Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 203-217

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.526891

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Empujados a los márgenes.

Observaciones sobre las fronteras nacionales y de clase

 

Pushed to the Margins. Remarks on state and class borders

 

ALESSANDRO PINZANI*

 

 

Resumen: Este artículo se centra en el concepto de marginación. Al hacerlo, cuestiona el paradigma dualista dominante en la filosofía política contemporánea, centrado sobre dicotomías como nacional/extranjero, ciudadano/migrante, a este lado de la frontera/del otro lado de la frontera, y adopta un paradigma global centrado en la dialéctica centro/periferia, retomando ideas centrales de las teorías de la dependencia y del sistema-mundo. Defiende que no sólo las fronteras nacionales dividen a la población mundial según criterios arbitrarios, sino que también las fronteras de clase desempeñan el mismo papel dentro de las sociedades nacionales. En ambos casos, los individuos no son excluidos del ámbito económico, político y social, sino que son empujados a sus márgenes. La descripción de la vida a los márgenes nos debería ayudar a repensar la organización global de la economía capitalista y de las relaciones entre centro y periferia.

Palabras-clave: marginación, centro y periferia, migración, fronteras, capitalismo global

Abstract: This article focuses on the concept of marginalization. In doing so, it questions the dualist paradigm that dominates contemporary political philosophy, centered on dichotomies such as national/foreigner, citizen/migrant, on this side of the border/on the other side of the border, and adopts a global paradigm centered on the center/periphery dialectic, taking up central ideas from dependency and world-system theories. It argues that it is not only national borders that divide the world population according to arbitrary criteria and that class borders play the same role within national societies. In both cases, individuals are not excluded from the economic, political and social sphere, but are pushed to its margins. The description of life at the margins should help us to rethink the global organization of the capitalist economy and the relations between center and periphery.

Keywords: marginalization, center and periphery, migration, borders, global capitalism

 


Recibido: 06/06/2022. Aceptado: 08/07/2022.

* Alessandro Pinzani: Doctor en Filosofía por la Universidad de Tübingen (Alemania), profesor de Ética y filosofía política en la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil). Sus publicaciones se ocupan de filosofía política moderna y de teorías de la justicia social. Entre sus publicaciones se destacan Jürgen Habermas (Múnich: Beck, 2007) e Vozes do Bolsa Família (en coautoría con Walquíria Leão Rego, São Paulo: UNESP, 2013; traducción inglesa: Money, Autonomy, Citizenship. Cham: Springer, 2019). E-mail: alessandro@cfh.ufsc.br

 

 

Existe una amplia literatura sobre el tema del centro y la periferia en relación con la estructura del capitalismo global. Esta concepción espacial de las relaciones económicas y políticas internacionales permite entender el fenómeno de la migración por motivos económicos (a diferencia de las migraciones provocadas por guerras, conflictos civiles o catástrofes naturales) como un movimiento generalizado de personas desde las numerosas periferias hacia los centros de la economía capitalista (básicamente: EE.UU. y Canadá, Australia, Europa Occidental y del Norte). Al mismo tiempo, incluso cuando consiguen llegar a estos diferentes centros, los migrantes tienden a permanecer en sus márgenes, es decir, en la periferia de las sociedades ricas, tanto en sentido literal como metafórico. Allí se unen a los individuos que ya han sido marginados por la forma en que estas sociedades se estructuran y distribuyen el poder entre sus miembros.

En este artículo, me centraré en el propio concepto de marginación desde una perspectiva filosófica. Adoptaré un método fenomenológico para describir tanto la migración desde la periferia mundial como la vida en la periferia de los países centrales. Esto debería permitir identificar aquellos aspectos de estos fenómenos que son normativamente relevantes y, por tanto, ofrecer una base para las demandas normativas para cambiar el funcionamiento de nuestro sistema económico mundial. Sin embargo, principalmente debería ayudar a ver que no son sólo las fronteras nacionales las que dividen a la población mundial según criterios arbitrarios, como subraya Shachar (2009); las fronteras de clase desempeñan el mismo papel dentro de las sociedades nacionales. En ambos casos, los individuos no son excluidos del ámbito económico, político y social, sino que son empujados a sus márgenes.

 

1. Cambio de paradigmas

 

La migración suele describirse en términos de movimientos de individuos que se desplazan a través de las fronteras para escapar de alguna situación de coacción y establecerse en un país diferente. Esta amplia definición se aplica tanto a los refugiados que huyen de la guerra o los disturbios civiles como a los llamados emigrantes económicos, es decir, personas que abandonan su país de origen para conseguir una vida económicamente mejor en un país más rico. No hay nada de errado en esta forma de describir el fenómeno: los individuos cruzan de hecho las fronteras entre estados con el objetivo de vivir en un lugar diferente, donde puedan estar más seguros o vivir en mejores condiciones materiales. Al mismo tiempo, esta forma de ver la migración puede ser correcta desde el punto de vista descriptivo, pero carece de poder explicativo, sobre todo en el caso de las formas de migración que no son el resultado de conflictos en el tiempo, sino que representan la intención de establecerse en otro lugar de forma más o menos permanente.

Hablar de la migración como movimiento de un país a otro se centra en un solo aspecto del fenómeno, a saber, el cruce de fronteras, mientras que pasa por alto la verdadera cuestión, a saber, el movimiento desde la periferia hacia el centro, que puede implicar el cruce de fronteras o no. Entender la migración como un movimiento hacia el centro permite difuminar la distinción entre migración nacional e internacional y ver este fenómeno no sólo en su dimensión geopolítica, sino en su relevancia socioeconómica, que es la misma tanto a nivel nacional como internacional. En otras palabras, permite ver las similitudes entre las fronteras nacionales y de clase y su papel en el proceso de inclusión marginal de vastas masas de individuos.

