Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 93 (2024), pp. 220-224
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
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COORS, M. (ed.) (٢٠٢٢). Moralische Dimensionen der Verletzlichkeit des Menschen. Berlín-Brandenburgo: De Gruyter.1 [Dimensiones morales de la vulnerabilidad del ser humano].
La reflexión sobre la vulnerabilidad en el terreno de la Ética y la Filosofía política ha ganado relevancia durante las últimas décadas. La crisis del COVID-19 ha reforzado su actualidad, pues ha constituido una experiencia de exposición compartida ante un virus desconocido. No obstante, el debate trasciende la situación pandémica. Así lo demuestra este recién publicado volumen, fruto de seis reuniones organizadas por el proyecto de investigación financiado por el Centro de Ética de Salud —Zentrum für Gesundheitsethik— de Hannover2 y el Instituto de Ética social3 —Institut für Sozialethik— de la Universidad de Zúrich entre 2018 y 2020. Estamos, así, ante una propuesta de reflexión de gran interés sobre uno de los conceptos más relevantes en las discusiones éticas de las últimas décadas. Estando escrito en alemán, que la barrera lingüística impidiera al ámbito hispano acceder a las líneas de investigación de este volumen conllevaría una verdadera pérdida. Precisamente por ello nace esta reseña.
El libro es introducido por Michael Coors (pp. 1-23), quien abre el debate sobre la vulnerabilidad y discute cómo dicho concepto se modula de acuerdo a las coordenadas sociales, económicas y simbólicas en que se contextualice: la edad, la clase, la etnia o el género son factores de riesgo que evidencian cómo la vulnerabilidad se vincula con “cuestiones de justicia” (p. 2). Así, el prólogo plantea la serie de preguntas que recorrerán el resto de propuestas. Y es que la vulnerabilidad demuestra ser una idea-eje cuando se trata de reflexionar sobre aspectos éticos, políticos, legales y, también, existenciales. La cuestión es que la propia definición de la vulnerabilidad exige un debate. Al respecto, Coors y el resto de autores partirán de una premisa común: no puede ser reducida a una suerte de incapacidad individual para defenderse, pues esto implicaría olvidar las dimensiones sociales que la definen. No en vano, la vulnerabilidad comienza a tomar especial importancia con el surgimiento de las éticas del cuidado de raigambre feminista o comunitarista, con autores como Martha Nussbaum o Alasdair MacIntyre; de acuerdo con ellos, el ser humano se define por su carácter inextricablemente vulnerable desde el nacimiento, y de dicho estatus surgen, precisamente, las obligaciones morales hacia los otros.
En primer lugar, Burkhard Liebsch (pp. 27-55) presenta por escrito una conferencia donde analiza la vulnerabilidad como una constante existencial: el ser humano es vulnerable y durante su vida adquiere otras vulnerabilidades. Será esta una base común en el resto del libro. Además, nos habla de una vulnerabilidad en sentido extremo: aquella que pone al límite las condiciones físico-psíquicas y que se topa con las fronteras del lenguaje, por decirlo con Wittgenstein. Esa vulnerabilidad no verbalizable es el telón de fondo del resto de vulnerabilidades. Qué sea en verdad es, pues, algo que solo podemos comprender por experiencias tentativas. Pero, al tiempo, es la obligación de toda comunidad tratar de comprender ese horizonte “asintótico”, por así decirlo, de vulnerabilidad en el que irremediablemente nos movemos; ese confín incomunicable pero, a la vez, constitutivo del ser humano. Más aún, pensando con Hegel, se da la circunstancia de que sufrir y hacer sufrir es inevitable, por cuanto el ser humano es inextricablemente político, y de que tal es la única manera de comprender aproximadamente qué es la vulnerabilidad para poder generar límites morales y legales. Y es que aunque en el “orden de los hechos” la vulnerabilidad sea la condición del daño, a escala cognitiva el orden es el inverso. Por lo tanto, la vulnerabilidad, en condiciones adecuadas, nos permite tanto autoconocernos como comprender la existencia del daño ajeno. Más aún en una sociedad secularizada donde el imaginario del infierno, que no dejaba de constituir una manera de acercarse simbólicamente a la extrema vulnerabilidad, ha perdido su sentido; se precisan otras vías de pensamiento para aprehender esta realidad tan escurridiza como, a la vez, definitoria de los seres humanos.
En una línea similar participa Rebekka A. Klein (pp. 57-84), defendiendo la necesidad de una “antropología encarnada”: la vulnerabilidad no se reduce a situaciones de dolor concretas, sino que es un espectro que siempre está en el “fondo antropológico”. En otras palabras, no es un atributo o complemento del sujeto, sino nuestra estructura existencial. Razonar exclusivamente en términos de vulnerabilidad específica conlleva estigmatizar a los grupos sociales minoritarios; es decir, olvidar el sentido antropológico de la vulnerabilidad deriva en políticas paternalistas. Así, en vez de concebirla, como suele ser la tendencia, como un concepto negativo o privativo, debe ser tomada, en su carácter ambivalente, como un rasgo constitutivo del propio yo. En definitiva, la vulnerabilidad no siempre consiste en un daño, sino que puede abrir nuevas sendas de desarrollo individual y colectivo, esto es, formas de empoderamiento alternativas a la idea tradicional del sujeto abstracto y auto-soberano, y verdaderamente sensibles a la violencia hacia el Otro en nuestra radical imperfección.
