Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 96 (2025), pp. 65-79

ISSN: 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.537761

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La rebeldía sutil: una revisión de la influencia de Max Stirner en Ernst Jünger

The subtle rebellion: A revision of Max Stirner’s influence on Ernst Jünger

MARTÍN HEREDERO CAMPO*


Recibido: 02/09/2022. Aceptado: 11/03/2023.

* Profesor asociado en la Universidad de Valladolid y profesor en el Colegio San Agustín de Valladolid. Correo: martinhere99@gmail.com. Líneas de investigación principales: filosofía del sentido, nihilismo, filosofía de la tecnología, Ernst Jünger, filosofía de la religión.

Resumen: En este artículo queremos presentar un análisis de la influencia de la filosofía de Max Stirner en la obra de Ernst Jünger; concretamente en la concepción de una figura (Gestalt) clave durante los últimos años de su trayectoria filosófica, como lo es la del Anarca (Anarch). A partir de una lectura cruzada de ambos autores, tratamos de recuperar la interpretación de la filosofía de Stirner realizada por Jünger, para después examinar las posibilidades éticas, políticas y existenciales que ella ofrece, especialmente en relación con el acontecimiento del nihilismo.

Palabras clave: Jünger, Stirner, nihilismo, persona, figura, anarca.

Abstract: The aim of this article is to present an analysis on the influence of Max Stirner’s philosophy on Ernst Junger’s work; especially on the conception of a key figure (Gestalt) during the last years of his philosophical career, such as the Anarch (Anarch). From a crossed reading of both authors, we try to recover Jünger’s interpretation of Stirner’s philosophy, to then examine the ethical, political and existential possibilities offered by it, especially in relation to the event of nihilism.

Keywords: Jünger, Stirner, nihilism, person, figure, anarch.

1. Introducción1

¿Qué es lo que puede hacer la persona singular (Einzelnen), desposeída de todo poder, para resistir a las distintas manifestaciones del nihilismo, que amenazan con devorarla? Desde esta pregunta, es posible adentrarse en la compleja obra Ernst Jünger, que abarca prácticamente la totalidad del siglo xx. Su mirada, particular y heterodoxa, permite examinar los acontecimientos de dicho siglo desde un amplio abanico de perspectivas a partir de las que comprender el lugar de la persona singular antes, durante y tras la vorágine del nihilismo.

Desde la publicación de Tempestades de acero, primera obra de Jünger, hasta la redacción de su último libro, La tijera, es posible encontrar en él tanto un hilo conductor coherente como una pronunciada evolución filosófica. A través del análisis del concepto de figura (Gestalt), nuclear en su pensamiento, podemos recorrer las diversas formas de mirar que Jünger ha presentado en distintos periodos de su obra. Primero, representante de un cierto nihilismo activo; después, preocupado por la capacidad de la persona singular para sobrevivir al embate de la desvalorización. Centrados en esto último, esperamos contribuir a esclarecer un aspecto fundamental en las etapas finales del pensamiento de Jünger: la relación del Anarca —figura esbozada en Eumeswil— con la filosofía de Max Stirner.

Stirner, pseudónimo de Johann Kaspar Schmidt, es un pensador cuya filosofía quedó condensada en el colosal volumen El único y su propiedad, publicado en 1844. Un análisis cruzado de las propuestas ofrecidas por Stirner y Jünger permitirá examinar la unión que existe entre ambos pensadores, así como presentar las consecuencias que cabe extraer de sus propuestas. Este análisis ha sido ya abordado por distintos autores. Existe quien ha afirmado la influencia de Stirner en Jünger, como Cangui y Pennisi (2018), y también Campagna (2013). No obstante, destaca el análisis crítico de Laska (1997), según el cual Jünger habría interpretado la filosofía de Stirner erróneamente, desde un aristocratismo que neutraliza la propuesta stirneriana. Frente a esto, nos proponemos mostrar que la lectura jüngeriana de Stirner presenta importantes rendimientos filosóficos que merece la pena explorar.

Como veremos, ambos confluyen en el reconocimiento de la soberanía de la persona singular frente a los poderes que buscan enajenar y diluir la individualidad bajo espesas construcciones conceptuales que, en el fondo, canalizan el carácter disolvente del nihilismo. A pesar de esta coincidencia fundamental, Jünger no se limita a repetir lo dicho por Stirner, pues amplía y actualiza las perspectivas de este último. Parece que, así, podemos encontrar en Jünger una recuperación y una profundización de la filosofía de Stirner, cuya respuesta al proyecto de la modernidad sigue manteniendo toda su vigencia.

2. Las Figuras en la obra de Jünger

Presentaremos, primero, un esbozo general del itinerario intelectual de Jünger a partir del concepto de figura, para poder así tratar debidamente el tema que nos ocupa.

El concepto de figura es primeramente enunciado por Jünger en su ensayo El trabajador. Dominio y figura. Esta obra, escrita durante el periodo de entreguerras, y publicada un año antes del ascenso de Hitler al poder, trata de mostrar, más allá de toda teoría parcial, la totalidad de la figura del Trabajador como «magnitud operativa» (Jünger, 2003, 15) que ha irrumpido en la historia y que, para ser comprendida, exige una nueva visión de la realidad. Con la presentación de la figura del Trabajador reconocemos que Jünger propone dos caminos a través de los cuales podemos vislumbrar qué es una figura.

El primero de estos senderos conduce a la consideración de la figura desde su naturaleza metafísica. Para comprender esto, atendamos a la primera definición de «figura» propuesta por Jünger:

Son figuras aquellas magnitudes que se ofrecen a unos ojos que captan que el mundo articula su estructura de acuerdo con una ley más decisiva que la ley de la causa y el efecto, aunque no vean, sin embargo, la unidad bajo la que se efectúa esa articulación. (2003, 38).