A diferencia de la geopolítica, esta visión no se basa en el modelo westfaliano en el que los estados nacionales, definidos y divididos por fronteras claramente trazadas, interactúan como si fueran individuos con intereses y objetivos específicos a perseguir. Por el contrario, presupone la existencia de diferentes centros económicos que interactúan con sus periferias, las cuales, por su parte, pueden incluso actuar como centros para otras periferias, como defiende la teoría de la dependencia (Baran 1957, Frank 1967). Esto no equivale a afirmar que las fronteras ya no importan o que los estados y los gobiernos nacionales han perdido su poder para regular la afluencia de la migración. Las fronteras nacionales siguen existiendo, por supuesto, y, en muchos casos, son bastante difíciles de cruzar (Mezzadra y Neilson, 2013). Sin embargo, en primer lugar, no representan un obstáculo absoluto para las personas dispuestas a emigrar y, en segundo lugar, suelen desempeñar un papel similar al de las fronteras de clase en el ámbito nacional, como veremos a continuación. En ambos casos, las fronteras (tanto las geopolíticas como las sociales) representan obstáculos para las personas que pretenden pasar de las periferias al centro.

En consecuencia, la imagen tradicional del mundo como compuesto por países separados y aislados (el mundo tal y como se representa en los mapas políticos) da paso a la imagen de una entidad única envuelta por una red de centros económicos, como defiende la teoría de los sistemas-mundo (Amin 1976, Wallerstein 1984 y 2004, Arrighi 2010). Por ello, André Gunder Frank describe el mundo como “toda una cadena de metrópolis y satélites, que va desde la metrópolis mundial hasta la hacienda o el comerciante rural que son satélites del centro comercial metropolitano local, pero que a su vez tienen como satélites a los campesinos” (Frank, 1967, 146 ss.).

Esta imagen del mundo como una entidad única permite comprender mejor la migración como fenómeno global, tanto en su extensión como en sus causas. Masas de individuos se desplazan por el mundo debido a acontecimientos que trascienden la limitación de las fronteras nacionales (desde las crisis económicas hasta el cambio climático). El carácter global de las migraciones sólo puede comprenderse si abandonamos el modelo tradicional westfaliano que caracteriza la teoría política occidental y si adoptamos un modelo en el que el mundo no representa sólo la suma de los estados nacionales individuales, sino que se considera una entidad política propia (Zhao, 2021).1

Esto representa un cambio de un paradigma dualista a un paradigma global, en el que los fenómenos tienen lugar dentro de un espacio único compartido por todos los humanos. El paradigma dualista se basa en dicotomías y entiende la realidad en términos de oposiciones entre dos dimensiones separadas: individuo vs. comunidad/sociedad/estado, ego vs. alter, amigo vs. enemigo, nosotros vs. ellos, nacional (ciudadano) vs. extranjero (no ciudadano), a este lado de la frontera vs. al otro lado de la frontera, nacional vs. internacional, etc. En este paradigma, la migración se refiere a los extranjeros que vienen del otro lado de la frontera y persiguen objetivos que chocan con los de los ciudadanos.

Aparentemente, el modelo que he introducido anteriormente parece seguir la misma lógica, al plantear una oposición entre centro y periferia. Sin embargo, esta es una impresión errónea. No existe una dicotomía entre centro y periferia, sino un vínculo dialéctico en el que ambos interactúan y sólo existen en su relación recíproca. Se trata de una relación viva y dinámica que puede cambiar incluso de forma drástica (centro y periferia podrían intercambiar sus papeles, aunque esto sea bastante improbable). Pero, sobre todo, es un modelo centrado no sólo en la dimensión política, sino también en aspectos socioeconómicos que tienen una dimensión genuinamente global y que no pueden ser captados en el marco que ofrece el paradigma dualista.2 Para entenderlo mejor, deberíamos reconsiderar la globalización.

 

2. La globalización como dialéctica de centros y periferias

 

Durante algún tiempo, la creencia en la novedad de la globalización como una forma de expansión global del capitalismo que se opone al imperialismo y al colonialismo fue dominante en el debate público (al menos en el Norte global). La globalización –se nos dijo– representaría un proceso pacífico y “democrático” que debería crear condiciones más equitativas (Friedman 2005). Mientras que el imperialismo y el colonialismo fueron impuestos con fuerza por unos países a otros, la globalización seguiría un patrón diferente. Lejos de ser la expresión de una relación vertical de poder y opresión, representaría una forma más equilibrada de reubicación y redistribución del poder económico y político. Los países que tradicionalmente habían estado sometidos al imperialismo y a la dominación colonial podrían ahora afirmarse como actores independientes, capaces de interactuar con sus antiguos “dueños” en igualdad de condiciones, al menos en principio. Se consideraba que el surgimiento de ramas industriales completamente nuevas en países que durante mucho tiempo se habían considerado pobres y económicamente subdesarrollados (por ejemplo, la industria automovilística de Corea del Sur), así como la deslocalización de la producción de los países tradicionalmente desarrollados industrialmente a los países en desarrollo (por ejemplo, a China y otros países asiáticos, pero también a Europa del Este), demostraban que en el mundo globalizado ya no existía el monopolio de poder (político y económico) de algunos países y que los Estados podían competir entre sí de forma más o menos justa, obedeciendo únicamente a la lógica del mercado. Con el tiempo, incluso las fronteras nacionales serían irrelevantes (Ōmae, 1990) Sin embargo, esta creencia era cuestionable en sus premisas y conclusiones históricas y fácticas.

