Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 96 (2025), pp. 23-36
ISSN: 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.538381
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El reverso de la aporofobia: la protección del estatus
como patología social*
The reverse of aporophobia: Status protection
as a social pathology.
Pedro Jesús Pérez Zafrilla**
Recibido: 08/09/2022. Aceptado: 03/02/2023.
* Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo PID2022-139000OB-C21, financiado por MCIU/AEI/10.13039/501100011033/FEDER, UE y en las actividades del grupo de investigación de excelencia PROMETEO CIPROM/2021/072, financiado por la Conselleria d’Innovació, Universitats, Ciència i Societat Digital de la Generalitat Valenciana.
** Profesor Titular de Filosofía Moral en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Valencia. Correo electrónico: p.jesus.perez@uv.es. Mi trabajo actual se centra en la neuropolítica, el tribalismo político, la polarización política y la distorsión del debate público en el mundo digital. Publicaciones recientes: “La paradoja aristotélica: cómo los discursos expresivos animalizan el debate público”, Isegoría, 67:e03, https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.67.03; “El tribalismo digital, entre la furia y la farsa: pinchemos la burbuja de la polarización artificial en internet”, Opinião Pública, 28 (1), 2022, 33-61.
Resumen: La aporofobia ha sido teorizada por Adela Cortina a partir de la tendencia a la cooperación, desarrollada desde la neuroética. En este trabajo defendiendo que la comprensión de la aporofobia se puede enriquecer si abordamos este fenómeno desde la psicología del estatus. Este análisis desde las lentes del estatus aporta tres ventajas: Permite conceptualizar filosóficamente dos tipos de conductas aporófobas que denomino aporofobia directa y aporofobia oblicua. Segunda, nos ilumina sobre el reverso de la aporofobia: cómo actúan quienes se reconocen como pobres en situaciones de aporofobia. Tercera, muestra cómo la aporofobia rompe con la lógica del reconocimiento recíproco.
Palabras clave: aporofobia, estatus, autoestima, reconocimiento, preferencias adaptativas.
Abstract: Aporophobia has been theorized by Adela Cortina from the tendency to cooperation, developed from neuroethics. In this work I argue that the understanding of aporophobia can be enriched if we approach this phenomenon from the psychology of status. This analysis from the lens of status provides three advantages. It allows philosophically conceptualizing two types of aporophobic behavior that I call direct aporophobia and oblique aporophobia. Second, it enlightens us on the reverse of aporophobia: how those who recognize themselves as poor behave in situations of aporophobia. Third, it shows how aporophobia breaks with the logic of reciprocal recognition.
Keywords: aporophobia, status, self-esteem, recognition, adaptive preferences.
Introducción
La aporofobia, concepto acuñado por Adela Cortina, ha sido conceptualizada por ella principalmente en su obra Aporofobia, el rechazo al pobre. Allí aborda este fenómeno acudiendo a los desarrollos de las neurociencias y la psicología evolucionista producidos en el último medio siglo. Cortina toma como base de su argumentación especialmente la tendencia a la reciprocación defendida por autores como Trivers (1971).
En este trabajo defiendo que la comprensión de la aporofobia se puede enriquecer si abordamos este fenómeno desde otros autores de la psicología evolucionista. En concreto, si la estudiamos desde los enfoques que la psicología evolucionista hace sobre el estatus. La tesis que defenderé es que analizar la aporofobia a través de las lentes del estatus resulta sumamente fecundo, a un doble nivel. En primer lugar, permite distinguir entre dos tipos de conductas aporófobas: aquellas en las que se practica la aporofobia de forma directa y aquellas en que la aporofobia se produce de forma oblicua o indirecta. Como argumentaré, cada una de estas conductas responde a mecanismos psicológicos distintos. Pero, en segundo lugar, acercarnos a la aporofobia desde el estatus nos ilumina sobre lo que llamo “el reverso de la aporofobia”. Esto es, nos permite comprender cómo actúan en determinadas situaciones las personas que se reconocen como pobres, entendiendo aquí la pobreza como “posesión de un menor estatus”. En estos casos, la persona que se reconoce como poseedora de un menor estatus tiende a ocultar su bajo estatus de diferentes formas. Estos comportamientos representan una clara patología social y se explican si conectamos los estudios sobre el estatus con el fenómeno de las preferencias adaptativas.
En primer lugar, a modo de introducción, sintetizaré la exposición que Cortina hace del fenómeno de la aporofobia en su libro Aporofobia, el rechazo al pobre. Seguidamente expondré las tesis principales de la psicología evolucionista sobre el estatus. Sobre esta base, en tercer lugar, introduciré la distinción entre la aporofobia directa y la aporofobia oblicua. Defenderé que, mientras la primera se rige por la tendencia a la reciprocación, la segunda se explica mejor por el impulso a la búsqueda de estatus. Finalmente analizaré ese reverso de la aporofobia: cómo quien se reconoce como pobre en determinadas circunstancias (particularmente en contextos de aporofobia) trata de proteger su menor estatus. Aquí desgranaré diversos ejemplos de este comportamiento dirigido a proteger el menor estatus y lo haré mostrando su conexión con el fenómeno de las preferencias adaptativas. De esta forma, el enfoque propuesto en este trabajo desde la psicología del estatus presenta la aporofobia como una moneda de dos caras: por un lado, se muestra como un rechazo al pobre y, por el otro, hace patente la necesidad que el pobre siente de proteger su menor estatus en determinados contextos (particularmente en los aporófobos).
