Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 94 (2025), pp. 201-204

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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MAISO, J. (2022): Desde la vida dañada. La teoría crítica de Theodor W. Adorno, Tres Cantos (Madrid): Akal; 350 págs.

La de Jordi Maiso se cuenta entre las principales voces actuales de la Teoría crítica. Presidente de la SETC (Sociedad de Estudios de Teoría Crítica), que edita la revista Constelaciones, ha desarrollado en los últimos años un intenso trabajo de interpretación, discusión y difusión de las propuestas filosóficas de esa corriente, muy en particular la contribución de Theodor W. Adorno. Siempre con el designio de preservar, más allá de los resultados académicos, su vigencia política. La tesis doctoral Elementos para la reapropiación de la teoría crítica de Theodor W. Adorno (Universidad de Salamanca; 2010) marca el hito inaugural de su trayectoria. A partir de ella, ha desplegado una vasta producción escrita cuyo resultado maduro es Desde la vida dañada. Esta monografía se inscribe, como expresamente proclaman las páginas introductorias, en una recepción hispana de la teorización adorniana: Maiso destaca las obras de Vicente Gómez (El pensamiento estético de Theodor W. Adorno; 1998), Pablo López Álvarez (Espacios de negación. El legado crítico de Adorno y Horkheimer; 2000) y José Antonio Zamora (Th. W. Adorno. Pensar contra la barbarie; 2004).

Dos notas permiten caracterizar el perfil singular del libro. Por una parte, desde un punto de vista temático aborda el análisis que Adorno llevó a cabo del capitalismo en su fase posliberal, centrándose en la dialéctica entre lógica sistémica del todo social y frágil realidad del individuo. Esa bipolaridad adquiere un signo muy desigual: a la omnipotencia de un orden colectivo anónimo se contrapone la impotencia del sujeto singular. En tal contexto histórico-social, la experiencia vital se define como vida dañada. Por otra parte, la interpretación incorpora una voluntad polémica frente a toda una serie de lugares comunes que habrían distorsionado la imagen intelectual del autor de Dialéctica negativa. Se trata de un repertorio de reproches que, avalado por la autoridad del principal discípulo (Habermas, en efecto, diagnosticó en El discurso filosófico de la modernidad el callejón sin salida, tanto teórico como político, al que conduciría la implacable crítica de la modernidad contenida en Dialéctica de la Ilustración: bancarrota de la razón y, en consecuencia, recaída en el irracionalismo), asentó una imagen hostil del corpus adorniano. Son conocidas las principales acusaciones: pesimismo respecto a las posibilidades de cualquier anhelo emancipatorio, que sume el discurso en una actitud de resignación (confortable: emulando a las divinidades olímpicas, Adorno contemplaría, desde el Hotel Abismo, el espectáculo, en sí mismo desolador, de una humanidad inmersa en la barbarie, sin otra alternativa que «devorar o ser devorado»); elitismo que desprecia, desde una actitud de grand seigneur, la cultura de masas, con lo que reproduce el gesto clasista, aristocratizante, de la intelectualidad burguesa; esteticismo, en fin, que se refugia en el análisis inmanente de la obra artística descuidando la causación económica, infraestructural, que subyace a los fenómenos superestructurales.

Contra ese retrato, en realidad caricatura, se rebela el discurso de Maiso. Impugna una lectura que incurre en «la mistificación de la supuesta continuidad de la teoría crítica como sucesión de generaciones» (p. 87). Según esa estereotipada visión, al magisterio inicial de unos padres fundadores (acompañaron a Adorno figuras como Horkheimer, Marcuse o Pollock; también, aunque de manera marginal, la inmensa personalidad de Walter Benjamin) habría sucedido, poniéndole fin, la reformulación habermasiana en una suerte de neokantismo que restablece la racionalidad del proyecto moderno. Desde la vida dañada refuta con resolución ese esquema evolutivo: lo que se produjo en la transición intergeneracional no fue el relevo en una línea sucesoria, sino más bien el abandono, teórico y político, del modelo primitivo. Justamente el que este libro se propone recuperar, reivindicando su lucidez especulativa y restableciendo “el impulso político que late en su producción teórica” (p. 13).

La tarea interpretativa se desdobla en los dos propósitos subyacentes a la obra. Su primera parte, que integra tres capítulos, propone una descripción del contexto epocal en que Adorno vivió y teorizó como medio de rebatir la malinterpretación dominante en los tres prejuicios reseñados.

¿Resignación proclive a un apoliticismo? En realidad, el pathos innegociablemente crítico de la reflexión adorniana está dominado por un compromiso político cuya debilidad, lejos de reflejar un desdén por la praxis, no hace sino asumir, con notable lucidez, la situación objetiva de un sistema social donde los impulsos liberadores son ahogados por su potencia soberana. El filósofo no renuncia a los ideales emancipatorios, pero destierra cualquier ingenuidad sobre una próxima consumación. La candidez, por bienintencionada que sea, residiría en quienes, desde un voluntarismo ciego a la realidad social y política, se aferran a la épica del intelectual revolucionario decimonónico: «El espíritu no puede ya creerse soberano, y su imbricación en la vida social impide hipostasiar la producción cultural o teórica más allá de sus condicionantes sociales» (p. 84). Si fuese legítimo caracterizar la posición adorniana como expresión de una conciencia desdichada, ello no sería el resultado de una discutible actitud política, sino el efecto de la asunción, realista, de una tragedia epocal, patente en la constatación de que «la inmanencia de un mundo crecientemente clausurado e integrado se ha vuelto omniabarcante: no hay un afuera» (p. 60).

