Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 212-215
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)
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SAFRANSKI, R. (2021). Hölderlin o el fuego divino de la poesía. Barcelona: Tusquets.
La poesía de Friedrich Hölderlin es uno de los frutos más distintivos del Romanticismo y el Idealismo alemán. El propio Hölderlin se erige como el personaje que mejor encarna los ideales del momento: el filósofo que traslada la cultura alemana de la época a la grandeza y la inocencia de la Grecia clásica, un mundo que resultaba inocente y que al mismo tiempo sucumbía a la llama poiética de la canción de los dioses. En esta nueva biografía filosófica de Rüdiger Safranski, editada por Tusquets y traducida de nuevo por Raúl Gabás, nos encontramos de nuevo con el vidente cuyo intento por desentrañar el lenguaje divino lo aproximó demasiado a su fulgor, y que hubo de pagar con su juicio este atrevimiento; también con el estudioso que vivió la mitad de su existencia como seminarista en potencia, preceptor privado y bibliotecario áulico y la otra media sumido en la incomprensión de sus propias sombras; por último, volvemos a conocer al poeta que en Hiperión, o el eremita en Grecia rubrica una de las citas más hermosas de la literatura universal, pues como asegura el héroe homónimo: “El hombre es un Dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.
En Hölderlin o el fuego divino de la poesía nos trasladamos a la segunda mitad del siglo xvii y la primera parte del xviii, un periodo que Safranski conoce bien, como queda reflejado en otros trabajos sobre Goethe, Schiller, Hoffman, Schopenhauer o el posterior Nietzsche. Su escritura nos transporta a este momento de gran esplendor, los años salvajes de la filosofía alemana, en el que la palabra, el ser y la acción se daban la mano en la creación poética de la escritura. Un tiempo en el que, enardecidos por la crítica de Kant, toda una constelación de filósofos se lanzó a la aventura de desvelar la cosa en sí: bien como dimensión subjetiva, desde el espíritu, o desde el lado objetivo, entendiéndola como materia. El autor se pregunta por el ígneo impulso que arde en la poesía de Hölderlin, y con su estilo elegante y sutil nos introduce en la intrahistoria de este coloso del pensamiento alemán. Al igual que otros biógrafos han hecho antes, Safranski trata de descifrar la mente del personaje y los factores que pudieron desencadenar su derrumbe: tanto en sus instantes alciónicos como en sus horas más bajas; desde el entusiasmo juvenil en Tubinga y el disfrute liviano de su breve estancia en Burdeos hasta las jornadas más crudas previas a su primer internamiento, así como los arrebatos pacíficos durante su larga convalecencia al amparo de los Zimmer. En las décadas que nos atañen acaecía algo único en Alemania: literatura y vida por fin se habían unido. Los escritores expresaban emociones íntimas a unos lectores anhelantes, que indagaban pistas de la biografía del autor en cada fragmento del texto. Se buscaban modelos de conducta en la literatura, y la literatura bebía de las experiencias vitales. Ya no era doctrinal como antaño, sino íntima y expresiva, y aportaba una nueva textura y densidad al paso de los días. La anodina rutina diaria se hacía más soportable si se fundía con la posibilidad que brindaba la literatura de compartir infinitos relatos. La gris monotonía de Alemania, que carecía de centros urbanos de importancia o instituciones que patrocinasen la vida social, favorecía esta fuga a través de la filosofía y la fantasía.