En el texto del propio Coors (pp. 85-103) confirmamos que el debate sobre la vulnerabilidad exige superar la definición de estela kantiana del sujeto como un ser autónomo, dotado de capacidad de decisión libre y racional, para reconocer su identidad relacional. La comprensión formalista del individuo olvida el carácter encarnado de la moral; el propio término “vulnerabilidad” incluye en su sentido etimológico (vulnus, “herida”) dicha dimensión. Así, se exige ir más allá de una ética del deber donde el eje principal sea la autodeterminación, para ponerla en tensión con la vulnerabilidad y su dimensión corporal y psicosocial. Por este motivo, Coors dedica parte del capítulo a repasar las éticas de raigambre liberal y comunitaria. Mientras que la autonomía suele asociarse con la dimensión “racional”, la vulnerabilidad se relaciona de forma más habitual con nuestra parte “física”. Sin embargo, si somos coherentes con la irrenunciable crítica al dualismo realizada por la filosofía contemporánea, se evidencia que la vulnerabilidad permitirá no solo considerar la cuestión del cuidado, sino también valorar y proteger la libertad y autodeterminación ajenas.
A continuación, Noelia Bueno Gómez (pp. 105-126) se centra en la cuestión del sufrimiento desde una perspectiva biopolítica. La necesidad de este enfoque se evidencia en cuanto se considera que son los mecanismos del biopoder los encargados de gestionar el sufrimiento y los procesos de vulnerabilidad en una comunidad. Bueno defiende, frente a otras “sociodiceas” -p.ej., el catolicismo-, que el sufrimiento es una experiencia negativa; sin afirmar que deba ser abolido, debe ser “tomado en serio”. La polis debe ser diseñada de tal forma que no produzca nuevas situaciones de vulnerabilidad derivadas de la instrumentalización del sufrimiento para fines no vinculados con el acabamiento de dicho dolor. Constatar esto permite a Bueno establecer unas líneas críticas. En primer lugar, asociar un grupo con una vulnerabilidad puede conducir al paternalismo y la estigmatización, además del olvido de otros grupos. Se evidencia, además, la necesidad de superar la comprensión del sufrimiento en términos exclusivamente médicos. La cuestión sería hallar mecanismos de biopoder que no constituyan una manipulación instrumental de la vida.
La segunda parte del volumen tiene una intencionalidad más cercana a la ética aplicada y la bioética y se centra en formas de “vulnerabilidad contingente”. En este sentido, la contribución de Tobias Eichinger (pp. 127-142) funciona a modo de bisagra, pues su campo de aplicación es la medicina, pero aún de forma amplia y teórica. El concepto de salud debe ser relacionado específicamente con el de vulnerabilidad para comprender la enfermedad, el daño y la degeneración vital de los cuerpos. Al respecto, analiza la “biomoralidad” o “sanitarismo”: esa exigencia de ser feliz y saludable propia de la sociedad contemporánea, que fuerza al lenguaje médico a contener un mensaje moralizante. Es cierto que ha tenido como cara positiva el hecho de trascender una visión de la salud negativa, estrictamente física y centrada en evitar la enfermedad, para pasar a incluir el bienestar psicológico y social. Pero la falacia naturalista que se incluye detrás de muchos mensajes médicos debe ser criticada, junto con las formas de mercantilización de la salud traídas por el capitalismo.
Prosigue Claudia Bozzaro (pp. 145-163) centrándose en la idea de dolor. Primero, estudia el agudo pero transitorio, que le permite defender la vulnerabilidad como una condición humana genérica: siempre estamos expuestos al riesgo, e incluso es necesario -e inevitable- para comprender el carácter corporal de la propia identidad. Por lo tanto, este primer tipo de dolor tiene un carácter ambivalente, pues aun siendo una experiencia evidentemente negativa, es temporal y la reacción que genera es necesaria para la supervivencia. A continuación, se detiene en el dolor crónico, esto es, el permanente y, a menudo, no curable. En este caso, la función de la supervivencia no existe y padecerlo produce una “cascada de vulnerabilidad”: en muchos casos, la enfermedad pasa a ser el eje del propio proyecto vital, produciendo a menudo otros males de tipo psicológico o social. Además, los dolores que provoca a su alrededor no siempre son de una localidad clara y, por lo tanto, son difíciles de aliviar. Con este análisis en dos partes, Bozzaro propone una comprensión gradual de la vulnerabilidad.
