Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 47-63
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.527501
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¿Retorno de las fronteras? Crisis sistémica, autoritarismo e ilusión soberanista
Return of the borders? Systemic crisis, authoritarianism and sovereignist illusion
Resumen: Los desplazamientos discursivos relativos al Estado, la soberanía y las fronteras es el punto de partida para el análisis de los vínculos entre la crisis del régimen migratorio neoliberal, el así llamado “retorno de las fronteras” y el crecimiento del autoritarismo. Frente a la tesis del declive de la soberanía estatal en la globalización neoliberal, esta contribución pretende ofrecer otras claves históricas y sistémicas para reinterpretar dichos vínculos.
Palabras clave: Estado, soberanía, frontera, autoritarismo, neoliberalismo.
Abstract: The discursive displacements related to the State, sovereignty and borders is the starting point for the analysis of the links between the crisis of the neoliberal migratory regime, the so-called “return of borders” and the growth of authoritarianism. Faced with the thesis of the decline of state sovereignty in neoliberal globalization, this contribution aims to offer other historical and systemic keys to reinterpret these links.
Keywords: State, sovereignty, border, authoritarianism, neoliberalism.
Recibido: 09/06/2022. Aceptado: 23/06/2022.
* Investigador Científico en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid). E-mail: joseantonio.zamora@cchs.csic.es. Líneas de investigación: Teoría crítica (Th. W. Adorno, W. Benjamin), Filosofía después de Auschwitz, Sufrimiento social, Autoritarismo y Filosofía Política de las Migraciones. Entre sus publicaciones recientes: Sufrimiento social – Victimación – Trauma: Destinos políticos y crítica social materialista, en: J. A. Zamora (ed.), Sufrimiento social y condición de víctima: Retos sociales, políticos y éticos, Anthropos/Siglo XXI, 2021, 13-76; “From damaged life”: Subjectivation and Suffering in Theodor W. Adorno, en: José A. Zamora & Reyes Mate (eds.): Philosophy’s Duty Towards Social Suffering, Lit. Verlag, 2021, 28-55; Crisis of Capital and Conformist Rebellion: on the Need to Think about the False Exits, en A. García Vela y A. Bonnet (eds.), Crack Capitalism: A Critical Reading, Pluto Press (2022).
Este artículo se ha elaborado en el marco de los proyectos de investigación del Plan Estatal I+D+i: “Constelaciones del autoritarismo: memoria y actualidad de una amenaza a la democracia en una perspectiva filosófica e interdisciplinar” (PID2019-104617GB-I00) y “Fronteras, democracia y justicia global. Argumentos filosóficos en torno a la emergencia de un espacio cosmopolita” (PGC2018-093656-B-I00).
Una serie de acontecimientos de dimensiones globales —de la irrupción de la “crisis múltiple” de 2007/2008 a la invasión de Ucrania, pasando por los éxitos electorales del populismo autoritario, la llamada “crisis de refugiados” de 2015 y la crisis provocada por la pandemia de Covid— han sido interpretados en los discursos mediáticos, políticos y académicos con la ayuda de eslóganes que dan a entender un supuesto giro de hondo calado que afecta tanto a los procesos económicos como a las dinámicas sociales y culturales o las instituciones y movimientos políticos. Se habla de una “afirmación soberanista” (Mellido, 2021, Brown, 2015), de un recuperado “protagonismo de los Estados nacionales” (Garrard 2022), del “final de la globalización” (Löw et al., 2021, Diamond, 2019), del “final de la desterritorialización” (Latour, 2019; Brenner, 1999) y, sobre todo, del “retorno de las fronteras” (Bissonnette y Vallet, 2021; Foucher, 2016). Además, estas vueltas o retornos aparecen asociados a un nuevo clima político caracterizado por el resurgir del populismo autoritario que cabalga a lomos de tendencias racistas, supremacistas, nativistas y antiimigración cada vez más poderosas. Dichas tendencias cristalizan en torno a la reivindicación de la soberanía nacional y el fortalecimiento de los Estados frente a instancias supranacionales o frente a quienes dentro y fuera son identificados como ajenos a la comunidad nacional, unos Estados baluarte para la defensa de un “nosotros nacional”.
1. Crisis recientes: Estado, soberanía, frontera
Sería absurdo negar unos fenómenos que están a la vista de todos. De pronto, los gobiernos estatales, supuestamente debilitados por una globalización arrolladora, ante la irrupción de la pandemia de Covid, decretan un gran lockdown que afecta al proceso de valorización y acumulación capitalista en el que participan millones de empresas en todo planeta. El destino de la economía mundial pendía del hilo de una gestión rápida y enérgica de la pandemia, declarada estado de emergencia, frente al que el Estado se presenta como único actor solvente y con poderes ejecutivos suficientes. La crisis del Covid visualizó de golpe de qué manera tan decisiva pueden hacerse efectivas las líneas de separación territorial que representan las fronteras de los Estados nacionales. Y, a pesar de todos los discursos globalistas y postsoberanistas, el Estado supuestamente “desaparecido en el combate” de la globalización neoliberal resulta que “seguía estando ahí” y con una capacidad operativa aparentemente intacta.
También la mal llamada crisis financiera del 2007/2008 se convirtió en un escenario en el que los gobiernos estatales desplegaron una inusual capacidad de intervención a través de una serie de operaciones de salvamento y control, al menos momentáneo, de un sistema financiero internacional, al que se había venido atribuyendo un poder casi incontrolable y, desde luego, muy por encima del poder de cualquier gobierno estatal. ¿Quién si no podía llevar a cabo una socialización de pérdidas mediante una estatalización de urgencia de los créditos “podridos” y los agujeros de las inversiones fallidas (vía rescate bancario) e imponer un crecimiento masivo del endeudamiento público (es decir, del conjunto de la ciudadanía)? Los Estados, demasiado débiles para contrarrestar las exigencias de los todopoderosos mercados financieros en las más de tres décadas de hegemonía neoliberal, resultaban ser lo suficientemente fuertes como para salvarlos de un hundimiento que amenazaba a todo el sistema e imponer a sus poblaciones los demoledores efectos del rescate.
