Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 219-234

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.527211

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Geopolítica de un nuevo orden mundial:

Carl Schmitt y las fronteras de la globalización

 

Geopolitics of a New World Order:

Carl Schmitt and the Frontiers of Globalisation

LAILA YOUSEF SANDOVAL*

 

 

Resumen: Todo cambio geopolítico representa la creación de un nuevo orden y ello conlleva la alteración de las condiciones espaciales y, por tanto, la modificación de la manera de entender las fronteras. Carl Schmitt, especialmente en su última etapa, apuntó al delineamiento de una nueva configuración internacional conformada por grandes espacios (Grossräume), una vez que el tiempo de las soberanías propias del Ius publicum europaeum había terminado. El objetivo de este estudio es analizar hasta qué punto y de qué manera las herramientas analíticas de Schmitt en torno a las fronteras pueden ser útiles para comprender el estado actual de la globalización.

Palabras clave: fronteras, Carl Schmitt, globalización, grandes espacios, soberanía

Abstract: All geopolitical change represents the creation of a new order and this entails the alteration of the spatial conditions and, therefore, the modification of the way of understanding borders. Carl Schmitt, especially in his last stage, aimed at delineating a new international configuration made up of large spaces (Grossräume), once the time of sovereignties typical of the Ius publicum europaeum was over. The goal of this study is to analizy to which extent and how Schmitt ‘s analytical tools around borders can be useful to understand the current state of globalization.

Key words: borders, Carl Schmitt, globalization, Grossräume, sovereignty

 


Recibido: 08/06/2022. Aceptado: 06/07/2022.

* Laila Yousef Sandoval (lyousef@ucm.es): Doctora cum laude en Filosofía con Mención Europea por la Universidad Complutense de Madrid, es Profesora del Departamento de Filosofía y Sociedad de la Facultad de Filosofía de la UCM. Su investigación se centra en temas de filosofía política moderna y contemporánea, filosofía de las relaciones internacionales e historia conceptual. Entre sus publicaciones destacan: “Miedo, contemporaneidad y enemistad” (pre-publicado en Daimon, 2020), “Mecanicismo y alteridad en la teoría de Thomas Hobbes” (Eikasia. Revista de Filosofía, nº101 Julio-Agosto 2021), “El terrorismo contemporáneo a la luz del pensamiento de Carl Schmitt: la metamorfosis del partisano” (Revista Historia y Política, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, núm. 39, 2018) o Westfalia en Carl Schmitt: otra leyenda (Res Publica. Revista de Historia de las Ideas Políticas, Vol.18, Núm.1, 2015).

 

 

I. Introducción

 

El objetivo de este artículo es doble, por un lado se pretende repasar qué noción de frontera se puede encontrar en el pensamiento schmittiano, partiendo de la base de que no fue un término en el que se detuviera en exceso, pero que se puede repensar a través del concepto de nomos. Tras explicar dicha noción en relación con la idea de frontera, se desarrollará el sentido de la apuesta de Schmitt por los grandes espacios (Großräume) y la conformación de ciertos bloques geopolíticos que pueden ayudar a entender la configuración internacional de nuestro presente. Así, se podrá dirimir si las herramientas schmittianas pueden ser o no útiles para entender el estado actual de la cuestión “frontera” en su marco actual de desarrollo, determinado por la globalización, y para dibujar las líneas del supuesto “nuevo orden mundial” que se está conformando en estos tiempos, no sólo con la ocupación de Ucrania por parte de Rusia, sino también, en general, con ciertos movimientos geopolíticos que se vienen dando en estos últimos años y del que aquella es sólo la parte más visible y traumática. El puente para unir el estudio clásico que hace Schmitt del nomos y la aplicación de sus categorías al contexto actual pasa por reevaluar su teoría de los grandes espacios, momento teórico perteneciente a la última etapa de su pensamiento cuando Schmitt, advirtiendo ciertas formas de la globalización, fue consciente de que el retorno del Ius publicum europeo era inviable e intentó adaptarlo al panorama que se iba dibujando, de ahí su éxito analítico entre muy distintas posiciones que le hacen actual en nuestros días.

La teoría del nomos en Schmitt obliga a hacer referencia a ciertos ánimos y experiencias subjetivas, más allá del análisis objetivo de sus categorías. Entender qué estado de sentimientos impulsa sus palabras es fundamental en todo autor, pero especialmente en el caso schmittiano. Y las palabras de Schmitt siempre resuenan con un eco melancólico. En su gran obra tras la II Guerra Mundial El nomos de la tierra ya está hablando desde la nostalgia, como también ocurre especialmente en el Glossarium, desde el deseo de recuperar, a sabiendas de que es imposible, un mundo moderno que ya no tiene funcionalidad. Se refiere en realidad a un desideratum, a la recomposición de un mundo moderno pasado y a su intento de adaptación a unas circunstancias contemporáneas que hacen complicado el ejercicio de las limitaciones y mediaciones. Esto último es precisamente lo que él alababa de la Modernidad —entendiendo por esta un periodo más filosófico que histórico, es decir, todo el panorama jurídico-político que, a ojos de Schmitt, se desarrolla desde la Paz de Westfalia hasta los albores de la Primera Guerra Mundial—, si bien una lectura crítica entiende que bajo esa aparente contención de la política moderna lo que se halla es un absolutismo de Estado y una traslación de la violencia que, solo en teoría, queda cancelada en Europa y que se desplaza a otros territorios no considerados soberanos y cuyos individuos no son concebidos como sujetos políticos.