1. Bases neuroéticas de la aporofobia
Adela Cortina denuncia la existencia de una clara disonancia: por un lado, están las declaraciones y principios que se promulgan a nivel político, académico y mediático sobre la igualdad de todas las personas, sobre la necesidad de trabajar por una sociedad de ciudadanos poseedores de derechos sociales en el marco de un Estado social de justicia, así como sobre los valores de la hospitalidad y la acogida a las personas migrantes. Pero estos principios de igualdad, justicia y solidaridad, que funcionan tan bien a nivel teórico como ideal normativo, sin embargo, chocan con ciertas actitudes y comportamientos cotidianos de rechazo a los pobres y marginados: vagabundos, migrantes, o, incluso, hacia familiares y amigos pobres (Cortina 2017, 64).
Cortina, preguntándose por las causas de esta disonancia, apunta a la configuración de nuestro cerebro. Cortina defiende que tenemos un cerebro aporófobo. Para mostrar su tesis se apoya en los descubrimientos y teorías desarrollados desde la neurociencia y la psicología evolucionista que han dado lugar a la fecunda reflexión neuroética de las últimas dos décadas. Un elemento de especial trascendencia en el que coinciden los diferentes autores de la neuroética es que el proceso evolutivo ha configurado la estructura actual de nuestro cerebro y ello arroja implicaciones sobre el comportamiento humano. Las diferencias entre los autores (psicólogos, antropólogos, neurolingüistas, filósofos) están en determinar el alcance que esa configuración cerebral, fruto del proceso evolutivo, tiene sobre el comportamiento humano en ámbitos como la toma de decisiones o la formación del juicio moral.
En este sentido, hay quienes han denunciado las carencias de diferentes propuestas neuroéticas para explicar de forma completa la formación del juicio moral, así como sus inasumibles pretensiones naturalistas (Cortina, 2011). No obstante, a pesar de sus carencias explicativas, estas teorías neuroéticas permiten evidenciar la influencia de las emociones en nuestro comportamiento, así como la existencia de elementos heredados del proceso evolutivo, como el carácter parroquial de la simpatía (Cortina 2010a, 138; 2017, 74). Algunos de estos aspectos subyacen a ciertas tendencias que manifestamos aún en la actualidad, siendo una de ellas precisamente la aporofobia. Por ese motivo, Cortina se remite al marco apuntado desde la neuroética para conocer las bases cerebrales de nuestro comportamiento aporófobo.
Concretamente, Cortina, para dar cuenta de la aporofobia, se apoya en dos tesis. La primera es la tendencia del cerebro a la disociación: nuestro cerebro tiende a evitar integrar la información que resulta desagradable. Esto explica que las personas rechazan tanto los acontecimientos como las personas que les resultan molestos. Este mecanismo psicológico de disociación está a la base del sesgo de confirmación y proporciona la primera base evolutiva de la aporofobia para Cortina: rechazamos de forma inconsciente todo aquello que consideramos molesto o que nos trae problemas (Cortina, 2017, 73).
La segunda base de la aporofobia es la capacidad de reciprocar. Una tesis compartida en el ámbito de la psicología evolucionista es que nuestro cerebro se formó durante milenios en el marco de convivencia de grupos pequeños de no más de ciento treinta personas. En este contexto era de vital importancia procurar la ayuda de los otros y evitar su rechazo, ya que ser rechazado por el grupo acarreaba una muerte segura (Malo 2021, 87; Cortina 2010a, 137). Es por ello que el cerebro desarrolló unas tendencias evolutivas que fomentaban la simpatía hacia los cercanos y unos códigos emocionales de conducta que impulsaran la cooperación con los cercanos para, así, garantizar la supervivencia en ese entorno social concreto. Este fue, según Trivers (1971, 48-49) el origen de sentimientos como el de amistad o el de gratitud, que impulsaban a los sujetos a favorecer la cooperación con quienes se portaban de forma altruista con ellos. Del mismo modo, la vergüenza o la culpa advertían a los sujetos la necesidad de disculparse por una no cooperación para evitar el castigo del grupo (Trivers 1971, 50). Así también, el sentimiento de indignación y el castigo moralista eran impulsos dirigidos a punir a los individuos que no cooperaban (Trivers 1971, 49-50).
En este sentido, para Cortina la reciprocación y el intercambio se han constituido como el núcleo de la convivencia social desde el periodo de formación de nuestro cerebro en la época ancestral hasta nuestras modernas sociedades basadas en el contrato (Cortina 2017, 78-79). En consecuencia, quienes nada tienen que ofrecer en la sociedad del intercambio, los pobres, sufren el rechazo de los demás individuos justamente porque representan una molestia para estos. El pobre será para Cortina no meramente quien no tiene recursos, sino quien resulta molesto en cada contexto determinado porque no tiene nada que intercambiar (Cortina 2017, 81): el vagabundo, el migrante, el familiar pobre del que es mejor no hablar ante las amistades…
Ahora bien, la tesis que deseo defender a continuación es que el fenómeno de la aporofobia se puede analizar de una forma más concreta si distinguimos los contextos sociales en los que hay una relación directa con el pobre (cuando alguien evita a un mendigo en la calle) de aquellos otros contextos en los que la relación con el pobre aparece de forma oblicua (cuando la persona trata de ocultar ante otras personas su relación con alguien pobre). En mi opinión, mientras en la relación directa con el pobre el rechazo de éste se rige precisamente por esa tendencia a la reciprocación, en aquellos casos en los que la relación es oblicua, lo que está presente es más bien otra tendencia evolutiva señalada desde la psicología evolucionista: el afán de estatus. Para mostrarlo, en la siguiente sección expondré las tesis principales de la psicología evolucionista sobre el estatus.
