Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 137-154

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.527511

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Entre identidades, violencias y resistencias. La frontera como espacio intersticial*

 

Between identities, violence and resistance. The border as an interstitial space

 

AGUSTINA VARELA-MANOGRASSO**

 

 

Resumen: En las últimas décadas se han multiplicado las fronteras físicas y simbólicas. Los Estados han militarizado sus fronteras territoriales convirtiendo a la cuestión migratoria no sólo en una amenaza para la soberanía nacional, sino también para la identidad colectiva e individual. El avance de las identidades nacionales en nuestra sociedad global cada vez más interdependiente está generando distintos tipos de violencias que confluyen en las fronteras, desencadenando la desaparición física y simbólica de los cuerpos migrantes que las habitan e intentan cruzarlas. Sin embargo, en esas mismas fronteras emergen novedosas formas de resistencia a pesar y a partir de la experiencia de la violencia. Este artículo analiza esta ambivalencia de las fronteras como espacios intersticiales donde se activan distintas formas de violencias, pero también prácticas mediadoras entre el adentro y el afuera de la comunidad política que articulan nuevas subjetividades a raíz de ellas.

Palabras clave: cuerpos migrantes, fronteras, espacio intersticial, identidades, violencias, resistencias.

Abstract: In recent decades, physical and symbolic borders have multiplied. States have militarized their territorial borders, turning the migration issue not only into a threat to national sovereignty, but also to the collective and individual identity. The rise of national identities in our increasingly interdependent global society is generating different modalities of violence that converge at borders, triggering the physical and symbolic disappearance of the migrant bodies that inhabit them and try to cross them. However, in those same borders, new forms of resistance emerge despite and from the experience of violence. This paper analyses this ambivalence of borders as interstitial spaces where different modalities of violence are activated, but also mediating practices between the inside and outside political community that articulate new subjectivities as a result of them.

Keywords: migrant bodies, borders, interstitial space, identities, violence, resistance.

 


Recibido: 09/06/2022. Aceptado: 08/07/2022.

* Este artículo se ha elaborado en el marco del proyecto de investigación del Plan Estatal I+D+i: “Fronteras, democracia y justicia global. Argumentos filosóficos en torno a la emergencia de un espacio cosmopolita” (PGC2018-093656-B-I00), de cuyo equipo de trabajo la autora forma parte.

** Investigadora posdoctoral “Margarita Salas” (financiada por la Unión Europea–NextGenerationEU), adscrita a la Universidad de Murcia y al Instituto Universitario de Estudios de la Mujer, de la Universidad Autónoma de Madrid. Email: agustinabelen.varela@um.es. / orcid: 0000-0002-6508-2057.

Sus líneas de investigación se centran en la filosofía contemporánea, la filosofía social y política, la obra de Hannah Arendt, las violencias contemporáneas, las identidades sociales y políticas, los estudios de género y los estudios de envejecimiento. Entre sus publicaciones más reciente destacan: «Los ecos de la violencia. La genealogía arendtiana de violencia como desingularización». Ideas y Valores, vol. 71, n.º 179, mayo de 2022, pp. 205-29 https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v71n179.102697 y Armengol, J.M. y Varela-Manograsso, A. «Pain and glory: Narrative (De)constructions of older gay men in contemporary Spanish culture and cinema». Journal of Aging Studies, 2022. https://doi.org/10.1016/j.jaging.2022.101030.

 

 

1. Introducción

 

“Mi hijo se perdió en la frontera […]. En la última llamada telefónica que me hizo, me dijo ‘Voy a cruzar la frontera ahora’” (The ARD, 2022). Con estas palabras Ángela Lacayo, narraba la desaparición de su hijo, Jarvin Josué Velázquez Lacayo, el 24 de abril de 2016 en Piedras Negras-Coahuila, una de las zonas más transitadas de la frontera entre México y Estados Unidos. Seis años después, continúa buscando a su hijo para encontrarlo “vivo o muerto” (The ARD, 2022). Ángela forma parte de la Caravana de Madres Centroamericanas que recorren las mimas rutas migratorias que sus hijas e hijos desaparecidos para encontrarlos en hospitales, prostíbulos, cárceles o morgues. Y en ese transitar dan visibilidad a sus historias de desaparición, crean redes de solidaridad con otros familiares, así como también con asociaciones y civiles comprometidos con su búsqueda. En fin, cruzan fronteras físicas y simbólicas arriesgando sus propias vidas.

En esa misma frontera, unos 89 kilómetros al norte en la zona de Del Río (Texas), el 21 de septiembre de 2021 salieron a la luz unos polémicos vídeos en los que agentes de la patrulla fronteriza estadounidense montados a caballo utilizaban látigos para detener a unos inmigrantes haitianos que intentaban cruzar el río (RTVE, 2021). La violencia institucional en los pasos fronterizos es bien conocida en Estados Unidos, donde a las patrullas oficiales se unen grupos paramilitares a los que el ex presidente Donald Trump llegó a referirse como “amables colaboradores”. A lo largo de los últimos años, estas organizaciones de milicias civiles autodenominadas “caza-inmigrantes” se han propagado también en Europa. En 2016 se publicaron en distintos medios unos vídeos de refugiados afganos retenidos en la frontera de Bulgaria con Turquía por grupos civiles, celebrados por el ex primer ministro Boiko Borisov como actos de ayuda al Estado (RTVE, 2016). Más recientemente, en enero de ٢٠٢١, un grupo de activistas franceses del colectivo Génération Identitaire se desplazó al puerto del Portillón en los Pirineos para hacer “patrullas antiinmigrantes” en la frontera franco-española y así “garantizar la seguridad” de un territorio considerado “zona de infiltración” (El Periódico, 2021).

Estos ejemplos reflejan la proliferación de identidades excluyentes que restringen el sentido de su singularidad a la pertenencia del imaginario homogéneo de la nación. Pero no hace falta desplazarse hasta las fronteras físicas para levantar muros contra el “otro diferente”. Además de tener una dimensión jurídica, económica y política, las fronteras estatales son espacios cargados de valores identitarios que se instalan en el interior de los países y articulan fronteras simbólicas “para darle sentido a la experiencia de lo propio y lo ajeno” (Maffía, 2009, 218) bajo el lema “nosotros primero”, como si fuese posible pensar un nos-otros que no esté atravesado por la pluralidad. No obstante, la caravana de madres de migrantes desaparecidos que cruzan fronteras en comunalidad con otras madres y una ciudadanía comprometida con la pluralidad del mundo contrasta con el avance de las identidades homogéneas y demuestran que las fronteras también son espacios de encuentro e intersección de múltiples identidades, de cruce e inauguración de nuevas relaciones, de prácticas de resistencias y creación de nuevas subjetividades a raíz de ellas.