 

II. Nomos y fronteras

 

Schmitt subrayó en todos sus escritos la importancia del vínculo con la tierra, porque eso implicaba la construcción de un anclaje existencial, de una soberanía individual protectora de los impactos de la globalización y de sus incertidumbres que sirviera de hogar a los individuos. En Ex captivitate salus (1950), escrito en un tono muy emocional durante su arresto por las tropas estadounidenses por su conexión con la Alemania nazi, Schmitt apela a la vuelta a la casa cuando todo parece acabarse ante los embates de la industrialización. Se trata de una obra llena de sentimentalismo, hasta el punto de concebirse como un personaje del gran teatro de la globalización, como el gran antihéroe de su época, como si su desgracia representara la caída del Ius publicum europaum. La siguiente cita ilustra bien esta disposición afectiva y política:

 

[E]spero encontrar una tumba en el Sauerland westfaliano, en el cementerio católico de Eiringhausen, donde yacen mis padres, sobre el Lenne, río del Sauerland, que aún en mi infancia llevó las orgullosas aguas puras de la montaña y que durante mi vida se convirtió en un pobre canal para residuos industriales (Schmitt, 2010, 53).

 

Esta declaración resume, quizás sin pretenderlo, los ejes teóricos que articulan el pensamiento de este autor: Westfalia, catolicismo, vuelta al hogar y destrucción contemporánea de la seguridad, a lo que habría que añadir, entre otras ideas, su crítica al liberalismo, a la democracia y al universalismo. Uno de los elementos que dota de certidumbre a los sujetos, según Schmitt, es precisamente la frontera y su capacidad de separar y distinguir netamente los contornos que el capitalismo industrial pretende borrar y unificar. La casa y el hogar no deben ser entendidos de manera positivista y aquí se halla una de las claves de su teoría: su crítica radical al derecho propugnado por el positivismo y a su forma de entender la tierra como una mera división formal y cuantitativa, olvidando el arraigo y la creación de vivencia y comunidad que otorgan la tierra y sus límites.

De hecho, Schmitt va a privilegiar el uso del término nomos sobre el de frontera, precisamente para evitar caer en la consideración de las separaciones como meras líneas físicas marcadas materialmente por unos dispositivos, de ahí que señale la diferencia entre nomos y Gesetz: “Para no perder la conexión decisiva entre asentamiento y ordenación es más acertado, por lo tanto, no interpretar en alemán el nomos como Gesetz o “Regelung” o “Norm” o cualquier término similar” (Schmitt, 1979a, 52). No se halla en Schmitt un análisis objetivo de lo que significa la frontera, tampoco un estudio biopolítico, sino una reflexión político-existencial de las condiciones de posibilidad de los entes políticos. La industrialización, apoyada jurídicamente por el derecho positivista, ha difuminado y anulado esos contornos y delimitaciones, entendiéndolos de manera mecánica, haciendo que queden desprovistos de ese plus de espiritualidad necesario para concebir desde la teología política las diferentes soberanías y sus límites. Además, estos últimos, con la globalización, han dejado de ser funcionales, se ha producido una unificación mundial que, al romper las separaciones, ha cancelado el componente que permite establecer una diferencia cualitativa, una distinción ontológica entre los entes, según Schmitt, como se desarrollará más adelante.

Nomos, en este contexto, alberga todas esas nociones que van más allá de la mera separación o línea entendida de manera puramente física, actúa cortando y determinando las condiciones espaciales de la emergencia de la soberanía, pero añadiendo también el componente existencial de la vivencia del espacio. En El Nomos de la tierra, Schmitt insiste (1979a, 35). en que los distintos sentidos del nomos permiten comprender toda su carga semántica, que incluye tanto un carácter distributivo y divisorio, como ordinativo y generador de vínculo social; nemein tiene que incorporar un componente existencial que vaya más allá del mero carácter físico de la tierra, en línea con las tesis de Heidegger expuestas en Bauen, Wohnen, Denken (1951).

Se ve entonces cómo nomos comprende la idea de delimitación, corte y establecimiento de lo propio —lo interno— y lo ajeno —lo externo (“nomos tiene como significado inicial la separación. Se instaura grabando en la tierra la distinción, e incluso la oposición, entre lo mío y lo tuyo, entre lo nuestro y lo vuestro”, Esposito, 2009, 73). Esta distinción entre lo mío y lo tuyo se puede encontrar en diversos autores modernos, entre ellos Kant, como el propio Schmitt señala (1979a), pero la cita de Esposito permite insistir en esa concepción schmittiana del nomos como aquello que va más allá de lo inmanente y se convierte en un descriptor o en índice trascendental, incluso en el sentido kantiano de condición de posibilidad de conocimiento, capaz de articular una comunidad de individuos en un espacio dado y de establecer las condiciones de su enemistad. Se trata entonces de un vínculo específico con un terreno que va más allá de lo meramente material y se convierte en definitorio de una identidad, a la par que política, profundamente telúrica y, en ese sentido, humana y personal, instauradora de relaciones de pertenencia, esquema que queda roto, a ojos de Schmitt, por culpa de la industrialización y la globalización que la acompaña.

Schmitt no habla en términos de identidad desde un punto de vista psicológico, sino en referencia a los límites que genera el nomos, en su sentido más arcaico y originario, individual y comunitario, todavía no al nivel de grandes espacios, pero apelando a la generación de una identidad que emerge del a priori de la frontera, de esa división interior/exterior de donde emerge ya un ánimo soberano. Esta tesis también es señalada por autores no schmittianos como, por ejemplo, Onora O’Neill, quien afirma:

 

Es porque los grupos de población se reconocen unos a otros como miembros de una comunidad, y reconocen a otros como extraños, que están legitimados a pretender establecer Estados que están separados de otros Estados, es decir, de otras naciones y comunidades por fronteras definidas (2016, 121).