Los países capitalistas tradicionales de Norteamérica y Europa Occidental siempre han mantenido y mantienen su posición dominante dentro de la economía mundial. En las últimas décadas se les unieron países como China y Corea del Sur sólo porque éstos decidieron violar parcialmente las reglas del libre mercado impuestas por los países centrales a través de instituciones como la OMC, el Banco Mundial y el FMI (Lin et al. 1996, Kim 1974, Haggard et al. 1991). Su rápido desarrollo económico e industrial fue posible gracias a la intervención masiva del Estado, que a su vez fue posible gracias a los regímenes autoritarios que promovieron y financiaron fuertemente ramas económicas específicas que consideraron estratégicas, en lugar de dejar esto a la iniciativa privada, como la mayoría de los países periféricos prefirieron o fueron obligados a hacer por los organismos internacionales mencionados.

Al elegir el camino de una economía dirigida por el gobierno, China y Corea del Sur no hicieron más que seguir los pasos de los países centrales, que se habían apoyado en el proteccionismo hasta el momento en que pasaron al libre comercio porque les convenía más (Chang 2002). Sin embargo, también en este caso recurrieron a la fuerza militar para imponer el libre comercio a los países periféricos (por ejemplo, adoptando la diplomacia de las cañoneras contra los países asiáticos y africanos) y, en el caso del colonialismo, para sofocar cualquier intento de desarrollar una industria local autónoma. El prodigioso crecimiento económico de la industria textil británica durante el siglo XIX, por ejemplo, fue pagado por la India, cuya industria textil fue destruida intencionadamente por sus dominadores británicos (una estrategia adoptada en otros lugares por las potencias coloniales). Las fronteras nacionales nunca dejaron de ser relevantes en el proceso de transferencia de recursos naturales y humanos de la periferia; al contrario, siguen siendo una poderosa herramienta de control de la circulación de bienes y personas según el interés de los Estados centrales, que adoptan políticas más o menos restrictivas de control fronterizo en función de sus necesidades (Mezzadra y Neilson 2013).

En el paradigma global, la existencia de un centro económicamente próspero presupone la existencia de periferias de las que se extraen recursos. La riqueza y el bienestar del centro se basan necesariamente en la explotación de las periferias, como muestra dramáticamente el ejemplo del colonialismo. En este proceso, las potencias coloniales recurren a las fronteras no sólo para delimitar sus imperios y su esfera de influencia, sino también como herramienta legal para dar una apariencia de legitimidad a la explotación de los recursos naturales.3

El desarrollo económico del centro sólo es posible a costa del subdesarrollo de las periferias. Hay que transferir continuamente recursos de la periferia al centro, ya sean recursos naturales o humanos. Si todos los recursos naturales permanecieran en la periferia y se transformaran allí en bienes y energía, entonces la periferia se convertiría en el nuevo centro y el centro declinaría en periferia. En tales circunstancias, no hay una situación en la que todos salgan ganando, ni es posible la creación de condiciones equitativas, en contra de lo que afirman los defensores del sistema económico actual (Friedman 2005). Esto no cambia cuando hay múltiples centros, como en el caso del mundo capitalista globalizado.

El capitalismo global reclama su legitimidad con la promesa vacía de que algún día las periferias podrán unirse a los centros y disfrutarán del mismo nivel de riqueza y bienestar que las economías centrales. Esta promesa es vacía porque su realización es imposible, no por factores contingentes, sino que necesariamente, aunque este parezca un principio de necesidad meramente económica e histórica (debido, entre otros, al imperialismo y al colonialismo). Sin embargo, no debemos subestimar lo que la historia tiene para enseñarnos. La historia nos muestra lo que es realmente posible y lo que está destinado a seguir siendo un sueño fantasioso (por ejemplo, que todos los países o incluso todos los individuos alcancen el mismo nivel de riqueza y bienestar). Como observó Frank, basándose en sus estudios históricos sobre el desarrollo económico “Es infructuoso esperar que los países subdesarrollados de hoy repitan las etapas de crecimiento económico por las que han pasado las sociedades desarrolladas modernas, cuyo desarrollo capitalista clásico surgió de la sociedad precapitalista y feudal. Esta expectativa es totalmente contraria a los hechos y está más allá de toda posibilidad real y teórica” (Frank, 1967, xvi).

A esta consideración histórica se añade el hecho de que los recursos naturales son limitados y que la búsqueda de un crecimiento ilimitado y de una riqueza generalizada conduciría inevitablemente a su agotamiento y a la destrucción global del medio ambiente. Los países periféricos dependen para su desarrollo económico de la venta de sus recursos naturales a los países centrales (esto representa, de hecho, una forma de subdesarrollo, ya que se vuelven cada vez más dependientes de los países centrales, en lugar de construir una economía autónoma, como observa la teoría de la dependencia); por lo tanto, nunca dejarán de explotar estos recursos, si quieren seguir luchando por el crecimiento económico y tratar de llenar la brecha que los separa de los países desarrollados. Estos, por su parte, nunca dejarán de importar recursos naturales y humanos de la periferia, porque los necesitan para mantener su economía en marcha y para garantizar el alto (y costoso) nivel de vida de sus ciudadanos.

Por la misma razón, los países centrales no tienen interés en el desarrollo económico, especialmente industrial, de los países periféricos, ya que esto podría llevar a restricciones en la importación de recursos naturales de estos países y al surgimiento de economías competidoras en la escena global. Esto ha llevado con frecuencia a intervenciones de los países centrales en los asuntos internos de los países periféricos.4 No existen incentivos para detener esta transferencia de recursos, salvo la amenaza de futuras catástrofes medioambientales, que aún no posee el poder de motivación que podría conducir a cambios significativos a nivel mundial. Por lo tanto, la dinámica, según la cual los recursos naturales y humanos se desplazan de las periferias a los centros, continuará hasta que la destrucción del medio ambiente sea probablemente irreversible.

