Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 29-46

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.535571

Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España (texto legal). Se pueden copiar, usar, difundir, transmitir y exponer públicamente, siempre que: i) se cite la autoría y la fuente original de su publicación (revista, editorial y URL de la obra); ii) no se usen para fines comerciales; iii) se mencione la existencia y especificaciones de esta licencia de uso. (CC BY-NC-ND 3.0 ES)

 

Pueblo, territorio y derechos.

La legitimidad estatal ante las fronteras móviles*

 

People, Territory, Rights

State legitimacy facing shifting borders

 

PAULINA OCHOA ESPEJO**

 

Resumen. Tradicionalmente, pueblo, territorio y derechos deben coincidir para justificar el control estatal. Sin embargo, los Estados han desplazado recientemente sus fronteras de modo que estos tres elementos se encuentran desacoplados. ¿Cómo debemos entender entonces la legitimidad del Estado? Este artículo examina tres respuestas contemporáneas al fenómeno del desplazamiento de las fronteras. En primer lugar, el soberanismo trata de estabilizar la relación entre pueblo y territorio, aunque para ello haya que limitar el alcance de los derechos. En segundo lugar, el cosmopolitismo democrático tolera los desplazamientos del territorio, siempre que pueblos y derechos coincidan. Por último, el modelo de la cuenca hidrográfica mantiene los derechos dentro del territorio, pero acepta cambios en el pueblo, ya que separa la gobernanza democrática y los derechos de una identidad nacional concreta. En el artículo se sostiene que el modelo de cuencas hidrográficas puede responder mejor a los retos que plantea la movilidad humana en tiempos de crisis planetaria.

Palabras clave: Fronteras, pueblo, territorio, soberanía, cosmopolitismo, modelo de las cuencas hidrográficas

Abstract. Traditionally, people, territory, and rights must align to justify state control. However, states have recently shifted their borders so that these three elements are decoupled. How should we understand state legitimacy then? This paper examines three contemporary responses to the phenomenon of shifting borders. First, sovereigntism seeks to stabilize the relation of people and territory, even if that requires limiting the scope of rights. Second, democratic cosmopolitanism tolerates shifts in territory, as long as the people and rights coincide. Finally, the Watershed Model keeps rights within the territory, but it accepts changes in the people, as it separates democratic governance and rights from a particular national identity. The paper argues that the Watershed Model can better respond to the challenges posed by human mobility in times of planetary crises.

Keywords: Borders, People, Territory, Sovereignty, Cosmopolitanism, Watershed Model

 


Recibido: 06/08/2022. Aceptado: 18/08/2022.

* Este artículo ha sido traducido desde el inglés por Juan Carlos Velasco.

** Profesora en el Departamento de Ciencias Políticas de Haverford College (Pennsylvania, EE. UU.). E-mail: pochoaespe@haverford.edu. Autora de On Borders: Territories, Legitimacy and the Rights of Place (Oxford University Press, 2020), The Time of Popular Sovereignty: Process and the Democratic State (Penn State University Press, 2011) y co-editora de el Oxford Handbook of Populism (Oxford University Press, 2017).

 

En junio de 2022 decenas de personas murieron y cientos resultaron heridas cuando la policía fronteriza marroquí trató de detener a un grupo organizado de migrantes africanos en Melilla. Este ejemplo de violencia en las fronteras ya no causa sorpresa. Los migrantes —incluso aquellos que tienen derecho a pedir asilo— esperan atropellos cuando llegan a la línea que divide los países pobres de los países ricos. Sin embargo, ahora la violencia estatal comienza más al sur. En el caso de Melilla, los migrantes trataban de entrar a España, pero la violencia no comenzó cuando la policía española no les dio la entrada, sino cuando los guardias marroquíes intentaron negarles la salida (Varo, Sevillano y Peregil, 2022). Desde principios del milenio, el gobierno español, bajo el amparo de la Unión Europea, ha firmado tratados de cooperación con el gobierno de Marruecos y los países del Sahel. Con el apoyo, entrenamiento y presencia de la Guardia Civil española, no solo Marruecos, sino también Mauritania, Mali, Senegal, Burkina Faso, Níger y Chad han desplegado unidades de gendarmería cuyo principal objetivo es “la vigilancia de fronteras y la persecución de tráficos ilícitos” y consideran un éxito “frenar la inmigración irregular” (Ávila Solana, 2020, 27 y 30). Para quienes buscan asilo en Europa, el efecto práctico es que la frontera de España se desplazó al sur.

Sin duda, los Estados siempre han vigilado informalmente las fronteras más allá de sus límites geográficos (Gavrilis, 2008; Diener y Hagen, 2010). Pero en las dos últimas décadas, los Estados han desplazado oficialmente sus fronteras. La vigilancia fronteriza se realiza ahora tanto más allá como dentro de las fronteras oficiales de sus territorios. Hoy en día, los Estados detienen a los inmigrantes en alta mar, lejos de sus aguas territoriales. Contratan a otros países para que detengan a los inmigrantes que se dirigen a su territorio (un fenómeno conocido como “externalización”, véase Casas-Cortes et al, 2015; y Carling y Hernández, 2011). También despliegan a la policía fronteriza en sus propios territorios (un caso infame fue cuando el gobierno de Estados Unidos utilizó unidades de la Patrulla Fronteriza para detener a personas durante las protestas de Black Lives Matter en Portland, Oregón, en 2020; véase Kanno-Youngs 2020). Estas políticas mueven las fronteras y cambian su forma (esta tendencia es conocida como «polimorfismo fronterizo», véase Burridge, 2017). De este modo, crean lo que Ayelet Shachar llama «fronteras cambiantes» (shifting borders): utilizan el derecho para restringir selectivamente la movilidad desligando las funciones de control migratorio de los marcadores territoriales (Shachar, 2020, 4). Así pues, somos testigos de cómo el control de las fronteras cambia el alcance territorial de las leyes.

Cuando las fronteras se mueven oficialmente y los Estados amplían, reducen o hacen excepciones a los límites de las jurisdicciones de sus países, esto también modifica la legitimidad del Estado. La legitimidad del Estado no sólo depende de cómo los Estados ejercen su poder: también depende de dónde lo ejercen. Esto es evidente cuando los Estados invaden otros países o establecen ordenamientos coloniales. En esos casos, puede que gobiernen con justicia, pero el hecho de que gobiernen en el lugar equivocado hace que el orden político sea ilegítimo (Stilz, 2009; 2019, 90-93). Esto significa que si las fronteras se mueven, también lo hace el territorio; y si el territorio cambia, también lo hace la legitimidad del Estado.

Las fronteras y el territorio legítimo son también las principales columnas que sostienen el sistema estatal internacional y el régimen de derechos humanos que lo rige. Por tanto, cuando los territorios y las fronteras cambian, el orden internacional también cambia. Cuando nos preguntamos cómo entender la legitimidad del Estado en tiempos de fronteras cambiantes, está en juego la legitimidad de todo el orden internacional.