2. El estatus en la psicología evolucionista
Como he señalado, Trivers enfoca el proceso evolutivo desde una lógica de la cooperación ínsita en nuestro cerebro por el desarrollo de las emociones morales. Estas emociones impulsan a las personas a ganarse la estima del grupo como forma de mantener la supervivencia. Frente a este modelo, otros autores conciben la interacción social en la época ancestral en términos de conflicto mediado por el establecimiento de jerarquías de estatus.
Los diferentes autores aportan distintas definiciones de estatus. Cheng, Tracy y Henrich definen el estatus social como “el grado de influencia que alguien posee sobre la distribución de recursos, los conflictos y las decisiones del grupo” (Cheng et al. 2010, 334). Para Gilbert, Price y Allan (1995, 152) el estatus se deriva de la posición que el sujeto ocupa en la jerarquía social. El sujeto conoce su posición a partir de la comparación con otros en función de su capacidad para luchar por los recursos. Esa capacidad para luchar por recursos se muestra de dos formas: a través de la dominancia (intimidación) o bien mediante el respeto que el individuo recibe de otros sujetos (Gilbert et al. 1995, 154). Por su parte, para Anderson, Hildereth y Howland el estatus se define como “el respeto, admiración y deferencia voluntaria que un individuo recibe de otros en virtud de su valor instrumental para el grupo” (Anderson et al. 2015, 575).
Ante esta diversidad de definiciones, yo optaré aquí por aportar una que recoge elementos esenciales de todas ellas. Podemos definir el estatus como “el respeto, admiración y deferencia voluntaria que un individuo recibe de otros en virtud de la posesión de unas cualidades valoradas por el grupo”. Esta definición permite incluir tanto el hecho de que un sujeto posea objetivamente unas cualidades (fuerza, destrezas, inteligencia) que le dan poder sobre otros, como el hecho de que esas cualidades son relevantes en tanto que son valoradas por el grupo y, por ende, el resto de miembros del grupo reconocen el mayor estatus (valor) de esa persona al poseer esas cualidades.
Más allá de las diferencias entre los autores, todos ellos coinciden en apuntar a la competición por el estatus como un rasgo adaptativo de los humanos que compartimos con los animales. En el entorno social, tanto animales como humanos compiten por la posesión de bienes (territorio, alimento, pareja) y lo hacen mostrando unas habilidades específicas que les sitúen por encima de sus competidores. Además, esta competición por el estatus con otros individuos llevó al desarrollo de diferentes adaptaciones psicológicas motivacionales y afectivas. La primera de esas motivaciones, y la más importante, es la comparación social. Como señalan Gilbert, Price y Allan (1995, 149), la comparación social es un fenómeno ubicuo en animales y humanos. Los individuos monitorizan su estatus y el de los otros en el entorno social con el objetivo de calibrar su posición en la jerarquía social. Ello les permitirá conocer su valor relativo y saber si están en condiciones de luchar por los recursos. Así, la propensión a calibrar el estatus es una primera y elemental regla de supervivencia en el entorno social. Además, mostrar a los otros la posesión de un alto estatus (mediante el prestigio o la dominancia) o un bajo estatus (batiéndose en retirada) son estrategias de supervivencia dirigidas a evitar conflictos innecesarios que dañen a los más débiles (Cheng et al. 2010, 335).
Por otro lado, para estos autores las emociones morales como el orgullo, la vergüenza, la envidia o el resentimiento son explicables también desde el estatus. La comparación social y las señales de deferencia y admiración (o, en su caso, de rechazo) que los sujetos reciben de los otros en función de la posesión o carencia de rasgos valorados por el grupo estarían a la base de las emociones morales del orgullo (en el primer caso) y de la envidia o el resentimiento (en el segundo). Es decir, recibir señales de atribución de estatus (admiración) genera en los sujetos orgullo, lo que les lleva a luchar por subir en estatus en ese entorno. En cambio, las señales de rechazo provocan emociones de resentimiento o vergüenza, que impulsan a los sujetos a no competir por estatus y buscar la interacción en otros contextos en los que puedan recibir aprobación (Gilbert et al. 1995, 155).
Evidentemente, las cualidades que otorgan estatus a los sujetos varían en cada contexto social: en la academia se prestigia la inteligencia, en el fútbol la destreza física y en una agencia de modelos la belleza. De ahí que el estatus de los sujetos varíe de un escenario a otro (Anderson et al. 2015, 575; Gilbert et al. 1995, 155). Alguien puede tener un alto estatus en la academia por su inteligencia, pero tener un bajo estatus en el fútbol si no tiene destrezas físicas. En cualquier caso, los sujetos monitorizan su estatus en cada contexto en función de las cualidades que allí se valoran y, de esta forma, reconocen su posición relativa dentro del grupo. Este es un fenómeno interesante por lo que veremos a continuación, pues los sujetos tienden a relacionarse con personas con un estatus similar, ya que relacionarse con personas de mayor estatus las daña en su autoestima (Gilbert et al. 1995, 160).