Este artículo tiene como objetivo explorar esta ambivalencia de las fronteras. Para ello será necesario analizar cómo interactúan sus dimensiones física y simbólica articulando distintas formas de violencia que trascienden la dimensión instrumental y desencadenan la desaparición (asimismo, física y simbólica) de los sujetos que las habitan y transitan. Pero también será necesario analizar cómo estos activan prácticas mediadoras no autorizadas por el orden político oficial (Gündoğdu, 2015) que politizan la vulnerabilidad a la que son expuestos y articulan formas novedosas de aparición a pesar y a partir de la experiencia de la violencia en/de las fronteras. Además de cuestionar la delimitación del Estado-nación y su(s) violencia(s), estas prácticas pueden iluminar formas de cohabitar el mundo compartido más allá de la distinción que define por negación “el ‘ellos’ como no-nosotros y el ‘nosotros’ como no-ellos” (Bauman, 2017, 63).

 

1. En la intersección entre las identidades y las fronteras

 

1.1. “Nosotros” y “ellos”

 

La vieja dicotomía entre “nosotros” y “ellos” ha resurgido con fuerza en un contexto en que la “disciplina de miedo” (Van Der Pijl, 2016) hacia “la diferencia” coincide con una política de securitización (Waever, 1995) que convierte a la presencia del inmigrante en una amenaza muy concreta. “Vieja dicotomía” porque ha entrado en conexión con la violencia de distintos modos a lo largo de la historia. De hecho, hasta no hace mucho la perspectiva dominante en el estudio de ese binomio y de la violencia que encarna había sido la que tomaba como referencia al Estado-nación, ya sea a nivel intraestatal, estatal o internacional, a finales del siglo pasado dominado por el equilibrio bipolar entre los bloques ideológicos capitalista y comunista (Wieviorka, 2009, 27).

Sin haber perdido del todo su vigencia, esta perspectiva no parece suficiente para comprender cómo el binomio nosotros-ellos entra en conexión con distintas formas de violencia en la sociedad actual. Desde los años 70, asistimos al avance depredador neoliberalismo como respuesta la crisis del modelo fordista y del Estado de Bienestar que había proliferado en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Si, como dice Harvey, “el neoliberalismo es, ante todo, una teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo […], [relegando] el papel del Estado [a] crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo de estas prácticas” (2007, 6), el resultado de su implementación supuso una reconfiguración de las estructuras económicas, políticas y sociales que degradan las estructuras estatales y lejos de promover el bienestar del ser humano, generó una precarización del mercado laboral y una crisis sistémica a nivel global (Zamora, 2020).

Al colapso del Estado del bienestar y la pérdida de derechos se suma “el desigual impacto de los procesos de destrucción medioambiental y la incapacidad del sistema productivo capitalista para incorporar a una relación laboral rentable a millones de seres humanos, después de haber destruido formas de subsistencia no capitalistas” (Zamora, 2020, 59). Es precisamente la fusión de ese impacto y esa incapacidad lo que está generando la producción masiva de lo que se ha denominado migración económica y ambiental, así como también está generando todo tipo de conflictos bélicos que son, de hecho, la primera causa de los desplazamientos masivos y se han visto reforzados en la constelación post-11S.

Si bien, tanto la globalización neoliberal como los atentados del 11 de septiembre de 2001 y lo que se ha denominado la “globalización del terror” pusieron en evidencia el debilitamiento del Estado-nación soberano clásico, no activó una reflexión autocrítica sobre su incapacidad para hacer frente a los nuevos retos globales. Al contrario, inició un periodo de guerras en Oriente Próximo y Medio, que supuso el aumento exponencial de refugiados y solicitantes de asilo en Europa, ante los que los Estados miembros de la Unión Europea responden del mismo modo que lo hacen ante el incremento de inmigrantes económicos y ambientales: militarizando sus fronteras.

Desde comienzos de siglo, muchos Estados han reforzado la concepción excluyente de sus territorios soberanos que “se traduce en la pretensión de ejercer un control total del tránsito fronterizo […], abordar la cuestión migratoria como un [..] riesgo para la soberanía nacional” (Velasco, 2020, 8) y, en cualquier caso, como una amenaza no sólo geopolítica para el Estado-nación, sino también como amenaza cultural para la identidad colectiva e individual de sus habitantes. La constelación neoliberal post-11S ha situado el tema de la “identidad” en el centro de las problemáticas actuales, convirtiendo a las fronteras “en sitios de inversión (investimenti) «securitaria» en la retórica política, así como en las políticas concretas de control” (Mezzadra y Neilson, 2017, 25). Una retórica y unas políticas que, además de retroalimentar una ciudadanía cada vez más miedosa que reclama mayor protección a sus gobiernos a través de la fortificación de las fronteras físicas, reactivan antiguos arquetipos racistas del período colonial de la época moderna que están siendo movilizados por los movimientos xenófobos y refuerzan la fronterización de las relaciones sociales.

Tanto la interacción entre las fronteras físicas y simbólicas como el incremento de las identidades nacionales deben analizarse en este contexto de “peligrosización” del otro (Bauman, 2005, 77) y “securitización” del nosotros, que encarnan la paradoja de la “globalización amurallada”: “a medida que aumenta la movilidad y la comunicabilidad, aumentan también las fronteras, las dificultades para desplazarse libremente, las reacciones de xenofobia […], las políticas de clausura identitaria” (Campillo, 2015, 56) y, como veremos, también se potencian las distintas formas de violencias a las que esa clausura está vinculada. El resultado es, por decirlo en términos arendtianos, que en un mundo global cada vez más plural e interdependiente, hay cada vez más personas sin “un lugar en el mundo, que haga significativas a las opiniones y efectivas a las acciones” (Arendt, 1979, 296), esto es, privadas de un lugar físico, pero también simbólico, en el que poder ejercer el derecho a la acción y la aparición.

Lejos de tratarse del retorno anómalo de identidades desfasadas que colisionan en el marco de “apertura” global, este repliegue debe entenderse como la aparición de identidades transfiguradas por el mismo proceso globalizador, que exige pensar su conexión con la(s) violencia(s) en/de la frontera desde un enfoque más complejo al que la considera una línea divisoria entre Estados soberanos donde estos ejercen el monopolio “legítimo” de la violencia con mayor vehemencia. En este sentido, se entiende mejor en términos de espacio fronterizo que se articula como “un lugar vago e indefinido creado por el residuo emocional de una linde contra natura [y] en un estado de constante transición” (Anzaldúa, 2016, 42). Una linde que trasciende la dimensión geográfica y segrega a los migrantes también en el interior.