Andrea Dörries (pp. 165-177) se detiene en el caso de los bebés prematuros y la atención sanitaria que precisan. Los bebés prematuros son claramente vulnerables -carecen de autonomía para comer o incluso respirar, apenas se pueden mover, etc.- pero, al tiempo, muestran una capacidad de resiliencia que permea el imaginario social. El cuidado de evitar la exposición de estos bebés es también reflejo de la serie de conductas médicas y políticas que suelen aplicarse para prevenir la aparición de vulnerabilidades específicas. Al respecto, ha habido un cambio en la concepción de los bebés prematuros desde los años 70, gracias a las tecnologías de respiración artificial y otras novedades médicas: se ha pasado de una evasión del cuidado a un cuidado “a fondo” que tiene en cuenta el contexto familiar. Sin negar lo positivo del cambio, surge como pregunta en qué condiciones iniciar los cuidados paliativos, que ha llevado a distintos criterios en diferentes legislaciones médicas. Más aún, las propuestas de una menor incubación suelen ser fuertemente criticadas, a pesar de estar demostrado que el contacto con la piel es beneficioso para el desarrollo del bebé. Así, la comprensión de su vulnerabilidad está condicionada por el conocimiento de la época, que determina la visión simbólica de esta fase de la vida.
La cuestión de la disposición genética humana corre a cargo de Henriette Krug (pp. 179-203). Ser parte de una familia con una enfermedad hereditaria genera un sentimiento de incertidumbre radical en sus miembros que les fuerza a experimentar la vulnerabilidad incluso cuando no han llegado a contraer dicha enfermedad, especialmente en los momentos previos a los resultados de las pruebas médicas. Krug pone el ejemplo de la enfermedad de Huntington a la hora de estudiar esa experiencia de poseer una vulnerabilidad “genética”. Las familias que la padecen viven en un clima de conciencia de vulnerabilidad intensificada, pues los miembros que aún no la han contraído son testigos de quienes sí y, por lo tanto, de su propio futuro. Los resultados de la prueba modifican el autoconcepto y relaciones con los demás y, en definitiva, el propio proyecto de vida, pudiendo conducir hacia nuevas enfermedades, por ejemplo, de tipo psicológico. Entramos, de nuevo, en la existencia de una cascada de vulnerabilidad.
El envejecimiento es otra arista habitualmente asociada culturalmente con la vulnerabilidad, examinada por Mark Schweda (pp. 205-227). El autor analiza críticamente dicha vinculación, cuestionando si las personas de edad avanzada pueden ser efectivamente consideradas como un grupo social. Se suele relacionar el envejecimiento con la degeneración cognitiva, cuando no guardan una relación paralela necesaria. Como discute el autor, no hay un vínculo directamente evidente entre la vulnerabilidad y la vejez. De hecho, con el aumento de la esperanza de vida, de los derechos de asistencia y la tendencia de la población envejecida a tener una mayor solvencia económica que la juventud, no necesariamente constituye un grupo social vulnerable. Su vulnerabilidad se da por circunstancias sociales más que por el proceso de envejecimiento.
El final de la vida es, sin duda, el momento de vulnerabilidad que, a nivel existencial, más tenemos presente los seres humanos. Seguramente no es casualidad que sea el cierre del libro, a cargo de Christoph Rehmann-Sutter (pp. 229-248). Distingue la muerte violenta, producida por el uso de la fuerza, negligencia o alguna causa externa, de una que “nace de la vida”: la muerte inevitable, incausada. La muerte inevitable es, pues, parte de la identidad humana, y no puede ser entendida como una lesión. Sin duda, qué se pueda entender por este tipo de muerte y su necesaria demarcación con lo que se suele denominar “muerte natural” –que no siempre es inevitable– es interpretable, y el autor se detiene en problematizar debidamente el concepto. Oímos ecos epicúreos al leer que la vulnerabilidad no es la muerte per se, sino el sufrimiento que pueda experimentarse en su antesala, y que tal debiera ser el objeto reflexivo de la ética. El deseo de morir pasa, así, a ser el final de sus reflexiones, examinando cómo la desatención de dicho deseo, pero también de las circunstancias que han podido conducir hasta él, sí puede generar vulnerabilidades específicas.
En definitiva, el lector podrá acceder a una cuidadosa selección de análisis y miradas hacia este fenómeno que, lejos de ser definible de una vez y para siempre, se nos aparece, tras la lectura, como una suerte de red: tal malla es la vulnerabilidad “antropológica”, y recorre todo cuerpo individual y social, recordándonos que somos irremediablemente finitos. Al tiempo, toda red tiene unos nudos que la distinguen de otras redes; y así, cada ser humano, siempre vulnerable, también se hace vulnerable por otras razones y en distintos momentos del curso vital. Los autores han seguido varias de sus bifurcaciones. Queda al lector reconectarlas con las propias.
Isabel Argüelles Rozada
(Universidad de Oviedo)
1 Este trabajo ha sido posible gracias a las ayudas predoctorales para investigación y docencia “Programa Severo Ochoa” (BP20-147) del Principado de Asturias.
2 Para más información, consúltese la página web del centro: https://www.zfg-hannover.de
3 Para más información, consúltese la página web del Instituto: https://www.asae.uzh.ch/de.html?gclid=Cj0KCQiAj4ecBhD3ARIsAM4Q_jG0YTL7Z-SE8-heiWK5eRCzwldoPAcrMMAafkccglkpI1-eDzz-c5waAo6sEALw_wcB