De esta forma, elementos señalados como la tendencia de los sujetos a la comparación social y a calibrar su estatus relativo en un grupo, la propensión a relacionarse con gente de un estatus similar, así como esta lectura de las emociones morales desde las lentes del estatus, nos permiten abordar el fenómeno de la aporofobia en una dimensión más amplia. En la siguiente sección introduciré la distinción entre una aporofobia directa y una aporofobia oblicua. Posteriormente, expondré el reverso de la aporofobia: la perspectiva del pobre que percibe su menor estatus.
3. Aporofobia directa y aporofobia oblicua
El análisis realizado hasta el momento nos permite advertir cómo el fenómeno de la aporofobia, entendido como el rechazo al pobre, se puede articular de dos maneras diferentes y en cada una de ellas el rechazo al pobre responde a un mecanismo psicológico distinto. Por un lado, hay una aporofobia directa. Esta se produce en aquellas situaciones en las que la persona percibe una relación directa con el pobre. Esa relación puede ser por aproximación física: ver al mendigo en la calle o encontrarse con el amigo necesitado que pide favores que nunca devuelve. También puede haber una relación directa a través del impacto emocional producido por la visualización del pobre a través de los medios de comunicación: la llegada de pateras a las costas emitida en los informativos, por ejemplo. En todos estos casos se activaría en los sujetos tanto la tendencia al rechazo a los que no van a reciprocar, así como el mecanismo de disociación que recoge Cortina en su modelo teórico. En ambas situaciones, la visualización del pobre (en la proximidad o en televisión) crea un contexto que activa nuestras tendencias evolutivas dirigidas al rechazo a quien no tiene nada que aportar y a quien nos puede resultar molesto. En cambio, unas imágenes en televisión de la llegada de turistas o de un jeque con un séquito de sirvientes no generan ese sentimiento de rechazo porque, siguiendo a Cortina, en los turistas o en el jeque reconocemos a personas que sí pueden reciprocar porque tienen algo que intercambiar (dinero para gastar en nuestro sector turístico o, en el caso del jeque, inversiones millonarias en empresas estratégicas). Por tanto, su visualización no nos resulta ni mucho menos molesta (Cortina 2017, 21).
Ahora bien, en otros casos la aporofobia se manifiesta de una manera diferente, en un doble sentido. Por un lado, la relación con el pobre aparece de una forma que podemos calificar de oblicua: la persona percibe la relación con el pobre, pero esa relación no es captada por otras personas que la acompañan. Un ejemplo lo representa el grupo de abuelos que comienzan a hablar de los trabajos de sus nietos y el abuelo cuyo nieto es pobre calla. Otro ejemplo, sobre el que volveré después, es cuando un grupo de personas bien posicionadas socialmente en una gran ciudad (profesionales liberales) suben a un taxi y resulta que el taxista es un conocido de una de esas personas, ya que ambos son oriundos de un pueblo pequeño en el que todos se conocen. Entonces esa persona se hace el sueco, ignora al taxista y no le dirige la palabra en todo el trayecto. De esta forma la relación con el pobre no es percibida por sus compañeros.
Ambos ejemplos revelan una segunda diferencia entre la aporofobia directa y la oblicua: en la aporofobia directa el sujeto mejor situado siente un rechazo hacia el pobre porque éste está en una situación inferior y no tiene nada que aportarle en esa sociedad del intercambio. Sin embargo, en la aporofobia oblicua el sujeto siente algo distinto. Siente que evidenciar su relación con el pobre lo señalará a él mismo como pobre ante el resto de personas presentes, al quedar las otras mejor situadas que él. De ahí que en estos casos hable de “aporofobia oblicua”. Lo hago así porque en ellos para el protagonista lo que aparece en primer plano no es la relación con el pobre, sino la relación con otros sujetos bien situados. Aquí la relación con el pobre queda en un segundo plano. Además, lo que preocupa al sujeto es cómo su relación con el pobre puede dañar su posición entre las personas bien situadas. Este punto es clave ya que muestra cómo en este contexto el rechazo al pobre viene impulsado por la necesidad de esa persona de proteger su estatus en el entorno social. De ahí que sea más correcto analizar esta forma de aporofobia desde la psicología del estatus expuesta en la sección anterior.
