Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 93 (2024), pp. 231-236

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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ZAMORA BONILLA, J. (2022). En busca del yo. El mito del sujeto y el libre albedrío. Barcelona: Shackleton Books, 176 pp.

Cuando a finales del siglo XVIII el idealismo de Fichte se derramó sobre el público alemán, hubo unos pocos pícaros que quisieron entender su noción de Yo como una alusión explícita a sí mismo y defendieron la absurda idea de que la Doctrina de la ciencia venía a ser una glosa filosófica a su ensortijada vida conyugal, llegando a preguntarse seriamente, en una nota periodística, cuál podría haber sido la reacción de la señora de Fichte contra su cónyuge en represalia por el estorboso papel de No-Yo que éste le habría asignado en su obra.

El libro En busca del yo. El mito del sujeto y el libre albedrío de Jesús Zamora Bonilla (Sacando consecuencias: Una filosofía para el siglo XXI, Contra apocalípticos: Ecologismo, Animalismo, Posthumanismo), se ocupa de la cuestión del yo (y más) con el objetivo de ahorrarnos la vergüenza de incurrir en malentendidos como el que acabamos de mencionar. Dividido en seis capítulos (sin contar la introducción y el epílogo) se propone situarnos justo en el centro del debate moderno sobre la subjetividad, el alma, la libertad, el libre albedrío y la consciencia, que en nuestros días está más vivo que nunca y no deja de sorprendernos con hipótesis (y demostraciones) que desafían los límites del no siempre sano sentido común.

Si no la he entendido mal, la tesis principal con que Zamora inaugura su ensayo expresa que la realidad experimentada no es, valga la redundancia, menos real por el hecho de que sea producto de intrincadas maniobras cerebrales (contra quienes ponen en duda esto, por cierto, incluso un idealista como Schopenhauer dirá que están para que los encierren). La sencillez y evidencia de esta proposición, sin embargo, contrasta con la poca aceptación que ha tenido por parte de pensadores de todos los tiempos, quienes la han retorcido hasta el dislate. Alrededor del concepto de «subjetividad» orbitan las más grandes anfibologías que pueda imaginarse.

En la introducción, Zamora advierte que la constitución ficcional del yo, en el sentido que Kant otorga a su noción de «apercepción trascendental», no procede de la actividad de un absoluto metafísico, como han querido ver los idealistas (sobre todo alemanes), sino de un montón de estímulos que excitan nuestras neuronas, cuya organización en patrones se convierte en todas aquellas sensaciones que percibimos y que sentimos nuestras. Aun así, no se olvida de que no son lo mismo las imágenes que nos llegan de los objetos (fenómenos), que los objetos considerados en sí mismos (noúmenos, entendidos como Grenzbegriff, conceptos límite). Pero aunque los objetos existan fuera de nosotros, realidad (o lo que nosotros entendemos por tal concepto) sólo hay una: la representada (por suerte). Y es que cumple en el entramado orgánico una función muy clara:

Al fin y al cabo, la función biológica primordial de los cerebros, o de los sistemas nerviosos en general, no solo en el caso de los seres humanos, es contribuir a que el individuo desarrolle una conducta exitosa (lo que, en términos biológicos, equivale a vivir lo bastante como para poder dejar muchos descendientes).

En el capítulo «El mito del espíritu», se despacha brevemente la cuestión del alma, recordándonos que su creencia inicialmente no trajo aparejada la convicción en su inmortalidad o persistencia en el más allá, y con ello da paso a la controversia generada en torno a la conexión existente entre mente y organismo, tan controvertida a lo largo de la historia de la filosofía. Pasa revista a muchas de las «experiencias extrañas» que a menudo aducen quienes defienden que existe una escisión entre ambas facultades, tales como las experiencias extracorporales, las cercanas a la muerte o las místicas. Las primeras han recibido la atención de numerosos estudios que las interpretan como percepciones distorsionadas, producto de aquellas áreas cerebrales encargadas de reconstruir el entorno y nuestra auto-percepción al margen de toda intencionalidad (de forma inconsciente), y cuya persuasiva sensación de realidad debe entenderse como marca de la casa (lo propio de una alucinación es que parezca real).