Así pues, las fronteras cambiantes ponen en entredicho las nociones tradicionales de legitimidad territorial. ¿Qué debemos hacer entonces con ellas? ¿Debemos estar a favor, en contra o algo más? Este artículo analiza tres respuestas normativas al cambio de fronteras y defiende una de ellas. La primera respuesta, el «soberanismo», considera el cambio de fronteras como una desviación del orden jurídico tradicional. Para mantener las ideas clásicas de legitimidad, el soberanismo busca restablecer la congruencia entre los ciudadanos y su territorio. Sin embargo, esto significa que los soberanistas están dispuestos a restringir los derechos de las personas «fuera de lugar», incluidos los solicitantes de asilo. Una segunda respuesta a las fronteras cambiantes, el «cosmopolitismo democrático», tolera los cambios en el territorio estatal y en el control de las fronteras, incluso cuando éstos amenazan las nociones tradicionales de legitimidad territorial. Los cosmopolitas democráticos aceptan los movimientos territoriales y jurisdiccionales, siempre que los funcionarios de fronteras protejan los derechos de los inmigrantes, independientemente de su ubicación. Están abiertos a los cambios en las fronteras cuando éstos incorporan los derechos humanos y responden a el derecho democrático de los funcionarios, incluso si estos cambios alteran las nociones tradicionales de jurisdicción territorial. Por último, la tercera respuesta a las fronteras cambiantes también reconoce que buscar la congruencia estática de pueblo y territorio (como preferirían los soberanistas) es inútil. Sin embargo, a diferencia de los cosmopolitas democráticos, que permitirían que las jurisdicciones se movieran como los funcionarios se mueven en el espacio, esta respuesta, que yo denomino «el modelo de la cuenca hidrográfica» (Watershed Model), reimagina a las personas y los espacios de la gobernanza democrática. El modelo se aferra a la legitimidad territorial manteniendo las fronteras y el control fronterizo en sus lugares tradicionales. Sin embargo, para permitir el movimiento humano, el modelo hace de la presencia física en un territorio (el «estar aquí», según la expresión de Linda Bosniak, 2007) el fundamento de la legitimidad política. Además, separa la democracia de la identidad nacional o cívica. La presencia física hace que sea conceptualmente posible mantener la democracia y la legitimidad territorial cuando la gente se desplaza, sin vigilar constantemente los límites de la ciudadanía. En la última sección, exploro cómo podría funcionar en la práctica el modelo de la cuenca hidrográfica. Argumento que, a largo plazo, ofrece la mejor respuesta a los retos que supone el cambio de fronteras en tiempos de crisis planetarias, como la pobreza global y el cambio climático.

 

1. Derechos, personas y territorio: el cambio de fronteras como problema normativo

 

Las fronteras cambian. A menudo se crean nuevos países y las posesiones territoriales de los Estados también cambian debido a las guerras y la colonización. De hecho, la propia infraestructura fronteriza se ha ido modificando drásticamente con el tiempo (Nail, 2016, cap. 1). Esto se refleja en la forma en la que los estados gobiernan sus márgenes. En el siglo XIX, por ejemplo, los guardias fronterizos otomanos negociaban con sus homólogos de Grecia: las dos fuerzas vigilaban conjuntamente las montañas sin prestar demasiada atención a los límites exactos de su frontera territorial (Gavrilis, 2008). En la misma época, la frontera entre México y Estados Unidos estaba sujeta a los caprichosos cambios del Río Grande/Bravo, y los cauces del Río Colorado eran tan enmarañados que no había demarcación (Alvarez, 2019). Aun cuando se delimitaban y demarcaban las fronteras y se generalizaba la vigilancia fronteriza en el siglo XX, siguió habiendo movimiento.

Sin embargo, aunque las fronteras siempre se han movido, los recientes cambios en el control fronterizo no dejan de ser sorprendentes, porque ahora los Estados planifican este movimiento y lo sancionan legalmente. Hoy en día, los guardias fronterizos no se limitan a negociar extraoficialmente con sus homólogos a nivel local, o a desplazar la frontera porque no pueden demarcarla con precisión. Ahora, los estados diseñan instituciones fronterizas móviles que no toman en cuenta los marcadores geográficos. Además de los requisitos de visado, los países ricos establecen acuerdos internacionales con terceros para mantener a los migrantes fuera y alteran las rutas que los llevan a las autoridades de inmigración; establecen campos de detención en terceros países y militarizan el alta mar. Estas nuevas políticas fronterizas modifican de hecho los límites de la jurisdicción legal de estos Estados y amplían sus territorios de forma semioficial. En otras palabras, las políticas externalizan las fronteras de estos Estados.

Los Estados externalizan las fronteras para retrasar o evitar su obligación de atender los casos de los solicitantes de asilo, porque los migrantes no han llegado oficialmente a su territorio. Esto queda claro cuando subcontratan funciones a otros Estados y a entidades privadas. Por ejemplo, las compañías aéreas y los aeropuertos mantienen a las personas «fuera» del territorio donde se encuentra el aeropuerto cuando los pasajeros están en tránsito, y hacen algo parecido cuando impiden que los solicitantes de asilo o los refugiados suban a los aviones.

La externalización ha sido objeto de varias líneas de crítica. Los migrantes y los activistas de la inmigración la critican porque permite a los países eludir sus responsabilidades internacionales y porque hace que los solicitantes de asilo sean aún más vulnerables. Los teóricos del territorio la critican porque alterar los límites de la jurisdicción de un Estado desestabiliza el fundamento territorial del mismo. Los teóricos del orden internacional la critican porque sus cambios en el orden jurídico ponen en peligro la legitimidad del sistema internacional.

Consideremos esta tercera línea de crítica. La legitimidad del Estado, durante los últimos doscientos años, ha descansado en la congruencia entre pueblo y territorio, apoyándose en última instancia en el valor de la autodeterminación para justificar el gobierno. Los Estados soberanos —siguiendo la Convención de Montevideo (1936) de la Organización de Estados Americanos— aceptan que tener un gobierno, una población permanente, un territorio definido y la capacidad de entablar relaciones con otros Estados son condiciones necesarias para la existencia del Estado, pero también existe un entendimiento internacional de que el gobierno del estado en cuestión debe ser legítimo. Desde principios del siglo XX, la legitimidad no sólo se basa en el buen gobierno, sino también en la autonomía individual y colectiva y en los derechos humanos. Así, los elementos fundacionales de los Estados legítimos pasaron a ser los derechos universales o humanos (exigibles por el derecho local), un pueblo (como fundamento del derecho) y el territorio (como jurisdicción espacial). Esto significa que la tríada de derechos, pueblo y territorio estructura la legitimidad del Estado.

Los tres elementos también estructuran y legitiman el sistema estatal internacional. Esto se debe a que la legitimidad de cada Estado depende de que defienda los derechos humanos en su territorio, pero dado que los derechos no son sólo para los nacionales, sino para todos los seres humanos, la legitimidad del Estado también depende de la capacidad de todo el sistema estatal para defender los derechos de todas las personas del mundo. En teoría, la congruencia de derechos, pueblos y territorios garantiza la autodeterminación y los derechos humanos para cada individuo y cada pueblo. Pero esto también significa que la soberanía es sistémica y está supeditada al buen funcionamiento del conjunto. Los pueblos sólo pueden disfrutar plenamente de sus derechos si cada individuo tiene acceso a un territorio y a un Estado a través de la ciudadanía legal, y si todos los demás Estados y el sistema en su conjunto pueden protegerlos y asumir las carencias si las hay (Brock, 2020).

Sin embargo, como sabemos, en la frontera, el territorio, los derechos y los pueblos se confunden a menudo. En la frontera, los tres elementos se desfiguran y esta difuminación de sus límites amenaza la justificación en la que se basa la legitimidad del Estado. Los países retuercen la ley para denegar audiencias a los solicitantes de asilo; las poblaciones se funden cuando los extranjeros se naturalizan o se casan y son padres de ciudadanos; los territorios mutan de forma cuando un país extiende su alcance más allá de sus límites legales para vigilar la frontera en alta mar o mediante contratos en otros Estados. En la práctica, derechos, pueblos y territorio cambian.