Otro escenario en el que los Estados parecían celebrar un retorno es el que se produjo con la mal llamada “crisis de refugiados” del 2015. Ciertamente, el control fronterizo es un ámbito de la realidad social y política en el que, al menos aparentemente, los Estados no habían cedido tanto terreno como en otros ámbitos. A ojos de muchos observadores, este control representa el único enclave de soberanía residual en la era de su declive definitivo (cf. Velasco, 2016, 100ss; Sassen, 2001). Con todo, el régimen migratorio neoliberal, que sin acontecimientos especiales ya estaba aquejado de una evidente inestabilidad y arrastraba problemas irresueltos desde su consolidación, se vio sometido a una serie de pruebas de estrés añadidas que condujeron a su colapso. Los refugiados provenientes especialmente de la guerra de Siria en el 2015 terminaron de romper las endebles costuras tejidas por el Reglamento de Dublín III en un momento en el que los efectos de la crisis económica se hacían sentir de modo más intenso (Zamora, 2020).1
La presión ejercida por los partidos de extrema derecha en las opiniones públicas de los Estados miembro, apoyada en las imágenes de miles de personas caminando en dirección a Centro Europa a través de la llamada ruta de los Balcanes, no solo visibilizaba las dificultades de proteger y controlar las fronteras nacionales ante la llegada de grandes movimientos de huida provocados por la guerra, sino que colocaba de nuevo a los gobiernos estatales, con el apoyo de la Comisión Europea, ante la necesidad de demostrar su capacidad de intervención: desde el restablecimiento transitorio de las fronteras entre Estados Schengen al acuerdo con Turquía para frenar la llegada de refugiados, pasando por la intensificación de las devoluciones (en caliente) y las deportaciones, el rechazo sistemático o la imposibilitación de facto de las solicitudes de asilo, la reclusión forzosa en campos de refugiados a un lado y al otro de las fronteras de la UE, etc. Los Estados debían mostrar antes la “ciudadanía alarmada” su operatividad y efectividad en el control fronterizo, y lo hicieron.
2. Control fronterizo y populismo autoritario
Para el discurso populista de derechas las crisis bélicas, ecológicas o políticas y las penurias que empujan a cientos de miles de personas a huir de sus países de origen constituyen un pretexto para visibilizar el fracaso de los gobiernos tradicionales en la gestión de la inmigración, presentada como una de las mayores amenazas a la soberanía, la integridad territorial, la identidad cultural, el bienestar y la seguridad de las sociedades occidentales, sobrepasadas por la llegada de personas pobres y extrañas, cuando no “peligrosas”. El blanco de sus críticas es la supuesta debilidad de los Estados, incapaces de controlar la situación o desbordados por ella, cuando no cómplices de intereses económicos globalizados, de ideologías multiculturalistas ciegas al peligro de extrañamiento del propio país o de concepciones ingenuas e idealistas de los Derechos Humanos que desarman a las sociedades occidentales frente a los flujos migratorios o la expansión del islam. Denunciar las insuficiencias es la condición para presentarse ante el electorado personificando un poder, más imaginado que real, capaz de un control todavía más riguroso y restrictivo de los flujos migratorios o de los demandantes de asilo, como si dependiese exclusivamente de la voluntad política impedir a los extranjeros el acceso al territorio o no se pusiesen en peligro otros flujos o movilidades que afectan a los intereses económicos defendidos por los Estados. Se produce así una espiral en la que la denuncia de una supuesta falta de rigor alimenta las oportunidades de crecimiento electoral de la extrema derecha y motiva un endurecimiento de las políticas migratorias del bloque burgués tradicional, lo que a su vez legitima y refuerza el discurso autoritario y su difusión.2
La cuestión del control fronterizo y de los flujos migratorios se presta especialmente a su instrumentalización por las estrategias de generar “pánico moral” en las opiniones públicas que utilizan los populismos autoritarios.3 La construcción mediática de las llamadas “crisis de refugiados” o “crisis migratorias”, pero especialmente los “asaltos a las fronteras” genera la impresión de vivir una situación de asedio y de emergencia que justificaría echar mano de “medidas extraordinarias” o “duras” y reclamaría la necesidad de un poder ejecutivo “fuerte”, con menos cortapisas y menos miramientos a los equilibrios institucionales o limitaciones jurídicas. Los sentimientos de inseguridad de amplios sectores de la población se canalizan y focalizan en una supuesta amenaza singular y fácilmente identificable: la inmigración.
El victimismo inducido pasa a ocupar un papel central en esta estrategia discursiva: las mayorías autóctonas estarían siendo supuestamente sacrificadas, o al menos su seguridad, su trabajo, su protección social, etc., por unas élites que o bien protegen a los que se benefician de la llegada de inmigrantes o bien son incapaces de adoptar las medidas necesarias por razones políticas e ideológicas. Este victimismo se construye sobre varios pilares. Uno de ellos es el del dumping laboral formulado en términos de prelación real o imaginada de las y los inmigrantes en el acceso al trabajo. El eslogan “nos quitan los puestos de trabajo” tiene una base real en la precarización de una parte de la población que hace emerger una cierta competencia en algunos sectores del mercado laboral, pero dirige la indignación hacia quienes sufren esa precarización de manera todavía más aguda. El otro pilar del victimismo es la supuesta prelación de la población inmigrante en las políticas públicas de protección de los grupos sociales más vulnerables. Los recortes o las insuficiencias que sufren dichas políticas son achacados al aumento de los demandantes de ayuda, lo que iría en detrimento de los demandantes autóctonos. Las y los inmigrantes son presentados como un colectivo “gorrón” que saca provecho de unas prestaciones que serían resultado del trabajo y el rendimiento de los nacionales. La sangría del Estado de Bienestar y las dificultades de acceso de la población autóctona a dichas prestaciones se solucionaría sometiendo los derechos sociales a una estricta jerarquización que coloque a los nacionales en el lugar que según el populismo autoritario les corresponde, pero sobre todo “reforzando los muros” que detengan la llegada de inmigrantes y expulsando a los indocumentados.