Se trata entonces de captar esas magnitudes, esas medidas de lo real que se presentan ante nosotros, algo que requiere un cambio en la mirada. Como señaló Heidegger, el acceso a la figura propuesto por Jünger no va nunca más allá de un «ver». Pero este no es un ver cualquiera, sino que se correspondería con el ideín platónico,2 entendido como la mirada capaz de enfocarse más allá de toda determinación óntica perteneciente al mundo del devenir, para acceder al plano donde se manifiesta el ser, que es aquí la figura (Heidegger y Jünger, 1994, 86).

Entonces, la captación de la figura equivale a la visión unitaria del ser. Ella opera como el fondo de sentido sobre el que todo fenómeno se aparece en su carácter simbólico, manifestando la realidad de la figura, sustrato ontológico que explica y supera el ámbito fenoménico tanto en su extensión como en su profundidad. Es, en una palabra, «totalidad» (Jünger, 2003, 40). Con esto Jünger expresa que su realidad trasciende la suma de las partes que la componen, aunque cada una de ellas represente la figura. Jünger ilustra esta naturaleza sobreabundante de la figura con una imagen certera: el cuerpo vivo, como la figura, es algo más que la suma de sus partes; por oposición, el cadáver no constituye una totalidad, sino sólo un conjunto de miembros anatómicos (2003, 41). En este ejemplo, el carácter envolvente de la vida, que engloba una realidad dada y la unifica en un rango superior, representa a la figura en su sentido metafísico.

En segundo lugar, el concepto de figura incluye una propuesta epistemológica, pues tras su formulación metafísica existe la voluntad de conocer esa totalidad dotadora de sentido (Esparza, 2006, 155).

La mirada que Heidegger acusa como heredera de la filosofía platónica recuerda más, en realidad, a la visión neoplatónica de una forma que marca su impronta a toda la realidad (Jünger, 2016, 117). Como la Urpflanze de Goethe (Jünger, 2016, 45), forma primordial de la cual emanan todos los seres vegetales, la figura es el Uno del que todo viene y al que todo retorna. La posibilidad de conocer esa totalidad se sostiene sobre la intuición de que «en las cosas visibles están todas las indicaciones relativas al plan invisible» (Jünger, 1989, 19). Sólo así puede intentarse el conocimiento de la figura, que contiene el sentido unitario capaz de mostrar el orden bajo lo aparentemente contradictorio.

La epistemología contenida en la doctrina de la figura impugna la creciente especialización del conocimiento que, notablemente desde la Ilustración, ha reducido la investigación de la realidad a parcelas cada vez menores. Para Jünger la búsqueda de totalidad exige una investigación también total, capaz de acudir a la realidad fenoménica sin desvalorizarla, pero abierta al reconocimiento de aquello que desborda y enmarca esa realidad. El fenómeno es aquí reconocido en su doble dimensión: como lo que se muestra, haciéndose patente en sí mismo, y como lo aparente, en tanto que se muestra como lo que él no es en sí mismo (Heidegger, 1971, 39). Así, Jünger esboza el programa de una suerte de hermenéutica fenomenológica en el proceso de captación de la figura, que culmina con la intuición de la totalidad trascendente como alétheia, velada en las apariencias (Benoist, 2017, 55).

El carácter total de la figura permite a Jünger situarla más allá de toda política, de toda evolución histórica y de cualquier marco axiológico. Esto no significa que la figura sea un concepto vacío, en el que toda determinación concreta quepa, sino más bien que, dado su carácter total, todo está ya necesariamente dentro de sus horizontes.

Con respecto a la política, Jünger subraya que la figura permite constatar la unidad subyacente a las distintas antítesis (2003, 82), unidad que se expresa en la univocidad de toda voluntad, que reúne incluso a las potencias políticas enfrentadas.3 La figura permite reconocer el espíritu que anima los distintos movimientos políticos de una época, y en ese sentido es una noción metapolítica, disciplina en la que Jünger destacó tanto.

En relación con la historia, la figura no es dependiente del tiempo ni de las circunstancias, pues es ella quien impone su sello sobre la misma historia (Jünger, 2003, 83). No es el tiempo histórico quien dota de contenido a la figura, sino que, precisamente al contrario, la naturaleza de una época depende de la figura dominante, y reconocer a qué figura pertenece cada momento histórico es la cuestión más relevante para obtener una visión clara del mismo (Jünger, 2003, 46). Así, la figura puede comprenderse como un instrumento macro-óptico a través del cual observar la historia y desentrañar su sentido unitario (Ocaña, ١٩٩٦, ٥١).4

Por último, la figura no está sometida a ningún orden de valores, sencillamente porque no existen valores preexistentes a ella, que carece de cualidad moral intrínseca (Jünger, 2003, 85), aunque su naturaleza es creadora. La labor principal del observador consiste en identificar la figura. Y esta identificación es previa a una valoración, pues sólo así puede reconocerse el horizonte de sentido implicado por la figura, que incluye en sí también el marco del terreno moral.

Podemos avanzar en la caracterización de la figura presentado aquellas que Jünger formuló a lo largo de su obra. En orden de aparición, desarrollaremos las siguientes cuatro figuras: el Soldado Desconocido, el Trabajador, el Emboscado y el Anarca.

El Soldado Desconocido (Unbekannte Soldat) se origina a partir de la experiencia de la Primera Guerra Mundial, que Jünger vivió desde las trincheras. Plasmado en algunas de sus primeras obras —Tempestades de acero, El teniente Sturm, La guerra como vivencia interior—, el Soldado Desconocido permite comprender el paso de la guerra antigua a la moderna batalla de material. El soldado de la Primera Guerra Mundial ya no es el representante personal de una casta guerrera. Su semblante, aplastado bajo la crueldad abstracta impuesta por la guerra tecnológica, recuerda al de un funcionario anónimo, dedicado a la administración de la muerte a través de diversos ingenios técnicos.

