Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 96 (2025), pp. 113-125
ISSN: 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.534501
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La reduplicación de la ontología social posfrankfurtiana
The reduplication of post-frankfurtian social ontology
LUIZ PHILIPE DE CAUX*
Recibido: 29/07/2022. Aceptado: 26/04/2023.
* Profesor Adjunto en el Departamento de Filosofía de la Universidade Federal Rural do Rio de Janeiro (UFRRJ) y investigador de la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado do Rio de Janeiro (FAPERJ), Brasil. Sus intereses de investigación abarcan la filosofía clásica alemana, la crítica de la economía política de Marx y las lecturas de estos temas en la filosofía contemporánea. Entre sus publicaciones recientes se destacan A imanência da crítica (São Paulo: Loyola, 2021) y «Conceito, valor, imanência: Sohn-Rethel e a formação da ideia de crítica imanente em Adorno», Kriterion, v. 62, n. 150, 681-703, 2021. E-mail: luizphilipedecaux@gmail.com
Resumen: El artículo diagnostica una situación contradictoria vinculada con la tradición posfrankfurtiana de la teoría crítica, esto es, la que se inaugura con la ruptura de Habermas con la primera Escuela de Frankfurt. Es notorio y exige algún tipo de explicación que los representantes posfrankfurtianos más destacados tengan siempre, conscientemente o no, dos ontologías sociales paralelas y en contradicción. Buscamos mostrar cómo eso se produce en los casos de Habermas, Honneth y Jaeggi. La condición común a los tres autores es atribuida en distintos grados a la ausencia de reconocimiento de la contradicción real de la sociedad capitalista, que retorna como un síntoma, en el sentido psicoanalítico del término, por la puerta trasera de sus teorías.
Palabras clave: Teoría Crítica, dialéctica, ontología social, Jaeggi, Honneth
Abstract: The article diagnoses a disconcerting situation regarding what it calls the post-Frankfurtian tradition of critical theory, that is, the one inaugurated with Habermas’ break with the first Frankfurt School: it is remarkable and demands some kind of explanation that all the most prominent post-Frankfurtian representatives have, consciously or not, always had two parallel and contradictory social ontologies. We seek to show how this occurs in the cases of Habermas, Honneth, and Jaeggi. The common condition to all three is attributed, in different degrees, to the absence of the recognition of the real contradiction of capitalist society, which enters through the back door of their theories again, like a symptom in a psychoanalytic sense.
Keywords: Critical Theory, Dialectics, Social Ontology, Jaeggi, Honneth
Comienzo enunciando una tesis interpretativa sobre la historia reciente de una determinada estirpe de pensamiento, la tesis ya anunciada en el título: en las sucesivas formulaciones centrales de la teoría crítica posfrankfurtiana1 (aquí, en concreto, Habermas, Honneth y Jaeggi) persiste de forma obstinada y, salvo en parte en el caso de Habermas, contraria a la intención declarada de sus autores una dualidad ontológica que es contradictoria y pone en riesgo la viabilidad de sus teorías. Parto, pues, de una constatación y trato de explicarla, aunque sea de forma provisional y precaria: es notorio y exige algún tipo de explicación que todos los posfrankfurtianos se comprometan con dos ontologías sociales (y ello cuando sería razonable que hubiera uno y sólo un principio sintético que organice la región del ser que recibe un mismo nombre, en el caso, lo “social”, o que al menos la dualidad fuera, por su parte, explicada y justificada). En la conclusión, aludiré apenas de manera breve a una explicación, sin todavía desarrollarla en sus presupuestos y consecuencias. No se trata aquí de formular una ontología social adecuada a la teoría crítica,2 ni de corregir las ontologías implícitas o explícitas de los autores tratados, sino de señalar negativamente una especie de síntoma recurrente en estas teorías, cuyas causas, según creo, hay que buscar en la forma en que se dejan afectar por el objeto del que dicen ocuparse.