Dado que las periferias están menos preparadas para hacer frente a esta destrucción, también debido a su subdesarrollo económico, sufrirán más en términos económicos y humanos: el nivel de vida de sus habitantes empeorará considerablemente y esto representará un fuerte incentivo para la migración hacia los países centrales. En tales circunstancias, las fronteras nacionales serán aún más relevantes y, al mismo tiempo, irrelevantes: los estados centrales tratarán de controlarlas más estrechamente, pero la gran cantidad de migrantes que estarán huyendo de las catástrofes medioambientales hará que esta tarea sea cada vez más difícil y, en algunos casos, casi imposible.

Hasta ahora, estas observaciones parecen seguir atrapadas en el paradigma dualista denunciado anteriormente. Siguen centrándose en la existencia de estados nacionales en competencia entre sí y en la dicotomía entre centro y periferia, vistos como polos opuestos, tanto económica como espacialmente. Esta impresión podría disiparse si consideramos cómo la dialéctica centro/periferia trasciende la existencia de estados y de fronteras nacionales e impregna el capitalismo como sistema económico global.

Esta dialéctica se repite a nivel interno tanto en los países centrales como en los periféricos, aunque con diferencias relevantes. Incluso en países en los que una gran mayoría vive en la pobreza, se pueden encontrar uno o varios centros en los que se concentra la riqueza y el desarrollo económico. E incluso en esos centros, la dialéctica centro/periferia se reproduce en la división entre barrios acomodados y barrios marginales, cuya relación recíproca de dependencia (los pobres necesitan los trabajos mal pagados que les ofrecen sus vecinos más ricos, que por su parte necesitan mano de obra barata) queda en cierto modo oscurecida por su distinción espacial y óptica. En innumerables pueblos y ciudades de los países en desarrollo, se pueden observar a menor escala los mecanismos que crean y asignan la riqueza y las oportunidades de vida a nivel global. Haber nacido en un barrio cerrado o en un barrio marginal decide la vida de las personas. Las fronteras de clase no son menos tangibles y decisivas para los destinos individuales que las fronteras nacionales.

 

3. Vivir en la periferia del capitalismo

 

En un pasaje de la novela The Inheritance of Loss, de Kiran Desai, Biju, un joven indio que se ha convertido en un inmigrante ilegal en EE.UU. y que ahora trabaja ilegalmente en un restaurante indio en Nueva York, piensa en lo que significa vivir en un país rico también cuando uno casi no tiene dinero, como en su caso.

 

Mirando un insecto muerto en el saco de basmati que había llegado desde Dehra Dun, casi llora de pena y maravilla por su viaje (lo que es ternura por su propio viaje). En la India casi nadie podía permitirse ese arroz, y había que viajar por todo el mundo para poder comer esas cosas donde eran lo suficientemente baratas como para poder engullirlas sin ser rico; y cuando llegabas a casa, al lugar donde crecían, ya no podías permitírtelo. (Desai, 2007, 191)

 

Para personas como Biju, que han tenido que luchar por la supervivencia ya en el lugar donde han nacido, vivir en la periferia de un país central es siempre mejor que vivir en su país periférico. Las cosas son diferentes para los que pertenecen a la minoría que vive en el centro de ese país; sin embargo, estas personas también podrían darse cuenta de su condición de inferioridad al intentar entrar en un país central, como en otra escena de la novela, en la que los indios ricos tienen que mendigar un visado de turista en la embajada estadounidense y se ven obligados a responder a preguntas ofensivas y a disipar la desconfianza de los funcionarios estadounidenses. La élite periférica puede ser cómplice del proceso de explotación llevado a cabo por los países centrales, pero desde el punto de vista del centro y sus élites, siguen perteneciendo a la periferia.

Sin embargo, en algunos casos, pueden comprar su entrada en el centro, por ejemplo, a través de los llamados esquemas de visado o pasaporte “dorados” adoptados por algunos países centrales, que permiten a los inversores extranjeros ricos obtener derechos de residencia o incluso la ciudadanía. Estos regímenes son un caso primordial de mercantilización de bienes supuestamente inmateriales como la ciudadanía o los derechos (bienes que a menudo se niegan a los conciudadanos más pobres de los extranjeros ricos, incluso cuando ya viven en el país). Representan también una forma de explotar los recursos humanos y económicos de los países periféricos, atrayendo a sus élites y, por lo tanto, haciendo que su riqueza e ingresos sean fiscalmente inalcanzables para sus países de origen.

Los que no pueden comprar su entrada en el centro se enfrentan a perspectivas menos atractivas: la ilegalidad o la larga lucha por obtener permisos de estancia y derechos de residencia. En ambos casos, se enfrentan a una burocracia tendencialmente hostil que hará todo lo posible por desanimarles, convencerles de que vuelvan a su país o deportarles (ya sea porque han entrado ilegalmente o porque han superado el plazo de su visado). Aun así, muchos de ellos prefieren enfrentarse a la burocracia o arriesgarse a ser deportados antes que volver a su país de origen. La razón principal es de carácter económico, pero a menudo hay otros motivos relacionados con el deseo genérico de llevar una vida mejor. Sin embargo, desde la perspectiva de los países centrales, estos motivos son irrelevantes. Las personas obtienen un acceso legítimo al centro sólo si pueden demostrar que representan un activo: que pueden producir riqueza, proporcionar servicios que los nativos necesitan pero que no pueden proporcionar ellos mismos, o aceptar trabajos esenciales que ningún nativo aceptaría.

Para el centro, todos los migrantes son migrantes económicos, no porque se muevan realmente por motivos económicos, sino porque las sociedades que los acogen los consideran sólo por su valor económico (ya sean recolectores de basura, médicos o talentosos jugadores de fútbol). Son sólo recursos humanos que se importan para el beneficio económico del centro. Si no pueden contribuir a él, son simplemente un problema que hay que resolver (deteniéndolos en la frontera, manteniéndolos en un limbo legal en un tercer país, enviándolos de vuelta a sus países devastados por la guerra lo antes posible, o simplemente echándolos). Por esta razón, los gobiernos y las autoridades locales suelen hacer la vista gorda ante la presencia de inmigrantes ilegales; son conscientes de su contribución a la vida económica del país como trabajadores informales, una condición que los inmigrantes aceptan bien porque representa una alternativa mejor que la de volver (como en el caso de Biju) o porque no tienen otra opción, ni siquiera la alternativa de volver (al menos sin ser deportados).