El Trabajador (Arbeiter) nace del Soldado Desconocido, pero lo supera y lo incluye en su séquito (Jünger, 1993, 52). Frente al combatiente arrollado por la avalancha técnica, el Trabajador aparece como aquel que porta el fuego prometeico hasta fundirse con él en una «construcción orgánica» (organischen Konstruktion) (Jünger, 2003, 115), donde desaparece toda división entre phýsis y téchne mediante la comprensión de la técnica como fuerza elemental que, invocada en la guerra, continúa con la movilización del mundo más allá del «silencio de los cañones» (Jünger, 2003, 61). De este modo, el Trabajador es el principal encargado de realizar la «movilización total» (Jünger, 1995). Su naturaleza, impersonal y activa (Benoist, 2017, 52), transforma al individuo, propio del mundo burgués, en representante de la figura, o «tipo» (Typus) (Jünger, 2003, 110).

Las dos figuras que acabamos de esbozar se desarrollan dentro de la metafísica de la voluntad de poder, de raigambre nietzscheana. En ambas, la técnica aparece como epifenómeno de esa hondura voluntarista (Ocaña, 1993, 239), y aquí la persona singular ve disuelta su unicidad en el carácter típico, hecho que implica una nueva noción de libertad, la cual es definida como el conocimiento de la necesidad de los mandatos de la figura. Prácticamente, esto se concreta en el «realismo heroico» (Jünger, 2003, 42), o en la plena fusión de la persona con la aceleración de los procesos de movilización impuestos por los mecanismos técnicos en manos del Trabajador (Roldán, 2006, 136).

Sin embargo, Jünger centrará sus esfuerzos, a partir de la publicación de Sobre los acantilados de mármol en 1939, en la exploración de la interioridad de la persona como tabernáculo capaz de aguantar la llegada del nihilismo. Frente a la «disciplina sin legitimación» (Jünger, 1995, 84), producida por un poder puramente formal que se demuestra incapaz para producir nuevos valores (Volpi, 2012, 121), Jünger defenderá la irreductible resistencia de la persona singular soberana contra las exigencias del mundo dominado por el titán Trabajador.5

Es así como aparece el Emboscado (Waldgänger), presentado en La emboscadura. En el prólogo, Sánchez Pascual, traductor de Jünger, señala que allí encontraremos el contrapunto al Trabajador. Mientras que este último, dado que es la figura dominante, representa lo necesario de la época, o el Zeitgeist, el Emboscado pertenece a la libertad. Y la suya no es una libertad romántica: exige el pleno conocimiento de las exigencias del tiempo del Trabajador. Solamente así puede encaminarse a conocer «algunas cosas más» (Jünger, 1993, 44).

Concretamente, el Emboscado conoce que su relación con la libertad es «originaria» (Jünger, 1993, 60), y que el Weltgeist está de su parte (Jünger, 1993, 12). Se opone al automatismo y a la nivelación, presentes en el mundo del trabajo, y su naturaleza es recalcitrante a la organización. El Emboscado se resiste a sucumbir al nihilismo, y para ello acude al refugio del bosque interior, hogar mítico donde la libertad exige depender sólo de uno mismo. Esta marcha al bosque (Waldgang) es también una marcha a la muerte (Todesgang) (Ocaña, 1993, 178), pues en su interior la persona singular habrá de expulsar el miedo a la muerte mediante el contacto con «su sustancia indivisa e indestructible» (Jünger, 1993, 97). El Emboscado, en definitiva, se decide a cruzar la línea marcada por el nihilismo para no quedar destruido por él. El bosque interior es el lugar donde experimentar el poder de la nada para después superarlo; es «el propio pecho» donde los titanes del nihilismo han de retroceder (Heidegger y Jünger, 1994, 69).

El Anarca, presentado en Eumeswil, podría comprenderse más que como una nueva figura, como una radicalización de lo representado por el Emboscado. Pero Benoist ha señalado cómo, mientras que el Emboscado practica una retirada horizontal al bosque interior, el Anarca se orienta verticalmente, elevándose por encima de la historia (2017, 57). Aunque en ocasiones parezcan indistinguibles son, entonces, bien distintos. El Anarca expresa la plenitud del Emboscado que, tras cobrar conciencia del poder de la persona singular, no necesita ya retirarse, sino que permanece oculto y libre a plena vista (Jünger, 2019a, 143). Además, el interés de la figura del Anarca reside en que a través de ella Jünger muestra una lectura personal de la filosofía de Max Stirner, y aquí llegamos al núcleo de nuestra cuestión.

3. La figura del Anarca y el Único

El poder de la técnica nunca es neutral, y considerarlo como tal puede conducirnos a oscuros destinos (Heidegger, 2021, 14). La concepción de la naturaleza como material plenamente disponible para su extracción y almacenamiento por parte del engranaje (Gestell) de la técnica (Heidegger, 2021, 25), afecta también a la comprensión del ser humano. Así, la voluntad de poder del Trabajador, portador del poder elemental-técnico, moviliza al ser humano, pues su naturaleza queda también reducida al aspecto puramente material. El ethos del Trabajador implica el rechazo consciente de toda idea superior, así como la diligente servidumbre con respecto al engranaje (Jünger, 2003, 289). La cuestión que se plantea ahora alude a la posibilidad de sustraerse de esta movilización total.