Dado que las nuevas políticas de fronteras cambiantes modifican los límites de la jurisdicción legal de un Estado, estas políticas amplían oficialmente el alcance del Estado y afectan a la legitimidad del mismo y a su derecho a gobernar en una zona determinada. El cambio de fronteras pone en tela de juicio el modelo de legitimidad porque cuando los tres elementos básicos de los Estados no coinciden, éstos no pueden justificar sus reivindicaciones basadas en la autodeterminación, y no se protegen los derechos humanos de todos. Si esto ocurre, los individuos (y a veces comunidades enteras) pueden caer en limbos legales y sus derechos humanos se vuelven inaplicables. A medida que los individuos pierden sus derechos, también peligra la justificación de los Estados.

Quienes ven esta tendencia se preocupan por las nuevas prácticas de externalización, sus ramificaciones y sus efectos a largo plazo. Para muchos en el Norte global, este desajuste es preocupante porque pueden ver en peligro los derechos humanos de los solicitantes de asilo. En el Sur, por el contrario, el desajuste de pueblo, territorio y derechos causa preocupación porque amenaza la autodeterminación, que se supone que protege contra los abusos internacionales de los países más poderosos. Sin el supuesto de que pueblo y territorio se alinean, abrimos la puerta a prácticas no democráticas y coloniales. Cuando los Estados del Norte externalizan las fronteras, vulneran los derechos de las personas, pero también los de otros Estados. Por ejemplo, Donald Trump, expresidente de EE UU, se jactó de que en 2019 forzó al canciller mexicano y le amenazó con subir los aranceles sobre las importaciones a menos que México vigilara gratuitamente la frontera sur. “Nunca he visto a nadie plegarse así... dijeron que sería un honor darnos 28.000 soldados gratis”. Aunque no sabemos si estas afirmaciones son ciertas, no hay duda de que México cedió a la presión de Estados Unidos cuando aceptó el programa de «Migration Protection Protocols», mejor conocido como «Quédate en México». A través de este programa, 71.000 solicitantes de asilo de terceros países fueron devueltos a México para esperar una audiencia de inmigración en Estados Unidos. Mientras tanto, México desplegó 25.000 soldados. 15.000 se desplegaron en la frontera con EE.UU. para reforzarla desde el territorio mexicano, y 10.000 se desplegaron en la frontera con Guatemala para impedir que los migrantes y refugiados centroamericanos y de otros países llegaran a EE.UU. (Diaz Briseño, 2022). Se suponía que cuando territorio, pueblo y derechos coinciden, puede haber autodeterminación, y ésta mantiene a raya a los países más poderosos en la esfera internacional. Sin embargo, el desplazamiento de las fronteras amenaza este principio, y con él, la legitimidad del sistema internacional.

Dado que los elementos de la tríada justificativa de pueblo, territorio y derechos son cambiantes, llevan a los responsables a un trilema, en el que pueden mantener fijos uno o dos elementos de la tríada, pero no los tres. Dejarlos todos en movimiento no es una opción, porque para hacer valer los derechos necesitamos estructuras gubernamentales o administrativas de algún tipo, y su legitimidad requiere un límite a la jurisdicción. Si no se pueden mantener los tres estables, habrá fuertes desacuerdos sobre cómo deben controlarse los tres términos, porque hay valores fundamentales en juego. Así, los problemas políticos relacionados con el desplazamiento de las fronteras (especialmente los relacionados con la inmigración) parecen a menudo insolubles, porque hay valores en conflicto sobre la relación adecuada de los elementos de la tríada.

Para equilibrarlos, la filosofía política ofrece al menos tres respuestas. Una exige que se detenga la externalización de las fronteras: el control fronterizo debe volver a la frontera. Es decir, se trata de estabilizar al pueblo y al territorio, aunque sea a costa de los derechos. Desde este punto de vista, lo que más importa para el Estado es la estrecha conexión de pueblo (nacional) y territorio, porque esta díada es constitutiva de la soberanía, y lógicamente anterior al derecho. Así, podríamos llamar a esta posición soberanista. En política, los que apoyan este punto de vista consideran tan importante esta conexión que están dispuestos a desechar algunos derechos de los inmigrantes (codificados en el derecho internacional) para conectar pueblo y territorio y privilegiar los derechos de los ciudadanos actuales sobre los de los extranjeros.

Una segunda respuesta desplaza el ámbito de las instituciones para estar a la altura del movimiento de los funcionarios y de las prácticas migratorias. Para Ayelet Shachar (2020, 255), es “dolorosamente obvio” que necesitamos “remedios móviles y protecciones de derechos geográficamente flexibles” para estar al día con los cambios. Así, esta respuesta hace hincapié en la conexión entre pueblo y derechos. Porque, desde esta perspectiva, los derechos se siguen justificando en términos democráticos, la ley está conectada con el pueblo, y los vértices de derechos y pueblo permanecen estables, incluso cuando la frontera territorial se mueve. En la práctica, esto significa que el derecho democrático debe seguir la frontera allá donde vaya. Podríamos llamar a esta posición, cosmopolitismo democrático.

 

Figura 1. El trilema de las fronteras cambiantes

 

Por último, existe una tercera respuesta, que mantiene las fronteras en su lugar oficial y trata de mantener los derechos vinculados al territorio. En este caso, las personas están en movimiento y los derechos de los ciudadanos están determinados por el lugar (estar aquí) y no por la identidad. Este modelo, que más que a la migración se asocia a los derechos territoriales y a las obligaciones medioambientales y específicas del lugar, es menos común que los otros dos. Dedico la siguiente parte del documento a explicar el soberanismo y el cosmopolitismo, mientras que la parte 3 trata exclusivamente del modelo de la cuenca hidrográfica.

 

2. Soberanismo y cosmopolitismo democrático

 

El soberanismo es una visión del territorio y de las fronteras que busca la congruencia de un pueblo soberano con el territorio, porque este alineamiento justifica las instituciones estatales. Cuando pueblo y territorio coinciden, esta visión afirma que el gobierno del Estado es legítimo. La soberanía territorial puede justificarse en términos de propiedad (como cuando un pueblo es dueño de su territorio nacional), pero también puede justificarse porque permite la autodeterminación de los pueblos y, en última instancia, la autonomía de las personas (algo conocido, en la literatura sobre derechos territoriales, como la «visión kantiana», véase Stilz, 2019; Ypi, 2012). Los territorios que contienen los Estados marcan los límites de las unidades administrativas en las que los gobiernos pueden proteger las libertades básicas de los individuos y organizarse para satisfacer las necesidades de una sociedad. Estas unidades territoriales se consideran soberanas porque las personas que las habitan se autodeterminan. Además, existe una justificación sistémica: el sistema internacional y los derechos humanos se apoyan en estos Estados soberanos legítimos. Dado que las instituciones estatales resultantes permiten a los individuos acceder a sus necesidades y derechos básicos, son necesarias para defender los derechos humanos, que, a su vez, fundamentan el sistema internacional de Estados, el derecho internacional y las instituciones internacionales. La congruencia de pueblos y territorios específicos sostiene entonces a los Estados y a todo el orden internacional. Aunque la congruencia entre pueblo, territorio y gobierno legítimo nunca se logre del todo, sigue siendo un ideal normativo.