Esto no ocurre sólo en el caso de la migración internacional. Los migrantes internos actúan como los migrantes de países extranjeros, cuando se desplazan desde las regiones más deprimidas económicamente de un país a sus centros económicos (ciudades, zonas industriales, etc.). La historia de muchos países se caracteriza por esta migración interna, que drena los recursos humanos de zonas ya subdesarrolladas, profundizando la brecha entre éstas y las regiones más desarrolladas. Así ocurrió, por ejemplo, en Italia, con la migración masiva desde el Sur hacia las regiones industriales del Norte en los años del llamado “boom económico” (el período de industrialización acelerada entre mediados de los 50 y los 70), o en Brasil, donde la gente sigue emigrando desde los estados pobres del Nordeste hacia las grandes ciudades del Sudeste para trabajar en fábricas y en el sector de los servicios y acaba formando un enorme ejército de reserva de mano de obra que mantiene los salarios extremadamente bajos, obligando a los trabajadores a vivir en favelas o en periferias mal atendidas y mal construidas. La mayoría de las veces, vivir en la periferia en un país central significa llevar una vida de sacrificios y coacciones también para los “nativos”, no sólo para los inmigrantes.

 

4. Vivir en los márgenes de la sociedad

 

Hasta ahora he utilizado la expresión más bien neutra de “vivir en la periferia” para indicar lo que les ocurre a los migrantes que se trasladan a los centros económicos. Esto da la impresión de que se trata de un proceso en el que los inmigrantes se instalan intencionadamente en zonas concretas (urbanas, semiurbanas e incluso rurales). Sin embargo, esta es una caracterización engañosa de lo que realmente ocurre, ya que se ven obligados a vivir en estas zonas y se enfrentan a condiciones de vida inciertas y pobres. Su asentamiento en la periferia de los centros más ricos es el resultado de un proceso activo de marginación, que no les deja otra alternativa que vivir en barrios donde pueden pagar un alquiler o tener una casa (generalmente, mal construida, en terrenos ocupados ilegalmente). El centro los mantiene a distancia, es decir, a una distancia cómoda que permite a estas personas trasladarse al centro para vender su fuerza de trabajo si esto es ventajoso para los habitantes del centro.

Cada día, en las grandes ciudades de los países desarrollados y en vías de desarrollo, millones de personas se desplazan desde sus barrios periféricos a los centrales, donde ofrecerán su servicio como empleados domésticos, cuidadores, trabajadores de la hostelería, etc.5 La falta de viviendas asequibles cerca de sus lugares de trabajo les obliga a pasar horas en trenes, metros o autobuses. A las horas de trabajo habituales, a menudo demasiado largas, hay que añadir este tiempo de desplazamiento; a menudo, hay que deducir de su salario, en su mayoría bajo, el coste del transporte, que puede ser especialmente elevado en los países en desarrollo que optaron por la privatización de los servicios públicos siguiendo las directrices de institutos internacionales como el Banco Mundial o el FMI.

Para las familias que viven en zonas rurales, la falta de transporte asequible o de cualquier forma de transporte puede significar que los niños en edad escolar asistan a las clases de forma irregular o las pierdan por completo. También puede significar que una persona que necesite tratamiento médico urgente corra el riesgo de morir por la dificultad de conseguir una ambulancia o por el tiempo necesario para llegar al centro médico u hospital más cercano. Mientras el centro depende de la actividad de estos trabajadores del campo, ellos son empujados a la periferia del sistema de producción agrícola, como describe Frank en la cita anterior: son satélites de los comerciantes mayoristas locales, que, por su parte, son satélites de los mercados de alimentos del pueblo o la ciudad más próximos.

Cuando los migrantes entran en el país, se ven empujados a la marginalidad y obligados a vivir en estos espacios periféricos, a menudo en situación ilegal: sin permiso de estancia y de trabajo, con el visado caducado, ocupando viviendas en mal estado, o alquilando pisos y casas míseros y superpoblados que tienen que compartir con otros migrantes. Son empleados ilegalmente y explotados, a menudo por empleadores que viven ellos mismos al margen del sistema productivo (satélites de satélites). Sería erróneo describir su condición como una situación de exclusión, ya que están integrados en el sistema económico y desempeñan un papel central en él, aunque de forma precaria.6 Sus salarios pueden ser bajos, pero el sistema los necesita para funcionar sin problemas. El centro se detendría si se dejara de recoger la basura; si los restaurantes baratos dejaran de servir a las zonas comerciales de las ciudades; si los mercados mayoristas de alimentos y los supermercados dejaran de abastecerse de productos agrícolas cosechados, transportados y apilados por la mano de obra barata que aportan los migrantes y otros sujetos marginados.

Lo mismo ocurre con la transferencia de recursos naturales entre países. La riqueza de los países centrales se basa en el suministro incesante de productos básicos relativamente baratos procedentes de los países periféricos. Cuando esta transferencia se detiene o se ve obstaculizada, el coste de la vida aumenta drásticamente también en los países más ricos, como lo demuestran dramáticamente estos días las consecuencias de la invasión rusa de Ucrania o, en otras circunstancias, la crisis del petróleo de mediados de los años setenta. La globalización ha hecho que los países sean cada vez más interdependientes y, al hacerlo, también ha aumentado su vulnerabilidad ante las crisis locales, que pueden convertirse rápidamente en globales. No sólo las crisis económicas y financieras que periódicamente acechan a los países centrales tienen consecuencias en el rincón más remoto de la Tierra, como ocurrió de forma especialmente dramática tras 1929 y 2007; hoy en día, una sequía, una guerra o unos disturbios civiles en algún país periférico pueden afectar al mercado mundial de determinados productos, y esto puede tener un efecto en cascada (por ejemplo si los elementos de tierras raras dejan de estar disponibles a causa de los conflictos locales en algunos países africanos, ya no se podrán producir chips para dispositivos electrónicos, y esto afectará a la producción de un gran número de bienes, desde coches hasta teléfonos móviles).