Es el caso de la ilusión de la mano de caucho. En este experimento, un sujeto extiende ambas manos sobre una mesa. La mano derecha se oculta de su vista mediante una pantalla, al lado de la cual se coloca una mano de caucho que sí que puede ver. El experimentador va tocando simultáneamente la mano real del sujeto (que está oculta de su vista) y la mano de caucho, haciendo exactamente los mismos contactos en ambas. Al cabo de poco tiempo, el sujeto empieza a percibir que la mano de caucho es su mano real, e incluso puede llegar a percibir un «brazo fantasma» que conecta esa mano con su hombro.

De las segundas destaca que los signos distintivos que se les suelen atribuir, como la contemplación de un túnel oscuro o la de un ser luminoso, no son tan reseñables como podría pensarse, porque en realidad se dan con poca frecuencia y, además, han sido replicados con notable éxito en el caso de «los estudios sobre pérdida de consciencia inducida por aceleración, un fenómeno habitual entre los aviadores de combate, astronautas y pilotos de fórmula 1». Por lo general, se deben a una falta de riego sanguíneo y a la carencia de oxígeno en el sistema límbico, responsable de las emociones y culpable de la «sensación de dicha y profunda tranquilidad que suele acompañar a estas experiencias». Por último, las terceras, conocidas por ser inefables, profundas, fugaces y pasivas, no serían propiamente alucinaciones, sino estados de consciencia más primitivos, cercanos a los de los animales.

En «El mito del ordenador», Zamora se ocupa de la interesantísima cuestión, muy en boga en nuestros días, de si se podría establecer una correlación entre nuestro cerebro y un ordenador, y si, en fin, una máquina puede llegar a pensar. El óbice, señala nuestro autor, con que se tropiezan quienes se posicionan a favor de esta posibilidad (los llamados computacionistas) reside en la imposibilidad de probar que, efectivamente, una máquina está pensando (en sí) y no realizando un simulacro de pensamiento, que sólo parezca pensar de cara a la galería (para sí), sin que en su interior haya nada remotamente parecido a un pensamiento. Esto, es cierto, no cerraría la puerta a que una parte del desempeño intuitivo del pensamiento, en el futuro, pudiera llegar a reducirse a una serie de «algoritmos o programas rutinarios», pero en tal caso, dichos «programas deben de ser de un tipo radicalmente distinto al de los programas típicos de la IA contemporánea».

Zamora se adhiere a la crítica que John Searle presenta en Mentes, cerebros y ciencia (1984):

Imaginemos que el test de Turing se lleva a cabo en chino (si sabes chino, cámbialo por cualquier idioma que no entiendas), y que, en vez de haber un ordenador dentro de la habitación, estás tú, con un enorme libro o enciclopedia donde aparecen escritas todas las instrucciones que componen el software con el que íbamos a programar el ordenador. Cuando te llega una pregunta, buscas en las instrucciones los pasos que el programa dice que hay que dar para hallar la respuesta, sigues esos pasos, escribes la solución y la envías. Supongamos que el programa es exitoso. [...] ¿Significa eso que la máquina entiende chino? Según Searle, parece obvio que no, porque tú no has entendido en absoluto las preguntas ni las respuestas, es decir, puedes haber hecho todo el proceso sin entender nada, solo aplicando mecánicamente las reglas que hay en el libro.

El conexionismo tampoco está exento de problemas. Este enfoque, centrado no tanto en los algoritmos, como en la «arquitectura de las propias redes neuronales», no define muy bien qué cabría esperar tras el perseguido mapeo, completo y detallado, de las neuronas y las sinapsis, ya que efectivamente se dispondría del mapa, pero no de las claves exigidas para su desciframiento.

