Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 94 (2025), pp. 220-224
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
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STEWART, J. (2021). Hegel´s Century. Alienation and Recognition in a Time of Revolution., Cambridge: Cambridge University Press.
Que la sombra de Hegel es alargada es una afirmación que difícilmente sorprenderá a nadie, pero Hegel´s Century, de John Stewart, no aspira tanto a sorprender como a mostrar; a mostrar, para ser precisos, el modo en que el pensamiento del pensador suavo marcó decisivamente a algunas de las principales figuras del siglo XIX.
Escrito en un estilo fluido y con evidente vocación didáctica, Hegel´s Century examina la impronta de este último en un abanico de personalidades que va desde Kierkegaard hasta Dostoievski pasando, por supuesto, por Marx y Engels, y con paradas en Heine, Feuerbach, Bauer o Bakunin. Quien espere exhaustividad se decepcionará pronto, pero la exhaustividad es en este caso una demanda más bien ilegítima. Stewart no aspira a inventar la rueda; ni se hace ilusiones con respecto a la posibilidad de iluminar decisivamente la obra de los autores que pasan por el libro. Un somero vistazo a, pongamos, la sofisticación de los debates y las mismas dimensiones de la literatura consagrada a examinar la relación de Marx con Hegel debería bastar para demostrarlo. Optar por la claridad y la concisión podría parecer en este caso una opción sensata —y es, desde luego, la opción del autor— aunque, como veremos, no esté exenta de peligros. Peligros, que, me temo, el autor no consigue esquivar.
La alienación y el reconocimiento son los temas centrales del libro, así como su hilo conductor. Aunque su importancia en la obra de Hegel es tan indiscutible como largo su recorrido —de hecho, mientras que el segundo lleva décadas presidiendo debates en el seno de la teoría política contemporánea; el concepto de alienación, tanto tiempo desprestigiado por su presunta complicidad con el “esencialismo”, parece haber retornado con fuerza— no resultaría difícil encontrarles algún sustituto plausible. La idea misma de dialéctica, por ejemplo.
No obstante, Stewart demuestra sobradamente la pertinencia de los temas escogidos (recordemos, al fin y al cabo, lo apuntado sobre la exhaustividad). Los capítulos sobre Hegel que abren la obra sirven para introducir ambos conceptos. Consciente de estar escribiendo una obra de historia de la filosofía antes que una obra de filosofía propiamente dicha —y por estúpido que fuera disociarlas del todo sería igualmente ciego negar la diferencia entre ambos géneros— su lectura de Hegel privilegia la claridad de la exposición antes que la polémica o el análisis de los puntos más espinosos (y en Hegel casi todos lo son).
Una de las innovaciones radicales de Hegel consiste en su insistencia en que la espontaneidad de la conciencia tiene un suelo social, en que está arraigada en una serie de prácticas concretas de reconocimiento, en una determinada relación general entre las diferencias conciencias. Esto es el Espíritu como el “Yo que es un Nosotros”. Lo que Hegel llama “alienación” es básicamente un reconocimiento truncado. Podemos hablar de alienación cuando nos vemos incapaces de reconocernos en nuestras normas, prácticas e instituciones sociales. Cuando estas, en suma, aparecen como algo externo, extraño, enajenado. Este es el caso de muchas de las figuras que desfilan a lo largo de la Fenomenología, como la célebre “conciencia desdichada”, incapaz de reconocerse en un Dios del todo ajeno ante quien solo puede aparecer como un ser vil y corrupto. La concepción de lo divino como algo abstractamente opuesto a lo humano es, a ojos de Hegel, una vía directa para la alienación, que olvida además la que es a su juicio la más fundamental de las lecciones del cristianismo: que Dios hubo de hacerse hombre. Este proceso captura la necesidad de la externalización de la Idea y posterior retorno a sí misma en torno a la cual orbita la obra del filósofo suavo, y permite pensar la transcendencia en y a través de la inmanencia, en lugar de como un otro perpetuamente elusivo.