1. Sistema y mundo de la vida
La teoría de la sociedad en dos niveles de Habermas es bien conocida. Para evitar «identificar el mundo de la vida con la sociedad», Habermas propone «que la sociedad sea concebida a la vez como mundo de la vida y como sistema» (Habermas, 1981, Bd. 2, p. 183). El mundo de la vida es el «horizonte [del significado lingüísticamente mediado, L.Ph.C.] en el que “siempre ya” se mueven los que actúan comunicativamente» (Habermas, 1981, Bd. 2, p. 182). Entender la sociedad como un mundo de la vida es entenderla desde la perspectiva del participante, como hablante de una lengua, que domina lo que queda implícito en el uso de las palabras y hace posible la comprensión intersubjetiva. Pero no se trata sólo de un conocimiento sobre un objeto obtenido desde una perspectiva epistémica específica, sino de una determinación real del mismo: la sociedad se integra, de hecho, a través del mundo de la vida, mediante el intercambio de normas, valores, narrativas y símbolos históricamente heredados, depositados en el lenguaje y reproducibles por éste. Sin embargo, junto a la integración social existe también una forma de integración sistémica. La sociedad está integrada no sólo por el significado de las acciones, por lo que los agentes sociales pretenden hacer al actuar socialmente, sino también por el nexo inconsciente e incontrolado de las consecuencias de las acciones. «El análisis de estos vínculos se hace posible cuando se separan los mecanismos de coordinación de la acción, que armonizan entre sí las orientaciones de acción de los participantes, de los mecanismos que estabilizan los complejos de acción no dirigidos por el entrelazamiento funcional de las consecuencias de la acción» (Habermas, 1981, Bd. 2, p. 179). Los «mecanismos sistémicos» de integración social son mecanismos «que estabilizan las conexiones involuntarias de las acciones a través de la interconexión de las consecuencias de las acciones, mientras que el mecanismo de entendimiento armoniza entre sí las orientaciones de las acciones de los implicados». «Por eso sugerí», sigue Habermas, «distinguir entre integración social e integración sistémica: la primera está acoplada a las orientaciones de la acción, que son atravesadas y gestionadas por la segunda» (Habermas, 1981, Bd 2, p. 226). El sistema nace desde el interior del mundo de la vida en el momento histórico en el que se dan las condiciones para la preponderancia de lo que Weber llama la acción racional con respecto a los fines, es decir, la acción que puede ser entendida principalmente desde la idea de cálculo de utilidad cruzada entre los que interactúan, y menos por la orientación por valores, tradiciones o afectos. La acción social que reproduce el sistema no depende, por tanto, de un nuevo entendimiento lingüístico entre los que interactúan. El sistema funciona eficazmente precisamente porque se libra de las fricciones y los fallos de comunicación; y, al ser más eficiente en la coordinación de la acción, avanza sobre las regiones en las que la sociedad se reproduce comunicativamente. Así, la sociedad se integra efectivamente según dos principios: la acción comunicativa, por un lado, y la acción instrumental y estratégica, por otro. No se trata, sin embargo, de dos principios inconmensurables entre sí, presentados simplemente como datos contingentes irreductibles de la sociabilidad, sino que hay en Habermas un principio de síntesis, que es la explicación de cómo uno de ellos se expande a partir de un desarrollo interno del otro, y cómo la contradicción que surge entre ambos es una posibilidad inscrita lógicamente en los desarrollos de una misma sociabilidad (la colonización del mundo de la vida por el sistema, a través de la cual el sistema socava las bases simbólicas y normativas de su reproducción al intentar reproducirse a sí mismo). En Habermas, la sociedad se divide sin dejar de ser una, y no pierde su principio último de síntesis cuando se divide (para Habermas, la comunicación, que engendra de sí misma su contrario).
2. Poder sin lenguaje, lenguaje sin poder
Sin embargo, pocas tesis de Habermas han suscitado un rechazo más unánime que ésta. Para nuestro propósito, la separación de sistema y mundo de la vida fue criticada, por ejemplo, en una parte considerable de las contribuciones recopiladas en 1986 por Honneth y Joas en un volumen dedicado al debate sobre la Teoría de la Acción Comunicativa, en el que el propio Habermas también colaboró con una réplica (Honneth y Joas, 2002). Un año antes, el propio Honneth había formulado su objeción en Crítica del poder (Honneth, 1989): con la división de sistema y mundo de la vida, Habermas había separado rígida y concretamente el poder y el lenguaje, o, en los términos que utilizaría un poco más tarde, la lucha y el reconocimiento. Según la argumentación de Honneth, pero no sólo la suya en ese momento, Habermas estaría admitiendo toda una sub-región socio-ontológica sin normas y sin lenguaje, y, junto a ella, otra sub-región en la que las personas se comunicarían desinteresadamente, o mejor dicho, sólo interesadas en el propio éxito de la comunicación como fin en sí mismo. Para Honneth, se trataba de fundar una teoría social que mostrara el aspecto normativo, comunicativo y de intercambio de razones del propio conflicto social, inmerso y determinado desde siempre por normas sociales preexistentes, que son móvil y objeto de disputa. Después de Honneth, en el ámbito de influencia del Instituto de Investigación Social de Frankfurt, este postulado se convirtió en un punto de partida irrefutable y sin vuelta. Para ilustrarlo, retomo una discusión en 2007 entre Honneth, Rahel Jaeggi y Rainer Forst sobre la cuestión de la economización o mercantilización de dimensiones de la vida concebidas como no económicas. Allí, Jaeggi coincide con Honneth en que el concepto habermasiano de colonización del mundo de la vida no describe adecuadamente el fenómeno de la mercantilización de esferas de la vida que hasta ahora se sustraían al intercambio mercantil y a la equivalencia a través del dinero. Mientras que Honneth sostiene, con y contra Habermas, que «los mercados y las organizaciones de producción capitalistas, incluso desde un punto de vista puramente funcional, funcionan sólo mediante el empleo de normas, rutinas, familiaridades, valores, tradiciones y factores de poder», Jaeggi añade, en una oposición más radical a Habermas, que lo que él llama colonización es la sustitución de normas y valores no por códigos técnicos sin lenguaje ni normas, sino por otras normas y valores, que podemos «encontrar embromados, alienados o feos», pero que siguen siendo normas y hacen que la sociedad funcione. Tanto Honneth como Jaeggi rechazan la separación habermasiana entre el sistema y el mundo de la vida, entre la integración sistémica y la de los valores. Jaeggi comparte con Honneth el rechazo a una concepción no normativa de la economía, lo que significa, para ambos, rechazar tanto la separación hecha por Habermas como la forma supuestamente no normativa en que Marx habría entendido el modo de producción capitalista. Este rechazo marca el rasgo fundamental de la ontología social honnethiana, que será heredado, por diferentes vías, por Jaeggi: el tratamiento reconciliado, la síntesis forzada de las funciones y normas sociales. No tengo tiempo aquí de reconstruir ampliamente cómo se produce esta síntesis en Honneth y en Jaeggi. Lo que me importa en esta presentación es mostrar cómo ambos, precisamente en su esfuerzo por presentar una ontología social sin escisión ni disociación, una ontología social sintética de lo que Habermas ha separado, caen, cada uno a su manera y siempre inadvertidamente, en ontologías sociales reduplicadas.
