Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 227-230
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España (texto legal). Se pueden copiar, usar, difundir, transmitir y exponer públicamente, siempre que: i) se cite la autoría y la fuente original de su publicación (revista, editorial y URL de la obra); ii) no se usen para fines comerciales; iii) se mencione la existencia y especificaciones de esta licencia de uso.
PUELLES ROMERO, L. (2022). Más que formas. Confluencias del arte y la vida. Madrid: Abada Editores, 184 pp.
La actitud desinteresada que Immanuel Kant prescribe como exigencia de obligado cumplimiento al sujeto estético permite disociar nítidamente a éste del objetivo de su juicio, otorgándoles a cada uno de ellos ―sujeto y objeto respectivamente― sendos roles en la relación epistemológica que habrá de vincularlos. Esta diferencia, cifrada en un distanciamiento fundacional, consagra a la Estética como disciplina filosófica autónoma. Sin embargo, en el reverso de esta ganancia hallamos la irreversible reducción de su versatilidad germinal. Asimismo, al circunscribir bajo la fórmula de «lo estético» exclusivamente el análisis formal del objeto, se marginan deliberadamente otras posibilidades de especulación igualmente valiosas para la disciplina. En este espacio marginal, de convergencia de motivos «extra-estéticos», se sitúan las propuestas hermenéuticas incluidas en el libro de Luis Puelles Romero, que acertadamente toma por título Más que formas. Confluencias del arte y la vida.
Antes de pasar revista al contenido del libro, cuidadosamente editado por Abada, refiramos mínimamente la pertinencia del autor para ocuparse del mismo. Para revelar la aptitud que posee Luis Puelles Romero, catedrático de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad de Málaga, a la hora de abordar especulativamente estos problemas estéticos ―más próximos a la noción originaria de aisthesis que a la de aisthetika― bastaría observar que todos ellos, en mayor o menor grado, responden a un pulso que posee linaje propio en sus manos. El estudio de la modernidad filosófica y artística, así como la comprensión del arte, la vida y la estética bajo un prisma común, ha sido un leitmotiv que de manera más o menos explícita el autor ha perseguido a lo largo de los años y que rezuma en su extensa producción filosófica. Algunos de sus libros anteriores, pertinentes para el propósito que aquí se nos ofrece, son: Figuras de la apariencia. Ensayos sobre arte y modernidad (2001), Mirar al que mira. Teoría estética y sujeto espectador (2011), Honoré Daumier. La risa republicana (2014), Imágenes sin mundo. Modernidad y extrañamiento (2017) y Mítico Manet. Ideologías estéticas en los orígenes de la pintura moderna (2019). Recientemente, además, fue comisario de la exposición Máscaras. Metamorfosis de la identidad moderna en el Museo Thyssen de Málaga.
Adentrémonos al fin en sus páginas. En la Presentación encontramos una declaración de intenciones. Así, el propósito que persiguen los cinco episodios que componen el libro es el de asumir como propia la tarea de pensar el arte sin perder de vista su radical inmersión en la vida. Y es que la obra es su condición aspectual, su superficie, pero no solo: ella es también el contexto en el que surge, la disposición y los materiales empleados, el lugar en el que se expone ―si de facto se halla expuesta―, su proyección futura, el artista mismo que la realiza y que se realiza con ella, entre otros. Es lo que se ve y lo que no puede verse. «La obra artística es más y quiere ser más» (pág. 8), escribe Puelles. Parafraseando a Ortega, podría decirse que la obra es ella y su circunstancia. Por tanto, no debe sorprendernos que el primer episodio verse sobre el atelier y la significación de este espacio de trabajo; como tampoco que en las sucesivas páginas el autor se pregunte por la proliferación de máscaras en el arte moderno, por la posibilidad de la vida en clave artística, por los vínculos socio-políticos de arte y utopía o, en última instancia, por la intervención decisiva de la enfermedad en los inclasificables dibujos de Unica Zürn.
Como decía, el primer episodio versa sobre la significación del taller de creación. En él se analiza el viraje desde la techné hacia poiesis, con la consecuente evolución del artista, que, movido por el deseo de alteridad, transita desde la artesanía hacia el arte. Paulatinamente adquiere soberanía sobre su hacer, tanto que «su trabajo no se agota en la mera acción de pintar con soltura y corrección sino que habrá de consistir en elegir lo que pinta, en la manera de hacerlo y para quiénes» (pág. 18). A partir de aquí se explora la noción de atelier y el taller mismo en una triple dimensión, a saber, como lugar de génesis, como lugar de temporalidad y como lugar de sociabilidad.