Así lo demuestran las manifestaciones antinmigrantes de talante “posfascista” (Traverso, 2018) que se reproducen en distintos lugares del mundo y no sólo en los países tradicionalmente receptores, sino también en aquellos emisores de inmigrantes o considerados zonas de paso y recientemente convertidos en receptores, debido a la externalización de las fronteras de los países de destino. A diferencia del talante ofensivo y de expansión militar del fascismo europeo de los años 30 y 40 que pretendía ampliar sus territorios, el posfascismo es defensivo y pretende fortificarlos. Si bien carece de un carácter propiamente bélico, militariza las fronteras y recurre a la lógica guerrera, —“si quieres vivir, el otro debe morir” (Butler, 2021, 111)—, para legitimar su identidad excluyente y violencia. En nuestra sociedad del miedo y la securitización, ese “otro” es el inmigrante que carece de un territorio en el que habitar. Por lo tanto, la violencia ya no se ejerce fundamentalmente por cuestiones territoriales contra otro Estado, sino contra los cuerpos migrantes que habitan o cruzan sus fronteras y han sido señalados como potenciales amenazas para la identidad colectiva e incluso personal.

 

2.2. Identidades, cuerpos y fronteras

 

La “identidad” es un concepto complejo siempre en riesgo de caer en interpretaciones impermeables. Sin embargo, tan peligroso es su deriva de cierre como pretender erradicarla, siempre y cuando se entienda como un proceso inacabable. Así lo demuestra la situación de extrema vulnerabilidad a la que quedan relegados quienes no se les reconoce su singularidad. En el contexto actual de proliferación de identidades impermeables es urgente reflexionar cómo interactúan sus planos colectivo y personal, así como pensarla en términos desencializados, esto es, nunca en tanto punto de partida, sino como condición derivada en continua transformación y apertura a la diferencia; ni tampoco como conocimiento inmediato de sí, sino como recompensa de la inter-acción con los otros, pero también del relato biográfico que proviene de ellos y del cual hacemos continuas reapropiaciones (Arendt, 1998).

Ambos planos (personal-colectivo) y dimensiones (expositiva-narrativa) de la identidad demuestran que debe ser pensada en plural y en el marco de una ontología relacional. No sólo porque no hay un “nosotros plural” sin las singularidades que lo constituyen y estas se constituyen y diferencian en la misma experiencia de la pluralidad (Arendt, 1998), sino también porque estamos atravesados por múltiples pertenencias, narrativas e intersecciones encarnadas, que interactúan a distintos niveles creando a su vez múltiples niveles de desigualdad social (Yuval-Davis, 2006), especialmente cuando se cruzan con la experiencia de la migración (El-Tayeb, 2011; Anzaldúa, 2016; Guerra, 2017; La Barbera, 2020).

Las personas migrantes llevan consigo sus costumbres, tradiciones, valores, en fin, su cultura, pero también sus cuerpos atravesados por la experiencia de dislocación que afecta de forma desigual según el sexo/género, la orientación sexual, la “raza”/etnia, el lugar de procedencia y la nacionalidad de origen, la clase social, etc. Los cuerpos están atravesados por toda una serie de normas, discursos y narrativas que regulan sus prácticas y determinan las condiciones de su visibilidad. Una visibilidad que trasciende la dimensión material o, por decirlo con Merleau-Ponty (1975), que no puede reducirse a “cuerpo visto” en tanto objeto del mundo, sino que debe pensarse como “cuerpo vivido”, como una realidad contextual enraizada en el mundo que cohabita con otros cuerpos y, por tanto, en una trama simbólica de reconocimiento y relaciones de cuidado, pero también de rechazo y relaciones de violencia.

Si algo demuestra la experiencia vivida de los cuerpos migrantes es que no todos son igualmente reconocidos ni tienen las mismas posibilidades aparecer ante los demás. Y que la distribución desigual de las condiciones de esas posibilidades establece una frontera entre cuerpos visibles-hegemónicos e invisibles-no hegemónicos (Butler, 2006; 2017; 2021), especialmente impermeable cuando los espacios fronterizos simbólicos a los que quedan relegados los cuerpos/sujetos no hegemónicos coinciden con los espacios fronterizos físicos y la invisibilización de su singularidad única coincide con la (hiper)visibilización de los estereotipos a los que son reducidos. Sobre este limbo de (in)visibilidad en el que quedan atrapados los cuerpos/sujetos migrantes, Anzaldúa escribía “Yo soy visible —vean esta cara de india— y, sin embargo, soy invisible. Con mi nariz aguileña los deslumbro al tiempo que soy un ángulo ciego” (2016, 145).

De todas las variables sociales que atraviesan la identidad personal y social de las personas migrantes son precisamente las que operan a través de marcadores visuales en el cuerpo o, como las llama Alcoff, las “identidades visibles” (2006) las más susceptibles a ser estereotipadas y, en última instancia, criminalizadas. De este modo, se puede decir con La Barbera que “aunque el sentido de pertenencia y la construcción de la identidad son procesos fluidos y no lineales, la frontera marca la identidad de las personas migrantes de forma permanente […], especialmente si el fenotipo no es el predominante en el país de destino” (2020, 275). En estos casos, el “cuerpo vivido” es reducido a “cuerpo visto”, donde lo visible opera en un régimen de (in)visibilidad, que trasciende la fisicalidad de la frontera. En este sentido, revela “la inscripción material de la violencia social” (Alcoff, 2006, 8) y, debemos añadir, estructural e institucional, por la cual los cuerpos migrantes colisionan con los “cuerpos hegemónicos” convertidos ellos mismos en muros defensivos y mucho antes de transitar cualquier frontera: “Cuerpos hegemónicos que desde [las] disciplinas normativas y desde [los] espacios de poder elaboran las normas para todos los cuerpos […]. Cuerpos que se han puesto como los únicos capaces en el ejercicio de la ciudadanía” (Maffía, 2009, 220).

 

2.3. Los límites de la ciudadanía y el “derecho a aparecer”

 

La ciudadanía como estatuto jurídico que nos reconoce como miembros de una comunidad política juega un papel determinante tanto para la constitución de la propia subjetividad, como para definir qué cuerpos e identidades serán visibles. Y las fronteras territoriales de los Estados continúan teniendo un papel fundamental a la hora determinar quiénes pertenecen a dicha comunidad como titulares de pleno derecho (La Barbera, 2020, 273-274), así como también con “pleno” reconocimiento de sus identidades encarnadas.