3. Paradojas del funcionalismo normativo
La noción hegeliana de la lucha por el reconocimiento, a la que he aludido anteriormente, representa en Honneth también una solución al impasse de la teoría de la sociedad en dos niveles de Habermas. Entender la lógica estructural del conflicto social como lucha por el reconocimiento es, en Honneth, comprender cómo las pretensiones de validez que se plantean en el conflicto son coextensivas con su dimensión fáctica, de confrontación de fuerzas. Pero Honneth va más allá: de ello extrae la conclusión de que no puede haber consecuencias socialmente inconscientes y no normativamente intencionadas del complejo entrecruzamiento de la acción social. Todo lo social es normativo. Habermas quería evitar «identificar el mundo de la vida con la sociedad», ya que esto significaría «adoptar tres ficciones: a) la autonomía de los agentes; b) la independencia de la cultura y c) la transparencia de la comunicación» (Habermas, 1981, Bd. 2, p. 224). Para mantener la unidad plana de la sociedad, Honneth vuelve a identificar sociedad y mundo de la vida y, a pesar de señalar enfáticamente algo que Habermas nunca negaría, al decir que el mundo de la vida es la sede de los conflictos normativamente articulados, vuelve a asumir en su teoría esas tres ficciones. Para Honneth, «lo social» se reproduce siempre con el «consentimiento normativo de los afectados» (Honneth, 2010, p. 94), incluso allí donde esos afectados cargan solos sobre sus espaldas lo que reproducen normativamente. Para caracterizar esta concepción de Honneth, es adecuada la caracterización de Christoph Henning (2014, p. 548) para la filosofía práctica alemana de posguerra en general: se trata de una «ontología social supernormativista», una ontología regional que sólo admite entidades del tipo norma o reconducibles a normas como su fundamento. La formulación más completa de este principio en Honneth se encuentra en lo que él llama funcionalismo normativo. La integración y reproducción funcional de la sociedad (lo que Habermas llamó sistema), para Honneth es un proceso reproducido por las relaciones de reconocimiento intersubjetivo. A una regularidad social fáctica puramente observable, Honneth le confiere la marca de la legitimidad por el consentimiento y el reconocimiento de los agentes, redescribiendo posmetafísicamente, en su interpretación más conservadora, la vieja idea hegeliana de que lo real es racional. La síntesis de Honneth de mundo de la vida y sistema es, pues, una síntesis asimétrica: no es que Honneth muestre el vínculo necesario entre los contenidos semánticos intencionales compartidos intersubjetivamente (mundo de la vida) y la inversión de la concatenación de acciones guiadas por estos contenidos en consecuencias no intencionadas pero sistemáticas (sistema); lo que ocurre más bien, como él mismo acaba admitiendo, es simplemente que “en lugar de la perspectiva de la integración sistémica, se asume la de la integración social” (Honneth, 2010, p. 101). Podríamos desarrollar muchas consecuencias y supuestos de esta ontología, pero inmediatamente lo más importante es destacar que, como buena teoría social idealista3, entiende que las intenciones subjetivas compartidas, en la forma de actitudes de reconocimiento reciproco de pretensiones de validez, tienen el poder de constituir y determinar la realidad social. Lo que existe es el producto del espíritu, y por tanto es racional, el producto del intercambio conflictivo de razones, del intercambio de razones en un conflicto en el que la propia razón ejerce un empuje trascendental que dirige la solución del conflicto hacia lo universal (cf. Honneth, 2003, p. 135 s.). La consecuencia para la filosofía de la historia de este principio de síntesis de la objetividad social por el espíritu no es otra que una idea algorítmica del progreso normativo. La noción oficial (y digo oficial porque habrá una no oficial) del desarrollo histórico en Honneth es «algorítmica», expresión que tomo prestada esta vez de Klaus Hartmann (1970, p. 28) al referirse al primer Marx en Berlín; algorítmica porque representa ese desarrollo como la realización práctica de ideas racionales predeterminadas, las que ya están inscritas en potencia en la propia estructura lógica de las relaciones de reconocimiento.
