Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 215-220

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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GARCÍA MORIYÓN, Félix (2021): La educación moral, una obra de arte. Prólogo de Carmen Azaustre Serrano. Madrid: PPC. 150 pp.

¿En qué debería consistir la educación moral que tendría que impartirse en la enseñanza formal, en escuelas de Primaria y en Institutos de Secundaria? ¿Qué se está haciendo y, sobre todo, qué sería adecuado hacer para que las nuevas generaciones realmente reciban una educación moral de calidad? Para dar respuesta a estas preguntas, el autor de este ensayo ha redactado un magnífico texto que se lee con fluidez y que transmite cordialidad y sensatez. El profesor García Moriyón, que ha ejercido la docencia en Filosofía durante muchos años en Institutos de Bachillerato y en la Universidad Autónoma de Madrid, comparte con nosotros, sus lectores, unas atinadas reflexiones que se nota que son fruto de toda una vida de práctica educativa en las aulas. Se agradece la oportunidad de leer un texto apasionado, escrito por alguien que ha amado y sigue amando la difícil profesión de profesor. Es un texto «cargado de futuro», como decía Celaya acerca de la buena poesía. Porque es un texto que intenta, desde la primera línea hasta la última, contagiar a quien lo lea de una actitud positiva hacia la tarea de educar moralmente, que resulta ser una de las tareas más hermosas y satisfactorias que se pueden emprender, a pesar de la enorme dificultad que entraña su desempeño y de lo incierto del resultado.

El libro consta de un amable prólogo de la directora de la revista Crítica, una Introducción y ocho capítulos. Va de lo más general (1: en qué consiste la educación formal, 2: para qué vamos a la escuela, 3: el contexto secularizado y pluralista de la educación moderna, 4: los valores en los que debe centrarse la educación moral en ese contexto) a lo más particular (5: qué ética debe adoptar el profesorado, 6: qué significa crear en el aula una comunidad de investigación, 7: cómo avanzar hacia la creación de centros escolares democráticos y cómo fomentar la participación de las familias en la escuela, y finalmente, 8: cómo enfocar la educación como una obra de arte). Cada capítulo finaliza con una selecta bibliografía comentada, en la que figuran las fuentes utilizadas y también algunas meramente recomendadas. El conjunto es una propuesta solvente por diversas razones: está bien fundamentada, es razonable, contiene consejos prácticos que el propio autor ha validado con éxito y consigue, a mi juicio, compaginar la utopía con la realidad; es una propuesta de educación moral éticamente deseable, políticamente comprometida, pero no partidista, y pedagógicamente realizable si se cuenta con un mínimo de apoyos en cualquier centro educativo. Su lectura puede servir como guía teórica y práctica para profesionales de la enseñanza de cualquier especialidad y nivel educativo (incluido el nivel universitario, aunque según mi experiencia de 28 años de profesor universitario y 15 de profesor de Secundaria, en la universidad se puede aplicar la propuesta si se hacen algunas adaptaciones de cierto calado).

Desde el punto de vista formal, en esta primera edición he detectado unas 50 erratas, que ojalá sean corregidas en las próximas ediciones, y de ese modo realzar la excelencia de esta obra, por lo demás muy cuidada en cuanto a maquetación, tipo de letra, espaciado y demás, salvo en el detalle de que los capítulos no van numerados. Las personas que han estado a cargo de la edición han hecho un buen trabajo, que únicamente encuentro mejorable en el exceso de erratas y en la falta de numeración de los capítulos.