Un grabado de los Desastres de Goya da acceso al segundo episodio. Desde esta obra limítrofe, que separa la tradición dieciochesca de la modernidad, Puelles ofrece algunas respuestas en torno a la complicada cuestión de la proliferación de máscaras en el arte desde el romanticismo en adelante. Nos invita a mirar desde Goya hacia Jean Paul, Baudelaire y Nietzsche, principalmente, descubriéndonos así, en todo su esplendor, el vínculo de las máscaras con el proceso histórico-filosófico de desaprensión del mundo circundante que tiene lugar en esos años. De este modo, el nihilismo, que impregna la existencia en su totalidad, es advertido hermenéuticamente por el autor en las obras de Picabia, Nussbaum o Ensor, creaciones en las que a la máscara se le encomienda la ardua tarea de cubrir la nada. Aclara el autor a este respecto que si bien sucede esto en los albores del romanticismo, en el implacable avance hacia el siglo XX aún es posible dirimir un doble vector prolongado genealógicamente desde Goya hacia Balzac, Daumier, Stendhal o Poe y que apunta, por un lado, a la conversión de la máscara en imagen artística y, por otro, a la asimilación de la máscara por el rostro. Recabemos en esto último: el rostro, imbuido por la máscara, deja de ser expresión identitaria del individuo para pasar a ser fuente de equívocos o posibilidad de dispersión. Siguiendo a Nietzsche, a la identidad sustantiva le sobreviene la irremediable consideración del «sujeto como pluralidad». La del sujeto abrumado por su inherente multiplicidad.
Con todo, fingir es a veces fingir que se es. El fingimiento, que según el caso equivale a un ejercicio de disimulo o de simulación, encierra dentro de sí cierta asunción de vacuidad, el vértigo ante el abismo que solo somos, que, por otra parte, nutre y sustenta la urgencia de esta astucia en sí misma. Debemos encarar la nada para alcanzar a ser. «Y detrás de los mitos y las máscaras, / el alma, que está sola», escribe Borges. De esta forma, la creciente imposibilidad de suposición de un yo que permanezca inalterable tras los cambios ―a la manera de la clásica ousía aristotélica― socava al sujeto, volviéndolo cada vez más fragmentario, esencialmente dispar, siendo esta inestabilidad un signo inequívoco de su condición moderna. Insistiendo en esta línea especulativa arribamos la poética de la existencia, esa existencia estética practicada por individuos solitarios y decididamente seculares, como Pessoa, que optaron por hacerse únicos. Indefinido, comprometido con su propia sujeción, su tarea consistirá en elegirse, una y otra vez, como Sísifo, entre posibilidades igualmente indefinidas. Sin desestimar cuantos vértices pudieran abordarse en este sentido, Luis Puelles nos pide en el episodio tercero que nos situemos en la antesala de estos planteamientos, retrotrayéndonos a la distinción entre praxis y poesis que perfila Aristóteles en su Ética nicomáquea. Será precisamente desde aquí desde donde elabore una teorización con la que fundamentar sólidamente el ethos de este sujeto, desobediente e independiente, de la mano de Baudelaire y Foucault, para, posteriormente, rastrear su progresión: Pico della Mirándola, Baldassare de Castiglione, Michel de Montaigne y, en el barroco español, Miguel de Cervantes constituirán los umbrales desde los que perseguir indicios del mismo. Robinson Crusoe se sitúa en el extremo de estos prolegómenos como adalid de cuanto se viene explicando, en el esfuerzo incierto pero consistente de resistencia frente a las inclemencias: queriendo hacer de la suya una vida artística.
Ocurre que en esta confluencia recíproca de arte y vida también tiene cabida lo socio-político. De esto se encarga el capítulo cuarto, ordenado en dos secciones: en la primera de ellas se desbroza el contenido de tres idearios utopistas: la utopía estética, de carácter revolucionario y en la que, siguiendo a Schiller, el arte bello habría de ser el origen de todo progreso político; las utopías socio-industriales, donde el artista dejará de ser un espíritu excepcional para pasar a ser un trabajador de las transformaciones sociales; y, por último, las utopías artísticas, que concretan su ímpetu en crear algo en lo que creer. Por otra parte, en la segunda, centrado en las vanguardias, el núcleo de problematización se dirige hacia el fuego cruzado apreciable en la correspondencia entre los surrealistas y el Partido Comunista Francés. Cartas que son el reflejo del difícil equilibrio entre el surrealismo y la política.
El quinto y último episodio tensa hacia el presente una consideración platónica, referida en el diálogo Ion, que posee resonancias en los primeros manifiestos surrealistas. Es la del artista como lugar de emergencia de revelaciones. Si pensamos literariamente en el individuo médium, que padece a la par que ofrece al resto una verdad que no le pertenece, seguramente pensemos en La náusea de Sartre, en El Horla de Maupassant o en El libro del desasosiego de Pessoa, obras todas ellas en las que se presentan experiencias que difícilmente clasificaríamos como enteramente ficticias. Cierta atención ha recibido también en este sentido El hombre jazmín, de una artista poco conocida, cuyo ensombrecimiento pudiera ser atribuido a su relación sentimental con Hans Bellmer. El último episodio de Más que formas explora la condición marginal de la autora de esta última, Unica Zürn, atendiendo a sus confusos dibujos creados en estado de trance, dando a conocer algunas claves para su comprensión.
En síntesis, puede afirmarse con seguridad que en Más que formas. Confluencias del arte y la vida encontrará el lector el resultado de una desobediencia. Un desacato bien documentado e ilustrado. A través de él, el afán filosófico de Luis Puelles por dilucidar aspectos esencialmente irreductibles de ciertas áreas del arte moderno se abrirá paso llevándonos a pensar, ingenuamente, que nos encontramos ante motivos asimilables, verdaderamente conceptualizables. Donde, si bien no todo se vuelve evidencia, al menos se evidencian las fuerzas equívocas que nos excluyen.