En esta línea, el ejemplo de los abuelos que comentan el trabajo de sus nietos representa lo que podríamos calificar como exhibición o berrea de estatus. La berrea es una lucha incruenta de berridos mediante la que los ciervos machos buscan aparentar una mayor fuerza física con el objetivo de expulsar a los otros machos de la lucha por las hembras, evitando así la confrontación física en la que alguno de los contendientes pueda resultar malherido (Malo 2021, 173) o, si acaban enganchados por la cornamenta, puedan acabar ambos muertos por hambre y sed. Pues bien, las conversaciones de abuelos sobre el trabajo de sus nietos funcionan de modo similar, aunque aquí los sujetos compiten por el estatus. Efectivamente, esas conversaciones reproducen un contexto pragmático en el que todos los participantes monitorizan el estatus del resto y, por tanto, todos son conscientes de que necesitan quedar bien posicionados. Así, cada uno toma la palabra para hablar de lo bien situado profesionalmente que está su nieto o nieta: “mi nieto es médico”; “mi nieta es arquitecta”; “mi nieta es jueza”, etc… Cada una de estas expresiones no es una manifestación inocente y gratuita del oficio del nieto o la nieta. Representa en realidad una berrea de estatus: cada cual busca exhibir un estatus con el objetivo de marcar un nivel de estatus que el resto, al menos, debe igualar. Prueba de ello es que aquel abuelo cuyo nieto tiene un trabajo de baja cualificación no expresa el trabajo de su nieto. No lo hace porque ese abuelo capta intuitivamente que esa conversación no se rige por una racionalidad comunicativa ni versa realmente sobre los oficios de los nietos. Esa conversación es un ejercicio de racionalidad estratégica dirigido a marcar un estatus.
Por ese motivo, el abuelo cuyo nieto es pobre es consciente de que expresando el oficio de su nieto evidenciará ante los compañeros su menor estatus. Porque, como el contexto pragmático representa una berrea de estatus, si el abuelo dice “mi nieto es camarero” todos intuitivamente entenderán “mi estatus es inferior al vuestro”. Así, en estos casos emerge ese impulso a la búsqueda de estatus heredado del proceso evolutivo y evidenciado por la psicología (Cheng et al. 2010, 334), y provoca en el sujeto la conducta apropiada para proteger su menor estatus. Por eso ese abuelo opta por callar o por cambiar de tema (“parece que ha quedado buena tarde”) y lo hace con el objetivo de proteger su menor estatus. Esto sucede porque lo que ese abuelo tiene presente no es tanto su relación con su nieto, sino cómo esa relación afectará a su estatus en el grupo de abuelos. De ahí que sea una aporofobia oblicua.
Ahora bien, esta aporofobia oblicua es interesante también porque justamente abre el fenómeno de la aporofobia a la perspectiva del pobre. Es decir, mientras en la aporofobia directa el sujeto protagonista es el mejor situado, en la aporofobia oblicua el protagonista es alguien que, por su relación con el pobre, se reconoce a sí mismo como pobre frente a otros. En este sentido, la aporofobia oblicua, analizada a través de las lentes del estatus, nos muestra el reverso de la aporofobia: qué siente el pobre en su relación con alguien mejor situado y por qué se comporta de la manera en que lo hace. De esta forma la aporofobia oblicua permite conceptualizar filosóficamente un conjunto de situaciones sociales de diversa índole (algunas de ellas aporófobas, otras no) en las que, inadvertidamente, los sujetos reconocen una gran diferencia de estatus entre ellos. Esto lleva a los que se ven en la posición inferior a retraerse o a actuar de una forma que oculte su menor estatus. El resultado de ello es un conjunto de relaciones patológicas que rompen con lo que debería ser una relación normal entre personas en diferentes escenarios. En la última sección abordaré algunas de esas situaciones.
4. La protección del estatus como patología social
Adela Cortina presenta su democracia comunicativa como un modelo cordial de ética del discurso. Para Cortina, la relación dialógica no presupone solo unas pretensiones de validez que entrañan una relación de simetría entre las partes (Habermas 1991, 160). Presupone también la existencia de un vínculo cordial entre los hablantes. Es decir, los sujetos se reconocen recíprocamente como personas con una misma dignidad y, al mismo tiempo, reconocen entre sí un vínculo originario, que impulsa en ellos el sentimiento ético de compasión desde el que articular la convivencia respetando sus legítimas diferencias (Cortina 2010b, 88; Ortega Esquembre 2019, 219).
Esta base teórica de reconocimiento recíproco se puede aplicar a las relaciones entre personas en ámbitos particulares del mundo de la vida, por expresarlo en la terminología habermasiana. Así, entre amigos debe regir, como señala Aristóteles, el amor al otro por sí mismo y no por el interés que cada uno obtiene del otro (Aristóteles 2000a, 1159a10); o en el encuentro casual en una gran ciudad de dos paisanos oriundos del mismo pueblo (que no tengan rencillas entre ellos) debe reinar el gozo del encuentro con alguien con quien existe un vínculo y el placer por conversar sobre novedades relativas al pueblo.
Sin embargo, actualmente en estos contextos sociales, y en otros, especialmente en nuestras sociedades capitalistas, subyacen dos elementos que pervierten la lógica del reconocimiento recíproco. El primero es acertadamente señalado por Goulet. Para este teórico del desarrollo el modelo de felicidad occidental se basa en la posesión de bienes. Ciertamente, Goulet reconoce que el tener bienes es una parte consustancial del ser humano. Como seres imperfectos, todas las personas necesitan tener bienes para desarrollar su existencia (Goulet 1999, 67). De hecho, el ser humano necesita tener bienes más allá de los necesarios para la subsistencia. Porque, como decía Aristóteles, los hombres “no han formado una comunidad sólo para vivir, sino para vivir bien” (Aristóteles 2000b, 1280a6). En este mismo sentido señala Goulet que el ser humano necesita tener una cantidad de bienes lo suficiente “para que pueda dedicar una parte de sus energías a otros asuntos que no sean de la misma subsistencia” (Goulet 1999, 68). Es decir, el ser humano necesita poseer una cantidad suficiente de bienes que le garantice no sólo la subsistencia sino también la estima y la libertad en su entorno social.