 

Queda así subrayada esa idea de autolegitimación identitaria dada por la delimitación espacial, “una especie de manifestación material de cómo, en un determinado momento y espacio, el Estado (y su comunidad política relacionada) puede identificarse a sí mismo…” (Minca & Vaughan-Williams, 2012, 759). Pues dado que la tierra no es sólo el terruño, la frontera tampoco es únicamente una línea y ambas conforman enraizamiento, biografía e identidad: “la ocupación del suelo inaugura el ámbito legal en general, y convierte por primera vez la tierra en un lugar” (Han, 2019, 147). Esto resulta determinante a efectos de la soberanía pues, si bien legalidad es obediencia, legitimidad refiere a la “fórmula de la identidad y autorrepresentación moral, ideológica y filosófica de un orden estatal” (Schmitt, 1979b, 7) y es ahí donde el juego simbólico de construcción de vínculos con la tierra adquiere su importancia, ya que es lo que habilita la posibilidad de crear una comunidad, un sujeto inserto en un relato político y no perdido en ese individualismo atomista que se puede contemplar en el paradigma neoliberal, si bien el propio Schmitt ya señala que Hobbes fue el primero en abrir la puerta a dicho individualismo al permitir la creación de una esfera privada al margen de lo público (Schmitt, 2003). Para que la delimitación interior/exterior adquiera la carga normativa que posee la soberanía, para que la frontera no sea sólo una línea, es necesario un plus, un componente teológico que la dote de una investidura trascendente desde su inmanencia.

Como se adelantaba en la introducción, se requiere una mirada histórico-filosófica para comprender el marco desde el que Schmitt habla de nomos. A modo de resumen, se puede decir que, al hacer mención a la nostalgia moderna de Schmitt, nos referimos a su conexión con el estudio de las relaciones internacionales, de ahí que resulte un autor clave para entender la geopolítica filosófica de la frontera, porque, al fin y al cabo, la teoría de Schmitt está determinada por sus reflexiones sobre la política internacional y sobre los espacios de soberanía y de amistades y enemistades que se crean a partir del nomos internacional y de la geografía interestatal.

Schmitt fue un gran defensor del Ius publicum europaeum iniciado históricamente en 1648 con la Paz de Westfalia, que pone fin a las guerras de religión e instaura las condiciones de un paradigma basado en la soberanía estatal. Los distintos Leviatanes van a actuar como un sistema de pesos y contrapesos en el contexto europeo y van a garantizar el fin de las guerras religiosas, tan traumáticas para el continente. Por otro lado, permitirán que no se den las condiciones para la aparición de la forma imperial, la estructura previa que sucumbe en el contexto westfaliano. Con esa intención, el Ius publicum europaeum se articuló a partir de determinadas “fronteras”, como la división entre tierra y mar —que marca la distinción entre soberanía y no soberanía— o entre Europa y las colonias —donde el establecimiento de las líneas de amistad marcaron durante el período moderno qué tipos de relación amistad/enemistad eran posibles entre las potencias (en comparación con las rayas medievales que convertían la lucha entre los adversarios en total).

Schmitt apuesta por la estructura pluriversum porque no le interesa la existencia de un imperio, sino la pluralidad, la coexistencia de varias unidades, ejerciendo cada una su poder y su presión; no se trata en ningún caso de la defensa de un contexto pacificado o democrático, como manifiesta él abiertamente, pero sí de un panorama de tensión entre soberanías sin que haya un hegemón que domine a las demás. Históricamente, el contexto que ofrecía ese escenario era el moderno, si bien, una perspectiva crítica con Schmitt obliga a reprobar el absolutismo de Estado propio de dicha Modernidad (entendida como el período socio-político desarrollado entre los siglos XVII y finales del siglo XIX y comienzos del XX), por parte de Francia, en particular, y posteriormente por Inglaterra hasta que tome el testigo Estados Unidos.

Lo que Schmitt alaba del contexto moderno es que hereda la estructura teológico-política de la Edad Media, de la Res Publica Christiana, capaz de conectar inmanencia y trascendencia y de traer orden. En su teología política, el poder soberano del Estado actuaría como katékhon para frenar la llegada del apocalipsis, de la destrucción que, históricamente hablando, corresponde a las guerras de religión. Para ello se despliegan todos los poderes estatales que van a garantizar ese orden asumiendo tareas y potestades que antes pertenecían a las estructuras religiosas de la Iglesia, pero evitando la guerra civil y en base a las premisas mecanicistas propias de la filosofía hobbesiana. Esto ya para Schmitt es un riesgo, porque supone acelerar el desencantamiento del Estado y empezar a poner al descubierto esa falta de trasfondo místico, esa carencia de plus; sin embargo, en la Modernidad todavía existe el componente trascendental de esa manera particular, otorgado y asegurado por el propio Estado; esa imitación o similitud con el ejercicio de la Res Publica Christiana garantizaba que todavía existiera ese componente teológico-político. Durante la Contemporaneidad, a partir del siglo XIX, se va desvelando y poniendo al descubierto ese esqueleto mecánico de la soberanía. Aunque en la Modernidad ya empezara a atisbarse esa falta de fundamento trascendente, entre otras variables, por la emergencia del paradigma del método científico y las premisas atomistas mecanicistas, lo fundamental es que resultó funcional durante el contexto moderno. En la Contemporaneidad se rompe el paradigma del Ius publicum europaeum, principalmente con las dos Guerras Mundiales y con la aparición del imperialismo norteamericano, configurado como potencia demarcada de Europa por una frontera invisible pero de gran carácter diferenciador a la que Schmitt se refiere como la línea “hemisferio occidental”. Eso supone romper el pluriverso y volver a un hegemón, en este caso, en vez de bajo las premisas de la religión, bajo las de la moralidad, del lenguaje de la humanidad, de la criminalización del enemigo, de la democracia y de la técnica y de la industria, como se desarrollará más adelante.