¿Elitismo? Lo injusto del reproche resultaría evidente a la luz de la situación efectiva del intelectual crítico en el mundo del capitalismo avanzado. Su hostilidad hacia la doxa hegemónica, que acentúa el distanciamiento de la masa, es, en realidad, fidelidad a un imperativo de resistencia. El discurso de vocación crítica se traicionaría a sí mismo de someterse a los dictados de una conciencia pública configurada por la lógica del capital. En su pretensión de extra-territorialidad, el teórico crítico no se hace ilusiones sobre la soberanía de la ratio, ni alardea de un discurso autosuficiente; apenas se compromete a salvaguardar lábiles espacios de reflexión, resilientes al feroz acoso de la falsedad imperante. Su menguada autonomía representa, aun residualmente, la insumisión ante una barbarie que se impone como destino: «Era la propia realidad social la que convertía en outsiders a los que un día se habían llamado hombres de cultura» (p. 77).

¿Esteticismo? La sostenida atención de Adorno al hecho artístico ciertamente se empeñaba en proteger su estrecho margen de autonomía, portadora pese a todo de esperanza, pero nada está más lejos de una estética idealista que el diagnóstico de la industria cultural: en las sociedades tardocapitalistas, la producción cultural se integra, reforzándolo, en el circuito de producción/consumo. No cabe sustraerla a la heteronomía dominante. Más aún, ha dejado de ser hecho superestructural, epifenómeno ideológico, para incorporarse a la totalidad social como función imprescindible.

Desde esa perspectiva, era inevitable reconsiderar el legado marxiano. Adorno apuntó a un difícil equilibrio entre la fidelidad a su designio liberador y la necesidad de hacerse cargo del novum histórico de los períodos de entreguerras y de posguerra: la era liberal del mundo burgués había quedado atrás y el fascismo, militarmente derrotado pero sobreviviendo clandestinamente en las sociedades de la segunda mitad del pasado siglo, marcó con su sello el advenimiento del mundo administrado. El género de la situación histórica experimentó una radical transformación: si en Marx prevalecía un enfoque dramático (el sufrimiento socialmente producido desembocará, en razón de su propia lógica evolutiva, en el triunfo de una humanidad reconciliada), con Adorno el espíritu crítico se tiñe de tragedia. Maiso lo subraya al titular uno de los apartados de la obra con un interrogante a la par irónico y trágico: «¿Dónde está el proletariado?» (pp. 45-56). Mientras la existencia se vuelve vida dañada, la producción teórica se despliega bajo el signo de la herida: «La inexistencia de un sujeto capaz de poner freno a la entrada en una nueva era de barbarie que el pensamiento diagnosticaba es la herida constitutiva de la teoría crítica» (p. 69).

Si la primera parte del volumen lleva a cabo una labor de desbrozamiento, que despeja su tema de reiteradas tergiversaciones, en la segunda emprende Maiso una síntesis de la teorización adorniana de la sociedad contemporánea. Sin obviar otros aspectos de ese pensamiento (estéticos, ontológicos o epistemológicos), los incardina en el análisis del capitalismo posliberal. Su núcleo esencial viene dado, como anticipamos, por la tensión dialéctica, bipolar, «entre la totalidad social y los individuos vivos» (p. 165). Por un lado, imperativos sistémicos de coacción y explotación; por otro, la dispersión, atomizada, de mónadas egoístas auto-centradas. La potencia de los primeros se traduce en el vaciamiento de las segundas; en el límite, el yo humano dejaría incluso de ser organismo vulnerable, carne sintiente, para devenir pieza inerte del sistema, funcionalmente ajustada al proceso social de producción y consumo… incluso destinada al desguace, como demostró el exterminio de la judería europea.

Esa solidificación de la barbarie es analizada en cuatro capítulos. En primer término, la «socialización total» como configuración del capitalismo avanzado, donde el circuito de producción/consumo coloniza todos los aspectos de la existencia en una inmanencia atroz, sin exterioridad alguna. A continuación, la tematización de la industria cultural en tanto que figura, degenerada, de la imaginación en tiempos de barbarie. En tercer lugar, en lo que acaso sea la tesis más extrema del conjunto, la mutación, ya no azarosa sino efecto de una planificación anónima, de la propia humana conditio: en el más tardío de sus avatares, el capitalismo no solo pone la sustancia de lo humano a disposición funcional del aparato productivo, sino que la altera en profundidad, provocando una genuina mutación antropológica de signo des-humanizador. Por último, ese complejo alienante impone un desplazamiento del concepto tradicional de «ideología», transmutado por una apoteosis autoritaria donde los productos de la industria cultural muestran inequívocas afinidades con la superstición (astrológica) y el antisemitismo.

Una Coda final reivindica la plena actualidad del paradigma adorniano, acaso acentuada «en un momento en el que la dimensión catastrófica del capitalismo resulta cada vez más patente» (p. 321).

Señalemos para concluir, last but not least, la calidad de la prosa de Maiso, en la que destacan el rigor léxico y la elegancia en la construcción de la frase.

Alberto Sucasas

(Universidade da Coruña)