Ahora bien, la conexión del tener con el elemento de la estima representa un punto fundamental para abordar la aporofobia. Por un lado, como se defiende por los teóricos del reconocimiento desde Hegel, la estima es relacional, de tal forma que la autoestima es deudora de la estima que el sujeto recibe de los otros. Pero, además, como señala acertadamente Goulet (1999, 58), la estima se articula de un modo relativo a cada entorno social. Este segundo elemento es el que nos interesa aquí. Si bien es cierto que el tener forma parte consustancial del ser, en las diferentes culturas y sociedades esa relación entre el ser y el tener se puede configurar de un modo diferente. Este es el elemento clave. Para Goulet las sociedades tradicionales se entienden de un modo holístico. En ellas el individuo se comprende a sí mismo como formando parte de un grupo. Esto hace que en el ser de la persona tenga un mayor peso la relación con los otros (Goulet 1999, 191) y con el medio ambiente (Goulet 1999, 123). De esta forma, la persona puede tener pocos recursos, pero aun así ser feliz. Esta es una idea de base netamente aristotélica. Para Aristóteles la felicidad no está en las cosas (los bienes), pues las riquezas y honores se quieren para ser feliz (Aristóteles 2000a, 1097b). El ser humano, como ser social, solo puede ser feliz en el marco de la relación con otros, mediante la amistad. Así dirá Aristóteles que “el hombre feliz necesita amigos” (Aristóteles 2000a, 1169b20). A este respecto, señala Goulet que este modelo de felicidad estuvo presente en occidente hasta el desarrollo del capitalismo. Hasta entonces, dice Goulet (1999, 58), las personas vivían en una situación de pobreza, pero eran felices y no se sentían desgraciadas, a pesar de poseer escasos bienes.
Sin embargo, la abundancia de bienes propiciada por la sociedad capitalista ha hecho que las personas ya no busquen la felicidad en la relación con los otros, sino en las cosas, esto es, en la posesión de bienes. En este sentido, la tesis de Goulet es que en las sociedades capitalistas “la prosperidad material se ha convertido en piedra de toque de la valía humana” (Goulet 1999, 58). Es decir, la abundancia de bienes ha hecho que el ser se reduzca al tener. Esto, de hecho, ya lo anticipó Constant en su famosa conferencia sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Allí decía que en la sociedad comercial el hombre ya no buscaba la felicidad en la participación en la esfera pública (esto es, en el vínculo con los otros), sino en los goces de los bienes en la vida privada (Constant 1989, 269) (es decir, en las cosas, como diría Aristóteles). Esta derivación de la felicidad a la vida privada y, más concretamente, al disfrute de los bienes derivados de la actividad comercial, hará que los sujetos entiendan que tener más bienes que otros supone ser más feliz. De esta forma, como señalará Veblen, quien no pueda tener un nivel de consumo similar al de amigos y familiares se sentirá dañado en su autoestima (Veblen, 1963, 38). Es más, Goulet aplica esta idea también al desarrollo: aquellos pueblos que se reconocen como poseedores de unos menores niveles de crecimiento económico, industria y bienes materiales, se sienten dañados en su autoestima y tratan de imitar el desarrollo de los países industrializados para ganar en estima, siendo el caso más evidente Japón (Goulet 1999, 58).
Este modelo de felicidad capitalista basado en la posesión de bienes nos conecta con el segundo elemento que subvierte la lógica del reconocimiento recíproco: la monitorización que los sujetos hacen del estatus propio y del ajeno. Cuando los sujetos reducen el ser al tener, dejando en un segundo plano la importancia del vínculo, abordan las relaciones sociales desde la monitorización del estatus para calibrar su posición en esa relación. Entonces emerge el impulso a la búsqueda de estatus, heredado, como he señalado antes, del proceso evolutivo, y provoca de forma inconsciente en las personas ciertas reacciones que quiebran la relación de reconocimiento recíproco y, con ella, la armonía esperada en esas situaciones.
Un primer ejemplo sería el del taxista antes señalado. Cuando dos paisanos (sin rencillas) oriundos del mismo pueblo se encuentran casualmente en la gran ciudad es normal que se paren, se saluden y conversen un rato sobre las respectivas familias y las novedades sobre el pueblo del que ambos proceden. Esta es una situación, por expresarlo en la terminología de Cortina, de reconocimiento recíproco en la que ambos reconocen un vínculo entre ellos y se ven, además, como iguales (Cortina 2010b, 88).