Este inciso histórico es necesario para insistir en que en la añoranza de Schmitt por los tiempos modernos juega una concepción del espacio y de la frontera muy marcada por el componente teológico-político. A este respecto, Wendy Brown subraya que en Schmitt, el espacio tiene una preeminencia temporal, es el elemento telúrico el que establece las condiciones de posibilidad del ejercicio político, así, sin ese enraizamiento con la tierra es difícil comprender cómo puede surgir una actividad soberana: “Primero está el recinto y luego la soberanía. O, dicho de otra manera, fue vallando el espacio como nació la soberanía” (Brown, 2015, 66). La teórica insiste en que el elemento teológico es patente en esta noción telúrica del nomos, y puede estar presente en todo intento de soberanía: “El santuario siempre está encerrado o rodeado [...] El cercamiento da origen a lo sagrado, delimitándolo respecto de lo común o de lo ordinario […] relación co-constitutiva que reúne soberanía, teología y recinto” (Brown, 2015, 68-69). Esas tres últimas palabras reflejan el entramado triádico política-teología-espacio tan presente en la teoría estatal schmittiana. Solo mediante el añadido de ese añadido teológico al suelo, esto es, al convertir la separación espacial y la frontera telúrica en nomos, es posible que emerja la soberanía. Y es ese encapsulamiento quasi-embrionario el que a día de hoy permite seguir pensando en Estados como en recintos sagrados. Y para dotar al Estado y a sus fronteras de ese plus teológico hay que resaltar el componente ficcional y, muy especialmente, el ejercicio de la decisión, otro topos schmittiano, entendiendo que soberano es aquel que decide en la excepción, especialmente quién es el amigo y quién el enemigo. Es la frontera, el lugar donde se ejerce la decisión y por ello mismo incluye un componente de ficción:

 

La frontera es, pues, el resultado de una decisión ficticia pero muy eficaz, un sitio que revela, en su propia performatividad, una tensión dialéctica entre la decisión soberana y una representación ficcional del orden. Para Schmitt, la frontera es donde confluye esta tensión, donde cualquier intento de “congelar” el orden ficticio del Estado inmanente, de estabilizarlo, de ocultar la falta de una forma ontológica de legitimidad más profunda, se traduce en un espacio “concreto” (Minca & Vaughan-Williams, 2012, 761).

 

Esta cita resume bien lo que implica la frontera en Schmitt en su conexión con el ejercicio decisorio entendido como ficción, en la medida en que toda soberanía necesita legitimidad y esta tiene que ser construida simbólicamente porque si no, es mera legalidad. Minca y Vaughan-Williams acaban subrayando la necesidad de lo concreto, pues en Schmitt siempre hay una conexión entre inmanencia y trascendencia, nunca habla de una trascendencia en el vacío o de un idealismo encerrado en lo abstracto, todo lo contrario, en Schmitt destacan las mediaciones porque es lo único que garantiza la conexión con el orden concreto, con las formas materiales específicas en las que se da la realidad. Por ello, la frontera, el nomos, delimita los marcos dentro de los cuales se puede ejercer la decisión y dibuja el contender del ejercicio soberano, la figura del cuerpo leviatánico, que es un cuerpo, no una abstracción e implica un “espacio en el que son de aplicación los principios y las diversas regulaciones que adopta una comunidad política” (Velasco, 2016, 75), es decir, legalidad hacia adentro y desarrollo de la excepción hacia afuera. Esto es, para Schmitt las fronteras tendrían un efecto doble: pacifican el interior y batallan hacia el exterior, ya sea con una intensidad moderada en Europa o de manera total fuera del continente durante la Modernidad o de manera global en la Contemporaneidad.

 

III. Grandes espacios y fronteras

 

La teoría de los grandes espacios es desarrollada por Schmitt en su última etapa, la más institucionalista, en la que ha comprendido que la vuelta a un contexto westfaliano es inviable; aún así, y sin constituir un viraje radical, Schmitt intenta reformular sus tesis fundamentales previas para que tengan cabida en el análisis de un mundo que comienza a globalizarse. Hay una premisa de fondo que une todo su pensamiento geopolítico, pese a sus diferentes fases, y que también se puede observar cuando enuncia su teoría de los grandes espacios: su profundo ataque a la idea de humanidad (de ahí sus alegatos contra Kant), que arraiga en consideraciones políticas y metafísicas. Existe en Schmitt un rechazo a cualquier pretensión unitaria y una defensa de lo múltiple; como motivación de esta actitud se encuentra su crítica a la política estadounidense, que él veía como un imperialismo que dañaba los intereses de Alemania. Es decir, bajo la idea de estos grandes espacios o bloques regionales con capacidad de autonomía decisoria, Schmitt concibió una reformulación de la Doctrina Monroe en el sentido de que, si bien esta surge como oposición a la presencia colonial europea, coyuntura que no tenía lugar en Europa, sí le permitía a Schmitt justificar la política alemana nazi y, en concreto, sus guerras de conquista y cierto acercamiento de la noción de Grossraum a la de Lebensraum.

Schmitt entendió que la manera de combatir el universalismo a nivel geopolítico no podía pasar por un mantenimiento infructuoso de las estructuras de la política interestatal de la Modernidad, es decir, del Ius publicum europaeum, ya que este había perdido su funcionalidad y había quedado obsoleto. Su solución pasó, entonces, por una versión de esa pluralidad adaptada a unos tiempos que ya no albergaba la posibilidad de ejercicios soberanos férreos, sino que se conformaban alrededor de grandes confederaciones o “grandes espacios” que, hoy en día podría traducirse, según David Cumin, como “comunidad de Estados —una pluralidad de Estados de cultura y régimen similares— que aseguran su seguridad propia y común —en el sentido estratégico del término— sin la intervención de potencias, organizaciones internacionales incluidas, exteriores a dicha Comunidad —una independencia diplomático-militar” (2014, 42)—. Se trata de grupos regionales de carácter identitario-cultural que actuarían a modo de pequeños imperios pero sin llegar a desplegar una única hegemonía mundial sobre los demás: “Esto implica la posibilidad de un equilibrio de fuerzas, un equilibrio de varios grandes espacios, que creen entre sí un nuevo derecho de gentes…” (Schmitt, 1951a, 347). Estos grandes espacios se conforman atendiendo a rasgos civilizatorios y culturales en torno a áreas de influencia caracterizadas por su homogeneidad, con atributos propios del Estado soberano ejercidos a través de una forma de gobierno entendida no como imperium (que él identifica con la política estadounidense), sino como Reich, esto es, como áreas de influencia con aspiraciones hegemónicas pero en un marco de competición por el poder que permite un pluriverso el estilo westfaliano, no pacificado, no cosmopolita, como se ha mencionado anteriormente, pero tampoco dominado por una única potencia.