Jünger comprende que la resistencia no puede realizarse frontalmente, algo que señala como un error propio de los «analfabetos en las nuevas cuestiones del poder» (2003, 37). De lo que se trata, entonces, es de mantener la propia integridad fortaleciendo el bastión interior, inaccesible para los poderes del Leviatán. Veamos de qué manera la figura del Anarca realiza esto.

En Eumeswil, Jünger presenta un relato a medio camino entre la literatura distópica y el ensayo. El protagonista, Venator, trabaja como camarero del tirano que domina la ciudad, además de como historiador. Desde su voz conocemos la forma de vida del Anarca y su manera de sobrevivir en una tiranía donde la desvalorización es casi total. Para presentar la figura del Anarca, comenzaremos por diferenciarla del anarquista, algo que Jünger realiza insistentemente.

El Anarca parte de la consideración de que todo ser humano es esencialmente anárquico (Jünger, 2019a, 39). Así invoca la existencia de un fondo de libertad radical que sobrevive, aun velado, a las muchas concesiones a distintos poderes. Esto nada tiene que ver, por otra parte, con el anarquismo. Jünger lo enuncia claramente: «El hombre libre es anárquico; el anarquista no» (2019a, 40). Pues el anarquista, para mantenerse, se vacía en una conducta negativa que frecuentemente degenera en violencia. Busca transformar el mundo, empresa que concibe colectivamente, y es incapaz de obedecer las normas de ese mundo que desprecia. En este sentido, es como el peatón que, descontento con la presencia de semáforos, comprende que la rebeldía consiste en desobedecerlos. El resultado de esta revolución superficial es morir atropellado (Jünger, 2019a, 151). En contraposición, el Anarca se reconoce como soberano y encara la vida como un juego (Jünger, 2019a, 89). Es capaz de situarse oblicuamente con respecto al poder. Conoce las reglas del entorno en el que se encuentra, pero permanece fuera de su alcance. Reconoce que la obediencia no equivale al respeto, y su aquiescencia es un disfraz. Así practica, paradójicamente, un «ascetismo escondido» (Cangui y Pennisi, 2018, 228).

La técnica, en su «marcha triunfal» (Jünger, 2003, 56), devora a quien la enfrenta directamente. Teniendo esto en cuenta, Jünger propone una opción intersticial que no cae en la reverencia ni en la revuelta: «El cáncer de la técnica lo sería no la rebelión romántica, sino el escepticismo dentro de la técnica» (2003, 287). El Anarca es la viva expresión de este escepticismo, dirigido hacia cualquier gran poder. En lugar de optar por el enfrentamiento, ha aprendido a no dejarse implicar (Jünger, 2016, 63). Sabe retirarse a su existencia insular, desde la que estudia el mundo como un espectáculo. La voluntad de poder propia del Trabajador queda muy lejos del Anarca. Este, aunque también es capaz de dominar la técnica (Jünger, 2016, 63), no lo hace siguiendo sus exigencias, sino mediante una indisponibilidad general a participar de sus mandatos. Su aspiración se reduce a conseguir la propia soberanía (Jünger, 2019a, 41), el dominio de uno mismo como afirmación de la energía vital consustancial a la persona singular (Ontiveros, 2017, 264).

No es casual que Jünger escoja como una de las profesiones del Anarca la de servidor personal del tirano que controla la máquina política. Mediante esa proximidad física logramos percibir la infinita distancia espiritual que los separa. Pues el Anarca vive para sí mismo, y no para tiranos o para ideas abstractas que prometen su emancipación. Se reserva siempre la libertad de no participar (Jünger, 2019a, 91), acto egoísta que se ennoblece en una época en que «toda empresa colectiva edifica prisiones» (Gómez Dávila, 2005, 71). Así, incluso cuando se compromete con algo, el Anarca permanece lejos de las ideas fijas —a diferencia del anarquista—, aferrándose a los hechos (Jünger, 2019a, 110). Y el hecho fundamental es que, allende las astucias que la sociedad exige para jugar su juego, el «fondo todavía sin nombre» (Jünger, 2019a, 41) de la persona singular queda siempre intocado (Hervier, 1990, 73), y ese es el espacio de libertad ante el que los poderes totales han de capitular.

Para profundizar más en la comprensión del Anarca, acudiremos a las raíces filosóficas que lo sostienen. Aparece aquí la impronta de Stirner. Su influencia resulta notoria en la caracterización del Anarca, hecho que no sólo queda confirmado por el estudio que Jünger le dedica en Eumeswil (2019a, 305-318), sino que también lo ha reconocido en varias entrevistas como un inspirador del Anarca (Hervier, 1990, 72; Jünger, 2016, 64).

El único y su propiedad puede ser abordado a partir de su división bipartita. En la primera parte, Stirner presenta una crítica al proyecto emancipatorio de la modernidad, que no habría sido sino una contribución al sometimiento de la persona singular a diversos sistemas ideales. En la segunda sección, Stirner propone una forma de existir, una figura —en términos jüngerianos— desde la que negar la negación de la individualidad: el Único (der Einzige).

Lo propio del mundo moderno, según Stirner, es la identificación de lo real con lo espiritual (das Geistige). Sin embargo, esta visión del mundo no habría nacido ex nihilo, sino que Stirner la presenta como continuadora de la antigüedad precristiana (2019, 75). Detengámonos un momento en este punto.