Sin embargo, esta situación se puede pervertir cuando uno de ellos va acompañado de otras personas de un estatus elevado similar al suyo y su otro paisano evidencia la posesión de un estatus inferior. Entonces, como veíamos con el caso del profesional liberal, ese profesional finge no conocer al taxista, ya que saludarle, como es propio entre paisanos, evidenciará ante sus compañeros de profesión que su estatus es inferior. Obviamente, a esto se podría responder que la relación con el taxista no tendría necesariamente que representar para el profesional un descenso en estatus. Sus compañeros podrían pensar que encontrarse con un paisano taxista es una anécdota sin importancia. Pero, desgraciadamente, esto no es así. Porque ese profesional que reconoce a su paisano al subir al taxi con sus compañeros de trabajo, en ese contexto, ya no ve a su paisano con las lentes del reconocimiento recíproco y del vínculo que comparten (como sucedería en otra situación en la que se encontraran casualmente los dos solos). El hecho de que haya otros compañeros de alto estatus como él presentes allí hace que esa persona vea a su paisano de una forma patológica, a través de las lentes del estatus. Por eso, en lugar de embargarle un sentimiento de alegría al ver a su paisano, al profesional bien situado le invade un sentimiento de aporofobia oblicua: porque, al reducir el ser al tener, el profesional ve en su paisano taxista una amenaza a su estatus ante sus compañeros bien situados. De ahí que se haga el sueco como estrategia para proteger su estatus.
Pero, ¿y qué siente el taxista? Pues obviamente el taxista, al ver cómo su paisano bien acompañado le ignora, percibe intuitivamente la diferencia de estatus y sentirá indignación al no ser reconocido en su igual dignidad (y en el vínculo que les une como paisanos); consecuentemente sentirá dañada su autoestima y optará por callar también. El taxista calla desde la indignación ética, al no verse reconocido por su paisano en el vínculo. Pero también calla para proteger su estatus ante la actitud aporófoba de su paisano. El taxista es consciente de que saludando a su paisano dejaría a éste en evidencia ante sus compañeros como un borde aporófobo, a lo que su paisano reaccionaría fingiendo no haberle reconocido. Así, el silencio del taxista evita que se produzca esa situación incómoda y permite ocultar ante los otros pasajeros la diferencia de estatus con su paisano.
De este modo, el silencio del taxista mantiene a ojos de los otros pasajeros una relación normal entre un taxista y los clientes. El viaje transcurre en silencio y al final uno de los clientes paga la carrera, se bajan del vehículo y se van. Para los otros pasajeros ese viaje ha transcurrido de una forma normal y respetuosa, justamente porque no eran conscientes del vínculo existente entre su compañero y el taxista. Pero entre el taxista y su paisano ha habido una relación patológica de aporofobia oblicua, en la que el pasajero pensaba que mostrar su relación con el taxista rebajaría su estatus ante sus compañeros. Porque en el taxista no veía a un paisano con una misma dignidad, sino a un pobre que puede rebajar su estatus. Esto es así porque el profesional liberal reduce el ser de su paisano a su tener, obviando el vínculo que les une y que les hace reconocerse como personas con igual dignidad a pesar de su diferente estatus económico (su diferente tener).
Este ejemplo muestra cómo la aporofobia oblicua, impulsada por la necesidad evolutiva de mantener el estatus, instaura relaciones patológicas entre las personas que rompen con la lógica del reconocimiento recíproco en la igual dignidad. Esto sucede porque la lógica del estatus es jerárquica y en ella impera necesariamente la asimetría. De ahí que entre las personas deba regir una lógica ética del reconocimiento recíproco en la igual dignidad por encima de la lógica fáctica del estatus, heredada de la evolución.
Otro ejemplo es relativo a la amistad. Como afirma Aristóteles, la amistad verdadera se cimenta en el amor al amigo por sí mismo y entre amigos debe imperar el deseo recíproco del bien (Aristóteles 2000a, 1156b10). Ciertamente, una relación de amistad se puede quebrar por múltiples motivos: uno de los amigos se va a vivir a otra zona de la ciudad donde hace nuevas amistades, o encuentra el amor y deja de lado a los antiguos amigos… Sin embargo, hay una causa de la ruptura de la amistad que llama especialmente la atención. Es el caso de las amistades juveniles que se rompen cuando uno de los amigos cambia de estatus al comenzar a trabajar mientras los otros continúan en paro o padecen exclusión social. Aparentemente la nueva situación no debería alterar la relación entre los amigos. Sin embargo, hay un cambio que resulta obvio: cuando el amigo comienza a trabajar, especialmente cuando lo hace en un buen empleo, sus temas de conversación (viajes, trabajo) son diferentes y evidencian un diferente estatus respecto de sus amigos desempleados. Estos otros, al no trabajar, no ganan dinero, por lo que no pueden viajar ni hablar de temas laborales. Por tanto, la conversación del amigo que trabaja sobre sus anécdotas en la oficina, o sobre viajes de placer o de trabajo, es percibida por sus amigos pobres como una exhibición de estatus que marca una enorme distancia con ellos. Por expresarlo en términos aristotélicos, los amigos que aún no se han incorporado al mundo laboral (en este caso concreto, por padecer pobreza y exclusión social), permanecen “en su mentalidad de niño” (Aristóteles 2000a, 1165b25). En cambio, el que ha comenzado a trabajar “llega a su plenitud viril” (Aristóteles 2000a, 1165b25). Así, dice Aristóteles, esos amigos ya no pueden seguir siéndolo porque “ya no tienen los mismos gustos ni se alegran ni se apenan por las mismas cosas” (Aristóteles 2000a, 1165b25). En otras palabras, el cambio de estatus del que ha comenzado a trabajar lleva consigo unos gustos y temas de conversación distintos que hacen patente una gran diferencia de estatus con sus amigos que continúan en la pobreza.