 

La superficie de la tierra nos ofrece hoy la imagen de una multitud de más de cien Estados que pretenden ser soberanos [...] Ninguno de estos Estados puede eludir la tendencia al gran espacio (Grossraum), a no ser que prefiera caer en la insignificancia política. El desarrollo técnico no condujo aún, ni mucho menos, a la unidad política de la tierra y de la humanidad. Pero parece que los límites de los múltiples Estados particulares y sus mercados interiores se hicieron demasiado pequeños. Entre la unidad del mundo, utópica hasta ahora, y la época pasada de dimensiones espaciales anteriores se intercala, por algún tiempo, el estadio de la formación de grandes espacios (Schmitt, 1962, 31).

 

La creación de esferas de influencia sin intromisión externa y a salvo del universalismo apela en Schmitt a una estabilidad garantizada por la coexistencia de esas grandes potencias. Este equilibrio no es pacificación, pues estaría basado en la conformación de bloques homogéneos y cerrados en constante tensión entre ellos. La batalla se podría dar, precisamente, a la hora de incrementar esas áreas de influencia más grandes en detrimento de la autonomía de otras naciones. Ahora bien, esto es concreción de un pensamiento más abstracto apoyado en la creencia en la necesidad de la pluralidad ontológica:

 

Ya el número uno es problema hasta para la misma matemática, y la unidad un problema teológico, filosófico, moral y político de ingentes proporciones. También lo son, en consecuencia, la dualidad y la pluralidad. No está de más recordar la hondura de estos problemas frente a las tendencias hacia la unidad del mundo, tan ampliamente difundidas como superficiales (Schmitt, 1951a, 343).

 

Para Schmitt, el mundo se hallaría en un constante balanceo entre esas opciones o configuraciones numéricas: la etapa geopolítica monista, basada en la unidad, sería ese extremo imperial deseado por Estados Unidos, según él; la dualidad representaría el contexto de la Guerra Fría y la pluralidad sería ese escenario añorado, el Ius publicum europaeum, pero adaptado a un nuevo orden mundial a partir de los grandes espacios: “Tan pronto como aparezca una tercera fuerza, se abrirá el camino para una pluralidad de fuerzas” (Schmitt, 1951a, 347). Esa necesaria pluralidad viene dada por la separación, por el reconocimiento de los límites que marcan los distintos espacios y fronteras; ontológicamente el mundo no soporta la unidad o la dualidad porque eso supone forzar la propia constitución de la comunidad política como pluriversum. De ahí que esa noción de separación resulte fundamental a diferentes escalas, desde la más individual hasta llegar al nivel internacional, con la misma conclusión: dicha distancia es necesaria para garantizar la coexistencia. La frontera física genera una diferencia que permite, según Schmitt, el respeto a la particularidad de cada sujeto —personal o estatal— y, en esa medida, la pluralidad de agentes. Otros autores, no schmittianos, han suscrito la tesis de que la idea de humanidad acarrea sus riesgos, una vez que se acepta que identidad es diferencia y que cualquier identidad común debería construirse incorporando y nunca negando esa pluralidad: “Una identidad mundial es una contradicción en sus términos, puesto que allana las auténtica diferencias en las que se basa toda identidad” (Eagleton, 2008, 103-104).

La tesis schmittiana de la pluralidad es la base que permite entender la enjundia de la relación amistad/enemistad, determinante de todo hecho político, atravesada por la idea de fondo de que no se puede asumir al otro como yo, ya que son dos identidades diferentes. Frente a las aspiraciones imperialistas, que asimilan y homogeneizan, la teoría de los grandes espacios mantiene las distinciones a través de la conformación de bloques civilizatorios cuyas fronteras generan una diferencia que permite el respeto a la particularidad de cada sujeto político internacional. Una vez más, la frontera adquiere un papel no sólo constituido, sino fundante y constituyente de pertenencia e identidad, que como tal, proyecta automáticamente un “otro” enemigo al que reconoce como alter ego: “La frontera es entonces la raya en la arena simbólica y física que ayuda a producir las geografías políticas imaginativas de enemistad que se asientan en los cimientos de su teoría”, (Minca & Vaughan-Williams, 2012, 759)

Ahora bien, es necesario insistir en que, pese a las pretensiones de Schmitt de hacer pasar su propuesta por un modelo basado en el equilibrio, no existen en ella aspiraciones a una justicia global, sino que, más bien, es visible la impronta agonal que le caracteriza. Uno de los mayores obstáculos que presenta esta teoría de los grandes espacios es, precisamente, la dificultad desligar de ella el contexto totalitario en el que fue formulada y, por tanto, la complejidad para considerarla o no vigente o útil en la actualidad. Con todo, parece relevante pensar qué forma, adaptada a nuestros días, puede presentar la estructura de los Grossräume. En este sentido, habría que analizar qué potencias se pueden identificar a día de hoy con esos grandes espacios para así entender el juego de amistades y enemistades del nuevo orden mundial que se viene configurando y los retos que puede acarrear. Así, la pujanza de China fue tenida en cuenta, de alguna manera, por el propio Schmitt, sabedor de las novedades que se introducirían en el tablero geopolítico mundial y que “constituirían una pluralidad de grandes espacios y tal vez un nuevo equilibrio” (Schmitt, 1951a, 347), mencionando, “la importancia de China como posible tercera fuerza” (Idem), como señala Cumin:

 

Estados Unidos está frente a Eurasia como Inglaterra estaba en el pasado frente a Europa. Debe dividir para reinar, y conquistar, mientras mantiene el control de los mares. Por lo tanto, debe oponerse a la realización de cualquier “Pan-Idea”: paneuropea, paneslava, panrusa, panasiática, panindia, panárabe, panturca, panislámica, en resumen, promover fragmentación estatal frente a cualquier reunión geocultural. Prevenir la aparición de un competidor significa precisamente evitar la Gran Europa [...] Eso significa también contener a la República Popular China gracias a las alianzas bilaterales con los países de la cuenca oeste del Pacífico e impedir cualquier coalición chino-japonesa (Cumin, 2014, 44-45).