Sin embargo, como hemos visto, esta congruencia nunca es perfecta y a menudo se pone en tela de juicio. Estos desafíos se producen cuando las personas se desplazan a través de las fronteras, lo que hace que los no ciudadanos se mezclen con los ciudadanos en la población; o cuando las características del grupo que constituye el pueblo están mal definidas; o cuando la frontera «se desplaza», es decir, cuando el territorio cambia a medida que la jurisdicción legal de los funcionarios estatales se extiende más allá de los límites oficiales del Estado. Cuando se producen estos problemas, el soberanismo trata de volver a alinear los tres elementos, rectificando el territorio mediante referendos populares, o fortificando las fronteras y limitando la inmigración. Si resulta demasiado difícil encontrar el alineamiento (porque hay grandes grupos de inmigrantes indocumentados, o porque es difícil separar a los inmigrantes económicos de los solicitantes de asilo, por ejemplo) los soberanistas sacrificarán los derechos internacionalmente sancionados de los solicitantes de asilo o de los grupos minoritarios para asegurarse de que sigue existiendo una estrecha conexión entre la población nacional y el territorio, incluso si esto significa que los derechos de los ciudadanos van en detrimento de los derechos humanos de todos.

Los soberanistas sostienen que los pueblos tienen derechos territoriales de exclusión. De ahí que tengan derecho a prohibir la entrada de los no ciudadanos en su territorio. Por tanto, aunque los soberanistas reconozcan que los refugiados tienen derecho a tener un lugar donde vivir y a pertenecer a una comunidad que reconozca y haga valer sus derechos, no ven la obligación inmediata de acoger a personas que no han tocado sus fronteras. Aunque aceptan que todos los Estados deben reconocer los derechos humanos, también consideran que muchos de ellos son derechos inaplicables frente a determinados Estados. En concreto, no ven la obligación de hacer cumplir las obligaciones universales en sus territorios (Walzer, 1993; Miller, 2016).

Cuando pueblo, territorio y derechos no se alinean, los soberanistas dan prioridad a la relación entre el pueblo y el territorio, y subordinan los derechos de aquellos que ponen a prueba los límites del Estado. Los soberanistas sostienen que los intereses de los inmigrantes deben ser protegidos por su Estado de origen y que cada Estado tiene obligaciones especiales para con sus propios ciudadanos. Desde su punto de vista, los Estados tienen la obligación de acoger a los emigrantes que no pueden satisfacer sus necesidades básicas y están oprimidos o no están seguros en su país de origen, pero no creen que exista un derecho humano a emigrar y, por tanto, no tienen el deber de acoger a los emigrantes económicos. Además, dado que estas obligaciones internacionales son inaplicables, el soberanismo las considera preocupaciones humanitarias, más que obligaciones legales. Así, pues, los ciudadanos actuales tienen prioridad (Stilz, 2019, 208).

En la versión ideal de las teoría soberanistas, los derechos no se ponen en duda, porque cada estado debería ser legítimo, y cada ciudadano podría acudir a sus propias instituciones para hacerlos valer. Sin embargo, en la práctica, cuando las circunstancias son ambiguas, cuando hay gobiernos ilegítimos, y el derecho y el pueblo no están perfectamente alineados con el territorio, los soberanistas se inclinan por priorizar los derechos de los ciudadanos. Cuando hay muchas personas fuera de su lugar y se perciben como una crisis para el Estado (Mountz, 2020), cuando los Estados despliegan infraestructuras fronterizas que son peligrosas para los solicitantes de asilo, cuando un barco de guardacostas se encuentra con migrantes que intentan cruzar de Haití a Florida, o cuando los guardias fronterizos se encuentran con un extranjero sin documentos en el interior del Estado, los soberanistas buscarán primero la alineación de pueblo y territorio y luego recurrirán a los derechos internacionales del migrante. Además, los soberanistas sostendrán que los agentes de la ley deben permanecer en su territorio. Si hay que elegir entre mantener la soberanía del pueblo dentro del Estado y proteger los derechos de las personas en la frontera o más allá de la frontera, los soberanistas elegirán lo primero (Si un tercer país acuerda desempeñar las obligaciones del Estado soberano en cuestión, como en el ejemplo anterior, en el que México acoge a los solicitantes de asilo en nombre de Estados Unidos, esto se calificará como un problema para el tercer Estado).

Aunque en teoría esto no estaría permitido, en la práctica, el hecho de valorar el vínculo entre pueblo y territorio por encima de otras relaciones, le concede a los Estados carta blanca para estirar la ley y pasar por alto los derechos internacionales de los individuos no nacionales. Así, el soberanismo se ha utilizado a menudo para mantener el statu quo (incluida la externalización de las fronteras) y para justificar prácticas e instituciones de seguridad interna que rozan la ilegalidad (Cohen, 2020). Por esta razón, choca con una segunda respuesta al problema de la externalización, que hace hincapié en la conexión entre el pueblo y los derechos.

Podríamos llamar a esta segunda posición cosmopolitismo democrático. Los cosmopolitas democráticos ven la legitimidad del Estado en términos de derechos universales. Los Estados son el lugar en el que puede darse la democracia, pero esta necesidad práctica de instituciones es secundaria respecto al valor normativo de los derechos universales. Por lo tanto, el pueblo (como base de la democracia) puede imaginarse como móvil, dado que la prioridad es atender a los derechos del individuo, dondequiera que se encuentre. Los cosmopolitas democráticos están dispuestos a aceptar los cambios en la concepción tradicional del territorio y a tolerar las fronteras cambiantes, así como las jurisdicciones superpuestas y anidadas, siempre que los ciudadanos y funcionarios del Estado lleven consigo sus obligaciones de derecho internacional cuando se desvíen más allá de los límites oficiales del territorio. En este enfoque, como en el derecho marítimo, la “ley sigue al pabellón”. Es decir, se espera que la ley se mueva al ritmo de la frontera cambiante (Shachar, 2020). Dado que, desde esta perspectiva, los derechos se siguen justificando en términos democráticos, el derecho sigue conectado con el pueblo y alineado con los derechos universales, independientemente de la jurisdicción (Benhabib, 2006), y, por lo tanto, los ángulos triangulares de los derechos y el pueblo permanecen en su sitio, aunque la frontera territorial se mueva.

En su versión ideal, el cosmopolitismo democrático puede hacer que la frontera cambiante sea aceptable porque, mientras la frontera cambiante (como institución jurídica) lleve consigo el derecho democrático, quienes se encuentren con funcionarios de un Estado podrán ejercer sus derechos como si hubieran llegado a los límites oficiales del territorio al que el funcionario representa. Es decir, el país cuyas fronteras se desplazan mantendrá el carácter democrático de sus instituciones al conectar a su pueblo y los derechos que deben hacer valer, pero su jurisdicción ya no sería estrictamente territorial. El ejemplo obvio es cuando los migrantes en pateras son detenidos por la guardia costera de un país en alta mar. Los agentes no deberían poder alegar que las embarcaciones de los migrantes no están bajo la jurisdicción del país que los detiene, porque la jurisdicción no es exclusivamente territorial, sino principalmente la capacidad de ejercer control sobre las personas (Shachar, 2020). Esta fluctuación de la frontera es admisible por motivos democráticos, ya que tanto el derecho estatal como el internacional deben ajustarse a la toma de decisiones democráticas (de cada país) de manera que las instituciones cosmopolitas lleven consigo la legitimidad. Toda jurisdicción (incluso las jurisdicciones legales cambiantes y superpuestas) puede ser legítima siempre que para cada decisión haya aportaciones democráticas. Los cosmopolitas democráticos aceptarían la externalización, siempre y cuando los acuerdos entre países también pusieran los derechos internacionales a disposición de los individuos cuando se encuentren con agentes de la ley, independientemente de su ubicación (Shachar, 2020, 75).