Tras Hegel llega el turno de los hegelianos de izquierda, en cuyas manos la crítica de la alienación tomara un cariz explícitamente subversivo bajo la forma, precisamente, de crítica de la alienación religiosa. Feuerbach, cuyo intento de arraigar la transcendencia (religiosa o especulativa) en la inmanencia sensible abriera las puertas de la reacción materialista contra Hegel, es el protagonista en este punto. La idea central es bien conocida: la alienación religiosa es fruto de una inversión en el que lo creado —Dios— aparece como el creador, y viceversa. A ojos de Feuerbach lo divino es solo una proyección de la infinitud de la autoconciencia humana sobre un ser externo, y por lo tanto la liberación ha de tomar la forma de una transcendencia de la transcendencia —y no, dicho sea de paso, de la restauración de una plenitud originaria. Autores como Bauer dotaron a esta crítica feuerbachiana de tintes aun más incendiarios, dirigiendo sus invectivas contra el oscurantismo religioso que envolvía el poder de la monarquía prusiana, sin ser por ello capaces de abandonar el paradigma contemplativo que Marx y Engels ridiculizaran como crítica crítica.
Ya Stirner —a quien Stewart no dedica un capítulo, quizás inmerecidamente— había condenado al “Hombre” de Feuerbach como una entidad no menos abstracta y opresiva que el “Dios” contra el que este dirigía sus críticas. Así, Stirner propugnó un hiper-nominalismo que añadía una nueva reducción a la estrategia feuerbachiana, pasando la abstracción del “Hombre” a disolverse en el Único, el Ego individual soberano.
A ojos de Marx, sin embargo, la solución de Stirner solo agrava el problema, sustituyendo de nuevo una abstracción por otra. Tanto el Hombre abstracto como el Único son en efecto abstracciones cuyo contenido viene dado por las prácticas concretas de seres históricos en la reproducción real de sus vidas. Es en la praxis, y por lo tanto en la actividad productiva en el sentido más amplio, y no en la inmanencia sensible (todavía atada a la contemplación) donde debe buscarse la solución a los misterios ante la que la filosofía permanece necesariamente ciega.
Una vez se acepta, con Hegel, que la racionalidad es inseparable de nuestras prácticas sociales, la primera ha de concebirse también como el medio para discernir entre la esencia y la apariencia de dichas prácticas. Esto es lo que logra la crítica marxiana de la economía política, la cual revela la anatomía de las formas sociales que determinan la práctica sin ser por ello transparentes para la conciencia de quien las reproduce. La exposición de este último punto está de todo ausente en la obra de Stweart, donde las cuestiones más generales relativas al materialismo de Marx tampoco son abordadas de forma particularmente sofisticada. De hecho, su interpretación reproduce algunos errores habituales en las vulgarizaciones de Marx. Afirma, por ejemplo, que para Marx la superación de la alienación no consiste en reapropiarse de una idea, sino de los medios de producción, esto es, de “cosas físicas”. La primera parte de la frase es cierta; la segunda es peligrosamente reduccionista. Que el capital no es una cosa, sino una relación social, es una de las premisas centrales de la crítica de la economía política. La superación de la alienación capitalista no consiste en hacerse abstractamente con una serie de objetos físicos naturales, sino en la reapropiación de nuestras relaciones sociales a través de la superación revolucionaria del capital por medio del control colectivo y consciente de nuestro metabolismo con la naturaleza.
La tendencia de Stewart de hablar de las fuerzas productivas como entidades técnicas abstractas (“objetos físicos”) reproduce este error. Desde esta perspectiva, la concepción marxiana de la clase trabajadora como la principal fuerza productiva se hace ininteligible, y con ella su comprensión de la política revolucionaria. La interpretación resultante es inevitablemente mecanicista, y acaba por subordinar la transformación social al progreso “técnico” de unas fuerzas productivas a las que se ha separado artificialmente de las relaciones sociales en las que se desarrollan. Para Marx, por el contrario, relaciones de producción y fuerzas productivas forman una unidad, y el vínculo entre la revolución y el desarrollo de las fuerzas productivas pasa por el desarrollo del proletariado como poder social organizado, capaz de ejecutar la “expropiación de los expropiadores” y acometer la socialización directa y consciente del trabajo social en la asociación de productores libres, esto es, el comunismo.
