relación con la Idea no es teológico-política, de hecho, reactiva al mito como un elemento nodal de lo político, a tono con su carácter particularista. A diferencia de otros pensadores alemanes —por caso, Ferdinand Tönnies (1947)—, la comunidad —Gemeinschaft— natural se articula con la sociedad —Gesellschaft— artificial. Esto no solo aparece destacado en El concepto de lo político, sino también en Teoría de la Constitución. Para un análisis más extenso al respecto, remito nuevamente a mi trabajo de 2020.
15 El asunto también puede ser replanteado a la luz de Teoría del partisano [1962]. Considero que este, junto a El Leviatán en la teoría del Estado [1938], es el escrito schmittiano que demuestra, más claramente, la imposibilidad de la decisión. Sobre este último escrito, véase: Villacañas (2008).
16 Más allá de la introducción de reformas liberales —como el Código general de 1794, que surgió para satisfacer las necesidades de recaudación y reclutamiento impuestas por la guerra (Koselleck, 2010)—, Prusia obturó el principio de la soberanía popular. Como bien demuestra una perspectiva histórico-conceptual, la teoría clausewitzeana se ubica en este proceso, que no es otro que el de la consolidación del Estado. Sin embargo, el problema de la “conducción” del pueblo (Velázquez Ramírez, 2015, 75) que con él se abre y que Clausewitz evidencia con la estrategia de una guerra popular, alude a que la política no puede reducirse al ejercicio de una autoridad que opere sobre la sociedad como si estuviese por fuera de ella. La política moderna, en verdad, admite la existencia de distintos puntos que deben ser articulados de alguna manera. Esto explica por qué, para el mencionado militar prusiano, el vínculo guerra-política no sea un simple continuo, como tampoco una yuxtaposición; hay una diferencia que opera en el modo combinado de ser de ambas fases. De hecho, si se apela al patriotismo como la traducción de cierta dimensión afectiva propia de la Modernidad, se constata que remite a una agencia solo pensable desde tales premisas. Koselleck (2012) indica muy bien cómo el patriotismo hace responsables del destino de la unidad política a todos y a cada uno de sus integrantes; es el sentimiento que mejor muestra el desplazamiento de la política —o su existencia— más allá de la autoridad. En este sentido, una política popular es patriótica en tanto va más allá del “padre”, aun cuando no pueda ser sin él. Para decirlo de otro modo —lacanianamente—, es esa política que comprende que el “padre real” no es el Nombre-del-Padre, sino la encarnación momentánea y diferida de la metáfora primordial que aglutina la heterogeneidad social.