A pesar de las transformaciones que ha sufrido el dispositivo fronterizo desde hace décadas (Shachar 2020) y de su solo relativa eficacia en el control de los flujos migratorios, la imagen de una frontera territorial rigurosamente controlada adquiere en el discurso autoritario una relevancia simbólica singular por su capacidad para identificar sin ningún género de dudas al “exterior constitutivo” del colectivo nacional uniforme y cohesionado. A la frontera física se le atribuye la capacidad de establecer límites precisos entre un “nosotros” y un “ellos” sin los que no es posible definir un “pueblo” claramente delimitado. Evidentemente tampoco la supuesta identidad nacional responde a una realidad efectiva en una época en la que la construcción de las identidades se produce a través de procesos complejos, múltiples, fragmentados y mediados, pero precisamente esto mismo es lo que le da a la proyección compensatoria de su (imaginada) existencia tanta más efectividad. Y, también por eso, la derecha populista ha colocado a la frontera en el centro de su estrategia política (Wodak, 2015). La férrea dicotomización de lo social entre la identidad de un “nosotros” y “los otros” a lo largo de una línea nacional carga a las fronteras territoriales, más allá de sus incuestionables efectos reales en la división de las poblaciones, de un valor simbólico excepcional en la producción de una identidad nacional compartida, porque encarnan como ningún otro dispositivo la lógica de inclusión y exclusión o, si se quiere, de la inclusión diferenciada y jerarquizada en términos de pertenencia a un nosotros étnicamente definido (Mezzadra/Neilson, 2014). La frontera y su control estricto se convierten en el símbolo por antonomasia de la contención del “otro” invasor y en el dispositivo que hay que reforzar con todos los medios del Estado. Con esto no pretendo reducir el papel de las fronteras territoriales a un mecanismo de creación de identidades políticas, pero desde luego en el populismo autoritario ese papel adquiere una relevancia incuestionable (De Genova 2013, 1181). El endurecimiento de los controles fronterizos, la aplicación implacable de las medidas de fuerza y la brutalidad al repeler a quienes intentan eludirlos, visualiza y patentiza la inferioridad del “otro” por medio de su deshumanización, elevando por contrapartida el “nosotros” a la posición de superioridad que alimenta la identificación con el colectivo y con sus líderes.
3. ¿Compensación ilusoria de la soberanía en declive?
A pesar de la escalada retórica del populismo autoritario en torno a las fronteras, Wendy Brown, la autora de Estados amurallados, soberanía en declive ha formulado la provocadora tesis de que las fortificaciones fronterizas no cumplen lo que prometen y que, por tanto, la demanda populista tiene que tener otras causas más allá de la supuesta funcionalidad de los muros. Dicha demanda responde, según ella, a la crisis de la soberanía de los Estados nacionales en la era neoliberal y las inseguridades que esta provoca. Esto coloca al valor simbólico de las fortificaciones por delante de cualquier otra consideración. Los muros serían ante todo “escenificaciones teatrales” (2015, 36) que sugieren a las poblaciones desestabilizadas e inseguras la estabilidad de la identidad y la autonomía estatonacionales. Pero justo esto que sugieren es lo que Brown dice que ha desaparecido o está en declive. Los muros “producen una imago del poder estatal soberano en trance de desaparición” (36).
En el nuevo marco de la globalización los muros ya no poseen una capacidad de cerrar los territorios al tránsito de los diferentes flujos, incluidos los de personas. Lo que hacen en realidad es invocar el imaginario del poder soberano. El efecto simbólico es mucho más poderoso que la efectividad funcional. Dado que el Estado y las fronteras juegan un papel fundamental en la construcción de las identidades (nacionales), la pérdida de poder de los Estados frente al capital es experimentada como una amenaza existencial. El discurso populista sobre los muros posee entonces una función dentro de la economía psíquica de los individuos. Para defenderse de los miedos existenciales emergentes que desafiarían la propia imagen y la identidad, los individuos adoptan mecanismos de defensa. En este sentido, los muros y las fantasías asociadas a ellos permiten aferrarse a la idea de la existencia de una soberanía y una identidad nacionales.
No cabe duda de que uno de los valores de la tesis de Brown consiste en su insistencia en la dimensión simbólica o teatral de la política de los muros. Pero no está claro que esa dimensión explique por si sola su significado dentro de las políticas migratorias. La tesis sobre la inefectividad funcional de los muros y de otras formas de impermeabilización de las fronteras precisa ser matizada. Pero los límites de su planteamiento provienen fundamentalmente de la perspectiva que adopta para el análisis de los muros y las fortificaciones fronterizas casi exclusivamente a partir de la teoría de la soberanía interpretada desde el paradigma schmittiano. Bajo este paradigma el concepto de soberanía (estatal) adquiere un carácter fundamentalmente político, es en cierto sentido sinónimo de la independencia de lo político que, a los ojos de Brown, apunta a “subordinar y contener la economía y desvincular la vida política de las exigencias o de los imperativos de lo económico” (56). Bajo este planteamiento, toda supuesta pérdida de poder de los Estados nacionales frente a la economía solo permite una caracterización de estos como Estados sin soberanía (99). Al mismo tiempo, parece como si la soberanía se hubiese convertido en una realidad efectiva en el capital, de modo que la “ficción” teológico-política de la soberanía habría quedado huérfana y a la espera de proyectarse sobre algo que no sea el capital, que es definido como una “soberanía sin soberanía” (67). Así, nos encontraríamos ante una dicotomía sorprendente entre el poder global del capital y una soberanía “flotante”, a la que el Estado ya no da soporte creíble. Lo paradójico es que el sentimiento de orfandad que esto provoca pida ser aplacado por esa misma instancia y, además, a través de un espectáculo cuyos entresijos (inoperatividad) son cada vez más visibles. El recurso a una psicología política basada en los mecanismos de defensa difícilmente puede dar soporte por sí solo a esta interpretación teológico-política de los muros.