Así, la esperanza del transhumanismo, consistente en poder subir la mente a la nube o almacenarla en un disco duro, parece quedar truncada. Además, Zamora opone los siguientes motivos. Por un lado, resulta imposible (al menos con los medios actuales y seguramente con los que tendremos a medio plazo) extraer la descomunal cantidad de datos de un cerebro sin dañarlos o alterarlos introduciendo en ellos elementos intrusivos. Y, por otro, «ignoramos por completo el código (o mejor dicho, la suma de miles o millones de códigos) que convierte esos datos en recuerdos», ya que la mente no se produce con el simple amontonamiento de datos, sino que algún tipo de proceso trasero debe integrarlos y transformarlos en estados mentales (todavía nadie ha visto que al llenarse el disco duro de su ordenador haya cobrado conciencia de sí).

Aparte de Searle, muchos otros nombres de festejados filósofos y neurofisiólogos desfilan por sus páginas. Leemos, por ejemplo, que David Chalmers, en La mente consciente (1996) presenta la conocida hipótesis (o más bien el experimento mental) de que puedan «existir cuerpos sin mente, seres humanos que carezcan de una mente consciente, a pesar de que todo su comportamiento sea exactamente como el de una persona normal». Dado que el comportamiento es el resultado de fuerzas físicas que operan sobre células, moléculas y átomos que componen a los individuos, podría darse el caso de que la interacción entre estos elementos fuese suficiente para explicarlo, sin el adjunto concurso de lo mental. Así pues, Chalmers extrae la conclusión de que las propiedades físicas y mentales de «un organismo son propiedades diferentes, que pueden darse por separado». Así que, en principio, «podrían existir unas al margen de las otras». La objeción de Zamora reside en preguntarse por qué, si los que carecen de mente y los que sí la tienen poseen procesos neurológicos similares o idénticos, en un caso no generan qualia (que es, por ejemplo, la experiencia mental subjetiva del amarillo al mirar un limón) y en el otro sí.

En el capítulo «Ciencia y consciencia», nos presenta dos teorías que representan los «principales enfoques científicos sobre el problema mente-cuerpo». Una pertenece a Giulio Tononi, médico psiquiatra y neurocientífico italiano, que resume las cualidades esenciales de la consciencia en cinco puntos (existencia intrínseca, composición, información, integración y exclusión) y le sirven para establecer cuáles deben ser las exigencias mínimas que debe cumplir un sistema físico que aspire a convertirse en soporte de experiencia.

Según Tononi, poseer experiencia consistiría en ser un sistema con un valor de Φ mayor que 0, mientras que cuál es la experiencia que se está teniendo, en qué consiste experimentar esa experiencia (o sea, lo que en el capítulo anterior llamábamos qualia), viene dado por la información específica contenida por el sistema en ese momento.

Para Zamora, no obstante, Tononi se equivoca con su teoría de la consciencia como «información integrada» al creer que lo cualitativo de los qualia tiene que ver con la diferencia entre cantidad y cualidad, puesto que en realidad «la diferencia más relevante en este caso es la que hay entre lo formal (la estructura) y lo material (qué materia o sustancia es la que posee dicha estructura)», y pone un ejemplo:

Puesto que los sonidos y los colores dependen de sendos tipos de vibraciones (mecánicas o electromagnéticas), es posible que entre dos sonidos y entre dos colores haya una misma relación estructural (digamos, por ejemplo, que puede ocurrir en ambos casos que la frecuencia con la que vibra el estímulo que nos hace percibir cierto sonido o un color sea el 90% de la frecuencia con la que vibra otro estímulo). Pero esta relación estructural está totalmente oculta para nosotros al percibir sensorialmente esos colores y sonidos: aunque los sonidos nos parecen distintos el uno del otro, y lo mismo los colores, no percibimos en absoluto que la relación entre los dos sonidos (uno ligeramente más agudo que el otro) tenga nada que ver, ninguna semejanza, con la relación entre los dos colores (uno más rojo, otro más azul, por ejemplo).

La otra teoría que aparece en este capítulo, de ribetes biológicos, corresponde al «espacio global de trabajo», formulada por Bernard Baars en los años 80 del pasado siglo. Se atreve a dar respuesta a cuestiones que la de la «información integrada» omite quizá deliberadamente por impotencia, a saber: por qué los procesos cerebrales son tan complejos y por qué muchos de ellos (de hecho, la mayoría) son inconscientes, dejando para lo consciente tan estrecho margen de maniobra.