El concepto de ciudadanía continúa ligado a la fusión del Estado-nación, esto es, al Estado territorial soberano como ordenamiento jurídico-político y a la nación que se imagina limitada, soberana y comunidad “natural” (Anderson, 1993). Es precisamente la ilusión de esta fusión que pretende constituir a los pueblos de la tierra en Estados soberanos, “políticamente independientes y culturalmente homogéneos” (Campillo, 2008, 188) la que reivindican los movimientos xenófobos de talante posfascista que avanzan a escala global. Al considerar que la adquisición de la ciudadanía está vinculada a una identidad nacional anclada en un territorio delimitado (a un vínculo de sangre y suelo que supuestamente es natural y, por tanto, inherentemente excluyente) en un mundo global, diverso e interdependiente, no sólo están generando todo tipo de violencias que atentan contra los derechos humanos, también reflejan la contradicción originaria sobre la que esos derechos se asientan y encarna el límite de la ciudadanía en la sociedad global.

Como señala Campillo (2008, 2015, 2019), la Carta fundacional de la ONU incurrió en una contradicción entre la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 que incorporan todas las constituciones democráticas, basada en “el nuevo sueño cosmopolita de unos derechos humanos universales, cuya jurisdicción debería situarse por encima de la soberanía de los Estados-nación” (2008, 114) y las constituciones nacionales, basadas en “el viejo mito de la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos” (2008, 114), cuya jurisdicción está restringida a las fronteras territoriales del Estado-nación. Una tensión de la que ya dio cuenta Hannah Arendt cuando en Los orígenes del totalitarismo (1951) analiza la paradójica situación en la que quedaron atrapados los apátridas de la Primera y Segunda Guerra Mundial: “los Derechos del Hombre, supuestamente inalienables, demostraron ser inaplicables […] allí donde había personas que no parecían ser ciudadanas de un Estado soberano” (1979, 293). El resultado fue que la condición de apátrida, esto es, la pérdida de los derechos del ciudadano, implicó la pérdida de los derechos humanos y, en términos del “derecho a aparecer”, que la pérdida de la nacionalidad coincidió con la privación “de toda identidad claramente establecida y oficialmente reconocida” (Arendt, 1979, 287).

A ello se debe que la filósofa considere a “la privación de un lugar en el mundo” el primer paso en la pérdida de los derechos fundamentales y que reclame una nueva salvaguarda para la dignidad humana, que “sólo puede ser hallada en un nuevo principio político” ajeno al de soberanía nacional; “en una nueva ley en la Tierra, cuya validez debe alcanzar esta vez a toda la Humanidad”1 (Arendt, 1979, ix) y permita desnaturalizar a la ciudadanía política para pensarla en términos cosmopolitas. Esta nueva ley de alcance cosmopolita es “ley de la pluralidad”2 en función de la cual Arendt articula su reivindicación del “derecho a tener derechos”, basado en el derecho a formar parte de una comunidad de derechos como condición de cualquier otro posterior y que “no depende de una organización política en particular […] [sino que] nace cuando se ejerce, y es ejercido por quienes actúan conjuntamente” (Butler, 2017, 84).

Esta pluralidad es precisamente la que está en riesgo en nuestra sociedad global con el avance de las identidades homogéneas que niegan la base intersubjetiva de la configuración de las identidades y están generado formas de violencia extremas que confluyen en las fronteras (físicas y simbólicas) en un doble sentido. Por un lado, la proliferación de estas identidades que restringen el sentido de su propia singularidad a la pertenencia al Estado-nación, activan procesos de depreciación de los migrantes que las llevan a ejercer o aceptar la violencia contra ellos con plena indiferencia. Por su parte, los migrantes que ven restringido su derecho a aparecer como singularidades únicas, con un nombre propio y una biografía narrada, quedan expuestos a la violencia física y simbólica de la desaparición en las fronteras, sin dejar rastro y sin que los Estados se dispongan a buscarlos.

 

3. Las violencias en/de la frontera

 

3.1. Más allá de la violencia física en la frontera

 

La frontera “no resulta un territorio cómodo en el que vivir”, escribía Anzaldúa en Borderlands; “los rasgos más sobresalientes de este paisaje son el odio, la ira y la explotación” (2016, 35), y, debemos agregar, también la(s) violencia(s). Que la frontera es un lugar de violencia lo demuestran las vallas con alambre de espino que laceran los cuerpos que intentan cruzarlas, las detenciones no pocas veces acompañadas de brutalidad policial, pero también los malos tratos que sufren quienes logran cruzarlas por parte de las milicias civiles autodenominadas caza-inmigrantes. Asimismo, lo demuestra la violencia sexual que sufren particularmente las mujeres, muchas veces obligadas a prostituirse o abandonadas por los traficantes después de ser violadas y quedar embarazadas. Y lo demuestran las imágenes de naufragios y de cuerpos sin vida que llegan a las orillas del mar Egeo o el mar Mediterráneo.

Como veremos, la visibilidad de los cuerpos heridos en las fronteras son solamente un aspecto de su violencia, pero ponen en evidencia que estos dispositivos cargados de violencia física e instrumental no sólo encarnan los confines territoriales del Estado soberano donde ejerce con vehemencia su monopolio de la violencia “legítima”, también representan el punto en que esa violencia se expresa y desborda al mismo tiempo, trascendiendo tanto su dimensión física como la de las fronteras. Además de ser el lugar dónde los Estados activan los medios físicos de la violencia para impedir la entrada de (ciertos) refugiados y migrantes, encarnan una violencia mucho menos visible y más difusa de todo un régimen migratorio que se extiende más allá y más acá de la materialidad de sus fronteras (Schindel, 2022).

“Más allá” de las fronteras territoriales y de su violencia física, porque tiene que ver con unas políticas migratorias obstructivas que comienzan mucho antes de llegar a los confines de los países de destinos e incluyen acuerdos de devolución (como el de la Unión Europa con Turquía), la financiación de “guardacostas” de países extremadamente peligrosos para los migrantes (como la financiación de guardacostas libios), o acuerdos de cooperación con países de tránsito que vulneran los derechos de las personas migrantes y refugiadas (como el de España y Marruecos). Unas políticas que se traducen en la articulación de rutas migratorias cada vez más peligrosas, que duran meses o años, si es que no acaban con la muerte o la mera desaparición de sus transeúntes.

Y “más acá” de la materialidad de las fronteras, porque penetran en el interior de los países a través de la violencia burocrática que “enreda a la víctima en un laberinto de contrariedades […] [hasta] debilitarla, desmovilizarla [… y en todo caso], hacerla más vulnerable o dependiente” (Strahele, 2014, 439). Así lo demuestran los campos de refugiados en los que los migrantes son retenidos indefinidamente o los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIEs) donde son retenidos sin haber cometido ningún delito. Pero también las fronteras continúan operando en el interior de los Estados en esas formas simbólicas (sociales e institucionales) que hacen que muchas de las personas que logran cruzar las fronteras físicas y sortear la violencia burocrática de los CIEs o los campos de refugiados, vivan en la absoluta precariedad e “ilegalidad”.