Lo que ocurre aquí es que las normas intersubjetivamente reconocidas y las funciones sociales fácticas operan en armonía preestablecida, las rutinas y regularidades sociales se imponen porque encarnan e instancian la idea de libertad en sus figuras distintivas. Con respecto al aspecto dinámico o procesual, esto significa que los intentos de poner en práctica las ideas más racionales y universales deben desembocar, después del conflicto, en la conformación real del mundo según esas normas, y esto en el sentido directo y unilineal de la realización de las ideas. Pues bien, cuando Honneth deja por un momento de teorizar en abstracto, con los dos ojos puestos en el texto de Hegel, y mira su mundo contemporáneo, lo que ve es lo contrario de esto: los intentos de realizar un contenido normativo ideal resultan en realidad en la constitución de estados de cosas sociales que chocan directamente con esas ideas, y esto precisamente porque han sido realizadas. A esto le da el nombre de paradojas normativas. Adorno dijo una vez que «la paradoja ha sido desde Kierkegaard la forma caída de la dialéctica» (AGS6, p. 145), «la caricatura congelada de la dialéctica», en la que «se expresa una antinomia filosófica» (AGS 5, p. 123), y que la dialéctica es precisamente «el intento de desenredar los nudos de la paradoja» (AGS 6, p. 144-5). Pues bien, Honneth llama «paradójicos» a los desarrollos normativos cuando «un mismo proceso de desarrollo produce efectos en direcciones opuestas» (Honneth y Sutterlüty, 2011, p. 73). Hay una especie de eficacia invertida de las normas, o disociación del significado de las normas y de las funciones de integración social, y la inversión del significado de la efectivización normativa de la norma es causada por su intento de efectivización: «una contradicción es paradójica cuando precisamente por el intento de efectivización de tal intención, la probabilidad de efectivización de esa intención disminuye» (Honneth y Hartmann, 2010, p. 232).
Ahora, esta novedad pone en riesgo la totalidad del proyecto crítico de Honneth. Para la reconstrucción normativa honnethiana debe ser posible encontrar concepciones normativas que estructuren las funciones de la integración social, concepciones que luego se fijan como punto arquimédico, como criterio de la crítica. Con las «paradojas normativas» observadas, dice el propio Honneth, se establecen «inseguridades normativas (...), es decir, la perplejidad de no poder valorar correctamente si los procesos sociales apuntan en la dirección del progreso o del retroceso normativo» (Honneth y Sutterlüty, 2011, p. 73). Hacer la crítica desde el punto de vista de esos criterios es contribuir a efectuar su contrario. Honneth acaba de redescubrir, aunque de forma precaria y mal concebida, la dialéctica de la ilustración o, mejor aún, la forma en que el capital establece las normas sociales que permitirán su reproducción contradictoria. Sin embargo, ¿qué es lo que hace? Los textos sobre paradojas normativas están fechados en 2002, 2004 y 2011. En el mismo 2011, Honneth publica su última gran obra, El derecho de la libertad (Honneth, 2011), en la que sustituye tácitamente el concepto por el de desarrollo fallido (Fehlentwicklung), retomando su ontología social oficial y releyendo los procesos descritos como contradictorios como meras desviaciones de rumbo inducidas externamente respecto a la realización unilineal y aplanada de las normas en el mundo. Las normas no son intrínsecamente contradictorias, se cumplirían sin ninguna paradoja, pero desgraciadamente hay externalidades, fuerzas extrañas (de hecho, inexplicables en el marco de su teoría) que impiden su cumplimiento. Honneth niega lo que había descubierto observando el mundo y reafirma el compromiso con su antigua ontología social idealista, de realización algorítmica de los ideales en el mundo social. Sin embargo, esta obstinación nunca es plena. En diciembre de 2018, cuando el propio Honneth dejaba la dirección del Instituto de Investigación Social, se celebró allí un gran evento titulado “Paradojas del presente”, que supuso la conclusión de un amplio proyecto de investigación del Instituto con el tema “Formas de negociación de las paradojas normativas” (más tarde publicado en Honneth et al, 2022). El concepto de paradojas normativas siguió guiando lateralmente las investigaciones realizadas en el Instituto bajo la coordinación de Honneth, mientras que en sus principales escritos reafirma la ontología social puesta en jaque por las paradojas. Hay pues dos ontologías sociales de Honneth, y si se habla desde Quine de compromisos ontológicos, el compromiso de Honneth con una de ellas es el del matrimonio, con la otra, el del concubinato. Lo curioso, sin embargo, es que exactamente estas dos ontologías sociales aparecerán en coexistencia pacificada en la Crítica de las formas de vida de Rahel Jaeggi.
