Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 93 (2024), pp. 211-215

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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LOUGHLIN, M. (2022). Against Constitutionalism. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press.

La reciente sentencia del Tribunal Supremo norteamericano estableciendo que el lugar para decidir sobre la despenalización del aborto no es la Constitución, sino los poderes legislativos de cada Estado, ha puesto sobre el tapete un conflicto larvado en las últimas décadas entre el constitucionalismo y la democracia constitucional. Lo que es aparentemente paradójico, pero al menos esta es la tesis de Martin Loughlin en Against Constitutionalism, que ilumina algunas cuestiones básicas sobre la confusión actual que sufrimos entre populismo, globalismo, democracias iliberales y desconfianza generalizada en las instituciones políticas, las élites sociales y el futuro de lo que los más optimistas e ingenuos, valga la redundancia, denominaron “el fin de la Historia” (Francis Fukuyama) o “el ocaso de las ideologías” (Lucio Colletti).

Para empezar, ¿qué entiende Loughlin por “constitucionalismo”? No es, como podría parecer en primer vistazo, sinónimo de una actitud favorable a la democracia constitucional o liberal, como prefiera llamarse. En realidad, y esta es la tesis fuerte de Loughlin, es justamente el constitucionalismo una filosofía del gobierno que se ha convertido en la más influyente ahora mismo, pero que subvierte y anula (transforma, en sentido de destrucción), la concepción clásica de democracia constitucional.

¿Qué es lo que pretende el constitucionalismo así entendido? Cuanta más guía constitucional de las sociedades, sostiene Loughlin, más influencia de las élites que están al mando de las instituciones y las diseñan, y menos poder para el pueblo, al que solo le queda obedecer lo que dichas élites institucionales les explican condescendientemente y obligan coactivamente. En la democracia constitucional clásica, las instituciones y los representantes canalizan el poder y la voluntad del pueblo. Sin embargo, el constitucionalismo es una especie de reverso tenebroso de la democracia constitucional, ya que aunque formalmente parecería ser su expresión más acabada, en realidad, como decía, trastoca su funcionamiento, anulando la parte democrática y convirtiéndose el constitucionalismo en un eufemismo de una versión de la dictadura platónica de los filósofos-sabios.

Esta es, en suma, la tesis fuerte de Loughlin (p. x), que el «el constitucionalismo es una forma aberrante de gobernar que debe ser superada si se quiere mantener la fe en una democracia constitucional, este libro defiende la democracia constitucional contra el constitucionalismo.»

La Constitución, entendida a la clásica manera del siglo XVII y XVIII, es un documento escrito por la élite, pero siempre en nombre del pueblo, que establece cuáles son los poderes del gobierno, el modo de llevarlos a cabo, los derechos básicos de los ciudadanos, y regula las relaciones entre las instituciones gubernamentales y los ciudadanos. Cada Constitución en cada lugar del mundo debía ser, por tanto, diferente, aunque tuviesen todas ellas un aire de familia. Pero era fundamental que cada una estuviese impregnada de un espíritu de las leyes, que diría Montesquieu, particular de una cultura y propia de una forma de ser. Frente a esta visión relativista (aunque sería más apropiado decir “interculturalista” porque mantiene una dialéctica entre lo particular y lo general), la aproximación constitucionalista es universalista y, en el límite, plantearía una Constitución planetaria, idéntica para todo el mundo, en cualquier cultura, modo de vida, religión mayoritaria o clima. Este conflicto es el núcleo de la paradoja constitucional que subyace a nuestras democracias, de nuevo, según Loughlin (página 7) «este contraste entre el pluralismo del gobierno constitucional y el universalismo del constitucionalismo.»

Esta tendencia hacia la universalización se ha traducido en una santificación de la Constitución, que se ha convertido, como se temía Thomas Jefferson, en algo tan sagrado que muy difícilmente puede ser reformado. En lugar de ser un documento útil para el establecimiento de un marco gubernamental estable, se está convirtiendo, a través de esta filosofía política constitucionalista, en una especie de tótem para su adoración acrítica, con sus artículos convirtiéndose en dogmas que hay que respetar sin debate.