Stirner comienza su análisis histórico señalando cómo en la antigüedad las leyes naturales del mundo eran motivo de sobrecogimiento para la persona singular. Frente a la naturaleza indómita —Jünger diría «los poderes elementales» (2003, 52)— apareció la posibilidad de la vida social en la polis. En este contexto, los sofistas fueron los primeros en ejemplificar que la razón era la mejor brújula para el individuo en un mundo caótico (Stirner, 2019, 75). Mantenían, no obstante, una comprensión sensual de la existencia, pues la inteligencia era una guía de inestimable utilidad para la concreción del interés personal. Por este motivo cultivaron el discurso: la razón era el medio supremo para la obtención de cualquier fin. Para Stirner, es cierto que los sofistas «proclaman que es preciso en toda ocasión recurrir al espíritu; pero están bien lejos aún de santificarlo» (2019, 75).

Según Stirner, hubo que esperar a la llegada de Sócrates para que comenzase la espiritualización de la realidad, pues este filósofo emprendió una revolución que inició el «examen del corazón» (Stirner, 2019, 76). La inteligencia del sofista era insuficiente, pues no importaba ya la habilidad intelectual huera, sino su correcta dirección hacia el objeto adecuado. En el pensamiento socrático, el interés individual, dirigido por la razón, ha de orientarse en virtud del Bien. Stirner, anticipando la crítica nietzscheana a la filosofía socrático-platónica, señala que este fue el comienzo de la subordinación de lo vital a lo racional.

Stirner avanza más en su análisis de la antigüedad, pero lo esencial queda ya dicho con la filosofía de Sócrates. Con él habría comenzado un proceso de disolución de la distancia entre la materia y el espíritu que, según Stirner, terminó por devaluar la realidad inmediata, subordinándola a distintos reinos ideales. La legitimidad del interés subjetivo sólo podía proceder de ideas fijas, que colocaban el marco de la vida buena en un plano ajeno al de la persona singular. Es esta dialéctica, en la que se demostró primero el poder de la inteligencia y después se demandó la pureza de sus objetos, la que encuentra su máximo desarrollo en la modernidad. Contra la convivencia del sofista con el mundo de la razón, la modernidad se propuso profundizar su estudio, convirtiendo cierto dominio de lo mental en objeto de crítica. El resultado de este proceso no fue la eliminación de la jerarquía entre lo material y lo espiritual, sino su galvanización a través de un cambio en el contenido ideal dominante. Así, Stirner no celebra la llegada de la modernidad como una mejora respecto a los periodos anteriores, sino que la concibe como una nueva etapa en el dominio del reino de lo racional.

Stirner encuentra un ejemplo paradigmático de la espiritualización moderna en la filosofía de Descartes. El famoso cogito ergo sum reduce la vida a su relación con lo racional. Si la existencia se deduce del pensamiento, «eso significa que mi pensamiento es mi ser y mi vida, que yo no tengo otra vida más que mi vida espiritual» (Stirner, 2019, 79). Stirner, además, ataca duramente el fideísmo luterano, que concibe como una nueva disolución de la distancia entre lo espiritual y lo material. Del mismo modo que, según Descartes, sólo somos si pensamos, Lutero reduce el ser de la persona singular a «espíritu creyente» (Stirner, 2019, 144).

Para comprender la crítica que Stirner dirigirá a sus contemporáneos, «los más modernos de entre los modernos» (2019, 158), hemos de definir la lógica de la alienación que él detecta en este proceso de espiritualización del mundo.

Stirner analiza el pensamiento en términos de propiedad. Así, puede decirse que concibe al sujeto pensante como propietario de sus ideas según el romano ius utendi, ius fruendi, ius abutendi. Sin embargo, en la modernidad, cada vez más se produce una inversión entre sujeto y objeto. Esto significa que la idea, propiedad de la persona singular, se emancipa de su creador y se eleva sobre él. Este queda a disposición de su idea, que no es ya propiamente suya pues, reificada, adquiere realidad independiente (Blumenfeld, 2017, 33). Así se completa el dominio de lo ideal sobre la persona singular. A esta idea fija Stirner la denomina «fantasma» (Spuk). Y, retomando la diferenciación jüngeriana entre el Anarca y el anarquista, diríamos, de acuerdo con Stirner, que el primero es soberano porque es propietario, porque dispone de su individualidad (Eigenheit) y de sus ideas; mientras que el anarquista se encuentra enajenado por el fantasma.

Cuando una idea fija se establece en el interior de un sistema social, se presenta como la esencia de la que la persona singular ha de participar para serle reconocido no sólo un estatus moral o político, sino también ontológico. Stirner señala que son tres las ideas principales que, en la modernidad, tratan de nivelar la unicidad de la persona: Estado, Sociedad y Humanidad.

En primer lugar, acusa al «liberalismo político» (Stirner, 2019, 158-178) de haber derrocado el feudalismo para favorecer la formación de un Estado que, lejos de liberar a la persona singular de la servidumbre, la ha sometido a un único señor abstracto y, por ese rasgo fantasmal, más tiránico.

La revolución burguesa, creadora del Estado moderno, reduce a la persona singular a la esencia ciudadana. De ella nacen la libertad y el derecho, pero esto son sólo concesiones realizadas por el poder del Estado, que no contempla otra fuente de derecho más que él mismo. Además, la pretendida igualdad del régimen burgués, originada en la disolución de la sociedad estamental, es realmente una legitimación de la desigualdad basada en la atribución de valor moral a la propiedad (Stirner, 2019, 176), falsamente ocultada bajo la libre competencia. No puede existir competición cuando el Estado, único propietario, controla y protege los títulos de propiedad (Stirner, 2019, 339). Stirner, anticipando de forma evidente a Marx (Welsh, 2010, 73), que tan injustamente le criticó en La ideología alemana (D’Angelo, 2018, 235-255; Marx, 1974, 123-539), observa que la desigualdad en la propiedad privada podrá ser un factor decisivo en el hundimiento del Estado burgués. Este encuentra en los trabajadores (die Arbeiter) al colectivo que se alzará contra él: «Los obreros disponen de un poder formidable; cuando lleguen a darse cuenta de él y se decidan a usarlo, nada podrá resistirles […]. El Estado está fundado sobre la esclavitud del trabajo». (Stirner, 2019, 178).