En este sentido, la reacción natural de esos amigos pobres será, desgraciadamente, hacer el vacío a su amigo mejor posicionado. Esta es una actitud incomprensible desde el punto de vista de la relación de amistad que une (unía) a la pandilla. Pero es perfectamente entendible si advertimos que los amigos que padecen exclusión social ven herida su autoestima al evidenciarse su menor estatus y tratan de protegerla rompiendo su relación con el otro amigo.1 Porque, como señalé en la sección anterior, las personas sienten dañada su autoestima cuando se relacionan con gente de mayor estatus y, por ello, tienden a relacionarse con individuos de su mismo estatus (Gilbert et al. 1995, 160). Esto las lleva, desgraciadamente, a desligarse de aquellas personas que perciben con un estatus superior.
Este, por cierto, es un hecho apuntado indirectamente por los teóricos de las preferencias adaptativas. Amarante, Arim y Perazzo analizan formas de ayudas condicionadas para eliminar las preferencias adaptativas. Estos proyectos tienen en común un elemento clave: inciden en provocar la relación de los sujetos con preferencias adaptativas con otros mejor situados, con el objetivo de generar en los primeros nuevos horizontes vitales y reforzar su agencia. Con ello los sujetos con preferencias adaptativas desarrollarán muevas actitudes emancipatorias que les permitan sacar provecho de los planes de ayuda sociales (Amarante et al. 2009, 270).
Ahora bien, hay un aspecto señalado por Gustavo Pereira que resulta fundamental. Este autor afirma que los proyectos de inserción laboral junto a personas más capacitadas permiten el desarrollo de la agencia en los sujetos con preferencias adaptativas al abrirles a nuevas expectativas laborales. Sin embargo, a corto plazo, ese incremento de la agencia va acompañado de un aumento de la frustración al volver a desear cosas que, en ese momento, aún no pueden alcanzar. Esta situación provoca que los sujetos con preferencias adaptativas abandonen esos proyectos formativos para eliminar la frustración que sienten al integrarse en ese ambiente (Pereira 2009, 68). Para evitar esa huida, se introducen precisamente las prestaciones condicionadas, que les permitan contar con una base económica que les capacite para afrontar ese nuevo entorno. La prestación económica ejerce como compensación de bienestar que mitigue la aparición de la frustración y permita a los sujetos progresar en el fortalecimiento de su agencia (Pereira 2009, 68).
Pues bien, esa frustración que lleva al abandono de los proyectos de inserción laboral, que Pereira analiza desde la perspectiva cognitivista, se puede explicar también desde las lentes del estatus. Efectivamente, la inserción de las personas con preferencias adaptativas junto a otras más capacitadas y con horizontes vitales más amplios hace que, en el corto plazo, los sujetos con preferencias adaptativas adviertan una diferencia de estatus con las otras personas. Esa percepción del menor estatus las daña en su autoestima, provoca la sensación de frustración y, como vimos en el caso de los amigos pobres, lleva a los sujetos a romper sus lazos con quienes están mejor situados como forma de proteger su menor estatus.
Así pues, podemos observar en todos estos ejemplos un patrón que se repite: el profesional liberal que ignora a su paisano peor situado ante sus compañeros, el taxista que se ve ignorado por su paisano, los amigos pobres que rompen con el amigo que encuentra trabajo o el abuelo que calla cuando sus compañeros hacen berrea de estatus. Todos ellos realizan acciones que no resultan comprensibles desde el punto de vista de lo que debería ser una sana relación social entre paisanos que se encuentran ocasionalmente en la gran ciudad, entre amigos desde la infancia o entre conocidos que comentan los oficios de sus nietos. Sin embargo, esos comportamientos cobran sentido pleno cuando se les observa a través de las lentes del estatus: todos ellos actúan guiados por el impuso latente de mantener y proteger su estatus en el contexto social. Por todo ello, el elemento del estatus resulta clave para analizar la aporofobia. Este enfoque nos permite comprender el comportamiento del pobre, así como el del sujeto mejor situado en su relación tanto con el pobre como con otros sujetos bien situados.
5. Conclusión
La aporofobia, entendida como el rechazo al pobre, representa una patología social que hunde sus raíces en ciertas tendencias heredadas del proceso evolutivo. En este trabajo he analizado la aporofobia desde la psicología del estatus. Este enfoque me ha permitido, en primer lugar, clarificar las bases psicológicas de este fenómeno, que irían más allá de la tendencia a la reciprocación y de las disociaciones evaluativas. Como he defendido, en la aporofobia late también el impulso a la búsqueda de estatus. Por otro lado, el análisis de la aporofobia desde las lentes del estatus hace posible conceptualizar diferentes formas de aporofobia, la directa y la oblicua. En esta última emerge inadvertidamente la necesidad de los sujetos de proteger su estatus en el entorno social. Finalmente, la aporofobia oblicua resulta especialmente importante, ya que nos ilumina sobre la perspectiva del pobre en las situaciones de aporofobia.
Queda por delante la tarea de abordar las consecuencias que esta tendencia a mantener el estatus arroja sobre la vida social y cómo afrontar y restablecer unas relaciones sociales que deberían regirse por el reconocimiento recíproco en lugar de estar supeditadas a la necesidad de los individuos de proteger su menor estatus.
Referencias
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1 También los jóvenes universitarios, cuando no alcanzan objetivos profesionales similares a sus amistades, tienden a retraerse y buscar otras compañías acordes a su menor estatus.