4. Pragmática y dialéctica
Jaeggi también tiene un concepto sintético de las funciones y normas sociales, del sistema y del mundo de la vida. Este es el concepto de práctica. Como si fuera la partícula elemental de la ontología social de Jaeggi, una práctica es un
nexo que engloba al sujeto y al objeto. Si las prácticas son hasta cierto punto estándares de acción independientes de los sujetos, que sin embargo no son totalmente suprasubjetivos, o, más concretamente: si surgen a través de los sujetos del mismo modo que existen antes de ellos (y de sus intenciones), no se disuelven por ello en las intenciones de los sujetos (Jaeggi, 2014, p. 102).
Las formas de vida, objeto del libro de Jaeggi, son una entidad más compleja, definida como un conjunto de prácticas. Abarcan al sujeto y al objeto porque, en cierto sentido, ponen sus presupuestos: las formas de vida están condicionadas externa y objetivamente, por ejemplo, por factores naturales; sin embargo, responden interna y subjetivamente a su manera a ese condicionamiento, traduciéndolo en una finalidad a la que debe hacer frente por sus propios medios. Aunque sean objetivas, estas circunstancias no actúan para determinar causalmente una forma de vida. El condicionamiento es, para Jaeggi, «inferencial»: una forma de vida encuentra «razones objetivas» de las que se apropia para conformarse teleológicamente como le parece (Jaeggi, 2014, p. 82 y ss.). Las prácticas están orientadas al fin, lo que significa que responden desde dentro a las situaciones que se les plantean desde fuera. Por tanto, hacen relativamente autónomo (es decir, se apropian, hacen suyo mediante una respuesta libre) lo que se les presenta inicialmente como heterónomo (las condiciones objetivas sobre las que se construyen). La normatividad de las formas de vida tiene, pues, como en Honneth, un aspecto funcional (y viceversa). La fundamentación funcional de las normas coincidiría, por tanto, con su fundamentación ética (separación que sería meramente analítica): «Las normas éticas (...) apuntan al buen funcionamiento de una práctica en el contexto de un nexo práctico» (Jaeggi, 2014, p. 165). Para Jaeggi, no se puede hablar de un funcionamiento en sentido neutro, sino que funcionar es siempre funcionar bien, con presupuestos axiológicos. Los ejemplos de Jaeggi se derivan siempre de la división social o sexual del trabajo: un buen médico o un buen padre se dice de alguien que cumple bien una determinada función y por eso se le valora positivamente. Las normas sirven, pues, a fines (la expresión fin lleva en sí misma la ambivalencia de lo funcional y lo ético), y las formas de vida poseen así una apertura al exterior: son «sistemas normativos no autónomos», condicionados inferencialmente por puntos de referencia exteriores a los sistemas de reglas, que cuentan como sus fines, el “para qué” de la existencia de la norma (Jaeggi, 2014, p. 162 y ss.).
Las formas de vida son entonces respuestas estables a los problemas a los que se ha enfrentado históricamente. La llamada crítica de las formas de vida no será otra cosa que la crítica de la forma en que resuelven sus problemas, o la presentación de soluciones a estos problemas. Pero Jaeggi presenta dos tipos de problemas inmanentes a los que puede enfrentarse una forma de vida. El primero, que Jaeggi llama problema en el sentido pragmatista (porque se basa en la forma en que Dewey entendía los problemas en la investigación científica), conceptualiza el problema como algo dado y hecho. Es un hecho en un sentido no ingenuo, pero un hecho, no obstante, en la medida en que sale a la luz, de forma no intencionada e imprevisible a través del sistema de conceptos disponible hasta entonces, como una especie de obstáculo fáctico para una disputa práctica habitual. Pero, en el mismo momento en que se percibe como un problema, los datos materiales inicialmente indeterminados ganarían una mínima determinación conceptual (Jaeggi, 2014, p. 213). El problema entendido pragmáticamente se situaría entonces en la interfaz entre la forma de vida conceptualmente estructurada y las condiciones ambientales contingentes. Pero seguiría habiendo una comprensión dialéctica de los problemas de una forma de vida, y sólo por ello se podría hablar de una «inmanencia genuina» del problema (Jaeggi, 2014, p. 246). Según el pensamiento de Dewey, el problema es siempre contingente y proviene del entorno del modo de vida. Aunque se apropie conceptualmente y, en este sentido, se torne inmanente, su procedencia no es inmanente a la forma de vida, es decir, a su despliegue conceptual. O, para decirlo con más precisión, en el sentido pragmatista deweyano, el devenir del problema coincide con su percepción (conceptual); pero, precisamente, se conceptualiza retrospectivamente como algo previo y externo a la conceptualización. Su concepto es inmanente, pero no su génesis material (en la forma en que se conceptualiza). Algo distinto ocurre en lo que Jaeggi llama problemas de inmanencia genuina, o problemas entendidos dialécticamente, para los que la autora reserva el apelativo de contradicciones. En estos casos, no es que un problema del exterior se vuelva conceptualmente inmanente por la percepción de una forma de vida de su propia inadaptación a las nuevas circunstancias ambientales, sino que el problema «ya surge de (como se podría decir aquí) “contradicciones” y campos de conflicto inscritos inmanentemente en la estructura de las prácticas de la forma de vida» (Jaeggi, 2014, p. 246). Y es en vista de este llamado concepto dialéctico de problema que Jaeggi analiza la noción de crítica inmanente.