Estas protuberancias de las fronteras que desbordan el marco físico y jurisdiccional de los Estados ya no se ajustan al paradigma westfaliano que las considera una línea estática divisoria entre Estados soberanos, donde estos se jactan de ejercer con ímpetu el monopolio de la violencia. Pero tampoco se ajustan al paradigma postwestfaliano que defiende el debilitamiento de las fronteras estales y se entienden mejor desde el novedoso paradigma de lo que Ayelet Shachar denomina “la frontera móvil” (2020): como un “muro legal movible [también social y político] que se contrae, expande, desaparece y reaparece de forma variable a través del espacio y el tiempo al servicio de regímenes controlados y selectivos de migración y movilidad” (2020, 20). Muros que encarnan formas de violencia que tampoco se ajustan exclusivamente a una dimensión física e instrumental y exigen pensarla más allá de la visibilidad de los cuerpos migrantes violentados, en el marco de los procesos de degradación que preceden e incluso trascienden a la violencia física en la frontera y entran en conexión con la desconfiguración de la identidad (colectiva y personal) como desencadenante de la desaparición física y simbólica, que exige reflexionar sobre una dimensión ontológica de la violencia de las fronteras.

3.2. Dimensiones ontológicas de la violencia de las fronteras

La privación de la posibilidad de “aparecer” ante los demás no requiere de contextos extremos ni tampoco de espacios físicos concretos, como los son los campos de refugiados, los CIEs o el propio mar Mediterráneo. Puede aludir a situaciones mucho más habituales y menos perceptibles de destrucción de las condiciones que hacen posible esa aparición. Si, como hemos visto, la identidad es una construcción intersubjetiva enraizada en una ontología relacional que requiere la mirada y los relatos de los otros, hay una dimensión de la violencia que alude a la “explotación de ese lazo original, de esa forma original por la que existimos, como cuerpo [pero no sólo como cuerpo], fuera de nosotros y para otros” (Butler, 2006, 54).

Se pueden mencionar dos modalidades de esta violencia ligadas a los procesos de desubjetivación que preceden e incluso trascienden a la violencia física y entran en conexión con la fronterización de las relaciones sociales. Por un lado, hay una dimensión de la violencia instrumental que no alude a la incorporación de los medios de la violencia para dañar o matar, y más concretamente a los instrumentos de control que el Estado implementa en las fronteras para impedir la entrada de refugiados y migrantes, sino a una lógica reificadora que restringe la capacidad de los sujetos de convertirse en agentes, porque han sido reducidos ellos mismos a instrumento. Ya no remite tanto al “silencio coactivo” que imponen sus instrumentos y convierten a los cuerpos en objeto de la violencia, como a la depreciación de la identidad que conlleva el predominio de la racionalidad instrumental de la violencia y se entiende mejor como una forma obstrucción que reduce a ciertos colectivos e individuos, a ciertos cuerpos, a alguna función social.

Este es el caso de muchos inmigrantes indocumentados en nuestro país a los que se les “abren las puertas”, pero para trabajar en los sectores productivos más precarizados y engullidos por la economía sumergida, por lo tanto, sin ningún tipo de protección jurídica, social ni sindical (Zamora, 2020, 61). Esto fomenta lo que Wallerstein ha denominado “etnización del mercado laboral” (1991) y habría que añadir también “genereizado”, por el cual los hombres, pero con mayor vulnerabilidad las mujeres migrantes (Guerra, 2017), son reducidos/as a mera fuerza de trabajo que ni los Estados ni los/as ciudadanos/as reconocen, aunque se beneficien de ella.

En este sentido, las “fronteras movedizas” no sólo producen mecanismos de exclusión más acá y más allá de su emplazamiento físico, “también constituyen dispositivos de inclusión que seleccionan y filtran hombres y mujeres, así como diferentes formas de circulación, de formas no menos violentas que las empleadas en las medidas de exclusión” (Mezzadra y Neilson, 2017, 25). Tal es así que debemos entenderlas también como “espacios de filtración” que encarnan la violencia como explotación de la ontología relacional por la que existimos fuera de nosotros y relega a quienes han cruzado las fronteras a formas de vida precarias. Al ser reducidos a fuerza de trabajo y no ser reconocidos en su singularidad y biografías únicas, quedan enredados en procesos de depreciación que generalmente preceden a la violencia física, pero que en todo caso conducen a su reducción a mera funcionalidad o bien, una vez perdida su función, a su completa desechabilidad (Bauman, 2005).

Esta prescindibilidad nos lleva a una segunda modalidad de la violencia, que no es propiamente instrumental ni en sus medios ni en su racionalidad. Está enraizada en la expansión la lógica procesual de la vida biológica a las relaciones interhumanas. Una lógica que ya no distingue entre medio y fines, y pretende rebajar a los individuos a meros ejemplares de la especie humana o a lo que Agamben ha denominado “nuda vida” (1998), tomando como referencia los campos de concentración/exterminio. Subsumidos en la “la potencia anónima del proceso vital”, los sujetos se convierten en irrelevantes para ese proceso.

Así pues, se trata de una violencia que podemos denominar propiamente ontológico-existencial, porque ya no instrumentaliza a los sujetos y concretamente a los migrantes para ejercer alguna función social subordinada, reduciendo su capacidad de actuar y de adquirir visibilidad para los demás como titulares de pleno derecho en la comunidad política. Tampoco remite a la explotación de la ontología relacional, sino a su ruptura, al pretender eliminar la radical singularidad humana de cada persona y, por tanto, la pluralidad como condición humana que ya siempre nos atraviesa. En fin, no se trataría de la restricción del “derecho a aparecer” como sujeto de derecho y de acción, sino de su erradicación que encarna la vida en la superfluidad, esto es, ser “desechado por desechable” (Bauman, 2005, 24).

Como veremos en el próximo apartado, ni el concepto de “nuda vida” es capaz de dar cuenta de la “experiencia vivida” de quienes son reducida a ella, ni esta violencia alcanza siempre su cometido. Sin embargo, opera en un régimen de (in)visibilidad que monopoliza las condiciones de la “aparición”, opacando cualquier perspectiva alternativa, así como el potencial político de quienes han sido excluidos de él. De camino a los campamentos, escribe Bauman, “sus futuros se ven despojados de cualquier seña de identidad excepto una: la de refugiado sin patria, sin lugar y sin función algunos. Dentro de las cercas del campamento, se les reduce a una masa sin rostro, habiéndoseles negado el acceso a las cosas elementales que conforman las identidades y a los hilos con los que dichas identidades suelen estar tejidas” (2005, 102). Al verse obligados a abandonar sus hogares y países de origen, son víctimas de lo que Philippe Braud denomina “desestabilización de los puntos de referencia” (Braud, 2006, 178-206), como un aspecto de la violencia simbólica que despoja a los migrantes de un lugar físico y simbólico en el mundo común. Pero al no ser recibidos en ningún otro en el que hacer significativas a sus narrativas y biografías, también sus pasados parecen verse despojados de cualquier seña de identidad. Además de ser privados del “derecho a aparecer”, se les priva del “derecho a ser recordados” como singularidades únicas.