Además, esta perspectiva le lleva a asumir sin reservas la interpretación dominante de la globalización neoliberal desde sus propios tópicos: retroceso del poder de los Estados nacionales, constitución de una sociedad red dominada por flujos de información, capitales y empresas desterritorializadas, fin del sistema westfaliano de Estados soberanos separados por fronteras territoriales, etc. Lo cual va unido a una problemática asunción de que en el pasado la ficción de la soberanía ha correspondido a una realidad. Si el presente se define por una soberanía menguante de los Estados-nación, como afirma Brown, ¿no se está presuponiendo la existencia en el pasado de una soberanía intacta? ¿Pero cuándo? Brown trabaja con una construcción de la soberanía del Estado-nación que nunca tuvo una existencia histórica y con un concepto de Estado-nación ideal cuyos presupuestos nunca son verdaderamente aclarados. No cabe duda de que lo que ha venido llamándose globalización ha supuesto una transformación de los Estados y de las fronteras, pero dicha transformación queda infradeterminada cuando se la caracteriza como “declive” de la soberanía. La llamativa construcción de nuevos “muros” enfatizada por Brown no puede ocultar el hecho que el régimen fronterizo neoliberal, con todas sus contradicciones, está lejos de poder ser calificado como una desaparición de las fronteras. Lo cual dificulta la operación de retrotraer los nuevos amurallamientos, donde se han producido, a la debilidad de los Estados nacionales.
¿Caben otras posibilidades de interpretar los vínculos entre frontera, Estado, soberanía y autoritarismo que la ofrecida por Brown? Dados los límites de una contribución como esta, solo podré ofrecer algunos elementos que apunten hacia un replanteamiento.
4. Elementos para una reinterpretación de los vínculos entre frontera, Estado, soberanía y autoritarismo
Aunque ninguna jurisdicción puede definirse íntegramente por la territorialidad, es cierto que resulta prácticamente imposible imaginarse una jurisdicción y una soberanía radicalmente desterritorializadas (Crowley, 2005). Con todo, los vínculos entre la formación de los Estados modernos y el proceso de expansión colonial y de formación de un mercado mundial impide un enfoque centrado exclusivamente en la jurisdicción territorial, en la soberanía nacional y el monopolio de la violencia legítima en un territorio como elementos esenciales de la estatalidad y su relación con las fronteras. La cuestión de la organización de los flujos y los intercambios es tan originaria como la organización territorial e inseparable de esta. Movilidad y fijación territorial no poseen una relación de juego suma cero, sino más bien una relación dialéctica, y esto vale tanto para la fuerza de trabajo como para el capital (que también existe como capital fijo). De la igualdad del capital y la desigualdad de sus condiciones de valorización nace la necesidad de que los capitales globales se separen a lo largo de su frontera de valorización bajo la forma de frontera nacional al tiempo que se constituye un mercado global. Así pues, las fronteras estatales no solo regulan la entrada y la salida de un territorio, son dispositivos de gobierno de los movimientos, de los flujos y de los intercambios. En este sentido las fronteras no han dejado de remodelarse y los sistemas de control se han ido adaptando a los cambios que afectan a los flujos y a la relación siempre conflictiva entre el mercado mundial y las economías nacionales.
Ciertamente, el control de la movilidad humana es un elemento esencial de la estatalidad moderna. Sin el concurso del Estado no se habría logrado realizar con éxito la mercantilización de la fuerza de trabajo. Lo que la economía política clásica entiende como relaciones entre libres e iguales que establecen pactos y contratos jurídicamente garantizados por el poder del Estado soberano en un espacio común que es el mercado presupone, como su condición de posibilidad formal, la libertad de movimiento. Pero la idea de la libre disposición sobre uno mismo y sobre su propiedad (aunque sea solo la propia fuerza trabajo) y por tanto de la capacidad de movilidad choca desde los orígenes históricos del modo de producción capitalista con la imposición de la forma básica de integración social a través del trabajo asalariado. La violenta producción de una fuerza de trabajo “libre” y móvil, no atada a una tierra o a un señor, que analiza Marx en la fase de constitución del sistema capitalista por medio del concepto de “acumulación originaria”, va de la mano de un conjunto de prácticas de disciplinamiento de las poblaciones desposeídas indispensable para la formación del proletariado industrial, prácticas marcadas por la violencia y la integración coactiva que también definen la gubernamentalización liberal del Estado (Bohlender, 2007). La relación entre movilización e inmovilización del trabajo es un elemento constitutivo objetivo de la producción social y política de la explotabilidad de la fuerza de trabajo, como ha señalado S. Mezzadra (2005, 79ss.).
Por lo tanto, la cuestión es si la inscripción de los individuos en el “orden estatal” sirve exclusivamente a su captura por el Estado bajo formas avanzadas o degradadas de ciudadanía o si se trata también de una inscripción del trabajo vivo en el orden y bajo la forma del capital. En este sentido la movilidad global del capital y la regulación y el control de la movilidad de la humanidad trabajadora no son dos movimientos contradictorios sino, en su imbricación, condición necesaria de la acumulación capitalista (Moulier-Boutang, 2006). Evidentemente, el papel que juega el Estado en la producción social y política de la explotabilidad de la fuerza de trabajo no ha dejado de sufrir transformaciones a lo largo de la historia de la socialización capitalista, desde la primera industrialización a la globalización neoliberal y su crisis (Zamora, 2016). En todo caso, lo que no se puede negar es que el Estado nunca ha dejado de jugar un papel fundamental en esa producción, también durante la expansión colonial y la movilización de fuerza de trabajo entre los continentes y en el establecimiento de diferentes regímenes migratorios tras la fase de descolonización.