En los problemas dialécticos, las normas tienen una «eficacia invertida»: producirían efectos que se dirigen contra su propio contenido, lo que significa que la crítica no puede apoyarse en ellas, sino que necesita abordar «más bien el carácter contradictorio interno de la realidad y de las normas que la constituyen» (Jaeggi, 2014, p. 291). En otras palabras, las normas funcionarían en sentido contrario a los fines, es decir, a las funcionalidades inscritas en sí mismas, en el sentido pensado por Jaeggi. En la caracterización de la crítica inmanente como dirigida al nexo contradictorio sistemático entre las normas y sus realizaciones invertidas, lo que se describe es efectivamente un objeto, aunque un objeto universal abstracto (las formas de vida en general). Sin embargo, no era así como se caracterizaban antes las formas de vida. La ontología social cuya figura elemental es la práctica, tal como la caracteriza Jaeggi, no es la misma con la que se compromete su modelo de crítica negativa inmanente. La determinación fundamental de la ontología social de las prácticas es la forma reconciliada en que se sintetizan en ellas sujeto y objeto, instanciados, respectivamente, en normas y funciones. En las prácticas, las normas y las funciones son una misma cosa, sólo que recortada de forma diferente por una mirada analítica. Cuando las prácticas se enfrentan a problemas, se vuelven disfuncionales, y esto se percibe internamente en la práctica como algo malo axiológicamente. La disfuncionalidad significa aquí la incapacidad de cumplir los téloi de una práctica. La solución al problema es el restablecimiento de la estabilidad, la coherencia y la adaptación a las condiciones del entorno, de manera que se puedan poner en marcha nuevas funciones que se perciban como nuevos fines sociales prácticos. A continuación, se ponen en vigor nuevas normas, justificadas normativamente como medios para alcanzar esos fines. La ontología social con la que se compromete el modelo de crítica inmanente de Jaeggi es esencialmente distinta. Allí, el objeto de la crítica es un objeto escindido, como demuestra la propia autora en un excursus sobre la contradicción dialéctica en Hegel. Son objetos en los que se produce una «inversión de finalidades», y ello por «razones sistemáticas» (Jaeggi, 2014, p. 381). Sujeto y objeto, o normas y funciones, se sintetizan no por su funcionamiento armónico y como un todo indiferenciado, sino por su engendramiento mutuo y contradictorio.
Es posible ver la incoherencia entre las dos ontologías sociales de Jaeggi en funcionamiento en dos ejemplos ofrecidos por la autora en secuencia para ilustrar lo que significa decir que una forma de vida resuelve problemas. Ambos ejemplos, de nuevo, están tomados de Hegel. Para Jaeggi, Hegel habría concebido en la Filosofía del Derecho tanto la familia como la sociedad civil burguesa como soluciones a determinados problemas. Sin embargo, la forma en que, según su interpretación, se relacionan estas dos formas de vida muestra los límites de su enfoque.
Hegel habría pensado en la familia patriarcal burguesa como una forma de vida capaz de resolver fundamentalmente dos problemas, según Jaeggi. En la medida en que concibe el matrimonio como una relación ética (sittlich), es decir, no como una mera relación contractual ni como un puro encuentro de inclinaciones sexuales, sino como un amor cultivado que eleva la relación natural al estatus de una relación cultural normativa, una relación de reconocimiento en la que el individuo entra de forma autónoma y de tal manera que reafirma su autonomía, Hegel habría ofrecido una solución conceptual, por un lado, al problema de cómo tratar las necesidades naturales sin reprimirlas sin más y de manera que sea posible la vida en un estado ético y, por otro, al problema del equilibrio en la tensa relación entre la dependencia y la independencia mutuas entre los miembros de la familia. La familia, tal como la conceptualiza Hegel, se ofrecería como una forma de alcanzar un determinado objetivo, la realización de la libertad ética, en unas condiciones históricas en las que otro concepto de familia habría quedado obsoleto y ya no podría alcanzarlo, es decir, resolver los mismos problemas. En la familia moderna como forma de vida, por tanto, se consustanciaría un ideal de autonomía, entendida como un equilibrio entre la dependencia y la independencia interpersonal.