El problema, por tanto, aparece cuando la Constitución pasa de ser un proyecto para crear un órgano de gobierno a convertirse ella misma en un sistema autosostenible de poder, con su sistema de jueces en distintos niveles que llegan a ser no solo intérpretes de la ley, sino un poder legislativo en paralelo al poder de los representantes elegidos por el pueblo. De este modo, los agentes constitucionales, en toda la escala judicial, se conjuran para mantener el orden constitucional en cada momento histórico, haciendo ajustes en las leyes y creando derechos, de manera que se mantenga lo que ellos consideran que es el equilibrio del sistema de la Ley Fundamental.

Hay dos hitos históricos, según Loughlin, en este tránsito desde una democracia constitucional a un sistema constitucionalizado. En primer lugar, la guerra de Secesión. Más tarde, el New Deal de Roosevelt. La guerra norteamericana de finales del XIX puso en cuestión el proyecto de república única que se había fundado sobre el hecho de la conquista y consolidado a través de la institución de la esclavitud (la cual había sido proscrita del Reino Unido por estar en contradicción con su “common law”). Era un paradójico “imperio de la libertad” en palabras de Jefferson, un Padre Fundador que no tenía ningún escrúpulo moral en poseer varios centenares de esclavos.

Toda esta concepción constitucional fue desafiada con la Guerra Civil, que implicaba una reinterpretación no solo de la letra de la Constitución, sino también de su espíritu, avanzando en su formulación como un documento sagrado en el que los derechos se convertían en principios abstractos universales no debatibles. Así, se convirtió la Constitución en un sistema autocontenido y autosuficiente que creó su propia dinámica de poder y sus adherentes sacerdotales, llegando más allá del simple marco para desarrollar la acción política.

El New Deal de Roosevelt llevó a cabo otra vuelta de tuerca en la entronización republicana de la Constitución y del Tribunal Supremo, a pesar de las críticas y las resistencias de primera hora al programa político del presidente, como ejerciente de una tutela vital ante el Tribunal Supremo.

Fuera de los Estados Unidos han sido Alemania y la India las que han llevado a cabo nuevos proyectos constitucionales basados en la filosofía del constitucionalismo. Alemania, a través del diseño de una democracia militante que asegura que el núcleo del régimen político –del sistema federal a la indisolubilidad de la nación, pasando por la protección de los derechos fundamentales– es invulnerable al cambio constitucional.

El caso de la India es también paradigmático, según Loughlin. En un país con tantas religiones, lenguas y diversos tipos de identidades comunitarias, la misión encomendada a la Constitución fue la de “liberar” a los individuos de dichas comunidades convirtiéndolos en ciudadanos. Además, dado el escaso índice de desarrollo educativo y la presencia de múltiples tradiciones que mantienen la desigualdad y la falta de “simpatía social”, la Constitución incorpora una serie de Principios Directivos de la Política de Estado que hacen de ella una Constitución partidista siguiendo las características, establecidas como esenciales, de la democracia, la igualdad, el federalismo, el estado de derecho, el secularismo y el socialismo.

Tanto en Alemania como en la India, salvando las distancias, no existiría la moralidad constitucional básica para que pudiera funcionar un texto constitucional, por lo que la diseñaron, por un lado, como militante y, por otra, se incorporaron multitud de cuestiones administrativas que, en rigor, correspondían al plano legislativo. Esto significa que si en Alemania se convierte la Constitución en un fundamento nacional, dado el terrible pasado del que emerge el país germano tras la Segunda Guerra Mundial, en la India se constitucionaliza tanto en la vida diaria como la civil. De ahí la democracia militante en Alemania y la democracia paternalista en la India.

En cualquier caso, da igual que seas un régimen constitucional nuevo o de asentada trayectoria, lo cierto es que la revisión judicial constitucional de la vida política común ha aumentado exponencialmente, por lo que cada vez hay más protestas sobre la judicialización de la política, por una parte, y acusaciones de “lawfare”, por otra, siendo dicho “lawfare” la realización de la política partidista a través de la instrumentalización de los órganos judiciales.