Desde el punto de vista de los contenidos, voy a comentar algunas cuestiones que me parecen especialmente relevantes. En primer lugar, hablar de «educación moral» implica repensar el concepto de educación y el concepto de moral, además de preguntarse si es posible y necesaria una actividad que merezca el nombre de «educación moral». En cuanto al concepto de educación, considero que García Moriyón estaría de acuerdo con Kant en que el ser humano es el único animal que necesita ser educado (no meramente adiestrado) y en que el ser humano es lo que la educación hace de él. La educación es un proceso que comienza en el nacimiento y solo termina con la muerte, aunque tiene una particular importancia en la etapa anterior a la vida adulta, una etapa en la que nos hacemos con un bagaje formativo que es básico para la supervivencia, para la convivencia y para llevar a cabo cualquier proyecto personal de vida plena. En ese proceso educativo, el componente de la formación moral es absolutamente necesario, decisivo, imprescindible. De ahí que la educación moral se presente aquí como una actividad que exige atención, esfuerzo y recursos. El autor se queja, con razón, de que en nuestro país no se han tomado las medidas necesarias para garantizar una educación moral de calidad en los centros educativos de la educación formal. De ahí que vea necesaria una aportación teórica como la suya, que no se limita a denunciar este déficit, sino que tiene la pretensión de ofrecer unas orientaciones básicas sobre el modo de paliarlo. En este sentido, encontramos en esta obra algunas indicaciones dedicadas a la Administración Educativa, otras dedicadas a los padres y madres del alumnado, y otras muchas (tal vez la mayor parte) dedicadas al profesorado.

Desde el punto de vista ético, es interesante resaltar que el autor transforma la pregunta kantiana que da sentido a la Ética («¿qué debemos hacer?») por esta otra: «¿qué clase de persona quiero ser y en qué tipo de mundo quiero vivir?». Esta es la pregunta clave que hay que responder con la educación moral, según García Moriyón. El educador ha de poner los medios para que el alumnado se la plantee en serio. La Administración educativa debería poner los medios para que el educador pueda suscitar la pregunta y para que el alumnado pueda buscar respuestas con ayuda de los adultos. Y los padres y madres deberían colaborar, en la medida de sus posibilidades, para que esta búsqueda de respuestas que se lleva a cabo en la educación formal, culmine con éxito en forma de ciudadanos reflexivos, críticos, solidarios, cuidadosos de los demás y del medio ambiente. En otras palabras: la educación moral va encaminada (en principio) a formar personas para un presente y un futuro en el que se conjuguen dos metas que no siempre es fácil conjugar:

garantizar la conformidad social de niños y adolescentes y al mismo tiempo la adquisición de una formación crítica, cuidadosa y creativa que les permita insertarse en la sociedad con capacidad de innovar y buscar nuevas respuestas para nuevas preguntas. (p. 15).

Pero el autor señala, acertadamente, que en la práctica las cosas no son tan sencillas: a la hora de la verdad, parece que los adultos preferimos el control social frente al aumento de la libertad del alumnado, y optamos por el credencialismo (acreditación de las capacidades mediante títulos y diplomas) frente al crecimiento personal (p. 44). La educación formal se ha ido transformando, en gran medida, en un sistema que no acaba de cumplir los elevados objetivos proclamados solemnemente en las leyes y en las declaraciones internacionales, y en su lugar nos ofrece como resultado un alumnado que

desarrolla una competencia peculiar: ser capaz de memorizar significativamente contenidos que, repetidos en un examen, les permitirán aprobar y seguir adelante, pero que serán olvidados muy pronto. (p. 41).

Muchos de los esfuerzos que se hacen para procurar una educación de calidad parecen diluirse ante un «currículo oculto» que transmite al alumnado un «disciplinamiento» (Foucault) encaminado a reforzar la imagen de una sociedad en la que «los papeles están bien repartidos: unas personas mandan y otras obedecen» (p. 39).

Pero que no cunda el pánico: a pesar de los enormes condicionamientos que afectan a la educación formal, todavía tiene sentido abrir espacios de aprendizaje en los que sea posible una educación de calidad y una educación moral que esté a la altura de los enormes retos que la humanidad tiene que afrontar en estos momentos de crisis mundial. La clave puede estar en que el profesorado recupere el sentido de la profesión que está ejerciendo y se percate de que

la educación es, sobre todo, una tarea social y política: el logro de personas moralmente educadas, algo parecido a lo que en el mundo clásico grecolatino llamaban el “floruit” o la plenitud personal. Se trata de lograr que lleguemos a ser buenas personas. Eso nos permite establecer un ponderado equilibrio entre la búsqueda de la felicidad y algo que es previo a esa felicidad: ser dignos de la misma. (p. 45).