Para poner a prueba su concepción normativo-funcional de un modo de vida, Jaeggi narra un escenario hipotético en el que la norma de autonomía personal inscrita en la familia es herida por sus miembros, imaginando las consecuencias de esta violación para su estabilidad. El objetivo es demostrar que, en las condiciones de la modernidad, una familia debe descarrilarse y convertirse en disfuncional si no se respetan las normas inscritas en ella, es decir, si se vuelve normativamente incorrecta. En el caso conjeturado por Jaeggi, un hijo mayor se ve impedido de desprenderse de su familia, es decir, de desarrollar su autonomía personal, debido al comportamiento patriarcal del padre y a los cuidados posesivos de la madre. El resultado de la factible historia narrada por la autora es la puesta en riesgo de asegurar la subsistencia material de la familia (Jaeggi, 2014, p. 230 ss.). La conclusión de Jaeggi es que el ideal de autonomía personal de sus miembros es funcionalmente constitutivo del funcionamiento estable de la familia, y que el fracaso funcional (entendido aquí abiertamente como fracaso económico) y el fracaso normativo son un mismo fracaso en la resolución de un determinado conjunto de problemas.
Bien, el siguiente ejemplo es la constitución de la sociedad civil burguesa de Hegel. La sociedad civil o burguesa (la bürgerliche Gesellschaft, lo que podría traducirse en términos actuales como mercado) también resolvería lo mejor posible un cierto problema que habría surgido históricamente, a saber, el de hacer posible la subsistencia material y la integración social del individuo, o el cumplimiento de la «promesa de obtener mediante el trabajo un lugar dentro de la sociedad en el que uno pueda ocuparse de su subsistencia de forma autónoma y ser reconocido por ello» (Jaeggi, 2014, p. 239). Sin embargo, a diferencia del caso de la familia, que puede permanecer estable si observa sus propias normas, la sociedad civil burguesa, ya según el propio Hegel, debe romper sistemáticamente sus promesas en el mismo momento en que se cumplen sus normas. En su funcionamiento normal, la sociedad civil-burguesa, tal y como la analiza Hegel, genera necesariamente desempleo estructural, desigualdad y pobreza, lo que hace que uno de sus componentes inevitables sea una clase de individuos incapaces de procurarse su propia subsistencia mediante el trabajo, que Hegel denomina plebe (Pöbel). Esto significa que la sociedad civil burguesa debe fracasar tanto funcional como normativamente y siempre está amenazada de desintegración.
En estos dos ejemplos se observa una incompatibilidad de dos ontologías sociales que no deja de tener consecuencias que desvirtúan el proyecto de una crítica de las formas de vida. Para el caso de la familia reconstruida por Jaeggi, opera su primera ontología social, la pragmática, que concilia funciones y normas. La autora representa los problemas a los que se enfrenta esta forma de vida como problemas planteados por la constitución económica de la sociedad, que funcionaría como un entorno, un exterior, a la familia. Los problemas de la familia son externos a ella, y ella tiene que adaptarse a ellos. Ahora bien, este exterior que plantea problemas a la familia, como muestra el caso conjeturado por Jaeggi, es precisamente lo que Hegel llamó sociedad civil, el mercado capitalista. La familia representada por Jaeggi fracasa normativa y funcionalmente y pone en riesgo su subsistencia económica precisamente porque no proporciona a sus hijos una formación adecuada para su integración ahí fuera, es decir, en el mercado. En palabras de Jaeggi, «una constitución económica dinámica está vinculada a una personalidad dinámica y responsable, y eso significa: a una personalidad que realiza la autonomía en cierta medida» (Jaeggi, 2014, p. 233 s.). Sin el tipo de personalidad «autónoma» y «dinámica» y la capacidad de disposición personal que exige el mercado, cuyo lugar de formación es representado por Jaeggi como la unidad familiar, el individuo debe fracasar en su integración funcional. La autonomía es un requisito funcional, pero aquí vemos que quien la exige no es la propia familia, sino su exterior, el mercado. La norma de equilibrio entre dependencia e independencia se revela como planteada desde fuera de la familia, como requisito para cumplir una función en la división del trabajo social. Es necesario seguir la norma establecida por el mercado para que la familia no entre en crisis. Cuando Jaeggi sostiene que todas las familias, incluidas las que no suscriben expresamente los ideales de autonomía, están «“inferencialmente” comprometidas a compartir también el ideal de independencia» (Jaeggi, 2014, p. 230), este compromiso inferencial parece mejor descrito como una imposición material, con sanciones negativas reales en caso de incumplimiento.
La sociedad civil-burguesa, por el contrario, establece sus propias normas y genera sistemáticamente su propio incumplimiento. La ontología social vigente ya no es la pragmática sino la dialéctica; ya no estamos ante un simple problema sino ante una contradicción. Las normas y las funciones se dividen, operando con una eficacia invertida. Sin embargo, no se trata de dos realidades distintas, sino de una misma. La propia familia está integrada funcionalmente en el mercado. Las mismas normas que, cumplidas correctamente, estabilizan a la familia y la hacen exitosa normativa y funcionalmente, luego operan contra sí mismas y contra su funcionalidad, generando exclusión y desintegración social.