Desde el punto de vista filosófico, Loughlin identifica este constitucionalismo con lo que denomina “la segunda fase de la modernidad”, caracterizada por lo que Max Weber denominó “desencantamiento” del mundo a favor de la ciencia, el secularismo, la burocratización y el racionalismo. Lo que lleva, a su vez, a una erosión del poder de los gobiernos y de la soberanía de las naciones-estado ante el triunfo de la globalización, el comercio internacional, la tecnología y las redes de comunicación. Si en la primera fase de la modernidad el sistema político-económico dominante fue el liberalismo del “laissez faire”, en esta segunda fase es el neoliberalismo el que domina, con su acento keynesiano en la necesidad de un Estado firme, fuerte y expansivo para hacer que los mercados puedan desarrollarse. Un Estado que, como señalábamos, ya no es el propio de la nación, sino que es fundamentalmente el internacional, como el que corresponde con instituciones al estilo de la ONU, la OMS, el FMI o la UE. Todas ellas instituciones que de alguna manera u otra interfieren, regulan e intervienen en los estados-nación, implementando políticas, ayudando económicamente (con la contrapartida teórica que establezcan dichas instituciones), y estableciendo marcos ideológicos y culturales. A este estado de globalización cosmopolita lo denomina Loughlin “ordo-constitucionalismo”.

Llegado a este punto cabe establecer otra definición loughliniana de constitucionalismo (p. 21): «Conjunto de principios que instituyen un orden global fundado en principios bastante abstractos de racionalidad, subsidiariedad y proporcionalidad». Mientras que la democracia constitucional y la democracia de masas son la cara y la cruz de un mismo sistema democrático, el constitucionalismo y la democracia de masas son incompatibles. Y esta última contradicción se explica por el hecho de que el papel de la Constitución ya no es, como en el principio de su trayectoria, un instrumento sin más para la toma de decisiones colectivas, sino que se ha convertido, con el constitucionalismo, en una representación simbólica de una identidad política colectiva concreta.

El libro está dividido en tres partes, dedicadas respectivamente a los orígenes del constitucionalismo, sus elementos y la era del constitucionalismo. Son los epígrafes de esta última sección los que nos dan las claves de por dónde va el libro: La Constitución como Religión Civil, Hacia la Juristocracia, Integración a través de la Interpretación y Nuevas Especies de la Ley. Los autores más relevantes con los que discute o en los que se apoya Loughlin desde el punto filosófico son Hans Kelsen, Jürgen Habermas, Carl Schmitt, Max Weber y Friedrich Hayek.

Sírvanos de muestra este último del diálogo que establece Loughlin con todos ellos. Hayek mantiene que en el corazón de la Modernidad hay dos modelos contrapuestos. Por un lado, el racionalismo constructivista que tiene su fundación en la filosofía de Descartes, según la cual la sociedad puede ser diseñada como un ejercicio de la razón consciente. Esta cosmovisión cartesiana es la que estaría, según Hayek, tras la ingeniería social subyacente a todos los gobiernos modernos y, sobre todo, al socialismo. Como derivada de este proyecto racionalista constructivista tendríamos el fenómeno paralelo de la destrucción de la libertad y la servidumbre más o menos voluntaria. El nacionalsocialismo de Hitler y el comunismo de Stalin no serían sino las versiones extremas de este proyecto cartesiano transmutado en ingeniería social total.

El segundo modelo de Modernidad es defendido por Hayek en el tercer volumen de Ley, Legislación y Libertad. Hayek es fundamental para Loughlin porque en estas dos obras reivindica la democracia constitucional frente al nuevo constitucionalismo. También porque da pie a la introducción del concepto “Ordoliberalismo”, vinculado a la rama alemana de la Sociedad Mont Pelerin, un think tank organizado por Hayek tras la Segunda Guerra Mundial para debatir las ideas liberales entre intelectuales simpatizantes del movimiento. Los ordoliberales alemanes, como Walter Eucken, defendían que una Constitución económica era fundamental para que desde un Estado fuerte se defendieran los mercados libres, ya que en caso contrario el laissez faire haría que los monopolios y cárteles destruyesen la libre competencia. Hayek establecía así una agenda neoliberal para que la red de instituciones globales fuesen evolucionando para establecer un sistema mundial libre de la interferencia política usual para, finalmente, llegar a lo que denominaba «el destronamiento de la política».