 

El análisis que Schmitt realizó del fenómeno político chino va en paralelo con la atención que los teóricos de China han prestado a los escritos del jurista. Desde China se ha leído a Schmitt, especialmente a partir del 2006, rescatando ciertos conceptos, como el de la “normalidad”, que permiten interpretar su teoría para poder reafirmar el poder del Estado a la vez que justificar el desarrollo de la economía capitalista frente al marxismo, “como un profiláctico contra el liberalismo al por mayor y contra la «occidentalización»” (Martínez Mitchell, 2020, 240); y, especialmente en lo tocante a los asuntos internacionales: “es posible que el mayor impacto de Schmitt en China resida, en última instancia, menos en los asuntos internos que en aquellos relacionados con la organización de un “gran espacio” asiático (Großraum; Da Kongjian 大空间) o de un orden espacial global (Raumordnung; Kongjian Zhixu 空间秩序)” (Martínez Mitchell, 2020, 185-186). Esa lectura no habría tenido lugar antes por la conexión de Schmitt con el nazismo y la influencia que esto pudiera tener en la defensa de la posición japonesa y, especialmente, porque hasta el momento no habría habido interés en reflexionar sobre la relevancia internacional de China (Martínez Mitchell, 2020).

Cabe hacer también una mención a Rusia y a la influencia que Schmitt ha tenido sobre pensadores como Alexander Dugin, el supuesto inspirador de Vladimir Putin. Son muchos los que piensan que nos hallamos ante un nuevo orden mundial, especialmente consagrado tras la imagen de los mandatarios ruso y chino juntos días antes de la invasión rusa de Ucrania en el 2022 y el posterior desarrollo del Concepto Estratégico 2022 de la OTAN.

Según Antonio Elorza, la misión de Putin desde su llegada al poder en el año 2000 habría sido expandir el área de influencia de la antigua URSS, de ahí sus acciones en Chechenia, Georgia o Ucrania: “No se trata de restaurar formalmente la URSS, sino de constituir a Rusia como centro político, cultural y militar de los países desgajados. Con miras a su agregación” (Elorza, 2022). Rusia podría tener como objetivo desde hace años ampliar lo que considera su espacio “natural” frente a la creciente aproximación de la OTAN a ese gran espacio. Según Lasalle, la ocupación de Ucrania no deja de ser uno de los escenarios de un conflicto aún mayor, el de la lucha por la hegemonía entre China y Estados Unidos (2022), ambos actuando también como grandes espacios o áreas de influencia, como ya contemplara Schmitt en la configuración de un nuevo orden mundial que mantendría los rasgos estatales principales —decisiorios y expansionistas— en un marco de competición sin hegemón aparente y que, una vez más, pone el foco y la duda sobre el específico papel a desarrollar por el espacio europeo.

La invasión de Ucrania también permite poner el foco sobre la Unión Europea, ¿se la puede considerar un gran espacio? Pareciera que por estar construida más sobre criterios económicos que sobre una idea de homogeneidad cultural, no se encuadraría en la categoría de lo que Schmitt entiende por gran espacio. Ahora bien, en la medida en la que ha logrado crear una identidad política, compatible con la identidad nacional de cada Estado miembro y dado que intenta desarrollar un papel estratégico como área de influencia geopolítica, podría ser considerado un actor más del juego entre potencias desde la perspectiva schmittiana, pero sin la fuerza agregadora de la homogeneización de los verdaderos grandes espacios. Es más, a lo largo de estos años, la Unión Europea, por falta de proyecto o de poder, no ha sido capaz de proponerse como un actor internacional lo suficientemente independiente como para ser la garantía del equilibrio entre Estados Unidos y Rusia y China, de modo que sus decisiones están determinadas por la coyuntura actual que la obliga a posicionarse con Estados Unidos.

Se va dibujando así un nuevo orden mundial, en el que las fronteras vuelven a delinear los contornos de la amistad y de la enemistad y en el que Estados Unidos y Europa, junto con el apoyo de otros Estados, se enfrentan a Rusia (respaldada por varios países, entre ellos India o Irán) ante la mirada de China, considerada por el Concepto Estratégico 2022 de la OTAN, no como un enemigo, sino como un desafío y un potencial reto, porque se es consciente de las necesidades económicas y comerciales respecto a ella, aunque se advierte de que va a cambiar la sociedad interacional. Esto significa que la hipótesis del conflicto, del agonismo schmittiano conformado en bloques, siquiera como diagnóstico del status quo, no ha perdido del todo su relevancia. A ello hay que añadir el carácter híbrido de las amenazas, que ya no son sólo territoriales y energéticas, sino que también se juegan en el terreno de la economía y el ciberespacio, como de alguna manera anunciara Schmitt, creándose otro tipo de fronteras y de dinámicas virtuales conjugadas con la territorialidad pero que van más allá de ella.

La posición schmittiana ha sido comparada con la del choque de civilizaciones propuesta por Samuel Huntington, quien en base a principios de carácter religioso y cultural organizó las civilizaciones en distintos bloques (occidental, islámico, japonés, confuciano, entre otros) que en la globalización entrarían en conflicto. Si bien Schmitt y Huntington coinciden en el carácter agonal de su propuesta y en el componente cultural como criterio de homogeneización de esas áreas, el primero otorga a su discurso un carácter más político-existencial que el segundo, que centra su criterio de lo político en la religión de cada bloque y los valores derivados de ella (Huntington, 2015). Pese a las diferencias, el hilo que conecta a ambos ha sido advertido por autores como Galli, para quien Huntington es inconscientemente schmittiano (2010) o Balibar, que también establece una correlación entre las civilizaciones de Huntington y los grandes espacios de Schmitt:

 

La noción de “civilización de Huntington (o, de hecho el “espacio” civilizatorio, civilización dentro de límites esenciales, incluso si se los concibe como empíricamente inestables y difusos) no deriva tanto de Arnold Toynbee (la fuente principal citada por Huntington) como de la idea de “espacios geopolíticos” o Grossräume que fue elaborado por Schmitt durante e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial (2009, 194).