Es muy relevante la insistencia del profesor García Moriyón en que la formación ética del profesorado se realice mediante la creación de asignaturas específicas de Ética en los centros universitarios (pp. 16 y 87). No es tan clara la apuesta por la existencia de una asignatura de Ética en la enseñanza primaria y secundaria, y pareciera que se apuesta más bien por la transversalidad de una formación moral encomendada a todo el profesorado de todas las materias.

Quizá el núcleo de esta obra se encuentre en el capítulo 4, titulado precisamente «Educación moral»: allí expone que esta debe contar con los siguientes elementos: 1) centrarse en los valores, entendidos como cualidades valiosas por sí mismas («no son valiosas porque las queremos, sino que las queremos porque son valiosas», p.76); entre los valores, hay que aprender a distinguir «los que tienen un carácter universal» (los derechos humanos) y aquellos otros que «son preferencias absolutamente personales, aunque podamos compartirlas con otras personas»; 2) ir ampliando «la estimativa moral» mediante la promoción de la «capacidad de prestar atención, de mirar y escuchar con interés, descubriendo lo que de valioso hay en personas y situaciones» (p. 76); 3) contribuir «a que se den cuenta de que tienen derecho a disfrutar de cosas valiosas, como un hogar, una escuela o un entorno seguro en la escuela y la ciudad, pero también tienen deberes que acompañan a esos derechos (p. 77); 4) percibir que, en ocasiones, «diferentes valores entran en conflicto» y que en otras ocasiones hay desacuerdos en los que «el reto es conseguir soluciones que todo el mundo (o casi todo) pueda aceptar (p. 77); 5) una vez tomada la decisión acerca de lo que es preferible hacer, aparecen «dos problemas morales decisivos: el de la relación de los fines y los medios y el de las partes y el todo»; esto significa que hay que «saber cuáles son los medios más coherentes con los fines que queremos conseguir» y que hay que «tener en cuenta no solo lo que nos preocupa, sino también los efectos colaterales, consecuencias indirectas que no podemos obviar en todo lo que nos rodea, pero también en nuestra vida» (p. 77); y 6) el objetivo de una educación moral «como decía Aristóteles, no es ser expertos en moral, sino ser buenas personas»; el alumnado ha de comprender que «si ves algo que está mal o bien, no te limites a quejarte o alabarlo, actúa en consecuencia» (p. 77); el alumnado ha de llegar a comprender que «lo que define nuestra identidad no es lo que decimos, sino lo que hacemos» (p. 77): el objetivo último de la educación, no solo de la educación moral, se puede expresar como

abrir nuevas posibilidades existenciales, es decir, nuevas y diferentes formas de estar en y con el mundo; formas que, por buenas razones, bien podríamos nombrar religiosas o morales de estar en y con el mundo. (p. 78).

En el capítulo dedicado a «La ética del profesorado», el doctor García Moriyón declara lo siguiente:

la relación educativa es una relación interpersonal entre unos adultos que tienen el derecho y el deber de educar (lograr que sus alumnos aprendan lo que está enseñando) y un alumnado que tiene el deber de recibir esa educación y el paradójico derecho de no dejarse educar, de practicar activa o pasivamente el absentismo. (p. 82).

Esta es una afirmación que, en mi opinión, necesita mayor explicación. Si hubiera una futura edición revisada y ampliada, este sería uno de los puntos en los que me gustaría encontrar un argumento más desarrollado. También me gustaría entender mejor la explicación que nos ofrece acerca de la responsabilidad ética del profesorado cuando la presenta con la ayuda de Lévinas y mantiene algo que dudo mucho que pueda ser entendido por la mayor parte del profesorado de nuestra época. Dice así:

es la persona adulta la que es vulnerable ante el estudiante. Por una parte, Lévinas pone como punto de partida de la conducta el reconocimiento del otro, cuyo rostro, en concreto su mirada, exige de mí una respuesta y me sitúa en una cierta actitud de dependencia. La real fragilidad del alumno, su manifiesta inferioridad en saber y poder, no hace más que acentuar, si cabe, esa condición del profesor que se convierte en rehén de otro cuya alteridad no puede, en ningún caso, manipular, estado que pone de manifiesto cuál es la raíz profunda del comportamiento ético. (p. 86).