Por esta razón, los países centrales están muy interesados en facilitar el comercio mundial de productos básicos, así como la transferencia fluida de bienes manufacturados (los países periféricos desempeñan un papel central en la compleja cadena de fabricación de bienes, cuyos componentes principales suelen estar hechos de materias primas que han exportado en primer lugar). Sin embargo, están menos interesados en facilitar la libre circulación mundial de personas, si esto no representa una contribución relevante al funcionamiento de sus economías nacionales, por ejemplo, garantizando una mano de obra barata para trabajos esenciales, pero no cualificados y mal pagados.

Una vez más, esto no tiene nada que ver con la exclusión; es más bien una forma de inclusión marginal (Martins 1997): los individuos se sitúan al margen del sistema de producción y de la sociedad, pero no están completamente excluidos.7 La marginación adopta diferentes formas (política, económica, social) pero estas obedecen a la misma lógica subyacente: un grupo específico no es tratado como igual por el resto de la sociedad y, por tanto, es empujado a los márgenes del sistema económico, de la comunidad política y del espacio urbano y rural. Las personas acaban viviendo en los márgenes, tanto en sentido literal como metafórico.

La marginación política consiste en la denegación de la plena ciudadanía o del permiso para permanecer y trabajar en el país. Los migrantes se enfrentan a ambos tipos de marginación política; pero, también los nativos, cuyos derechos están, al menos formalmente, reconocidos, pueden sufrir una falta de reconocimiento político, cuando su acceso al disfrute de los derechos se ve dificultado por obstáculos materiales (burocráticos) e inmateriales (sociales). El derecho formal a la asistencia sanitaria pública puede verse fácilmente erosionado cuando se enfrenta a un sistema sanitario mal financiado, caracterizado por una grave carencia de personal, espacios físicos y equipamientos. Lo mismo ocurre con el derecho a la educación e incluso con el derecho al voto, como demuestran los numerosos casos de supresión de votos en países como Estados Unidos (Daniels, 2020). Si bien es cierto que poseer el pasaporte adecuado marca la diferencia y sitúa a los nativos marginados en mejores condiciones que los inmigrantes legales e ilegales, las experiencias cotidianas de injusticia social y sufrimiento social de ambos grupos tienen más similitudes de las que les gustaría admitir tanto a los populistas de derechas como a los teóricos liberales de la ciudadanía.

Ya se ha descrito la marginación económica: los grupos son empujados o mantenidos al margen de los procesos económicos. Se supone que proporcionan mano de obra barata y que ayudan a que el sistema funcione lo mejor posible, aunque, al mismo tiempo, su contribución a su funcionamiento no se reconozca mediante mejores salarios o reconocimiento social. Al contrario, se infravalora y se considera que casi no vale nada (vale, como mucho, un salario que apenas puede cubrir los costes de vida y, a menudo, ni siquiera eso). Los migrantes que llegan a un centro económico tienden a instalarse en su periferia (si no son profesionales altamente cualificados como científicos, médicos, deportistas de élite, etc.). Allí se mezclan con los nativos marginados o con aquellos migrantes que llegaron antes que ellos y que ya están integrados con más o menos éxito en el sistema económico, aunque a nivel de mano de obra no cualificada y mal pagada.

La convivencia de los grupos económicamente marginados dista mucho de ser pacífica y fluida. Por el contrario, las periferias urbanas y las zonas rurales, en las que se requiere mano de obra barata (por ejemplo, los campos de tomate del sur de Italia o los invernaderos de las regiones españolas de Murcia y Almería), son focos de descontento y de malestar social generalizado que afectan tanto a los migrantes como a los nativos marginados. En estas condiciones, la mencionada diferencia entre nativos y migrantes revela su carácter perturbador: los que tienen el pasaporte “bueno” sienten que los migrantes (tanto los legales como los sin papeles) compiten con ellos por los empleos mal pagados y las viviendas de bajo alquiler disponibles. En lugar de unirse en aras del interés común por unas mejores condiciones de trabajo y vivienda, cada grupo ve al otro como una amenaza y, finalmente, como un enemigo.

Desde el punto de vista de los afectados, la vida se parece mucho a una carrera de ratas o a una competencia generalizada hobbesiana por unos recursos escasos (puestos de trabajo, vivienda). Los estudios sociológicos sobre los motivos que llevan a los votantes a apoyar a los partidos de derechas o populistas y a los líderes que insisten en la retórica antiinmigrante han demostrado que el miedo a perder la propia posición social precaria en favor de los migrantes juega un papel decisivo (véase, por ejemplo, Eribon 2013 y Hochschild 2016). Esto ocurre también cuando los migrantes proceden de otra parte del mismo país (como en el caso de Italia, en el que la migración masiva del empobrecido Sur al rico Norte ha contribuido a generar partidos separatistas como la Liga Véneta o la Liga Lombarda, que luego se fusionaron en la Liga Norte). Este último ejemplo demuestra que la retórica nacionalista adoptada por los movimientos antiinmigración es instrumental para alcanzar el poder y puede adaptarse fácilmente a la defensa de una supuesta identidad local y regional (o viceversa, como en el caso de la Liga Norte, cuando dejó de ser un partido secesionista regional para convertirse en un partido de ámbito nacional basado principalmente en una retórica nacionalista y antiinmigrante que contradice en espíritu su anterior postura secesionista).