La pérdida de este derecho queda reflejada en el número desconocido de migrantes que desaparecen en los mares, así como también en las rutas migratorias intentando cruzar las fronteras. Queda reflejado en “los cementerios de los migrantes sin nombre” que se reproducen en las zonas fronterizas de distintos países del mundo y se articulan como auténticos espacios de olvido, sin testigos y en muchas ocasiones sin que nadie reclame su pérdida. Y es que, como dice Butler, “se los trata como gente que está más allá de la pérdida, ya perdidos, jamás vivos, jamás se los considera sujetos merecedores de vida” (2021, 121). Veremos que una vida privada del derecho a aparecer y a ser recordada no significa que “deje de ser humana”, pero se torna mucho más difícil para otros humanos reconocerla como tal.

 

4. Prácticas mediadoras en las fronteras

 

Desde la perspectiva que ofrece la frontera como espacio exclusivo de violencia y desaparición, no parece haber alternativa para quienes las habitan e intentan cruzarlas. Precisamente porque han sido expulsados de la comunidad política donde se juega el reconocimiento de los sujetos como titulares de pleno derecho, pero también de sus identidades para formar parte del mundo común, pierden realidad para los demás. Reducidos a “nuda vida”, se convertirían en seres “apolíticos”, incluso “inexistentes”, sin capacidad de agencia ni de aparición, y sin, por tanto, poder revelar quiénes son (Butler, 2012, 96-97).3

No obstante, la misma Butler se pregunta “¿seremos los indicados para señalar a los excluidos como irreales o inexistentes […]?” (2012, 96). ¿Es suficiente decir que su reducción a la dimensión exclusiva de sus vidas biológicas los convierte en meros “seres espectrales”? Más bien, es necesario plantear desde qué régimen de (in)visibilidad los estamos señalando de ese modo y si no se trata en parte del “nacionalismo metodológico” (Beck, 2004) operando como sesgo analítico, aun cuando pretendemos deshacernos de él. Al fin y al cabo, “los fenómenos sociales nunca se han limitado a las fronteras del Estado nación. Al contrario, son los estudiosos los que simplemente han ignorado o minusvalorado los fenómenos sociales que acaecen a través de las fronteras” (Suárez, 2007, 20).

Cuando Anzaldúa escribía “vean esta cara de india […] Con mi nariz aguileña los deslumbro al tiempo que soy un ángulo ciego”, continuaba diciendo: “pero yo existo, existimos” (2016, 145). Considerar a los migrantes como vida nuda desde el ángulo interno de la comunidad política que los ha despolitizado puede perder de vista, por un lado, que la “inclusión” y la “exclusión” o, en otros términos, que la posibilidad de aparecer o desaparecer ante la mirada de los demás, se articula como el punto en que los bordes de la comunidad política (y sus violencias) se delimitan y desbordan al mismo tiempo, como mencionábamos antes. Por decirlo con Butler, pierde de vista que “estar fuera de las estructuras políticas establecidas y legitimadas” —y, se puede añadir, de las fronteras estatales articuladas según el modelo del Estado-nación soberano que identifica ciudadanía con nacionalidad—, “es estar todavía saturado de relaciones de poder” (2017, 84)—y, nuevamente se puede añadir, también de las violencias de las fronteras que se desprenden de “un marcador territorial fijo” (Shachar, 2020, 4) y trascienden la dimensión física.

Por otro lado, esa perspectiva también pierde de vista que pensar esa saturación y esos des-bordes de las fronteras, así como de sus violencias, debería ser el punto de partida de toda reflexión sobre la comunidad política. No sólo porque es precisamente donde se “articula” el estatuto de ciudadanía que, lejos de ajustarse a la identidad nacional, es el “resultado de un proceso político” (Suárez, 2007, 19), sino también porque es donde se disputan las mismas condiciones del “derecho a aparecer”. Por tanto, pierde de vista que los márgenes de la comunidad política no son el final de la comunidad culturalmente homogénea y prolijamente delimitada, ni tampoco el final de la vida política, sino el comienzo de una intensa vida de cruce que se articula en estos espacios fronterizos ambivalentes, donde la violencia y el horror coexisten con la creatividad y las prácticas o acciones imaginativas de resistencia.

De modo que, lejos de convertirse en seres “apolíticos” e “inexistentes”, en numerosas ocasiones los sujetos fronterizos asumen la iniciativa de modificar su situación de desprotección y violencia, desplegando acciones “extrapolíticas”, al menos respecto al espacio político oficial. A pesar de ser rechazados por la comunidad política que pretende definirse por su exclusión, activan toda una serie de prácticas y acciones mediadoras (Gündoğdu, 2015) entre el adentro y el afuera de esa comunidad, politizando no sólo la vulnerabilidad y la propia experiencia de las violencias en/de las fronteras como desconfiguradora de la identidad o desencadenante de la desaparición, sino también politizándose ellos/as mismos/as. Al iniciar procesos de subjetivación y (re)configuración de la identidad a pesar y a partir de esa experiencia, demuestran que tienen sus propias formas de agencia y aparición.

El “derecho a tener derechos” permite pensar esta cuestión. Si, como decía Butler, “no depende de una organización política en particular, [sino que] […] nace cuando se ejerce” (2017, 84), el hecho de que Arendt dirija su mirada a los despojados de “un lugar en el mundo” que se unen y luchan de manera conjunta como titulares del derecho a tener derechos introduce un elemento desestabilizador del actual régimen de administración capitalista y securitario de las fronteras que fortalece la dicotomía nosotros-ellos y acrecienta las violencias y las desigualdades a escala global.

Desplazar el foco de atención de las fronteras en abstracto a los cuerpos vividos que las habitan y transitan permite matizar tanto esa dicotomía, como el discurso que ve en ellas un espacio de mera violencia y desaparición. La misma Anzaldúa que decía que los rasgos más sobresalientes de las fronteras “son el odio, la ira y la explotación”, también decía que vivir en los bordes conlleva ciertas compensaciones y que “las tierras fronterizas están presentes de forma física siempre que dos o más culturas se rozan, cuando gentes de distintas razas ocupan el mismo territorio, cuando la clase baja, media, alta e infra se tocan, cuando el espacio entre dos personas se encoge con la intimidad compartida” (2016, 35). Así, resignifica este “lugar de contradicciones” (2016, 35) que separa y une al mismo tiempo, en un lugar de encuentro, resistencia y (super)vivencia, donde emerge una nueva consciencia de cruce, “la mestiza”, “norteada por todas las voces que le hablan simultáneamente” (2016, 134). Precisamente porque la atraviesa la pluralidad, “opera de un modo pluralista [… y] no sólo sostiene las contradicciones, convierte la ambigüedad en otra cosa”, (2016, 136), esto es, en una nueva subjetividad y un nuevo modo de cohabitar las fronteras basado en la experiencia del cruce y la apertura a la diferencia.