 

Una de las problemáticas que presentan estas aproximaciones y, específicamente, la teoría de Schmitt es asumir la falsa dicotomía de que la única manera de evitar el imperialismo es o la defensa de un estatalismo absoluto o la traducción de este absolutismo en una teoría de los grandes espacios, obviando la posibilidad de otras alternativas como proyectos de paz mundial o de estructuras republicanistas: “Más bien no parece que un sistema de Estados soberanos territorialmente definidos sea una forma particularmente buena de evitar la tiranía, incluso aunque se impida la tiranía global” (O’Neill, 2016, 118). Es más, se puede entender, que el neoliberalismo necesita ejercer su teología política, precisamente, a través de los Estados (Villacañas, 2020; Sassen, 2010) y a nivel local para que funcione su adhesión a nivel poblacional o individual, pues es capilarmente por medio de aquellos como se llega a dominar a los sujetos.

 

IV. Globalización y fronteras

 

La visión de autores defensores del cosmopolitismo, como por ejemplo Stefan Zweig, quien en sus Diarios narra lo penoso y vergonzoso que le resulta en 1935 tener que pasar por una Europa atravesada por fronteras y controles de pasaporte, añorando la libertad que antes de la Gran Guerra permitía recorrer el continente de manera autónoma (Zweig, 2021, 435-436), contrasta con la actitud de nostalgia de Schmitt, quien parece echar en falta las delimitaciones claras entre fronteras que avisaban de la diferencia definitoria existente entre las soberanías. Si bien a finales del siglo XIX, explica Schmitt, había un asombro ante la técnica del ferrocarril, en el siglo XX esta parece ingenua ante los avances de la aviación y otras tecnologías (1951b); de alguna manera, la tierra se ha hecho más pequeña, el cambio de técnica ha modificado la medida global. Así, en la Contemporaneidad, la distinción entre tierra y mar, cuya frontera determina la generación de dos formas de ejercer la política, la de la soberanía y la de la piratería, queda diluida y una vez que se incorpora la dimensión aérea se añade una línea vertical de ataque que fomenta la criminalización de los ataques bélicos. En definitiva, la ruptura de las líneas o fronteras clásicas, animada por otros factores, como el excesivo desarrollo del Derecho Internacional Privado, impulsará esa tendencia a la unificación que hoy denominamos globalización.

Uno de los elementos que más ha contribuido, según Schmitt, a esa disolución de las fronteras y su capacidad limitadora fue la industria: “El ideal de la unidad global del mundo en perfecto funcionamiento responde al actual pensamiento técnico-industrial” (Schmitt, 1951a, 344), lo que le permite adaptar el cuius regio, eius religio a los tiempos globalizados, esto es, domina quien tiene la industria y quien ejerce el poder controla los medios industriales y esto genera una nueva forma de entender el nomos que funciona bajo las premisas de la totalidad, la unificación y la universalidad:

 

En vez de la cuestión confesional-religiosa-teológica, ya obsoleta, hoy prima el adagio: cujus industria, ejus regio o cujus regio, ejus industria. Porque el progreso industrial trae consigo su propia noción de espacio. La cultura agraria anterior derivaba sus categorías de la tierra, del suelo. Sus conquistas eran tomas de tierra, porque la tierra era su verdadero objetivo. Inglaterra, país de origen de la industrialización moderna, pasó en los siglos XVII y XVIII a una existencia marítima, y dominaba el mar «libre» (libre porque estaba sin limitaciones y fronteras del suelo). Así efectuó una toma de mar, Seenahme. Hoy estamos en la época de las tomas de industria, lndustrienahme. Única y exclusivamente la posesión de un gran espacio industrial permite actualmente la toma del universo, Weltraumnahme (Schmitt, 1979b, 12-13).

 

Schmitt intuyó, si bien no desarrolló por completo, las formas neoliberales que adquiriría la globalización, los dispositivos biopolíticos de poder y la virtualización a través de la cual se puede ejercer. Lo que sí vislumbró fue la disolución de las formas clásicas soberanas, entre ellas, las espaciales, que conducirán, en línea con lo mencionado previamente, a la transformación del enemigo o iustus hostis en criminal, al abandono de la lucha regular y la incorporación de batallas irregulares, como las partisanas. En lo que respecta a las fronteras y a los efectos que tiene la disolución de las certidumbres que aportaban, Schmitt es consciente de que la soberanía ya no se ejerce en la excepción de un escenario únicamente territorial, sino que es posible desarrollar nuevas formas de control, por ejemplo, a través de la economía que genera la interacción de los grandes espacios:

 

Si me preguntan ahora, en este sentido del término nomos, cuál es, hoy día, el nomos de la tierra, les puedo contestar claramente: es la división de la tierra en regiones industrialmente desarrolladas o menos desarrolladas, junto con la cuestión inmediata de quién le da a quién ayuda de desarrollo y, por otra parte, quién acepta de quién ayuda de desarrollo (Schmitt, 1962, 33).