Para los cosmopolitas democráticos, la solución a la externalización es reforzar la posibilidad de asilo en lugar de restringirla. A diferencia de los soberanistas, los cosmopolitas no se empeñan en contener a los pueblos dentro de un área determinada, no haciendo depender los derechos de las instituciones de base territorial. En este caso, los derechos que provienen del derecho internacional tienen prioridad sobre las preocupaciones de exclusión territorial. Aunque los Estados normalmente sólo aceptan la responsabilidad cuando las personas han estado efectivamente bajo la jurisdicción de sus agentes, cuando enfatizamos la conexión entre pueblo y derecho, cada agente lleva la ley consigo independientemente de dónde se encuentre. Por ejemplo, cuando los agentes se encuentran con solicitantes de asilo en alta mar, suelen tratar de establecer que no estaban bajo la jurisdicción de un Estado determinado. Sin embargo, los cosmopolitas democráticos no se basarían en el territorio, sino en el hecho del control que los agentes ejercen sobre los migrantes (Shachar, 2020, 77). Esta desterritorialización de la jurisdicción conlleva un potencial emancipador porque permite que quienes se encuentran con los agentes estén siempre bajo la protección del derecho del Estado que patrocina al agente (y, por tanto, también bajo la protección del derecho internacional).

Sin embargo, al renunciar a la conexión con el territorio, el cosmopolitismo democrático también pone en tela de juicio la legitimidad del sistema estatal territorial en el que descansan los derechos. Si el pueblo determina la legitimidad de cada estado, entonces ésta depende de quienes habitan el territorio al que está vinculado el derecho. En la versión ideal del cosmopolitismo democrático, esto no sería un problema porque el derecho democrático local debería armonizar siempre con los derechos humanos. Sin embargo, en la práctica, la distinción entre ciudadanos y extranjeros siempre crea jerarquías, y las leyes democráticas de diferentes pueblos pueden, de hecho, entrar en conflicto. El desplazamiento de las fronteras da a los Estados poderosos excusas para ejercer su influencia sobre los pequeños, y la ampliación del control fronterizo priva de derechos a las personas que se desplazan, que ahora están legalmente a merced del Estado que les encuentre en cualquier lugar. En el ejemplo de Estados Unidos, México y Centroamérica, la extraterritorialidad de la ley estadounidense es vista por parte de la gente del Sur claramente como una imposición opresiva de un Estado fuerte sobre sus vecinos más débiles. Cuando los agentes mexicanos detienen a migrantes de Centroamérica, siguen siendo agentes mexicanos en territorio mexicano (en teoría sujetos a la ley democrática de su país), pero aun así, se preguntan: “¿Para quién estoy trabajando?” (Campos-Delgado y Côté-Boucher, 2022, 5). Si en efecto están trabajando para Estados Unidos, entonces esos inmigrantes que detienen están bajo el control de facto de una potencia extranjera. Es precisamente su efecto el que los académicos describen como «externalización». Si EE.UU. ejerciera también ese poder de jure, estaríamos ante una situación abiertamente colonial.

La idea de que los funcionarios llevan la ley consigo es atractiva en el contexto específico de los solicitantes de asilo que intentan desesperadamente llegar al territorio y tocar suelo como condición para la protección legal de un Estado al que quieren emigrar. Si se de preferencia a la relación de derecho y pueblo, entonces los agentes llevan consigo la ley, y los solicitantes podrían acceder a sus derechos sin tener que llegar físicamente a la frontera y sin ponerse en peligro. Sin embargo, este es un enfoque limitado, porque las consecuencias de legalizar la externalización de fronteras tendrían un impacto mucho mayor en otros ámbitos. Hay muchas circunstancias, además de la migración, en las que la desterritorialización de la jurisdicción permitiría a los funcionarios extranjeros formalizar su influencia sobre los Estados más débiles. Si el poder legal de los funcionarios estatales se convierte en una influencia de jure, y no sólo de facto, los asesores militares que se suelen utilizar en el extranjero se convertirían en responsables de la toma de decisiones legalmente sancionados. Esto socava efectivamente a los pueblos democráticos que no son «dueños de su propia casa». La cuestión de la solicitud de asilo se transformaría en muchas otras cuestiones de soberanía territorial, incluyendo la presencia de funcionarios de otros países y la aplicación extraterritorial del derecho, creando un conflicto jurisdiccional e imponiendo la ley del más fuerte contra el débil. Por ejemplo, aunque está claro que la bahía de Guantánamo está bajo el control de Estados Unidos, y que los estadounidenses no deberían utilizar el territorio para externalizar en las costas cubanas prácticas que son ilegales en Estados Unidos, también está claro que aceptar legalmente la jurisdicción de jure y de facto equivaldría a reconocer la soberanía colonial sobre esa zona (en lugar de considerarla un territorio arrendado bajo coacción).

Además, sin un límite legal claro para el control territorial, socavamos las numerosas ventajas de la jurisdicción territorial. La espacialización del derecho que se produjo a principios de la modernidad tiene algunos problemas, pero también tiene muchas ventajas: la más importante es que —en teoría— el derecho se aplica de forma uniforme en una zona, en lugar de hacerlo de forma selectiva a través del estatus personal. Sin embargo, la externalización de las fronteras y la desterritorialización del derecho restablece una forma de jurisdicción personal, es decir, el poder que tiene un ordenamiento jurídico para tomar una decisión con respecto a un individuo en función de su estatus, independientemente de su ubicación (un buen ejemplo de ello son las cortes marciales, el derecho canónico premoderno o las decisiones debidas al estatus migratorio de una persona). Esto hace posible que el derecho siga a los individuos más allá del territorio de un Estado, pero requiere un ordenamiento jurídico en el que alguien debe distinguir entre los que son seguidos por leyes extranjeras y los que no. Esto da aún más poder a cualquier Estado que pueda ejercer el poder extraterritorialmente. Así, un nuevo orden de jurisdicción territorial y personal superpuesta amenaza la igualdad democrática entre las personas y entre los Estados.

Además, cuando los migrantes piden asilo desde lejos, se hace más difícil para los migrantes que ya están presentes en un territorio determinado reclamar derechos sobre la base de la presencia. La presencia —y sobre todo la presencia prolongada— deja entonces de ser una prueba de que los que están aquí están dentro de la jurisdicción de un país y ya forman parte del orden social. Al igual que el soberanismo, el cosmopolitismo democrático tiene muchas ventajas en su versión ideal, pero señala muchos problemas en circunstancias no ideales.

 

3. El modelo de la cuenca hidrográfica

 

En los debates actuales, puede parecer que el soberanismo y el cosmopolitismo democrático son los únicos enfoques disponibles. Sin embargo, hay un tercer lado del triángulo. Esta respuesta a las fronteras cambiantes se centra en el territorio. Mantiene los vértices del territorio y derechos en su lugar, y prescinde del pueblo como grupo fijo definido por el estatus legal o la ciudadanía. Llamo a esta respuesta al cambio de fronteras «modelo de cuenca», porque tiene en cuenta las características geográficas y el medio ambiente (el modelo original se basaba en cuencas hidrográficas reales e instituciones de reparto del agua, cf. Ochoa Espejo, 2020). Como respuesta a las prácticas actuales de vigilancia de la migración (especialmente la «externalización»), el modelo pretende mantener la frontera legal en la frontera geográfica (aunque reconoce que en la práctica las fronteras son procesos en constante cambio). Pero en lugar de imaginar el territorio como un contenedor, o como la propiedad privada de un determinado grupo identitario, el modelo valora la presencia y la participación política de quienes se encuentran en el territorio, independientemente de su estatus legal. Por tanto, el modelo de cuenca considera al sujeto de la política en términos de residencia o presencia, más que de identidad. Es decir, aunque el modelo mantiene el territorio y desarrolla el derecho en relación con ese espacio, permite el movimiento de los individuos a través de las fronteras y otorga derechos y responsabilidades a los que están aquí, donde «estar aquí» se refiere no sólo a la presencia dentro de las fronteras legales (Bosniak, 2007), sino también a las relaciones de los presentes en un espacio determinado con los hechos ambientales que conforman su vida en común.