Sin embargo, para Stirner la revolución trabajadora no augura nada positivo, sino sólo un ahondamiento en el sometimiento de la persona singular a diversos fantasmas. Así llegamos a la crítica a la segunda de las grandes ideologías modernas: el «liberalismo social» (Stirner, 2019, 178-186). Stirner se refiere así a las ideologías colectivistas que cobraban popularidad en su época como alternativas a la organización capitalista, como el socialismo, el comunismo, o ciertos anarquismos.

La idea fundamental que impulsa el auge del liberalismo social es la de igualdad, ya presente en la isonomía preconizada por el liberalismo político. Sin embargo, lo que se demanda ahora es una igualdad en la propiedad. Así, se desea que el Estado extienda su poder ordenador también sobre la propiedad. La igualdad lograda en lo político ha de ser también realizada en lo económico. El resultado de esta dinámica no es la reapropiación por parte de cada persona singular, sino la absorción de toda propiedad por la Sociedad. Los burgueses que se habían alzado contra el Antiguo Régimen pedían al Estado que solamente él dictase. Ahora, los socialistas quieren que sólo la Sociedad posea (Stirner, 2019, 179). El nuevo fantasma reduce la propiedad a algo fantasmal, impersonal, como hizo el Estado con la autoridad política. Escéptico, Stirner señala que el resultado de la realización de la Sociedad por parte de la revolución trabajadora será la conversión de la persona singular en indigente (Lump) (2019, 180). Esta indigencia nace de la total desposesión de la persona, carente ya de poder político y de propiedad. En palabras de Jünger: «En beneficio de la igualdad, se ha consumido la libertad» (2019a, 148).

Pero, a pesar de las dos grandes expropiaciones que acabamos de describir, Stirner señaló que la individualidad de la persona todavía podía encontrar un reducto donde salvaguardar su libertad: los pensamientos (Stirner, 2019, 191). Ahí es precisamente donde el Anarca juega tanto con el Estado como con la Sociedad. Aparentemente obediente, mantiene su autonomía (Cuasnicú, 2014, 194) al no reconocer autoridad a las ideas fijas. Pero es contra esta libertad esencial que el «liberalismo humanitario» (Stirner, 2019, 187-209) vino a imponerse. La aristocracia espiritual del que hace de sí una fortaleza frente al poder, resulta intolerable al fantasma de la Humanidad, que persigue la dominación total de este «cínico» (Cangui y Pennisi, 2018, 36). Así, exige a la persona singular conducirse no sólo conforme a los mandatos del nuevo ser supremo, sino también en virtud de ellos. Aquello que comenzó en el terreno del derecho y la economía libra su última batalla en la cultura, con el objetivo de que la Humanidad domine todo poder, toda propiedad, y toda idea.

Al describir este liberalismo humanitario, Stirner carga sus tintas, principalmente, contra el ateísmo de Feuerbach y su obra La esencia del cristianismo, pues para Stirner esta obra ejemplifica la enajenación de la individualidad en la fantasmagoría de lo Humano. Stirner entiende que la identificación de Dios con la esencia de lo Humano abstraída de sí, conduce directamente a la transformación del Hombre en Dios (2019, 116). Esta divinización de lo humano es la responsable de la extensión del control de los fantasmas a la interioridad de cada persona que, exenta de toda individualidad, sólo es capaz de pensar en favor de lo Humano. Este es el itinerario a través del cual Stirner describe el establecimiento de la indigencia del pensamiento en la modernidad.

En esta encrucijada, Stirner presenta la figura del Único como aquel capaz de escapar a la omnipotencia de los fantasmas. Este Único aparece, ante la Humanidad, como el no-hombre (Unmensch), pues no respeta a ninguna de las divinidades profanas que prometen edificar el paraíso terreno.

Para no ser acusado de crear una nueva idea fija, Stirner precisó que con «el Único» no decía más que una frase vacía que sólo adquiere contenido con cada persona singular (2013, 94). Y el Único dispone propiamente de sus ideas mediante dos puntos cardinales que Jünger resume como: «1. Esta causa no es la Mía. 2. Nada hay superior a Mí» (2019a, 310). En estos dos principios encontramos la coincidencia fundamental entre el Anarca y el Único.

El gran descubrimiento de Stirner, como reconoció Carl Schmitt al recordarlo durante su encarcelamiento, es que «el yo no es un objeto de pensamiento» (2010, 73). Tanto es así que, huyendo de toda conceptualización de la individualidad, Stirner aporta una definición casi negativa de lo que es el Único: «Yo no soy nada, en el sentido de que “todo es vanidad”; pero soy la nada creadora (schöpferische Nichts), la nada de la que saco todo» (2019, 59). Esta declaración ha de leerse junto a la que inaugura y concluye su obra principal: «Yo he basado mi causa sobre nada» (Stirner, 2019, 57 y 452). Así acudimos a la recuperación de la unicidad de la persona singular, contra la nivelación impuesta por la hipertrofia del concepto (Stirner, 2013, 126).

Según Stirner, tras la muerte de Dios a manos del Hombre6 llega el tiempo de los fantasmas. Estos embarcan a la humanidad en un delirio fáustico que, en términos de Jünger, inaugura el tiempo de los titanes. En épocas muy distintas, ambos autores elaboran una topografía de los espacios de libertad que restan a la persona singular, tarea que no sólo se expresa en la actitud vital que ya hemos analizado, sino que involucra cierta comprensión de la política a partir de una crítica a la revolución como práctica emancipatoria.