 

Estas dinámicas quedan exageradas a medida que avanza la globalización y la ilimitación que la acompaña, en definitiva, en el paso de lo internacional a lo global (Galli, 2010), como también señala Mau: “Ya no encontramos, pues, fronteras donde termina el territorio de un Estado sino donde se ejerce el control. Esto introduce una definición funcional, no territorial, de las fronteras. Lo importante son las funciones fronterizas de gobernancia, control y selección, no dónde está la frontera” (2020, 143). Minca y Vaughan-Williams sostienen que Schmitt mantendría su foco puesto en el carácter telúrico del ejercicio soberano: “una lectura schmittiana enfatizaría que el deseo de amurallar no es nuevo y que las prácticas fronterizas actuales reflejan tanto lógicas sedimentadas de división como nuevas manifestaciones de orden y orientación espacial posibles gracias a los avances tecnológicos” (2012, 768). Ahora bien, a pesar de que Schmitt siempre mantuvo su mirada en la tierra, incluso al hablar del espacio y de los cosmopartisanos y olvidó el carácter biopolítico de las realidades que describía, él ya era consciente de que cada evento histórico era único en su concreción y particularidad, creía en “el carácter único e irrevocable del acaecer histórico” (Schmitt, 1951b, 11) y, en ese sentido, admitía la contingencia de la historia y los novums que esta incorpora. La óptica desde la que analiza no deja en ningún momento de ser telúrica, pero admitiendo la posibilidad de la pérdida de ese arraigo en el empuje globalizado hacia la ilimitación, lo que refuerza aún más su recuerdo de formas políticas pasadas que permitían la distinción de las fronteras de todo tipo, espaciales, políticas y existenciales, ante el panorama de la globalización que, en la medida en que pierde o abandona la tierra, se aleja también del ejercicio de la política: “todas las contradicciones espaciales inherentes a la relación de lo universal y lo particular —todas las dificultades involucradas en la coexistencia del espacio cerrado y el espacio ilimitado— ahora se manifiestan como aporías explícitas, impasses que no producen forma política ni libertad” (Galli, 2010, 101).

 

V. Conclusiones

 

El análisis de la frontera schmittiana entendida como constitutiva de un nomos que conecta a los individuos con la tierra de manera existencial hace que en sus análisis prime el elemento político sobre el jurídico. Eso hace que la frontera no se convierta en un elemento de análisis objetivo vinculado a sus flujos de entrada y salida o a sus configuraciones físicas, sino en componente fundante de la identidad política de los sujetos y, en concreto, de la sanción positiva del status quo de las ocupaciones militares, esto es, de la política de los hechos consumados y, en definitiva, del ámbito del ser. En este sentido, hay que distinguir al menos tres niveles de lectura o escalas de análisis en esta teoría schmittiana: la descriptiva, la prospectiva y la prescriptiva. Si bien su análisis puede dar lugar a un diagnóstico ajustado a la realidad que puede ayudar a vislumbrar ciertas dinámicas futuras, como es el caso de la conformación de grandes espacios, Schmitt no piensa en el deber ser y en ningún caso se plantea un mundo sin fronteras, pues eso completaría esa tendencia a la unidad que tanto rechaza, tampoco en términos de justicia global, por razones similares. Como Schmitt ya ve en el desarrollo tecnológico y la economía el nuevo nomos, pretende reproducir la balanza de poder westfaliana, ahora a escala mundial, con su teoría de los grandes espacios. A esta respuesta a la globalización, que para Schmitt permitiría instaurar un nuevo orden, dada la imposibilidad de volver al modelo de Estados soberanos, le falta cierto esquematismo, tanto en la formulación de su constitución, como de sus partes integrantes. Se entiende que a través de los grandes espacios se mantiene la idea de una soberanía absolutista, pero no se concreta de qué manera la conformación de grandes áreas de influencia entendidas como bloques cerrados pudieran resolver los conflictos de la coexistencia internacional, en general, y, más concretamente, los problemas derivados de un mundo cada vez más interconectado tecnológica y económicamente.

El pensamiento contemporáneo no puede dejar de confrontarse con Schmitt, de señalar los peligros de su teoría de los grandes espacios, siempre bajo la sospecha de ser un intento de justificar la expansión nazi y de las premisas totalitarias de sus tesis. Con todo, cabe seguir preguntándose por la pertinencia del análisis schmittiano como diagnóstico, en un contexto como el actual, en el que ya se habla de un “nomos “virtualizado”, que se realiza a través de las prácticas biométricas preventivas de los Estados occidentales”, (Minca & Vaughan-Williams, 2012, 767), de las “«eBorders, iBorders, o automated gates»” (Shachar, 2020, 39) y, en general, de las consecuencias de la digitalización de las “smart borders” (Mau, 2020).

Es por ello que surge la pregunta acerca de la utilidad analítica de la noción de “gran espacio” para descifrar un presente y un futuro inciertos y con pocas vistas de pacificarse. Mientras que hay autores que consideran que las categorías schmittianas pueden ayudar a reflexionar sobre la actualidad incluso con diagnósticos alejados de las posiciones del propio Schmitt (Kervégan, 2004), hay otros que se inclinan a pensar que han quedado obsoletas (Galli, 2010) dada la manera en que la tecnología cambia la propia noción de ejercicio de poder y de frontera más allá de la mera espacialidad (Minca & Vaughan-Williams, 2012).

La categoría Grossraum puede resultar sugerente, pero en su carencia de concreción acerca de sus límites y finura pierde fuerza teórica. Sin embargo, como se ha señalado, en la medida en que esa idea sigue teniendo influencia y vigencia, y en tanto los Estados soberanos como los grupos transnacionales y grandes corporaciones siguen desplegando su poder decisorio y soberano, sea más o menos territorial (pues la soberanía virtual se juega, en parte, en un espacio no-territorial pero que incluye también dinámicas políticas), las categorías schmittianas podrían seguir siendo utilizadas como herramientas para señalar los momentos en los que se despliega la política agonal y las distinciones ordinativas a través de la conformación de bloques geopolíticos opuestos, como ocurre con los últimos acontecimientos internacionales. El análisis de Schmitt puede tener la funcionalidad de ayudar a entender el carácter más crudo del presente, para así poder criticarlo y cancelarlo. Hablar de las fronteras de la globalización supone entonces seguir reconociendo en el nuevo orden mundial emergente, no sólo las existentes físicamente, sino cualquier tipo de diferenciación entre espacios, nomos y políticas que puedan generarse y que, según Schmitt, deben mantenerse para evitar que la globalización, tendente a la eliminación de las fronteras, culmine su proyecto, pero que no contribuyen a plantear una paz duradera en el escenario internacional.

 

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