De ahí parece que se sigue que el comportamiento ético del profesor frente a su alumno ha de ser la adopción de actitudes de solicitud, cuidado y cariño, desarrollando la virtud de la paciencia y la actitud de un cariño incondicionado. Desde mi punto de vista, el planteamiento de Lévinas no me ha parecido nunca convincente, porque le falta algo que Kant sí supo ver: que la desigualdad entre las personas es una cuestión fáctica (que no afecta solo a la relación profesor-alumno, sino a casi todas las relaciones humanas), mientras que la afirmación de la igualdad de dignidad de todos los seres racionales es una creencia propuesta por la razón práctica, una perspectiva que se puede adoptar o no, pero que si se adopta pone al sujeto moral en el camino del bien (de conformar una buena voluntad, que es lo único moralmente bueno), mientras que, si no se adopta, pone al sujeto moral en el camino contrario, en el del supremacismo, en el del desprecio del otro, en el de la manipulación y la dominación. Creo que cualquier profesor actual podría entender el planteamiento kantiano de que hemos de tratarnos unos a otros como iguales en dignidad, y que este punto de vista hace cambiar radicalmente la visión anticuada del profesor autoritario que establece una relación con el alumnado basada en el poder coercitivo y la amenaza de castigo. Si hay que esperar a que el rostro y la mirada del estudiante me inspiren paciencia y cariño, a lo mejor la espera no acaba nunca, mientras que si entiendo que la moralidad consiste en adoptar un punto de vista que va más allá de las realidades fácticas de desigualdad y conflicto y que nos impulsa a buscar un mundo más justo y fraterno (el reino de los fines como ideal regulativo), entonces se hace posible una relación profesorado-alumnado en la que la responsabilidad ética del docente es la de hacer ver al alumnado que la gran revolución ética de la modernidad es la afirmación de la igual dignidad de todas las personas. Este es el núcleo de esos valores básicos universales que sustentan los derechos humanos. En tiempos de Aristóteles y de otros autores antiguos y medievales esa afirmación no tenía cabida, a pesar de que está implícita en muchos textos bíblicos y en algunos textos estoicos. Al adoptar la perspectiva de la igual dignidad, no solo podemos encontrar un camino hacia la plenitud personal, sino que, sobre todo, nos hacemos dignos de alcanzarla (p. 45).

El planteamiento general que nos presenta el profesor García Moriyón en este libro parece alinearse claramente en la corriente teórica de educación moral que defiende la filósofa norteamericana Nel Noddings (La educación moral. Una propuesta alternativa a la educación del carácter. Amorrortu, 2009). Sin embargo, me hubiera gustado encontrar en la obra que estamos reseñando algún comentario a esa propuesta, y sobre todo una toma de postura respecto a la controversia de la que habla el libro de Noddings: la contraposición entre un modelo de educación moral que insiste en la formación del carácter y el que propone la propia Noddings y otras muchas personas, que insiste en la formación para cuidarnos los unos a los otros y cuidar del planeta que nos cobija.

En definitiva, estamos ante un ensayo que aporta unas reflexiones atinadas y necesarias para enfrentar la tarea de la educación moral en un contexto difícil, en el que la sucesión de leyes educativas y la falta de formación ética de la mayor parte de los docentes, entre otros muchos factores que el profesor García Moriyón desgrana acertadamente, han provocado algo así como una crisis permanente de esta tarea educativa en la educación formal. Estoy seguro de que esta excelente aportación está siendo acogida con atención y tendrá el eco suficiente como para hacer que algunas cosas cambien para bien. Se necesitan muchas más personas apasionadas y expertas como este profesor en las aulas de todo el mundo.

Emilio Martínez Navarro

(Universidad de Murcia)