Pero, contra el deseo de Hayek, este destronamiento de la política, entendida esta como proceso democrático vinculado a las tradiciones y al “common law”, ha sido hecho a través del entronamiento del texto constitucional concebido dentro de los parámetros del racionalismo constructivista que tanto criticaba el filósofo vienés. ¿Cómo? A través de la obligación constitucional impuesta al legislativo y el ejecutivo para realizar determinados valores específicos. Lo que Loughlin denomina “aspirational constitutions” dentro de un “emancipatory project”.

Los nuevos proyectos constitucionales se están desarrollando en la actualidad, como es el caso de Chile, dentro de este nuevo modelo constitucionalista. Lo hacen en un contexto filosófico específico, la segunda modernidad, que establece una dualidad entre el incremento del individualismo, por un lado, y la escala global de las relaciones sociales, culturales y económicas. Esta dualidad ha hecho dinamitar las jerarquías tradicionales y ha disuelto los vínculos comunitarios, lo que ha llevado a considerar la Constitución como la forma social de la nación, con un giro reflexivo por el que los derechos es la principal ocupación constitucional, en lugar de las instituciones, con lo que los jueces toman el lugar de los legisladores, convirtiendo en política los principios de racionalidad, proporcionalidad y subsidiaridad. Todo este proceso es lo que denomina Loughlin “constitucionalización”, uno de cuyos efectos es la difuminación entre lo nacional y lo internacional, como se manifiesta en el concepto de “jurisdicción universal”, cuyos principales defensores son jueces, de Benjamin Berell Ferencz, fiscal de Nuremberg que trabajó para el establecimiento de una Corte Penal Internacional, al juez de Senegal Demba Kandji, que en 2000 ordenó la detención del sátrapa africano Hissène Habré. Esta internalización de la política que promueve el paradigma constitucionalista ha implicado el incremento del poder de gobernar de las instituciones internacionales y a través de acuerdos intergubernamentales, fundamentalmente basados en principios universales de razón pública antes que por la decisión de los pueblos. Lo que implica el triunfo del neoliberalismo basado en el cosmopolitismo cultural y los mercados como principio económico.

Comentábamos al inicio cómo el análisis de Loughlin ilumina la polémica surgida a raíz de la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano sobre el aborto. Por su parte, Loughlin termina el libro mencionando el surgimiento de partidos populistas en todo el mundo, a izquierda y derecha. Lo que usualmente ha sido interpretado como un desafío a la democracia constitucional. Pero a la luz del análisis de Loughlin la rebelión de estos partidos no es tanto contra dicho tipo de democracia, sino contra su variación en el paradigma constitucionalista (lo que no significa que sean defensores de la democracia constitucional). El populismo tendría así, en la visión de Loughlin, un sentido de la de “reivindicación democrática”. del poder constitucional clásico frente a la deriva constitucionalista. Paradójicamente, a más populismo, más reacción constitucionalista, reforzándose ambos movimientos dialécticamente. La navegación constitucional legítima, defiende Loughlin, pasa por la Escila del populismo y la Caribdis del constitucionalismo para restaurar los valores básicos de la democracia constitucional.

Referencias Bibliográficas

COLLETTI, L. (١٩٨٢). La superación de la ideología. Madrid: Cátedra.

FUKUYAMA, F. (١٩٩٢). El fin de la historia y el último hombre. Barcelona: Planeta.

HAYEK, F. (٢٠١٤). Derecho, legislación y libertad. Madrid: Unión Editorial.

LOUGHLIN, M. (٢٠٢٢). Against Constitutionalism. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press.

Santiago Navajas
(Universidad de Granada)