Fue en este contexto filosófico y cultural en el que Hölderlin llegó al mundo de los mortales, en una familia de la burguesía suaba, el 20 de marzo de 1770. Tras pasar por diversas escuelas conventuales de preparación entraría en el célebre seminario de Tubinga en 1788. Ahí conoce a Hegel y Schelling, con los que entabla una de las amistades más fructíferas de la historia de la filosofía. Los futuros párrocos (aunque los tres lograrían eludir este destino) recibieron una sólida y ortodoxa formación filosófica, que complementaron por su cuenta con lecturas sobre Spinoza, Leibniz y Kant. El joven Hölderlin quedó prendado de la filosofía spinoziana, pero pronto se alejó de sus postulados: se resistía a renunciar al soporte que proporciona el amor personal, que el pulidor de lentes amstelodano subsumía como unidad de espíritu y materia. Kant, en cambio, le supuso toda una revolución intelectual. El estudio de la filosofía kantiana apasionó a Hölderlin y también le sirvió como inspiración en su discurso poético. Según su interpretación artística del kantismo, la imaginación considerada como poder creador no es solo una de las características del Sturm und Drang, sino que está enraizada en el corazón del idealismo alemán. Conocer es poetizar, dar lugar a un conocimiento sobre el mundo en el que la palabra poética adquiere una facultad gracias a la cual, además de describirlas, es posible formular realidades.
La otra referencia fundamental para Hölderlin, así como para buena parte de los poetas y filósofos coetáneos, es la grandeza del mundo griego. En la generación previa muchos habían quedado seducidos por la grandeza de la Antigüedad al calor de la interpretación de Winckelmann, que describía el esplendor de una Grecia apolínea regida por los ideales de orden y belleza cósmica. Pero frente a esta valoración canónica Hölderlin prefería la de su amigo y mentor Wilhelm Heinse, que incidía en la fuerza sensual y dionisiaca del mundo heleno. A los románticos les fascina el discurso clásico e idealizado de los mitos, pero esta lectura se suscribe desde una perspectiva académica que no afectaba en lo personal. El enamoramiento por lo helénico es artístico y estético, pero en ningún caso se toma como un fenómeno religioso. El caso de nuestro poeta es distinto. Hölderlin sí que incorpora el trasfondo de estas divinidades a su existencia, y este compromiso adquirido es llevado hasta sus últimas consecuencias. No se trata solo de una cuestión formativa: la mitología griega adquiere una modalidad mítica y religiosa que lo acompañará durante el resto de sus días. Safranski incide en esta lectura de la cultura y el politeísmo, en la que la divinidad acaece en la multiplicidad. El biógrafo suabo nos recuerda además la importancia de Dionisos tanto en la poesía de Hölderlin como en su interpretación de la cultura griega, y nos muestra cómo el poeta más representativo del romanticismo alemán se adelanta en una generación a la lectura heterodoxa de otro ínclito helenista, que como Hölderlin también padeció la desconexión entre su identidad y la del mundo. Medio siglo antes que el filósofo de Rocken, Hölderlin ya se había percatado del potencial filosófico de la hybris en la cultura helénica; de la primacía de un dios que no nos aproxima a la quietud contemplativa, sino a la ardiente y extática pasión que se encarna en la poesía.
Sobre la poesía que se incardina en la vida versa Hiperión, o el eremita en Grecia, la gran obra de Hölderlin. En este poema, iniciado en 1792 pero desarrollado a lo largo de los siguientes años, el componente descriptivo deja paso a la reflexión lírica y el discurso filosófico. Se ilustra la disonancia crepuscular de su protagonista, que vive en la ex–centricidad de sí mismo y a la vez anhela la plenitud. En Hiperión la filosofía se relata de forma epistolar, una fórmula que exige una concreción narrativa que no está presente en el ensayo al uso. Los laberintos del pensamiento y la acción son descritos a través de las cartas, en las que Hiperión narra las aventuras revolucionarias con su camarada Alabanda y su pasión romántica por la bella Diotima. La naturaleza es el nodo central de la obra, pero esta no responde a una única interpretación: no es solo el objeto de nostalgia por lo no vivido en el que es posible fundirse, sino también un poder colosal que sitúa al sujeto ante su abismo.