Al igual que las otras dos respuestas, el modelo de cuenca surge de la preocupación por la legitimidad. La legitimidad surge del respeto a los derechos y de la elaboración democrática de las leyes, pero a diferencia de las otras dos respuestas aquí, el demos no se imagina como un grupo definido por el estatus, sino que se define por la presencia. Esta respuesta pone de manifiesto que el principal objetivo del actual desplazamiento de las fronteras es mantener a la gente fuera del territorio, o hacer distinciones entre las personas que se consideran dignas de refugio y las que son «sólo» migrantes económicos. Cuando los Estados desplazan la frontera para impedir que los migrantes lleguen a su territorio legal, o cuando amplían el mandato de las patrullas fronterizas y de la policía de inmigración dentro del territorio, trabajan con el supuesto de que se puede separar a las personas en grupos según su estatus legal. Es decir, en ese modelo se asume que el derecho se aplica de forma diferente sobre las distintas personas. Sin embargo, si miramos a través de la lente de la cuenca hidrográfica podemos ver que no hay ninguna buena razón para hacer tales distinciones por motivos democráticos: la única manera de respetar la igualdad entre las personas y asignar derechos de pertenencia social y cívica es centrándose en los límites territoriales del derecho. La legitimidad democrática exige que todas las personas sean iguales bajo la jurisdicción territorial del Estado. Así, el modelo de cuenca aclara por qué «ninguna persona es ilegal» y por qué las personas indocumentadas que han estado viviendo en el Estado pueden exigir derechos por el mero hecho de estar aquí.

Para garantizar la legitimidad democrática, el modelo de cuencas hidrográficas mantiene el territorio y la ley estables, pero también reconoce que no podemos detener todos los movimientos a través de las fronteras. Por ello, para hacer frente al problema de las fronteras cambiantes, no intenta que el derecho se ponga al día con la expansión del poder del Estado, ni trata de realinear a las personas y el territorio a expensas de los que cruzan. Por el contrario, trata de disolver los supuestos de que existen diferentes estatus personales dentro de una determinada jurisdicción territorial. Para las otras dos posturas (que buscan la alineación del pueblo y el territorio, o del pueblo y los derechos) una persona puede ser un ciudadano o un extranjero. Una persona puede incluso ser una excepción a la ley, bien porque conlleva obligaciones o/e inmunidades extraterritoriales, bien porque está indocumentada y no tiene un estatus claro. Pero para el modelo de cuenca, estas distinciones no deberían tener peso legal. Están asociadas a la aplicación selectiva de las leyes sobre personas con diferentes estatus legales y, por tanto, son antitéticas a la igualdad que fundamenta la legitimidad en los órdenes democráticos. Así que la solución ideal para el modelo de cuenca es deshacerse de los estatus legales personales y centrarse en las jurisdicciones territoriales, donde los derechos son accesibles exclusivamente por presencia.

Para definir la participación política por presencia, el modelo se centra en las obligaciones políticas específicas de cada lugar. Al igual que las cuencas hidrográficas, los territorios crean obligaciones únicas entre los que se encuentran dentro de un espacio determinado, y estas obligaciones, a su vez, establecen colectivos políticos que pertenecen a ese lugar. Al igual que cada miembro de una nación tiene obligaciones especiales con otros nacionales, aquí, en cambio, los que están presentes en un lugar tienen obligaciones con los que están físicamente cerca de ellos. Un buen ejemplo de las obligaciones específicas de un lugar es la responsabilidad que existe en una cuenca hidrográfica de no contaminar el agua de un río para los que están aguas abajo. Las obligaciones específicas de un lugar tienen importancia política porque están estrechamente relacionadas con el gobierno: los gobiernos guían las decisiones administrativas y políticas que coordinan la acción colectiva en determinados lugares. Estas decisiones determinan cómo creamos el territorio y cómo diseñamos las zonas urbanas y rurales: cómo circulamos, cómo planificamos las ciudades y cómo pensamos en los espacios privados, públicos y sagrados. El modelo de cuenca otorga derechos a quienes tienen obligaciones específicas en un territorio determinado.

Pero si el territorio y los derechos se mantienen en su lugar, y si la participación se define por la presencia, esto parece favorecer a los que están asentados ya en una zona determinada. ¿Qué significa esto para los que se desplazan? Y, en particular, ¿qué significa para los inmigrantes o los solicitantes de asilo? El actual orden estatal tripartito (que busca que territorio, pueblo y derechos coincidan) crea espacios legales exclusivos a los que pertenece un grupo bien definido de personas. Pero le resulta difícil dar cabida al movimiento. En teoría, esto disuelve los limbos legales, porque cada persona está en algún lugar en cualquier momento. Cuando los derechos se definen y adquieren por la presencia, pueden ejercerse en cualquier territorio en el que el individuo se encuentre (y en las zonas donde no hay una jurisdicción territorial clara, como en alta mar, “la ley sigue al pabellón”). En la práctica, por supuesto, no todos los territorios son iguales y no todos los ámbitos jurídicos garantizan los derechos legales de la misma manera. Los individuos quieren moverse entre países y espacios legales y acudir a donde hay más oportunidades y menos inseguridad. Esto incentiva a los Estados a vigilar las fronteras y crea un modelo “duro por fuera y blando por dentro”, como lo describió Linda Bosniak (2006, 4). ¿Cómo puede el modelo de la cuenca hacer frente al interior blando/exterior duro? La respuesta es que el problema sólo surge cuando los derechos otorgados por la presencia se superponen a un modelo de pertenencia identitaria (donde el pueblo se define por la identidad y la ciudadanía). Cuando los derechos se definen por la identidad, los países tienen incentivos para mantener a los extranjeros fuera, pero cuando la ciudadanía se define por la presencia exclusivamente, entonces el énfasis se pone en asegurarse de que los que vienen cumplen con sus deberes específicos del lugar, en lugar de impedir su entrada. (Y también cambian los incentivos para los que pretenden entrar, porque los derechos que se adquieren con la entrada son derechos específicos del lugar, en lugar de privilegios de pertenencia identitaria). En la práctica, esto significa que un modelo que busca mantener el territorio y los derechos en su lugar, es compatible con la movilidad humana e incluso con las fronteras abiertas.

Un buen ejemplo de que este modelo puede funcionar lo encontramos en la frontera sur de México. Antes de que EE.UU. presionara a México para que controlara la migración desde Centroamérica (es decir, antes de la «externalización» de la frontera), las autoridades mexicanas gobernaban la frontera tratando de integrar a los migrantes y refugiados centroamericanos en el territorio: a efectos prácticos, México y Guatemala tenían fronteras abiertas antes de los pánicos migratorios de los años 80 y 90. La identidad, además, no era un marcador para los migrantes que compartían lengua, cultura y fenotipo físico con los mexicanos locales. México tenía una generosa política de asilo para los refugiados de la guerra civil guatemalteca (Herrera y Ojeda, 1983, 430).

Como analizo en la siguiente sección, este tercer tipo de respuesta a las fronteras cambiantes parece poco probable hoy en día debido a las respuestas racializadas y xenófobas de Europa y Estados Unidos a las crisis de asilo de principios del siglo XXI. Pero una respuesta diferente no es imposible, y puede ser necesaria en tiempos de emergencia planetaria.