Así lo demuestran las reivindicaciones de los inmigrantes “sin papeles” que actúan a pesar del riesgo de la exposición, a ser heridos, arrestados, expulsados. Y también lo demuestran las acciones de ciudadanas/os disidentes que se unen a sus reivindicaciones no para monopolizarlas, sino desde lo que podríamos considerar una solidaridad en/de la diferencia, basada en lo que Iris Marion Young denomina “reciprocidad asimétrica”, por la cual celebra “el intervalo espacial y temporal que separa cada biografía, así como cada grupo social, pueblo, etc.” (1997, 51) y condiciona la “situación de comunicación” desde la inconmensurabilidad de las distintas posiciones en el mundo (social). En este sentido, más que “dar voz a la diferencia”, reconoce el potencial político de los migrantes, dejando espacio a la expresión de su propia voz (Gutiérrez, 2004), a la creación de sus propias alianzas y de sus propios espacios de acción y aparición.

Se pueden mencionar numerosos ejemplos de estas acciones y prácticas mediadoras imaginativas que cuestionan las violencias de las fronteras físicas y simbólicas. Destacan las protestas de “un día sin inmigrantes” que tuvieron lugar en Estados Unidos en febrero de 2017 y continúan convocándose con el fin de demostrar la relevancia del trabajo de los inmigrantes para la economía del país; o las marchas de los colectivos de migrantes que se llevaron a cabo en España durante la pandemia de COVID-19 para exigir una regularización masiva de los/as trabajadores/as del campo sin derechos laborales ni, por tanto, a la atención sanitaria. Estos casos dan cuenta de aquella dimensión de la violencia que encarna la explotación de la ontología relacional y abusa de la fuerza de trabajo de los inmigrantes, pero no les reconoce derechos y no quieren verlos, como decía un jornalero del campo murciano, “ni en las calles” (El diario, 2019).

También destacan las campañas por el cierre de los CIEs y los campos de refugiados o las marchas que se articulan en esos espacios de olvido, como la que tuvo lugar en el ya cerrado campo de Moria (Lesbos) en febrero de 2020, por la cual un grupo de refugiados reclamaba el derecho a ser tratados como seres humanos (El Periódico, 2020) y refleja la violencia ontológica que convierte a los cuerpos migrantes en superfluos, desechables, prescindibles. Pero de forma significativa destacan las caravanas de madres de migrantes desaparecidos mencionadas al comienzo, que atraviesan fronteras físicas y simbólicas en busca de sus hijas e hijos y que, según sus propias palabras, se unen para “[solidarizarse] con las familias de víctimas de desaparición forzada en todo este adolorido mundo, donde reinan la impunidad, la violencia y el racismo”; para compartir sus historias de pérdida y aunar fuerzas en su oposición a “la normalización de [la] violencia” que ha convertido “nuestros territorios y nuestros mares […] en grandes fosas”; en fin, para articular prácticas mediadoras entre el adentro y el afuera de las fronteras físicas y simbólicas de la comunidad política en las que sus hijos/as han desaparecido. Y en ese acto no sólo visibilizan la violencia física y simbólica de las fronteras estatales que desencadenan procesos de desaparición (también física y simbólica) de los migrantes, en esos mismos espacios fronterizos articulan espacios de (re)aparición que, además de mantener vivo el recuerdo de sus hijos/as, les permite mostrarse como agentes políticos a ellas mismas.

Estos ejemplos de prácticas extraoficiales que irrumpen en las democracias injustas y se sitúan en las antípodas de las manifestaciones xenófobas no son suficientes para transformar el actual régimen criminal de administración de las fronteras que no parece perder vigor. Pero al menos demuestran que hay un potencial político que emana de las condiciones más extremas de vulnerabilidad en estos espacios marginales altamente poblados, como alternativa a la perspectiva despolitizada que se aproxima al estudio de las fronteras en términos topográficos y a la cuestión migratoria en términos meramente humanitarios.

Si, por un lado, la presencia de los cuerpos migrantes (vivos o muertos) en las fronteras pone en evidencia que la actual identificación entre Estado, nacimiento y territorio sólo se puede mantener a través de las distintas modalidades de violencia que hemos mencionado, por otro lado, estas prácticas/acciones mediadoras también ponen en evidencia, por decirlo una vez más con Arendt, que “la pluralidad es la ley de la Tierra” (2012, 43). En este sentido, no sólo dan visibilidad a la violencia física y simbólica, instrumental y ontológica, social e institucional de las fronteras, también revelan su carácter impuesto, esto es, su contingencia y, por tanto, que es posible articular formas de agencia que conviertan esa experiencia de la violencia en una vivencia transformadora tanto de la propia subjetividad como de los espacios fronterizos.

Del mismo modo que las fronteras no operan solamente a través de mecanismos de exclusión, sino también a través de formas de inclusión perpetuadoras de la vulnerabilidad en el interior, tampoco estas prácticas mediadoras deben entenderse como mero reclamo de inclusión, que dejaría intactas las condiciones que determinan quién es ciudadano/a y quién puede o no “aparecer”. En su lugar, se articulan como nuevas formas de inter-acción que ponen en cuestión la delimitación del Estado-nación, al mismo tiempo que articulan un espacio intersticial de aparición propio, un espacio entre fronteras, que difumina la distinción dentro-fuera, inclusión-exclusión, nosotros-ellos y permite imaginar formas alternativas de agencia y cohabitación, basadas en la experiencia del cruce y la interdependencia. Así lo expresan las madres de migrantes desaparecidos cuando en su manifiesto escriben: “[…] las caravanas de madres que buscan a sus hijas e hijos, no son solamente una respuesta ante la indisposición de los Estados de realizar esta búsqueda, sino que estas caravanas son en sí mismas formas […] de crear otros mundos posibles, contrarios a las geografías del terror. […] Nuestra lucha está sustentada por el amor inquebrantable, que intenta crear otro mundo […] sembrando vida en lugar de muerte” (2018).

 

5. Conclusión. La frontera como espacio intersticial

 

A lo largo de este artículo hemos insistido en la necesidad de pensar las fronteras más allá del punto de vista de los Estados soberanos y de las interpretaciones que las consideran líneas divisorias estáticas. Si, como dice Velasco, “sin fronteras, el espacio es una mera abstracción” (2022, 13), hace falta añadir que sin tener presente a los cuerpos vividos que las habitan, sin los cuerpos que sufren y responden a la experiencia de la fronterización, las mismas fronteras se convierten en mera abstracción.