 

5. La marginación social y los dos dobles vínculos

 

La marginación económica y política conduce inevitablemente a la marginación social. Esta suele adoptar la forma de una discriminación abierta a causa de la clase, la raza, el origen étnico o religioso de los grupos marginados (en muchos casos, la discriminación es interseccional). Pero también adopta la forma de empujar a los grupos e individuos marginados hacia la ilegalidad, tanto en el sentido de cometer actos ilegales como de permanecer en una situación de ilegalidad (no sólo en el caso de los inmigrantes ilegales, sino también de aquellos – nativos y migrantes – que ocupan casas, construyen ilegalmente en terrenos ocupados, se conectan ilegalmente a las líneas de energía y al suministro de agua, etc.).

Su situación recuerda a la descripción que hace Hegel de la chusma o populacho [Pöbel] en su Filosofía del Derecho (Hegel, 1991, 266). Sus miembros han sido expulsados del sistema económico, no por un mal funcionamiento de este sino como consecuencia de sus reglas de funcionamiento como, por ejemplo, las normas que regulan la propiedad privada (en particular la propiedad de los medios de producción) o el mercado laboral. No tienen empleo o no pueden ganarse la vida con su trabajo, que es precario y a menudo ilegal (por ejemplo, la prostitución). Su condición no es el resultado de una crisis económica contingente. Más bien, se han vuelto inútiles para el mercado laboral. Un fenómeno similar es cada vez más frecuente incluso en las sociedades centrales debido, principalmente, a la deslocalización y la automatización, no sólo en la producción de bienes sino también de servicios. A veces, los únicos puestos de trabajo aún disponibles son aquellos para los que la automatización sería demasiado costosa o (aún) imposible.

Una característica de la chusma en la que Hegel insiste mucho es el hecho de que sus miembros han perdido las cualidades morales que, según él, deberían poseer todos los miembros de la sociedad civil (honor, dignidad profesional, etc.) y, más en general, los individuos que tienen una relación positiva y afirmativa con las instituciones sociales como la familia, el mercado, el sistema judicial, las asociaciones profesionales, la policía y, por supuesto, el estado. La chusma ha perdido esta relación positiva y desconfía de estas instituciones. Esto representa, en el lenguaje de Hegel, una pérdida de sustancia ética, y esto en un doble sentido. Por un lado, se pierde un grupo relevante de ciudadanos para la vida pública en sentido amplio (por ejemplo, como participantes en el sistema económico y en la vida política); por otro, estos individuos han perdido la confianza en las instituciones y han comenzado a asumir una actitud de conflicto abierto con las normas que regulan la vida de su sociedad.

Cabe destacar que Hegel no se refiere únicamente al hecho de que los miembros de la chusma dejen de obedecer la ley (aunque el filósofo explica la delincuencia como una reacción de ciertos grupos o individuos al hecho de que las instituciones sociales no reconozcan sus necesidades y demandas básicas). Lo que preocupa a Hegel es más bien el hecho de que la chusma desarrolle un sentimiento de alejamiento de la sociedad y sus valores. Sus miembros no se limitan a violar los códigos legales escritos de su sociedad, sino que sus vidas se organizan en torno a valores, normas y prácticas que representan una violación radical de las normas éticas y morales de su sociedad.

Esto introduce una cuestión importante: la de la creación de un ethos o cultura específica por parte de los grupos marginados. Es una cuestión problemática. Se podría, por un lado, hablar de una “cultura de la marginación”, que caracteriza el modo de vida de los grupos marginados y conduce a la creación de guetos o de las llamadas sociedades paralelas, especialmente entre los inmigrantes. Así, estos grupos adoptan valores, normas y prácticas propias que chocan con los valores, normas y prácticas dominantes de la sociedad en la que viven. Reaccionan a los procesos, a través de los cuales el resto de la sociedad los margina, creando modelos de vida alternativos (que incluso podrían inspirarse en los de sus sociedades de origen).8 Lo problemático de esta perspectiva cultural es que se centra en el comportamiento de los grupos e individuos afectados y acaba subrayando su falta de moralidad, en lugar de discutir las causas sociales que provocan este comportamiento en primer lugar. Esta perspectiva minimiza el papel que desempeñan los mecanismos estructurales de marginación, discriminación y explotación económica en el surgimiento de culturas o subculturas alternativas.

Según una perspectiva alternativa, los marginados no desarrollan intencionadamente valores o normas alternativas, sino que no interiorizan plenamente los valores y normas sociales dominantes (por ejemplo, el ideal de autoafirmación y éxito individual a través del trabajo duro) precisamente por el proceso que los margina. Cuando se enfrentan al hecho de que la sociedad está estructurada de manera que les imposibilita realizar estos valores de forma socialmente aceptable (por ejemplo a través de un trabajo regular que pague un salario digno), se ven obligados a recurrir a estrategias alternativas (por ejemplo, a la delincuencia como vía de autoafirmación y éxito personal) o a denunciar explícitamente los ideales dominantes sin dejar de adherirse a ellos (por ejemplo, cuando condenan moralmente el materialismo y el individualismo de la sociedad occidental, al tiempo que se esfuerzan por conseguir bienes materiales y artilugios técnicos; cf. Farwell 2014). Como hemos observado anteriormente, la marginación no significa exclusión de la sociedad: los marginados reaccionan al proceso de marginación elaborando y adoptando estrategias que les permiten, con mayor o menor éxito, hacer frente a su condición y luchar por salir de ella.