Por otro lado, en lo que respecta a las invectivas de Marx contra el legado hegeliano Stewart podría haber prestado más atención a esa obra fundamental y a menudo olvidada que es Miseria de la Filosofía, dirigida contra el intento de Proudhon de “reordenar” las categorías de la economía política clásica en torno a una “lógica dialéctica”, en lugar de acometer un genuino análisis dialéctico de las formas sociales concretas que la economía política presenta de forma mistificada. La exposición de las diferencias entre la dialéctica materialista de Marx y el idealismo hegeliano pasa necesariamente por este punto.
Capítulos como el de Bakunin o Heine resultan más fieles a la realidad. La inclusión de este último, figura habitualmente desplazada en estos debates, es en sí misma en acierto. Todavía un personaje incómodo para la tradición alemana, “Heine la herida”, como lo llamara Adorno, merece ser reivindicado como uno de los primeros y más elocuentes defensores del potencial revolucionario del legado de Hegel. Bakunin, por su parte, construyó su anarquismo en buena parte a través del diálogo con lo que extrajo de la obra de pensador suavo, a través de una reintrepretación sostenida sobre el rechazo contra toda autoridad externa como fundamento de la libertad. De hecho, Stewart señala acertadamente cómo Bakunin se apropió directamente y de forma más bien acrítica de amplios elementos de la filosofía hegeliana, al menos tal y como él mismo la interpretó. Interpretación, por cierto, de tintes profundamente moralistas, palpables en afirmaciones como la que señala que “un propietario de esclavos no es un hombre sino un propietario”. Lo cual, claro está, no puede sostenerse más que invistiendo a una abstracción, el Hombre, de un pesado contenido normativo, y convertir la humanidad en una suerte de esencia libre sepultada bajo formas sociales pervertidas. La crítica de Bakunin —cuyas capacidades como filósofo, dicho sea de paso, eran extremadamente limitadas— a Hegel y su legado acaba limitándose a protestar contra el modo en que su énfasis en las ideas le llevó a “olvidarse del mundo material”, y a deplorar cómo el alto grado de abstracción de su filosofía encendió en muchos pensadores de la siguiente generación una peligrosa tendencia a morar entre las nubes. La pobreza de esta crítica en comparación con la expuesta en, por ejemplo, los Manuscritos de París —escritos treinta años antes que Estado y Anarquía— es evidente, aunque Stewart no se moleste en destacarla. En lugar de tratarse de una genuina inversión materialista, la llamada bakuninista a centrarse en “el mundo real” y sus injusticias termina siendo una mezcla de empirismo y moralismo.
En líneas generales, la tendencia del libro a centrarse exclusivamente en el modo en que diferentes autores se apropiaron de la obra de Hegel, con independencia de la exactitud o imprecisión de dicha apropiación, acaba por revelarse como una flaqueza. La línea entre la simplificación y la distorsión es fina, y en capítulos como el de Marx Stewart la traspasa, mientras que en otros termina restándole el filo que dotaría a la obra de genuino interés filosófico.
Sin añadir nada especialmente novedoso, el capítulo sobre Kierkegaard (sobre el que Stewart es experto), por ejemplo, es una exposición brillante de la influencia del alemán sobre el teólogo danés, pero una que elude toda discusión crítica. Esto último no requiere necesariamente de la exhaustividad que ya hemos dado por irrealizable, sino simplemente de una cierta modificación en el enfoque. El nivel de discusión de Stewart es siempre demasiado genérico e introductorio, moviéndose constantemente en un grado de generalidad que en ocasiones se acerca a la imprecisión, y que esquiva por principio las cuestiones más candentes. En ausencia de esa dimensión crítica, las obras sobre la historia de las ideas se arriesgan a convertirse en breviarios más o menos amenos o y más o menos informativos, pero también francamente olvidables. Y más cuando también se ha decidido abstraerse mayormente del contexto histórico en el que se desplegaron dichas ideas, de las tensiones entre las diferentes interpretaciones —más allá de las que nacieron en abierta continuidad—, etc.
En consecuencia, Hegel´s Century acaba resultando una lectura tan liviana como poco memorable, con pocas opciones de hacerse un hueco en la literatura canónica sobre los temas tratados como de arrojar una luz particular sobre su objeto. La sombra de Hegel es alargada, y quien lea Hegel´s Century hará poco más que confirmarlo.
Mario Aguiriano Benéitez
(University of Oxford)