El concepto clave presentado por Stirner como alternativa a la revolución (Revolution), es el de insurrección (Empörung) (Stirner, 2019, 299). Con esta distinción, Stirner se separa de la tendencia de todo proceso revolucionario a reestablecer o reforzar el orden que pretende derrocar. D’Angelo ha definido esta dinámica interna de la revolución como una «continuidad en la fractura» (2021, 34), que posibilita la permanencia ontológica del orden bajo un cambio óntico. Contra esa continuidad, Stirner plantea un rotundo cuestionamiento de la propia naturaleza de la revolución.

La insurrección, por otra parte, impugna la totalidad, sin ser el foco de su ataque ningún orden concreto, sino el orden en sí mismo considerado (Stirner, 2019, 297). El insurrecto no busca la pura acción, sino que propone una praxis irreductible al activismo del revolucionario. Su rebeldía opera en un nivel estrechamente relacionado con la caracterización de la persona singular como Único, es decir, como existente concreto ajeno a los mandatos impuestos por los fantasmas y las ideologías. Sin un fin preexistente a la propia persona, el Único no necesita hacer caer al sistema: ha aprendido a elevarse por encima de él (Stirner, 2019, 400).

La insurrección stirneriana se traduce en el Anarca en un escepticismo político con respecto al progreso nacido del estudio de la historia. El Anarca, que sospecha de los revolucionarios, también constata la continuidad del mismo orden bajo distintas apariencias: «Los carteles de propaganda cambian, pero el muro en el que se pegan permanece» (Jünger, 2019a, 119). Además, suscribe la opinión de Pascal (Jünger, 2019a, 141) cuando afirma que «el hombre no es ni ángel ni bestia y desgraciadamente el que quiere hacer el ángel hace la bestia» (Pascal, 2012, 568). Su escepticismo le informa de que, en palabras de Gómez Dávila, «los intelectuales revolucionarios tienen la misión histórica de inventar el vocabulario y los temas de la próxima tiranía» (2005, 243). Es por eso por lo que se muestra inactivo políticamente: su terreno es la metapolítica. Es un sismógrafo que estudia la tectónica del poder en clave espectacular, consciente de la inutilidad de los esfuerzos revolucionarios. Por eso vive, a diferencia del partisano, fuera del campo de las opciones sociales (Jünger, 2019a, 133). Aunque, para enunciarlo con mayor precisión, el Anarca no está fuera de la sociedad, sino que es ella quien ha sido expulsada de su fuero interno (Jünger, 2019a, 143).

La insurrección del Único y el escepticismo del Anarca coinciden en su crítica al progreso. En él observan la sucesión de dos formas de dominio, incapaces ambas de rozar la libertad de cualquiera de ellos. Sus propuestas confluyen en el mirar de Jünger, pues enseñan a entrenar la mirada de cara al poder total. Y, para deshacer el maleficio de esa Esfinge, invitan a enfrentar al poder desde la praxis que ambos ejercen con maestría: mantener una vida al costado.

5. La persona singular soberana y el nihilismo: de la nada creadora al retorno de lo eterno

La crítica de Stirner a las ideas fijas puede comprenderse como una negación de la esencia, pues refuta la posibilidad de reducir conceptualmente la realidad existencial de las individualidades. Stirner transforma la clásica pregunta «¿qué es el hombre?» en «¿quién es el hombre?». La primera cuestión alude a una esencia conceptual que tendría que ser realizada por cada individuo para acceder al ámbito Humano. Con la segunda, este mandato desaparece, y la persona singular responde por sí misma, sin abstraer su realidad concreta y existencial a un plano abstracto y universal (Stirner, 2019, 451). Este es el saltus mortalis al que Stirner conduce a la dialéctica mediante la praxis disciplinada de la negatividad (Deleuze, 2019, 228). Y, tras derribar las distintas capas en las que la singularidad de la persona se había visto alienada, queda la nada creadora. Así, el final del proceso negativo stirneriano no desemboca en el nihilismo, sino en un nuevo comienzo creador, en una «ética individual de la autonomía» (D’Angelo, 2021, 33).

La preocupación por la superación del nihilismo supone una constante en la obra de Jünger, y recoge el testigo de Stirner cuando define a su Anarca, desde el cual puede abordarse una vía de resistencia contra el nihilismo y sus poderes desde la persona. Y es que la guerra contra las esencias presentada por Stirner supone una renuncia a participar del culto a la Nada, pues tras los fantasmas no hay, en realidad, más que un vacío. Contra la categorización de Stirner como un nihilista absoluto (Paterson, 1971), a través de Jünger podemos comprender su obra primero, como un ataque a las idolatrías que aprovechan el vacío producido por la ausencia de Dios, y después, como una reivindicación de la persona singular soberana, «fuente de la dicha, de la propiedad, de lo divino» (Jünger, 2019a, 315).

Contra el nihilismo, Jünger comprende que Dios no ha muerto, sino que ha sido olvidado. El Anarca recuerda a Léon Bloy cuando afirma: «Los dioses se retiran» (Jünger, 2019a, 243). Y a esta retirada de lo divino le sigue el advenimiento de lo titánico, una constante en la obra de Jünger. Sin embargo, el Anarca espera «el Retorno de lo Eterno» (Jünger, 2019a, 84), es decir, el triunfo renovado de los dioses contra los titanes. Traducido al lenguaje de las figuras: el Anarca confía en vencer al Trabajador, y para ello recaba en su interior la fuente de lo divino, que se mantiene latente a pesar de la vorágine nihilista.