La imagen de la frontera como línea divisoria entre territorios se ajusta a esa abstracción. A día de hoy, la Real Academia Española continúa definiéndola como “confín de un Estado”, sin dar cuenta que el mismo concepto de “con-fin” alude a un límite que separa juntando y trasciende tanto la perspectiva hermética del espacio como de las identidades ligadas a la inclusión o exclusión de él. Más que a una línea en el mapa, la frontera remite al espacio intersticial que se abre entre el “adentro” y el “afuera” de la comunidad política, poblado por esos cuerpos migrantes “vividos”.

En contraposición a las interpretaciones que consideran al espacio como una totalidad estática y cerrada donde acaecen las relaciones sociales, geógrafos como Edward Soja (1989) y Doreen Massey (1994) sostienen que es él mismo producto de las relaciones sociales. Y, puesto que estas están atravesadas por múltiples relaciones de poder, “esta visión del espacio es como una geometría social de poder y significación en constante cambio” (Massey, 1994, 4) e impregnada de múltiples desigualdades, como las de género (en las que se centra Massey), de clase (en las que se centra Soja), entre otras variables y formas de discriminación (por lugar de origen, el color de la piel, etc.). En este sentido, del mismo modo que hablábamos del “cuerpo vivido” que habita el espacio junto a otros, más que del espacio en el que vivimos debemos hablar del “espacio vivido” como una realidad relacional en proceso, cargada de valores y simbolismo, de reconocimientos y exclusiones, especialmente cuando se trata de los espacios fronterizos.

También las fronteras deben entenderse como un proceso social imbuido de relaciones de poder (Passi, 1999). Precisamente porque “son un medio de organizar el espacio social [y] parte del proceso de creación de lugares [place-making]” (Passi, 1999, 85) donde se disputan los márgenes de la comunidad política, así como las condiciones de lo (in)visible, “las cuestiones de poder, agencia y las estructuras sociales se vuelven decisivas” (Passi, 1999, 85). Es más, precisamente porque además de ser “instituciones sociales complejas, […] marcadas por tensiones entre prácticas de reforzamiento y prácticas de atravesamiento” (Mezzadra y Neilson, 2017, 21), son el lugar donde los (cuerpos) migrantes activan prácticas mediadoras que responden a las violencias y articulan sus propias formas de acción, aparición y cohabitación, se entienden mejor como espacios intersticiales (físicos y simbólicos) donde la pluralidad de identidades, violencias y resistencias coexisten en una tensión y dinamismo constante que trasciende la dimensión institucional y los convierten en lugares hasta cierto punto “privilegiados” desde los cuales pensar la sociedad global.

Sin pretender idealizar a los sujetos fronterizos que no dejan de estar atravesados por la experiencia de la violencia de las fronteras, hemos sostenido que desplazar la mirada a sus prácticas y acciones mediadoras no sólo visibiliza que la pluralidad es “la ley de la tierra” y que todo intento de homogenizar a la sociedad global comporta formas de violencia extremas en/de las fronteras, sino también las desnaturalizan, es decir, las politizan, visibilizando tanto su carácter impuesto como que no hay fronteras para la violencia. Por eso, lejos de proteger a las comunidades políticas, la militarización de las fronteras y externalización de sus violencias, acaba reproduciendo nuevas modalidades en el interior, tal como refleja la espiral de la violencia en la que estamos inmersos/as y que acaba normalizando la desaparición física y simbólica de los (cuerpos) migrantes.

Puesto que sus acciones no autorizadas por el orden político oficial desestabilizan la rigidez de las fronteras físicas y simbólicas, funcionan como “prácticas políticas imaginativas” (Gündoğdu, 2015, 194) que pueden contribuir a la revisión del lenguaje político actual y de nuestra forma de cohabitar el mundo común, todavía pensado en función de la demarcación de los Estados-nación y, por tanto, arrebatándoles a muchos/as la posibilidad de formar parte de él. Es este potencial desestabilizador de la rigidez de las fronteras, las identidades y los cuerpos dominantes, pero también el potencial imaginativo que se articula en esas mismas fronteras, el que llevaba a Anzaldúa a escribir: “oye como ladra el lenguaje de la frontera” (2016, 105). Y es que, a pesar del recrudecimiento de la fronterización física y de las relaciones sociales que debilita toda acción y subjetivación política anti-sistémica, probablemente estas prácticas marginales ofrezcan modelos más creativos para repensar la ciudadanía y la justicia en marco global actual, que los que pueden surgir del “cómodo” interior de las fronteras. Sobre todo, por aquello de que “para sobrevivir en las Bordelands debes vivir sin fronteras, ser cruce de caminos” (Anzaldúa, 2016, 263), esto es, se debe abrazar la experiencia de la pluralidad, la interdependencia, la hibridación y la variación. Y, se puede añadir, también es necesario “ser cruce de caminos” para (sobre)vivir en nuestra sociedad global.

 

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Notas

 

1 Si bien Arendt defendió la necesidad de nuevas instancias supranacionales, no consideró deseable la desaparición de los Estados ni de las fronteras políticas entre las distintas comunidades. Así como critica el mito de los Estados-nacionales como entidades territoriales naturalmente diferenciadas, también es crítica con la idea de un “Estado mundial soberano”. Ambos estarían enraizados en el principio de soberanía sobre el que se ha articulado la noción del poder como relación de mando y obediencia, a la que ella contrapone el “poder concertado”, que recupera de la tradición del republicanismo federalista y sobre la que se basaría su propuesta de Estado.

2 Precisamente por ello, Arendt rechaza la idea de un único poder centralizado sin fronteras que pueda eliminar las diferencias culturales, históricas, etc. No obstante, insiste en que la comunidad política debe delimitarse en términos políticos y no en función de su identificación con una determinada etnia, sangre, lengua, rasgos, etc. Si bien se le ha criticado su miopía para elaborar una propuesta del Estado que, además de la dimensión política, integre formas sociales, económicas y culturales, advierte de los peligros inherentes a fundar la comunidad política a partir de “lo recibido” natural o históricamente y de vincular la idea de ciudadanía a una especie de “derecho natural” para los nacionales.

3 Es bien conocida la tesis de Agamben de que la vida biológica está implicada en el poder político de Occidente desde su origen y también son conocidas las críticas a la continuidad originaria que establece entre la democracia liberal y el totalitarismo, por la cual ambos ejercen el “poder soberano” sobre la “nuda vida”. Agamben no sólo pierde de vista la especificidad histórica en la que se inscriben los campos de concentración/exterminio totalitarios, también desemboca en una teleología de la forma de poder de Occidente y un horizonte de cierre, que no parece dejar cabida a la (re)acción.