El paso de la periferia al centro, incluso cuando es exitoso desde un punto de vista externo (es decir, cuando el migrante consigue establecerse y encontrar un trabajo), no implica alcanzar la integración social y, sobre todo, la aceptación social. La relación de los migrantes con la sociedad de acogida (y de muchos nativos con su propia sociedad) se encuentra en un doble vínculo (Bateson et al. 1956): por un lado, está la promesa de éxito económico y de integración plena, si se esfuerzan por ello; por otro, está la amarga experiencia de trabajar duro (a menudo sin un salario digno) y, sin embargo, ser objeto de rechazo social y ser empujado a los márgenes de la vida económica, social y política.

En tales circunstancias, no es de extrañar que los grupos afectados adopten sistemas normativos divergentes que son, en parte, una adaptación del sistema dominante y, en parte, su contrario. Esto no es ni el fruto de una elección deliberada ni el resultado automático de un mecanismo impersonal e inexorable: es más bien provocado por una mezcla de impedimentos institucionales, por un lado, y, por otro, por actitudes de discriminación social adoptadas por el resto de la sociedad. Los obstáculos estructurales estáticos y las actitudes de comportamiento dinámicas convergen en el desencadenamiento del proceso de marginación que empuja a los márgenes o los mantiene en ellos a los individuos y grupos que intentan desesperadamente llegar al centro. La explotación económica de su fuerza de trabajo va acompañada del doble vínculo que les pone en la insoportable situación de que se les exija que se adapten y se les diga que nunca podrán hacerlo.

El trato que reciben los migrantes y los nativos marginados por parte del resto de la sociedad a nivel nacional se refleja de alguna manera en el trato que reciben los países periféricos por parte de los países centrales. También en este caso, la periferia se enfrenta a un doble vínculo que le impone el centro. Los países centrales exigen (sobre todo a través de las instituciones internacionales que controlan, como el Banco Mundial, la OMC y el FMI) que los países periféricos sigan su ejemplo supuestamente virtuoso y luego los condenan por seguir sus pasos reales e históricos (por ejemplo, cuando adoptan medidas proteccionistas, se inmiscuyen en los asuntos internos de sus vecinos, distribuyen subvenciones estatales a la agricultura o la industria, etc.).

Mientras existan estos dobles vínculos, no hay forma de que las periferias puedan intentar competir en igualdad de condiciones con los centros y de que los migrantes o los nativos marginados puedan sentirse parte constitutiva de la sociedad. Esto no puede cambiarse sin modificar la relación centro-periferia que caracteriza al sistema capitalista globalizado; esto, sin embargo, implica abandonar el propio sistema ya que se basa necesariamente en esa relación. Mientras el capitalismo siga siendo el sistema económico dominante y casi exclusivo, tanto el movimiento de las periferias hacia los centros como la marginación de los grupos y países periféricos por parte del centro continuarán sin ser cuestionados. No podemos repensar la forma en que nuestras sociedades se enfrentan a la migración si no repensamos nuestra economía.

Mientras nuestra economía produzca una inmensa riqueza que va a parar a una minoría y la produzca sobre la base de la explotación de los recursos naturales y humanos de la periferia y de la mano de obra barata (en el país y en el extranjero), no es posible siquiera pensar en una solución viable a los numerosos problemas que plantean los procesos de marginación resultantes. La filosofía social se encuentra ante el reto de imaginar futuros alternativos, en los que una economía global radicalmente reformada permita eliminar una de las mayores causas de la migración, la desigualdad económica entre regiones. Ya se han hecho algunos intentos de pensar tales alternativas (por ejemplo, Schweickart 2002, Frase 2016, Hahnel y Wright 2016), pero la tarea está aún por hacer.

 

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Notas

 

1 Hay intentos de ver la migración desde la perspectiva de la teoría de los sistemas-mundo como un fenómeno a largo plazo (Kardulias y Hall 2007); sin embargo, en este trabajo, no quiero adoptar esta visión a largo plazo, ni los discutibles supuestos sobre la historia del mundo que hace la teoría de los sistemas-mundo.

2 El modelo de los sistemas mundiales introduce un tercer nivel que desempeña un papel importante, a saber, el de los países semiperiféricos: si bien son explotados por los países centrales, explotan por su parte a los países periféricos (Martin 1990). Sin embargo, aunque este tercer nivel es relevante para una teoría sociológica, su relevancia para un enfoque socio-filosófico es menos evidente.

3 Véase el artículo de Juan Carlos Velasco (2022) en este mismo número monográfico.

4 En el pasado esto ocurría a través de la intervención militar directa o mediante el apoyo a golpes militares locales contra líderes elegidos democráticamente que querían aumentar la independencia económica de sus países, como en Irán en 1953, Brasil en 1964 o Chile en 1973; hoy la presión se ejerce de forma más indirecta, a través de la OMC o los acuerdos comerciales, pero sigue habiendo intervenciones directas en forma de apoyo e incluso financiación de candidatos políticos que abogan por mantener el statu quo o incluso por volver a alguna forma de dependencia.

5 Una excepción aparente la ofrecen la mayoría de las ciudades estadounidenses, donde los ricos viven en los suburbios y los que les venden su servicio como ayudantes domésticos, cuidadores, jardineros, cocineros, etc. tienen que desplazarse desde los centros deteriorados. Esto, sin embargo, no modifica la idea general de un movimiento desde la periferia (socioeconómica) hacia el centro (socioeconómico), aunque, en este caso, centro y periferia hayan cambiado de lugar espacialmente.

6 Mezzadra y Nielson (2013, 157 y ss.) hablan de inclusión diferencial para describir un fenómeno similar.

7 Con la posible excepción de algunas minorías étnicas que se consideran tan inútiles para el sistema económico que apenas son toleradas por la sociedad y a menudo se ven amenazadas con pogromos o limpiezas étnicas, como es el caso de los Roma en muchos países (Scullion y Brown 2016).

8 Esto no tiene por qué ser visto como una patología social y puede ser visto positivamente como una forma de valoración de uno mismo frente al estigma social (Rocha, 2006).