La relación, al mismo tiempo local y global, entre Estado, capitalismo y racismo se convierte así en clave esencial para entender los regímenes fronterizos y la gestión de la movilidad humana —y viceversa. Adoptar para ello una perspectiva histórica se hace imprescindible, pero también una perspectiva mundial. No se pueden ignorar los procesos de colonización y dominación postcolonial a la hora de analizar la división internacional del trabajo, la desigualdad estructural y el papel de los flujos migratorios en el sistema-mundo capitalista. La discusión sobre la necesidad estructural del empleo de la violencia estatal para la extensión geográfica del espacio de valorización del capital está lejos de haber concluido (Wood, 2003; Gerstenberger, 2017). Pero lo que está fuera de discusión es que la formación de un sistema mundial capitalista va de la mano de los procesos de colonización y de dominación racializada y subordinada de las periferias de dicho sistema, sin los que la movilidad de la fuerza de trabajo y su control se vuelve ininteligibles.4
Moulier-Boutang (2006) ha mostrado cómo el trabajo asalariado moderno no sustituye sin más formas de trabajo no “libre” supuestamente más primitivas o arcaicas, sino que convive con una panoplia de múltiples formas de “trabajo embridado”, que incluyen la esclavitud, la servidumbre, la obligación, el peonaje, el sistema coolie en Asia, el régimen de apartheid, etc. Pero lo más significativo de su análisis consiste en mostrar cómo el control de la movilidad de la fuerza de trabajo —desde el reforzamiento del “libre” vínculo salarial por medio de las prestaciones políticas y sociales de la ciudadanía en el capitalismo avanzado a la coacción abierta en las diferente formas de esclavitud y “semiesclavitud” nunca del todo eliminadas en el proceso de universalización del trabajo asalariado, pasando por las diferentes maneras de fragilización y precarización que empujan a la “libre” aceptación de dicho vínculo en un horizonte de creciente superfluidad de los individuos— es una piedra angular del desarrollo capitalista. Y dicho control tiene uno de sus pilares en la racialización de las poblaciones.
A diferencia de la xenofobia precapitalista, la desigualdad racial tiene su origen, por un lado, en las relaciones de intercambio entre los países colonizados y los colonizadores y, por otro, en las relaciones de producción impuestas en las propias colonias. Las diferentes formas de explotación de la fuerza de trabajo y de organizar la producción en los centros y las periferias provoca unos desarrollos desiguales y cimienta la subordinación. La falacia ideológica del racismo consiste simplemente en atribuir estas manifestaciones reales de la dominación colonial a una falsa esencia: el ser (biológico o cultural) de las y los colonizados. La subyugación de regiones, Estados y grupos de población se legitima así por las características de los subyugados. Pero la racialización que opera en la dominación colonial no acaba con ella. Buena parte de la inserción de las y los migrantes procedentes de las periferias en los mercados de trabajo de las antiguas metrópolis se realiza bajo ese esquema racista. Con todo, no conviene olvidar que la segmentación racista de esos mercados solo es posible gracias a la configuración estatonacional de la ciudadanía y a la estratificación discriminadora que se deriva de ella. El racismo es una forma específica de procesamiento de la exclusión inclusiva que se reproduce en el mercado mundial capitalista y dentro de los estados nacionales.
Estos apuntes necesariamente breves sobre el papel de los Estados en el control de la movilidad/inmovilidad de la fuerza de trabajo, en la expansión colonial y la constitución del sistema-mundo capitalista y su evolución, así como en la desigualdad racializada tanto en el plano global como en el interior de los Estados nos ofrecen la perspectiva histórica y mundial desde la que revisar los mitos producidos por el discurso neoliberal sobre la globalización y sus efectos sobre las fronteras, la soberanía y los Estados-nacionales. La supuesta pérdida de control de los Estados-nación sobre las economías nacionales, sobre las fronteras territoriales o sobre los procesos culturales de construcción de las identidades nacionales a favor del mercado global, las empresas transnacionales y las grandes corporaciones de la información y la comunicación, se convirtió en un leitmotiv de la mayoría de abordajes teóricos de la así llamada globalización neoliberal. Crisis, eclipse o, incluso, fin del Estado-nación eran los lemas más difundidos. Es verdad que tampoco han faltado voces que llamen la atención sobre la proliferación de Estados desde la fundación de Naciones Unidas y del papel que han jugado como agentes de la globalización de cara a garantizar las condiciones políticas y materiales de la acumulación global (Wood, 2003, 141; Cox, 1987). Y nada hace pensar hoy que se hayan materializado las previsiones de un nuevo imperio que regula de modo efectivo estos intercambios globales y gobierna el mundo o un Estado red o un Estado global. Por eso, quizás más que a un declive de los Estados-nación hayamos asistido a una reestructuración de la forma de Estado capitalista y a un reajuste de las relaciones de poder internas dentro de los aparatos estatales y con otras instancias supra o infraestatales (Jessop, 2002; Hirsch, 2001).
La trasformación de la relación salarial capitalista y la recomposición de las cadenas de producción y de valor que venía exigida por la crisis del fordismo demandaban a su vez una reestructuración de las sociedades civiles compatible con esa transformación, que lejos de requerir Estados debilitados, pedía Estados más fuertes, esto es, en condiciones de gestionar, si era preciso con mano dura, los conflictos derivados de dicha reestructuración e imponer las políticas monetarias, fiscales y financieras, de reconversión y deslocalización de la producción y de precarización de la fuerza de trabajo, incluyendo la gestión punitiva de sus efectos (Wacquant, 2009; 2016). Las políticas de transformación de los Estados de bienestar fordistas en Estados competitivos neoliberales con la restructuración institucional del aparato estatal que precisaban no supusieron en absoluto un retroceso de los Estados-nación (Streeck, 2021, 147ss.). Tampoco, como veremos en el siguiente apartado, un desmonte de los controles fronterizos o un régimen migratorio desregulado, sino una transformación de los mismos. No disminuye la función del Estado-nación como resultado de la globalización, sino que cambia considerablemente la forma en que se produce la intervención estatal en la economía y en la sociedad (Bonefeld, 2017). Porque la relación entre economía y política tampoco se comporta como un juego de suma cero.