Jünger señala que el Único de Stirner no niega a Dios, sólo afirma que «no es su causa» (2019a, 318). Pero esto no lo destierra definitivamente, sino que hace posible la religación como uno de los caminos transitables por la persona. Con esto, Jünger se aproxima a la mística silesiana,7 donde la estrecha relación entre el hombre y Dios se torna interdependencia. Esto se hace evidente cuando cita, literalmente (Jünger, 2019a, 318), el verso de Angelus Silesius: «Yo sé que, sin mí, Dios no puede vivir ni un instante» (2005, 64). Esta apertura hacia lo divino complementa la perspectiva temporal del Anarca. Como historiador, reconoce en los vaivenes de la historia el lugar donde estudiar la muerte y la eternidad (Jünger, 2019a, 78), y no se mantiene ligado «ni al presente político ni a la tradición» (Jünger, 2019a, 238), pues ha constatado «la inutilidad de todo esfuerzo» (Jünger, 2019a, 69). Simplemente, es capaz de mirar más allá de toda ficción nihilizante, y allí es donde se encuentra con la persona singular y, si así lo dispone en su enfrentamiento contra los titánicos poderes conjurados a través de diversos fantasmas (Jünger, 2019a, 232), también con los dioses.

6. Conclusiones

En este artículo hemos rastreado la influencia que Ernst Jünger pudo recibir de su lectura de la obra de Max Stirner. Creemos poder presentar tres aspectos fundamentales que, en el contexto del pensamiento de Jünger, se presentan como orientaciones existenciales para las épocas donde el nihilismo amenaza con engullir a la persona singular.

En primer lugar, la figura del Anarca representa, desde su enraizamiento stirneriano, una afirmación ontológica de la primacía de la persona concreta sobre cualquier construcción ideal que busque capturar y estatizar su esencia. Esto sustenta un ethos basado en el autodominio, como disciplina mediante la que mantener la libertad, y en la distancia interior, como separación interna respecto de los poderes titánicos que ansían instalarse en el fuero privado de la individualidad. A través del Anarca, Jünger transforma positivamente la desconfianza general de Stirner hacia toda idea fija en una praxis de la prudencia en sentido clásico, concretada en lo que denominamos una rebeldía sutil.

En segundo lugar, entendemos que la propuesta política de la insurrección presentada por Stirner aparece en el Anarca como un escepticismo dirigido a las ideas y agentes históricos que se presentan a sí mismos como emancipadores de la Humanidad. A partir de ambos autores es posible fundamentar una crítica tanto a la categoría de revolución, ya iniciada por Stirner, como a la de progreso, omnipresente en la obra de Jünger.

Por último, y en respuesta al nihilismo, tanto el Anarca como el Único representan una reacción contra las distintas propuestas que esconden actitudes cultuales hacia la Nada. Jünger, con el Anarca, continúa el trabajo comenzado por Stirner, que desembocó en la comprensión del Único como «nada creadora». Así, en un estado de pura afirmación de sí, el Anarca es concebido por Jünger como la fuente desde la que fundar una nueva relación con uno mismo y con el otro, pero también con lo eterno y lo divino. Se enfrenta de esta manera a las fuerzas prometeicas movilizadas por el Trabajador, que vacían el mundo de sentido.

Podemos concluir, pues, que una lectura combinada de Stirner y Jünger ofrece las claves necesarias para desarrollar una praxis existencial, prudente y escéptica, a la altura del reto planteado por el nihilismo y sus avatares, cuya superación habrá de realizarse desde la reivindicación de la irreductibilidad de la persona singular.

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1 Los términos que aparecen en alemán pueden cotejarse en la edición de las obras completas de Jünger (2018), así como en la edición alemana de El único y su propiedad (Stirner, 2016).

2 Según Blumenberg (2010, 35 y 204), es en este platonismo donde hemos de hallar lo que permite a Jünger mantener una posición de espectador de todo fenómeno, incluyendo los catastróficos, pues su mirada se centra en lo indestructible, de lo que el fenómeno es sólo un síntoma.

3 Esta capacidad para captar la unidad subyacente a procesos aparentemente opuestos en el terreno político puede encontrarse también en Tocqueville (2018, 658-659), que supo señalar la creciente centralización política a la que se llegaría inequívocamente, bien por la vía liberal de América, bien por la dictatorial de Rusia, idea que Jünger recogió (1996, 179-180).

4 Resulta paradigmático el recurso a la figura en la interpretación de la guerra, algo que queda plasmado en el escrito La paz, redactado por Jünger en 1941. La aniquilación acontecida durante la Segunda Guerra Mundial es concebida como la siembra cuyos frutos habrán de recogerse en forma de paz duradera. Ocaña ha señalado esto como una «algodicea» (1996, 10; 1993, 258), que busca el sentido del dolor humano. Sin embargo, en Jünger esta macro-óptica es contrastada con la compasión hacia el sufrimiento de las personas concretas, que nunca puede obviarse y que parece superar toda interpretación del mismo (Jünger, 1989, 332).

5 Esto no significa que en sus obras anteriores a 1939 la preocupación por el lugar de la persona concreta no estuviese presente, sino que es a partir de esa fecha cuando se muestra con total claridad. Ya en Tempestades de acero existe un acercamiento a la interioridad de la persona como espacio contemplativo en reposo desde el que habitar la realidad —totalmente movilizada— sin quedar atrapado por ella.

6 Acontecimiento que Stirner (2019, 221) subrayó después de Hegel, pero casi cuarenta años antes de que Nietzsche volviese sobre el tema en La gaya ciencia.

7 Aunque Campagna (2013, 18) ha desestimado la vinculación del Anarca con la mística, ha de mencionarse que en La tijera, uno de los últimos trabajos de Jünger, es notable su interés por la figura de san Antonio Abad, que aparece como ejemplo de libertad y «lozanía de espíritu» en el desierto (Jünger, 1997, 40).