La idea del espacio de trabajo global» es una respuesta a estas cuestiones: el principal papel de la consciencia consistiría en lograr que algunos ítems de toda esa gran cantidad de información que el cerebro está procesando de manera mecánica» o inconsciente puedan estar disponibles para ser utilizados por cualquier otro subsistema cerebral. [...] Dicho de otro modo, la consciencia habría evolucionado como una estrategia para mitigar los efectos de una excesiva modularidad cerebral.

Uno de los mayores valedores de esta teoría, señala Zamora, es Stanislas Dehanene, para quien la dificultad de definir los qualia, cuya naturaleza sólo comprendemos de forma subjetiva e intuitiva, resulta del simple «hecho de que la cantidad de información sensorial de una experiencia consciente es demasiado grande como para que podamos ponerla en palabras con los recursos que caben a través del cuello de botella de nuestra capacidad de atención consciente».

Por último, Zamora actualiza con nuevos detalles el inveterado debate entre determinismo y libre albedrío. Niega al yo la capacidad de operar sobre las cosas de manera incondicionada, pues en realidad la sensación de subjetividad, cuyo signo distintivo consiste en que parezca que todo desemboca en una experiencia unitaria llamada «yo», es también producto del movimiento de neuronas activándose hic et nunc. Asimismo, rechaza que pueda darse una posibilidad alternativa realmente existente, esto es, que algo que hemos hecho de una determinada forma pueda haber sido de otro modo, porque a la postre no existe manera de demostrarlo más que en la ficción, a posteriori (o como dice Schopenhauer en Sobre la voluntad en la naturaleza: se puede querer algo, pero no querer querer algo). La sensación de que en realidad podríamos haber elegido lo que al final no elegimos es, pues, una ilusión de libertad.

Acaba En busca del yo. El mito del sujeto y libre albedrío con un comentario al emergentismo, en concreto la propuesta del filósofo alemán Christian List. Según este autor, la realidad se encuentra compartimentada en diversos niveles emergentes regidos por leyes autónomas. Los principios de un nivel no funcionan en los otros. Por ejemplo, todo lo que sabemos sobre partículas subatómicas no nos sirve para entender cómo funcionan las flores. Cada nivel, a su vez, supone un peldaño arriba en la escala ontológica. Una bacteria está por encima de un quark. Un estómago está por encima de una bacteria. Y un ser humano está por encima de un estómago. Por eso, al decir de List, el estado neurológico de la intencionalidad humana no puede rastrearse causalmente (que hoy decida quedarme en casa leyendo un libro en vez de irme a correr no puede explicarse mediante la interacción mecánica de los átomos que conforman mi cerebro, puesto que la motivación reside en una dimensión aparte compuesta por unidades mínimas distintas). Las decisiones, así, no son «meras ficciones epifenoménicas», sino realmente libres, pues no están sujetas a las leyes deterministas que imperan en los niveles ontológicos inferiores. La réplica de Zamora nos parece muy apropiada, ya que List se ve en serios apuros para conciliar dos aspectos tan contradictorios de su teoría:

Si la naturaleza es determinista en su nivel más fundamental, entonces solo existe una cadena posible de estados a nivel micro (a saber, la cadena de micro-estados que efectivamente ocurre en ese nivel), y, de manera correspondiente, solo existe una cadena posible de macro-estados a cualquier macro-nivel superior: los macro-estados que vienen determinados por los micro-estados correspondientes.

Por todo lo dicho, En busca del yo. El mito del sujeto y el libre albedrío se muestra como una provechosa lectura que, en un estilo ameno y en ocasiones hasta humorístico, nos situará en el rastro de muchas de las teorías sobre filosofía de la mente y ontología que las cabezas más ingeniosas y extrañas han ido poniendo sobre la mesa en estos últimos años.

José Carlos Ibarra Cuchillo