En este sentido, no supone ninguna novedad señalar los vínculos no meramente contingentes entre neoliberalismo y autoritarismo, tanto en la teoría como en las prácticas de gobierno: desde quienes hablan de un “estatismo autoritario de competencia” (Wissel, 2016; Kannankulam, 2008; Poulantzas 2002) o de las “raíces autoritarias del neoliberalismo” (Ptak, 2019), hasta quienes interpretan el neoliberalismo como un “totalitarismo original” (Weinstein, 2019). Como ha señalado Th. Biebricher en diferentes contribuciones (2014, 2016, 2021)5, para el establecimiento y la reproducción de la sociedad según el diseño neoliberal, la mayoría de corrientes y variedades del neoliberalismo depende del Estado. No puede confundirse, por tanto, el ataque al Estado del Bienestar o a ciertas intervenciones en la esfera económica con un rechazo de toda autoridad pública reguladora o incluso con un debilitamiento del papel del Estado. Las diferencias entre autores como F. A. von Hayek, W. Eucken, W. Röpke, A. Rüstow, J. Buchanan o M. Friedman impiden afirmaciones que valgan para todos, pero la crisis de soberanía (estatal) y por tanto la amenaza de caos y agitación inspira buena parte de las respuestas neoliberales a la crisis sistémica y política de comienzos del siglo XX o de finales de los años sesenta. Ante la crisis es preciso recuperar una figura del Estado como “árbitro externo” que ejecuta reglas imparciales con autoridad férrea, autoridad que se ve amenazada por la capacidad democrática de cambiar las reglas e imponer normatividades sociales ajenas al funcionamiento del mercado como “orden espontáneo” de acciones descoordinadas de los agentes económicos individuales. La forma de impedirlo es limitar (constitucionalmente) la función del Estado a garantizar el orden competitivo y a mantener su funcionamiento. La soberanía (estatal) parece estar mejor guardada por una “élite natural” que decide de forma independiente, objetiva y en pro del interés común. Ciertamente no todos los neoliberales optan por un autoritarismo paternalista, pero todos defienden una refuncionalización del Estado que traslada la soberanía a unas reglas de juego (del mercado) naturalizadas, de las que aquel debe ser el primer defensor.
En este horizonte, una forma de gobierno excepcionalista que libere al Estado de las presiones de los grupos de interés (populares) y de los políticos democráticos emerge como la opción más razonable, así como el desplazamiento de la toma de decisiones a instancias supranacionales “libres” de presiones democráticas, ya que estas pueden “respaldar” a los Estados en el ejercicio de la función soberana de árbitro externo y contribuir a la adaptación de la democracia a los imperativos derivados de la libre concurrencia de los agentes económicos. Así pues, más que ante una erosión de la soberanía de los Estados-nación, estaríamos ante estrategias que intentan garantizar que esa soberanía (estatal) se ejerce tal como la entienden los teóricos neoliberales. No se trataría tanto de destronar la política, cuanto su configuración democrática, lo que dado el caso puede conducir a preferir un “dictador liberal” a un régimen democrático antiliberal incapaz de garantizar el “funcionamiento espontáneo” de los mercados. En este sentido, la actual emergencia de regímenes o gobiernos autoritarios no representa una reacción contra el neoliberalismo, por más que ciertas formulaciones retóricas antiglobalistas sugieran una ruptura con la etapa anterior. La supuesta revuelta contra el neoliberalismo globalista no es en absoluto anti-neoliberal.
Pero donde la oposición del neoliberalismo a una configuración democrática de la soberanía estatal se hace más elocuente es cuando se aplica a los contextos del sur global. Aquí el gobierno democrático es visto directamente como un obstáculo al desarrollo económico y al despliegue sin restricciones de una economía de mercado (Cornelissen, 2020). La doctrina neoliberal comienza a tomar fuerza justo en el período de postguerra, cuando los movimientos de descolonización emergen en la escena política. Los vínculos entre los procesos de descolonización y la influencia comunista ponen a esos procesos en el punto de mira de los neoliberales. El peligro de una “soberanía mal entendida” que acercara a las poblaciones recién independizadas al bloque soviético exigía poner límite a las pretensiones de autodeterminación democrática. Para ello los mencionados autores no dudan en movilizar argumentos como el “subdesarrollo cultural” o la “inmadurez política” para defender la necesidad de un límite a la autodeterminación y de una tutela que garantice el desarrollo económico que solo puede dar el libre mercado. Las poblaciones poscoloniales estarían ancladas en una etapa histórica anterior y carecerían de las condiciones para el pleno autogobierno. Este atraso tiene su fundamento en una jerarquía civilizatoria entre culturas “desarrolladas” y “subdesarrolladas”. Y esta jerarquización solo se sostiene sobre presupuestos racistas. Ciertamente, estos supuestos no se manifiestan del mismo modo y con la misma intensidad en todos los autores de referencia, pero para buena parte de ellos “la ‘primitividad’ o ‘inmadurez’ civilizatoria no puede desvincularse de la raza, ya que la una es un índice de la otra” (Cornelissen, 2020, 355).6 Para la cuestión migratoria, central en esta contribución, quizás convenga recordar la aplicación de estos mismos argumentos para justificar la exclusión de las y los inmigrantes de una ciudadanía con plenos derechos que encontramos en la definición del “enemigo cultural” difundida por G. Sartori a comienzos del nuevo siglo, lo que muestra de nuevo la conexión entre colonialismo y gobierno de las migraciones (2002).
Pero si estatalidad, autoritarismo y racismo están presentes en los teóricos neoliberales y en las prácticas de gobierno inspiradas por ellos, la relación entre soberanía y mercado global parece marcar una diferencia importante entre el neoliberalismo y el más reciente soberanismo autoritario. La pretensión de afirmación de la soberanía nacional frente a las fuerzas y los poderes del mercado global se basa en la capacidad del Estado-nacional para defender los intereses nacionales y la economía nacional frente a intereses y fuerzas económicas desterritorializadas o vinculadas a otros Estados que actúan en el mercado global. La soberanía nacional representaría el vínculo inalienable entre la voluntad política de “un” pueblo y el Estado. Pero esta comprensión pasa por alto que la formación de las naciones es inseparable de la economización de todas las condiciones de vida, que el poder soberano de un Estado depende de las capacidades económicas, las estructuras industriales y los medios tecnológicos disponibles, es decir, de su financiabilidad, algo que bajo las condiciones capitalistas totalmente desarrolladas es inseparable del mercado global. El concepto de soberanía tiene un carácter doble: como soberanía del capital y como soberanía del pueblo (Elser, 2019). Pero ambas están imbricadas, su relación no es un juego de suma cero. Y eso quiere decir que tanto la voluntad política del pueblo soberano, como el poder supremo del Estado son una apariencia necesaria de la que se hace cargo la idea de un Estado que concilia sin contradicciones la soberanía del capital y la del pueblo. El neosoberanismo autoritario pretende homogeneizar pueblo y Estado sin cuestionar en absoluto la soberanía del capital, afectada por las contradicciones y las crisis —internas y externas— de las que se resiente el Estado (Recio, 2017). La contradicción entre la soberanía del capital y del pueblo se oculta y compensa mediante el fantasma de la Nación soberana, que desde siempre ha estado asociado a la disposición al autosacrificio de sus miembros. La movilización del populismo autoritario para resolver esa contradicción no es más que un programa terrorífico de respuesta a la crisis, y esto se pone especialmente de manifiesto en relación con la crisis del régimen fronterizo neoliberal.