Pero esta subsunción con la naturaleza no condujo a Hölderlin a una integración tranquila, sin miedo ni esperanza, con la totalidad, sino al derrumbe de su relación con el mundo. Sumido en una crisis, y padeciendo gran agitación personal, los rayos de Apolo impactaron contra Hölderlin en torno a 1803. Este devenir errático se agravaría más tarde con la desfragmentación de su lenguaje, que hibridaba el alemán, el griego y el latín. Su decir abandona la capacidad expresiva y creadora, y se limita a autorreferenciar el estrecho mundo en el que habitaba entonces el poeta, poblado de dioses y memoria. Fue declarado como enfermo mental inofensivo pero incurable al que se le auguraron pocos años de vida. Comienza aquí la segunda parte de su historia, en la que apenas experimentaría cambios en lo biográfico pero que daría lugar al inicio de su leyenda. Sería acogido por Ernst Zimmer, un ebanista de Tubinga apasionado lector de su poesía. En estas décadas del nuevo siglo Hölderlin vivió una prematura senectud sosegada y familiar: los Zimmer le dispensaron un trato cordial y cercano, y el residente que iba a ser temporal se convirtió en uno más de la familia. A pesar del barroquismo de su lenguaje y sus excéntricas costumbres el menoscabo de sus facultades físicas era menor, por lo que Hölderlin pudo sobrevivir muchos años al diagnóstico de una temprana muerte, que llegó de forma pacífica en 1843, cuando contaba con setenta y tres años. Pero su fama póstuma se inició antes incluso de que llegara su desaparición física. Recibía con frecuencia las visitas de estudiosos y admiradores que percibían en Hiperión la síntesis del espíritu de una época. Un año después de la muerte de Hölderlin nacía Friedrich Nietzsche, otro de los filósofos más apasionantes y malogrados. Para el primer Nietzsche el poeta del Neckar era una referencia literaria de primer nivel, un escritor que ejemplificaba la nostalgia de plenitud y unidad de la antigua Grecia. Alababa a Hölderlin como su poeta predilecto, e incluso recomienda a un amigo su lectura, tal y como leemos en una carta de 1861. Este entusiasmo no era compartido por el profesorado universitario, que hubo de aconsejar a Nietzsche alejarse de un autor tan sospechoso y errático.
¿Qué lecciones podemos extraer hoy de la poesía de Hölderlin? ¿Qué es lo que nos enseña su áureo mensaje? Que los dioses no han de buscarse fuera sino dentro. El ocaso de los dioses, que no sobrevivieron al embate de la historia, no significa que lo divino haya abandonado el mundo. Se encuentran en cada acción, en cada ser, y la digna canción ígnea de la poesía es la que les hace aflorar. La imaginación poética de Hölderlin no está limitada a la de unos personajes y situaciones: hace suya la cualidad del viejo demiurgo helénico y crea a unas criaturas que también son creadoras. Hölderlin crea sus propios dioses. El inconveniente de esta práctica, como nos recuerda Safranski, es que estos dioses personales condenan al vacío y la soledad como únicos acompañantes de su hacedor, tal y como le sucedió a nuestro protagonista.
¿Cómo podemos leer hoy a Hölderlin? ¿Es posible hacerlo con la inocencia que se requiere? ¿Seremos acaso capaces de interpretar la voz de un vidente cuyo lenguaje no estaba a la altura de la concepción del mundo que proponía? Tal vez, como él mismo sugirió, recibió más de los dioses de lo que podía digerir. Pero, ¿acaso los que hemos nacido más tarde, sin haber experimentado apenas nada de esos dioses, estamos en disposición de poder comprender en su totalidad el misterio que esconden sus palabras? La poesía de Friedrich Hölderlin nos estimula a redescubrir el potencial del mundo onírico, que aflora por encima de la pobreza gris del raciocinio limitador. La claridad mundana del presente nos ciega para sentir el abismo de la noche sublime de poeta. El parnaso en el que arde el fuego de la poesía nos lastra a la indigencia en el ejercicio del pensamiento, pero a la vez, como leíamos en Hiperión, nos convierte en dioses cuando habitamos el mundo de Oniros.
Universidad de La Rioja.