 

4. Movimiento y política en tiempos de crisis planetaria

 

Mientras que tenemos alguna experiencia de cómo se ven en la práctica el modelo soberanista y el cosmopolita democrático, está menos claro cómo aplicar el modelo de la cuenca hidrográfica, y al principio, puede sonar como una utopía medioambiental. En realidad, el modelo ya ha sido ampliamente utilizado (Ochoa Espejo, 2020, caps. 9, 10 y 11). A largo plazo, puede responder mejor a los retos que supone el cambio de fronteras en tiempos de crisis planetaria, ya que puede acomodar mejor las grandes migraciones que probablemente no se detendrán con los cambios climáticos. Además, esta tercera respuesta puede servir para coordinar la acción a través de las fronteras, sobre todo cuando se trata de preocupaciones internacionales como la pobreza global y el cambio climático. El modelo también permite comprender mejor los movimientos ascendentes, y es un modelo que da mejor cabida al activismo espontáneo de los migrantes y las comunidades que intentan resistir al Estado.

En la práctica, el modelo de cuenca reacciona a los cambios en las fronteras manteniéndolas en su sitio. Es decir, hace retroceder a los agentes fronterizos a la frontera geográfica y limita su ámbito de actuación dentro y fuera del territorio legal del Estado. Al hacer hincapié en el territorio, pone de relieve las obligaciones locales, especialmente las relacionadas con el desarrollo y los recursos materiales. En su versión ideal, se centra en la sostenibilidad, concretamente en las relaciones de los residentes con la tierra y el medio ambiente. El enfoque en las relaciones materiales también resta importancia a las diferencias personales de identidad entre los presentes en una zona determinada.

Aunque está claro que un Estado puede politizar las diferencias de identidad, y que éstas pueden convertirse en un tema destacado que refuerce la necesidad del Estado de vigilar y controlar las fronteras (esto es especialmente claro cuando se trata de racializar a los inmigrantes), también es cierto que la importancia de estas diferencias aumenta y disminuye en función de los objetivos del Estado y de las circunstancias sociales. Por ejemplo, en la frontera sur de México no siempre se enfatizó, criminalizó o racializó la identidad como se ha hecho desde principios de la década de 2000. Aunque la frontera actual de Estados Unidos ha cambiado de ubicación y se ha adentrado más en México a medida que Estados Unidos se preocupa más por la inmigración centroamericana, las intervenciones anteriores de Estados Unidos en la zona eran diferentes. Antes de los años 90, la intervención era ideológica y geoestratégica. En los años setenta y ochenta, Estados Unidos presionó a México para que vigilara la frontera bajo el supuesto de que la guerrilla izquierdista podría extenderse desde el sur. La “teoría del dominó” que entonces prevalecía en Estados Unidos, veía a México como un dique contra el desbordamiento del comunismo en la región. El Estado mexicano también ha tenido otras preocupaciones en la zona. Durante las décadas de 1980 y 1990, su temor a la revolución en Chiapas llevó al gobierno a invertir recursos en programas de desarrollo, reforma agraria y otras políticas centradas en las comunidades agrícolas. Las políticas buscaban suavizar el golpe del desarrollo capitalista que traía la agricultura industrial (sobre todo la ganadería, el café y las plantaciones de mango), y al mismo tiempo defender los intereses de los grandes terratenientes de la zona, y desarrollar áreas de extracción de petróleo. Todo esto ocurrió mientras los refugiados de la guerra civil en Guatemala llegaban al país y eran reubicados en campos de refugiados (de hecho, nuevas ciudades), que el gobierno mexicano albergó durante décadas (Paz, 1985). Estas políticas no fueron desarrolladas explícitamente con preocupaciones de sustentabilidad en mente (ciertamente no usando un modelo de cuenca explícitamente), pero ilustran claramente que aún en las circunstancias no ideales del siglo pasado, los Estados han gobernado las fronteras de diferentes maneras, y a menudo éstas no requerían asegurar la migración y segregar a los refugiados, o cambiar las fronteras de lugar.

La respuesta del modelo de la cuenca al cambio de fronteras también es útil porque deja espacio para comprender aspectos de las fronteras y del control fronterizo además de la preocupación por el destino de los solicitantes de asilo. Los Estados no sólo cambian o reorganizan las fronteras con el fin de controlar la migración, sino que también cambian las prácticas con fines geoestratégicos y cuando buscan el control extraterritorial de los recursos naturales (a través de la minería, la agricultura industrial o la gestión del agua). El modelo de las cuencas hidrográficas reconoce estas preocupaciones estatales y trata de abordar las políticas de los Estados a este nivel más profundo centrándose en el aspecto territorial, que distingue este vértice del triángulo del cosmopolitismo democrático (y a diferencia del soberanismo, aquí el énfasis territorial no está en el territorio como propiedad del pueblo, sino en los derechos y obligaciones que relacionan a las personas con el entorno físico). Esta respuesta también nos ayuda a entender las reacciones políticas de base contra las políticas estatales en la frontera, sobre todo para ver las respuestas de quienes se encuentran en la encrucijada del poder estatal.

Por ejemplo, recientemente, la conexión entre territorio y derechos ha sido retomada por los activistas de los derechos indígenas y los pensadores anticolonialistas. Ante la destrucción del medio ambiente, los activistas indígenas de América Latina empezaron a transformar el significado tradicional de la palabra «territorio» como “un área de tierra reclamada por un Estado” (Storey, 2020, 1). En lugar de concebir el territorio como los límites geoespaciales de un Estado representados en un mapa, estos activistas consideraron las relaciones que sus comunidades habían establecido con la tierra como fuente, sustento y forma de vida. Por ello, rompieron la antigua asociación entre la «defensa del territorio» y los fines militares o nacionalistas, y la vincularon a las luchas políticas contra la degradación medioambiental. Estos nuevos defensores del territorio trataron de impedir que las empresas multinacionales (que a menudo estaban confabuladas con los gobiernos nacionales) extrajeran los recursos naturales de las zonas que sustentaban los modos de vida tradicionales. Para impedir esa extracción explotadora de minerales o productos agrícolas (a menudo justificada en nombre de la soberanía nacional), adoptaron una concepción del territorio en la que las relaciones éticas con la tierra tienen prioridad moral sobre la soberanía popular o la voluntad nacional. Según esta concepción, las obligaciones y los derechos políticos no caen del cielo sobre los individuos a través de las instituciones estatales. Por el contrario, los derechos y las obligaciones surgen de las normas locales. Así, las comunidades y los individuos se relacionan entre sí a través de obligaciones mutuas mediadas por la tierra, y asumen la responsabilidad de reproducir la vida en los lugares que habitan. Estas obligaciones se justifican cuando apoyan modelos sostenibles de uso de los recursos, especialmente del agua. Para estos «defensores del agua y del territorio»”, los ríos y las cuencas hidrográficas representan relaciones valiosas entre personas, animales y cosas. Por tanto, no es la soberanía nacional o la independencia territorial lo que justifica y define el territorio, sino la sostenibilidad ambiental. En consecuencia, esta tercera respuesta a las fronteras cambiantes puede dar cabida a los movimientos transnacionales que se nutren de la política local para resistir el control estatal en la frontera y a través de ella.

El activismo ascendente de los migrantes que se organizan en caravanas o de los ciudadanos que ayudan a las personas que se desplazan también se capta mejor en un modelo que considera que los derechos surgen de la participación y no como una prerrogativa del Estado y sus funcionarios. En los últimos años, los movimientos de solicitantes de asilo que se organizan demuestran que la participación local y la conexión de los movimientos locales tiene efectos transnacionales (Mountz, 2020; Hidalgo, 2015).