5. Crisis del régimen fronterizo neoliberal y autoritarismo
La denominada “proliferación de muros”7 de los últimos tiempos, en muchas ocasiones más bien una ampliación o un reforzamiento de instalaciones y mecanismos de impermeabilización de las fronteras territoriales, es un fenómeno conectado con el endurecimiento de los controles fronterizos y de las prácticas de internamiento y deportación, con el refuerzo de FRONTEX y las operaciones de patrullaje marítimo, con el aumento de las inversiones en nuevas tecnologías de vigilancia, con el apoyo financiero y policial a terceros países que actúan de gendarmes de los flujos migratorios, con el sostenimiento de toda una red de campos de internamiento dentro y fuera de la UE, etc. Todos estos ejercicios reactivos y proactivos del poder estatal reflejan, y probablemente también han contribuido a avivar, la retórica política nacionalista. Pero más que ante un “retorno”, estaríamos ante un endurecimiento que es el signo de la crisis que sufre el régimen fronterizo neoliberal.
Este endurecimiento del régimen fronterizo no representa verdaderamente un giro sustancial o una ruptura. Durante los últimos treinta años hemos asistido al nacimiento y fortalecimiento de instituciones y organismos destinados al control fronterizo, así como una proliferación de actores implicados en dicho control. Al mismo tiempo se ha producido una diversificación, tecnificación, deslocalización, sofisticación, etc. del dispositivo fronterizo, que ha acompañado los cambios en el régimen migratorio, a lo que habría que añadir el crecimiento de los controles internos y el auge de las deportaciones8. Los “efectos colaterales” de estas trasformaciones del dispositivo fronterizo también han ido creciendo en inhumanidad: miles refugiados que se ahogan intentando alcanzar las costas de los países de destino, emigrantes que perecen al atravesar algún desierto o se asfixian en camiones con los que intentan pasar clandestinamente la frontera y los miles y miles de refugiados atrapados en campos de internamiento que se convierten en morada permanente y escenarios del horror. El clima antiinmigración, con altibajos, también ha sido una constante en toda esta etapa con peculiaridades específicas en cada país.
Aunque la complejidad y las particularidades de este proceso impide afirmar la existencia de un régimen fronterizo neoliberal coherente y unificado, sí es posible señalar unas tendencias globales que, en todo caso, no apuntan a una flexibilización, desregulación o eliminación de fronteras (Cuttitta, 2010). Bien al contrario, los cambios sistémicos globales tras la crisis del fordismo demandaban un régimen de frontera altamente regulado que permitiera un control de los flujos migratorios acorde con las exigencias de las reestructuraciones económicas, políticas y culturales en curso. Los procesos de criminalización e ilegalización de las migraciones (Jansen/Celikates/Bloois, 2015; Bigo 2004), en tensión permanente con las prácticas migratorias de quienes traspasan los filtros y controles fronterizos, han terminado presentando una congruencia llamativa con los imperativos sistémicos señalados, especialmente la necesidad de movilización y fijación de la fuerza de trabajo bajo unas determinadas condiciones de explotación, así como la producción y reproducción de asimetrías (económicas, jurídicas, comerciales, de acceso a recursos, simbólicas, etc.), que están en continuidad con las formas de dominación colonial y poscolonial y se ven favorecidas por los impactos de las políticas económicas neoliberales sobre las periferias del mundo. El papel activo de los Estados en la securitización, en el desarrollo y coordinación de los sistemas policiales y de información, en la fragilización jurídica y la discrecionalidad administrativa que sufren las y los migrantes en todos los procesos que regulan el acceso, la permanencia y la expulsión (Silveira, 2017; Nimführ, 2017), ese papel activo evidencia que el Estado y la Frontera nunca han estado ausentes, que hablar de una retirada o un debilitamiento de los mismos, es decir, aquello que daría sentido a hablar de un “retorno”, en nada se corresponde con la realidad.
Con todo, la crisis sistémica actual, que en realidad se inicia hacia finales de los años 60 y que no ha podido ser revertida o superada por las estrategias neoliberales desplegadas durante más de tres décadas, afecta a su vez al régimen migratorio y fronterizo que acompañó a dichas estrategias. No en el sentido de un giro neoestatal, antiglobalizador o soberanista, sino más bien poniendo de relieve un agotamiento y una falta de salida que se asemeja a un callejón sin salida caracterizado por una sucesión imparable de crisis y de estados de emergencia (Zamora, 2017). Si las estrategias denominadas neoliberales no han conseguido consolidar un régimen de acumulación sólido y estable, si las dinámicas expansivas de la economía capitalista se ralentizan o se detienen, como ocurre en estos momentos, si los peligros de estancamiento prolongado y de contracción de la economía dibujan un panorama bastante sombrío, al que habría que añadir la amenaza de colapso ecológico, es evidente que incluso las formas de “integración” social y laboral de las y los inmigrantes bajo las condiciones descritas más arriba entran en crisis. El régimen migratorio se ve afectado por la nueva lógica global de superfluidad (Lamas, ٢٠٢١)
Los equilibrios entre los beneficios del empleo de una fuerza de trabajo extranjera precarizada y el malestar de una población autóctona en condiciones que se aproximan crecientemente a las de las y los inmigrantes resultan cada vez más difíciles de sostener. Algo parecido puede decirse de las políticas públicas (redistribución, servicios sociales, educación, sanidad, etc.) amenazadas por los recortes y las privatizaciones. Incluso el acceso jerarquizado y discriminatorio sobre la base de una ciudadanía estratificada empieza a generar conflictos de difícil pacificación cuando las prestaciones de la misma ciudadanía estatonacional se encuentran en franco retroceso. Las dinámicas poblacionales, urbanísticas y convivenciales sometidas crecientemente a procesos de gentrificación y a lo que se conoce como la crisis de la reproducción social, amenazan también con descontrolarse, cuando enfrente lo que predomina son medidas de privatización de recursos básicos o políticas represivas y de tolerancia cero. Pero donde quizás se manifiestan de manera más aguda las tensiones es entre el imperativo sistémico de crecimiento depredador, con sus efectos climáticos y medioambientales, y los desplazamientos masivos en aumento que dichos efectos provocan (Campillo, 2022). Y no digamos ya las tensiones derivadas de las estrategias expropiatorias y de acceso a los recursos energéticos escasos y a las materias primas sensibles, la desestabilización política de muchos países y los conflictos armados o las violencias descontroladas que asolan a las poblaciones sumidas en la miseria, que se ven obligadas a huir como única salida (Zamora, 2021; Wagner, 2007, 22). El bloque dominante se ve incapaz de renunciar a dichas estrategias en un capitalismo de expectativas decrecientes y, al mismo tiempo, es incapaz de controlar sus efectos en forma de llegadas masivas de refugiados (Walia, 2022, 30). Los resortes sistémicos para gobernar estas tensiones y contradicciones parecen agotarse.