Por lo tanto, Jaeggi también tiene dos ontologías sociales incompatibles. Al definir de modo tético lo que son las prácticas, las formas de vida, etc., Jaeggi formula una ontología social similar a la oficial honnethiana, en la que las normas y las funciones sociales operan de forma orquestada, las normas (o las soluciones teleológicas de los problemas) organizan funcionalmente una forma de vida, y no hay una escisión entre la sociedad como sujeto y la sociedad como objeto (como si, en términos habermasianos, la sociedad fuera sólo mundo de la vida). En su concepto de crítica inmanente, sin embargo, Jaeggi se compromete con una ontología similar a la no oficial de Honneth, en la que las normas se instancian en funciones sociales que contradicen el significado de las normas (de nuevo en términos habermasianos, como si del mundo de la vida surgiera y se hiciera autónomo un sistema que socava sus fundamentos). La diferencia es que en Jaeggi no son dos ontologías alternas, sino concomitantes, sin que quede claro que son incompatibles. Cabe preguntarse, por último: ¿por qué se repite este mismo rasgo en los posfrankfurtianos?
5. La contradicción
Ahora bien, ¿qué ocurre en esta reduplicación que retorna siempre que se intenta cerrar la brecha, la herida que incluso Habermas intentó mantener abierta? En Habermas, vemos una supuesta contradicción entre el sistema y el mundo de la vida. En Honneth y en Jaeggi, no es que el sistema y el mundo de la vida formen una antítesis, sino que, de forma más compleja, una falsa síntesis del sistema y del mundo de la vida (en las figuras de la ontología social oficial de Honneth y de la pragmática de Jaeggi) forma una antítesis con su antítesis real (representada en la ontología social no oficial de Honneth y en la dialéctica de Jaeggi). Vemos una antítesis de la falsa síntesis y la verdadera antítesis, una contradicción de la contradicción con la falsa no-contradicción. Pero a estas alturas no tenemos ninguna razón para seguir utilizando el aparato terminológico habermasiano. La escisión social de mundo de la vida y sistema es una comprensión amputada de las implicaciones de la escisión entre valor de uso y valor de la mercancía, cuya unidad contradictoria se encuentra en la propia mercancía, que irradia, por su parte, la contradicción a toda la estructura social. Sin duda, como piensan Honneth y Jaeggi, encontrar el principio de síntesis actual de la sociedad es una tarea de la teoría crítica, pero no a costa de la propia realidad. La síntesis allí es siempre una síntesis meramente teórico-conceptual, que es refutada, en Honneth, cuando busca pensar los desarrollos sociales concretos del presente, y en Jaeggi, cuando muestra lo que la crítica inmanente, en sus versiones clásicas (Hegel, Marx, Adorno), descubre en general en los objetos cuando los critica. Para los posfrankfurtianos, las contradicciones se acumulan dentro de la teoría: como la contradicción es real, ella contradice el intento unilateral de superarla sólo con conceptos.
Referencias
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1 Llamo teoría crítica posfrankfurtiana, tomando prestada la expresión del filósofo brasileño Paulo Arantes (1990, p. 88), a aquella tradición de pensamiento establecida, después de Habermas, por una ruptura revisionista con la teoría crítica de Frankfurt y que, sin embargo, reclama una relativa continuidad (o una mejora reflexiva) en relación con ella. Con esto quiero hacer justicia a lo que Marc Sommer llama una «tradición (...) rota en dos mitades, que ya no pueden situarse en una línea de continuidad» (Sommer, 2015, p. 165). Hösle (2013) también habla de «dos Escuelas de Frankfurt», y Müller-Doohm (2017) de dos «paradigmas críticos» distintos. El alcance de lo que se rechaza y lo que se mantiene de los primeros frankfurtianos, en particular de Adorno, por parte de los posfrankfurtianos puede consultarse en Habermas, 1981, p. 489 ss.; 1985, p. 130 ss.; Honneth, 1989, p. 9-111. Aunque se asuma la controvertida hipótesis de Brunkhorst (1983) de que la «teoría del valor de Marx» (sic) constituye el «núcleo paradigmático» compartido por Horkheimer, Adorno y Habermas, ya no hay ciertamente ningún vestigio de dicho núcleo en Honneth y los que le suceden
2 Como, por ejemplo, pretenden Renault (2016) y Testa (2015). Sin poder desarrollarla, me limito a indicar, en contraposición, la comprensión de Adorno, para quien, en una palabra, «la teoría crítica no es una ontología» (Adorno, 2003b, p. 292).
3 Para una caracterización de la teoría social de Honneth como idealista, véase Thompson, 2014; Mohan y Keil, 2012.