El modelo de las cuencas hidrográficas puede contrarrestar los efectos de la vigilancia policial de los Estados, nos permite comprender e incentivar los movimientos de base, y tiene la ventaja añadida de prepararnos para hacer frente al inevitable movimiento de personas que aumentará debido a las crisis planetarias provocadas por el cambio climático. Si las fronteras cambiantes son un problema porque socavan los derechos de las personas en movimiento y tratar de restaurar un modelo estático ineficaz no es una solución prometedora, el modelo de cuenca ofrece una fuente de legitimidad al tiempo que reduce los excesos del control de fronteras.

 

5. Conclusión

 

El trilema del desplazamiento de las fronteras ilustra tres posibles respuestas cuando derechos, pueblo y territorio se desajustan. Esta situación es evidente cuando las fronteras estatales «se desplazan». En la frontera, estos elementos suelen cambiar, pero un modelo estático que los alinea sigue guiando la política y las actuaciones, porque la idea de armonía entre esos tres elementos ha justificado tradicionalmente a los Estados y sus fronteras. En el relato tradicional, el territorio estatal y las fronteras excluyentes se justifican porque hay pueblos independientes a los que pertenecen los territorios, y porque las fronteras de la ley permiten a los Estados hacer valer los derechos. Las fronteras legales permiten la igualdad jurídica, la ciudadanía y la autodeterminación de un pueblo. A su vez, la idea de la autodeterminación colectiva sostiene a los Estados independientes dentro del sistema estatal internacional y fundamenta los derechos humanos a través de la práctica jurídica internacional. Por lo tanto, los Estados siguen buscando la alineación de derechos, pueblo y territorio. Cuando no es posible una alineación completa (porque las personas o las fronteras se desplazan), estas respuestas tratan de armonizar al menos dos de los tres elementos, incluso cuando esto significa sacrificar el tercero. Las tres respuestas al trilema muestran cómo reaccionan los Estados, los profesionales, los académicos y los activistas ante los desplazamientos a través de las fronteras, y cada una de ellas pone de relieve importantes valores en juego.

Hoy está en juego la vida de los solicitantes de asilo. Estas personas tienen derecho a que sus casos de asilo sean escuchados, y los Estados no deberían dificultar sus viajes. La urgencia de esta situación exige que los estudiosos propongan alternativas a la gestión actual de las fronteras y deshagan las tendencias ilegales del desplazamiento de las mismas. Las propuestas actuales sobre lo que hay que hacer se encuadran probablemente en una de las tres respuestas que aquí se modelan: el soberanismo, el cosmopolitismo democrático y el modelo de la cuenca hidrográfica. El soberanismo busca alinear al pueblo y al territorio, porque prioriza los derechos de los ciudadanos actuales. El cosmopolitismo democrático propone que derechos y pueblo se alineen, de manera que el derecho siga a sus funcionarios dondequiera que se encuentren, incluso cuando este movimiento sacrifica los límites tradicionales de la jurisdicción territorial y la independencia de otros estados. Por último, el modelo de la cuenca hidrográfica hace hincapié en la conexión del territorio y los derechos, y se centra en la presencia más que en la identidad. Cada una de estas respuestas puede ser apropiada en algunas circunstancias, pero en nuestro momento actual, puede que necesitemos pensar en términos de cuencas hidrográficas.

Las actuales crisis migratorias son sólo un aspecto de un reto más amplio para la gobernanza democrática, y este reto se agravará a medida que se multipliquen las crisis planetarias creadas por el cambio climático y la falta de visión en la sostenibilidad medioambiental. A medida que los huracanes, las inundaciones, las olas de calor y las pandemias se vuelvan más comunes, la migración no hará más que aumentar. El modelo de cuencas hidrográficas sobre las fronteras y el control de las mismas propone soluciones y aspiraciones a largo plazo para las personas que se desplazan, y da herramientas para que los que se quedan se ocupen de los territorios, que a su vez son vulnerables a las crisis que se avecinan. A largo plazo, sólo la autoorganización de las localidades y de las personas que están allí —aunque sea de paso— será el terreno para la gobernanza democrática.

 

Referencias

 

Alvarez, C.J. (2019), Border Land, Border Water: A History of Construction on the Us-Mexico Divide, University of Texas Press.

Avila Solana, E. (2020), “Europa frente a los problemas del Sahel”, en: Cuadernos de la Guardia Civil 60: 7-31.

Benhabib, S. (2006), Another Cosmopolitanism, Oxford UP.

Bosniak, L. (2006), The Citizen and the Alien, Princeton UP.

Bosniak, L. (2007), “Being Here”, en: Theoretical Inquiries in Law 8 (2): 389-410.

Brock, G. (2020), Justice for People on the Move, Cambridge UP.

Burridge, A., N. Gill, A. Kocher y L. Martin (2017), “Polymorphic Borders”, en: Territory, Politics, Governance 5 (3): 239-51.

Campos-Delgado, A., y K. Côté-Boucher (٢٠٢٢), «Tactics of Empathy: The Intimate Geopolitics of Mexican Migrant Detention», en Geoplotics. DOI: 10.1080/14650045.2022.2039633

Carling, J., y M. Hernández Carretero (2011), “Protecting Europe and Protecting Migrants?”, en: British Journal of Politics and International Relations 13: 42-58.

Casas-Cortes, M., S. Cobarrubias y J. Pickles (2015), “Riding Routes and Itinerant Borders: Autonomy of Migration and Border Externalization”, en: Antipode 47 (4): 894-914.

Cohen, E. (2020), Illegal: How America’s Lawlwess Immigration Regime Threatens Us All, Basic Books, 2020.

Diaz Briseño, J. (2022), “Presume ‘Doblar’ a AMLO”, en: Reforma (25 de abril).

Diener, A. C. y J. Hagen, eds. (2010), Borderlines and Borderlands, Rowman and Littlefield.

Gavrilis, G. (2008), The Dynamics of Interstate Boundaries, Cambridge UP.

Herrera, R., y M. Ojeda (1983), “La política de México en la región de Centroamérica”, en: Foro Internacional 23 (4): 423-40.

Hidalgo, J. S. (2015), “Resistance to Unjust Immigration Restrictions”, en: Journal of Political Philosophy 23 (4): 450-470.

Kanno-Youngs, Z. (2020), “Homeland Security Chief Defends Deployments in Portland”, en: The New York Times, August 6 2020.

Miller, D. (2016), Strangers in Our Midst, Harvard UP.

Mountz, A. (2020), The Death of Asylum: Hidden Geographies of the Enforcement Archipielago, University of Minnesota Press.

Nail, T. (2016), Theory of the Border, Oxford UP.

Ochoa Espejo, P. (2020), On Borders: Territories, Legitimacy, and the Rights of Place. Oxford UP.

Paz, M. E. (1985), “La Frontera Sur”, en: Revista Mexicana de Sociología 47 (1): 25-38.

Shachar, A. (2020), The Shifting Border: Ayelet Shachar in Dialogue. Manchester UP.

Stilz, A. (2009), “Why Do States Have Territorial Rights?”, en: International Theory 1(2): 185-213.

Stilz, A. (2019), Territorial Sovereignty: A Philosophical Exploration, Oxford UP.

Storey, D. (2020), “Territory and Territoriality”, en: D. Storey (ed.), A Research Agenda for Territory and Territoriality, Edward Elgar.

Varo, L., L. Sevillano Pires, y F. Peregil (2022), “¿Qué sucedió en la frontera de Melilla? El paso a paso de la tragedia.” El País, 2 de Julio 2022.

Walzer, M. (1993), Las esferas de la justicia, FCE.

Ypi, L. (2012), “A Permissive Theory of Territorial Rights”, en: European Journal of Philosophy 22 (2): 288-312.