El populismo autoritario puede ser visto en este horizonte como una estrategia de reorganización neoliberal que persigue reforzar sus estructuras y sus lógicas fundamentales (Mellino, 2021, 20ss.; Zamora, 2019, 35ss.). Estas estrategias exigen una remodelación de los Estados competitivos en Estados coercitivos autoritarios, que a su vez requiere una transformación de la frustración de los individuos en resentimiento que se proyecta hacia grupos identificados por el discurso político como responsables de los problemas y dificultades propios de la crisis (Zamora, 2022). Las estrategias del discurso populista autoritario ponen el foco en supuestas amenazas —contra la nación, contra la prosperidad duramente conquistada, contra el pueblo, etc.—, mientras que se refuerza la desolidarización y de estigmatización de los más desfavorecidos. Ya no basta el “nacionalismo corriente” como aceptación implícita de un orden mundial profundamente desigual y una defensa política de las ventajas colectivas de las naciones enriquecidas. El nacionalismo funcional es desplazado por un nacionalismo chovinista y agresivo, fuertemente identitario y xenófobo. Dado que el capitalismo en crisis ya no está en condiciones de asegurar un “consenso pasivo” mediante negociación y concesiones, de lo que se trata es de crear las condiciones para un gobierno coercitivo, esto es, de ampliar considerablemente los márgenes de discrecionalidad e, incluso, de arbitrariedad de los poderes ejecutivos, de personalizar al máximo el poder para facilitar la identificación con él, de incrementar el grado de represión de los aparatos judiciales y de los dispositivos policiales, etc. Todo ello para aumentar la presión sobre las poblaciones para que soporten las políticas de recortes, el aumento de las desigualdades, el descarte social y la precarización del trabajo y de la vida. Con todo, el fundamento de un gobierno autoritario del estado de emergencia sigue siendo la actividad económica productora de mercancías, es su herramienta e inevitablemente se hundirá con ella.
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Notas
1 Las referencias a procesos y fenómenos concretos en este artículo se ciñen fundamentalmente al ámbito europeo. Procesos similares a los de Europa pueden observarse también en otros continentes en el ámbito de la llamada “gestión de fronteras”: en la frontera terrestre entre EE.UU. y México, así como en las fronteras marítimas de Australia o en el Golfo de Adén, y finalmente dentro de las fronteras estatales en los respectivos territorios de los distintos actores estatales (Walia, 2022).
2 Sobre el peso de las posiciones del populismo autoritario sobre inmigración en la opinión pública española, cfr. González/Rinken 2021.
3 J. J. Olivas llega a afirmar la existencia de un vínculo mutuamente constitutivo entre frontera y populismo autoritario (2021).
4 No es posible presentar aquí en detalle la evolución desde los procesos de descolonización en la época de la guerra fría hasta las nuevas formas de (neo)colonialismo neoliberal, pasando por el imperialismo sin colonias o informal (cf. Wagner, 2007). La imbricación de estos procesos con el empobrecimiento de las poblaciones en las periferias y su repercusión en el desencadenamiento de conflictos armados es fundamental a la hora de desentrañar las causas de los movimientos de refugiados y los flujos migratorios.
5 Los trabajos de Th. Biebricher merecen ser destacados en este contexto porque elaboran de manera rigurosa la teoría política del neoliberalismo, sin olvidar la referencia a los procesos históricos con los que este se confronta y poniendo el énfasis en las paradojas y contradicciones que derivan precisamente de su conexión con dichos procesos.
6 Este marco argumentativo se reaviva en otros contextos: en América Latina en los años 1970 (Whyte, 2019, 156ss.) o más recientemente en relación con Oriente Medio (Cornelissen, 2020, 356s.).
7 Hay casi 70 muros fronterizos en todo el mundo, frente a los 15 que había en 1989 (Vallet 2014). Desde la caída del Muro de Berlín, los países europeos han construido en torno a 1.200 km. de muros fronterizos. Una quinta parte de las fronteras terrestres en el mundo están reforzadas con vallas, muros o zanjas. Si comparamos las diferentes zonas, las fronteras que podemos llamar duras se encuentran principalmente en Europa y Asia (para una presentación más exhaustiva, cf. Tertrais/Papin, 2018).
8 En otro lugar he analizado con más detenimiento la constitución y las transformaciones del régimen fronterizo dentro de un régimen migratorio específico, así como el carácter determinante de las crisis sistémicas en dichas transformaciones, cf. Zamora, 2020. Sobre los cambios que ha sufrido el dispositivo fronterizo, cf. especialmente Mezzadra/Neilson, 2017; Shachar, 2020; López-Sala/Godenau, 2017; Velasco, 2016, 2022; Genova/Peutz, 2010).