Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 119-135

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.526231

Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España (texto legal). Se pueden copiar, usar, difundir, transmitir y exponer públicamente, siempre que: i) se cite la autoría y la fuente original de su publicación (revista, editorial y URL de la obra); ii) no se usen para fines comerciales; iii) se mencione la existencia y especificaciones de esta licencia de uso. (CC BY-NC-ND 3.0 ES)

 

Constitución de orden e inmanencia de la vida.

El significado (bio)político de la frontera moderna

 

Constitution of order and immanence of life.

The (bio)political meaning of the modern border

 

FRANCISCO FERNÁNDEZ-JARDÓN*

 

 

Resumen: En este artículo se pretende comprender la frontera a partir de la exploración de su significado político. La tesis de fondo sostiene que las fronteras únicamente han podido llegar a ser reconocidas como dispositivos políticos en el marco del giro gubernamental del poder sucedido en la época moderna. La organización funcional de la frontera como una tecnología de poder biopolítica orientada a producir subjetividad permite descubrir la contingencia de su ordenación del mundo y, en consecuencia, la potencial politización de las relaciones que articulan entre interioridad y exterioridad.

Palabras clave: fronteras; nomos; excepción; biopolítica; población; Schmitt; Foucault

Abstract: The purpose of this article is to understand borders by exploring their political meaning. The main thesis is that borders have only come to be recognized as political devices in the framework of the governmental shift of power that took place in modern times. The functional organization of the border as a biopolitical technology of power aimed at producing subjectivity allows us to unveil the contingency of its ordering of the world and, consequently, the potential politicization of the relations that articulate between interiority and exteriority.

Keywords: borders; nomos; exception; biopolitics; population; Schmitt; Foucault

 


Recibido: 01/06/2022. Aceptado: 12/07/2022.

* Francisco Fernández-Jardón es investigador predoctoral en el Instituto de Filosofía del CSIC, donde es beneficiario de un contrato FPU financiada por el Ministerio de Universidades del Gobierno de España. Entre sus líneas de investigación se encuentran las subjetividades políticas y las formas de pertenencia posnacionales. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Alejandro Sánchez Berrocal) “«Geef die Italianen en Spanjaarden niet dat geld!». La vieja nueva normalidad de la Unión Europea: crisis pandémica, economía política e ideología”, Materialismo Storico, 9(2), 2020, 373-477; y “El proyecto de una sociedad mundial constitucionalizada: la actualización habermasiana del cosmopolitismo kantiano”, Cuadernos salmantinos de filosofía, 46, 2019, 47-69.

El presente artículo ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación “Fronteras, democracia y justicia global. Argumentos filosóficos en torno a la emergencia de un espacio cosmopolita” (PGC2018-093656-B-I00) financiado por el Plan Estatal I+D+i. Un borrador previo del mismo fue presentado en el seminario de investigación organizado en el marco de dicho proyecto. Los valiosos comentarios y sugerencias expresados por los participantes en dicho foro han contribuido decisivamente a mejorar la versión final de este trabajo. Por otra parte, agradezco especialmente a MariaCaterina La Barbera y a Juan Carlos Velasco, así como a los dos revisores anónimos, su exhaustiva lectura del manuscrito enviado a la revista Daimon.

 

 

La teoría y práctica política solo ha llegado a problematizar el significado de las fronteras en la época moderna. Ciertamente, las fronteras han tenido siempre una especial relevancia militar y policial. Esto es, han sido recurrentemente pensadas como un mecanismo de poder funcional a ciertos objetivos. Pero solo en la época moderna existe una conciencia de las fronteras como dispositivos que direccionan una determinada constitución de lo social y que, por eso mismo, pueden ser un foco de contestación y resistencia. Las fronteras —en palabras de E. Balibar (2002, 79)— tienen una “función configuradora de mundo”. Por eso, solo cuando se empieza a cuestionar implícita o explícitamente esa producción de efectos en la realidad cabe hablar de su descubrimiento como un dispositivo político.

El objetivo principal de este artículo consiste justamente en explorar el alcance y significado de este sentido político de la frontera. Mi hipótesis de partida es que la conceptualización de las fronteras como meros mecanismos de demarcación territorial resulta insatisfactorio a la hora de comprender el significado específico de estos dispositivos para la modernidad. Las fronteras —siguiendo aquí nuevamente a Balibar (2002, 75)— no tienen una esencia válida en todo tiempo y en todo lugar. Al contrario, su relación variable con el territorio, la versatilidad de su estructura física o su producción de una gran pluralidad de experiencias y formas de vida condicionan su estudio a una determinada localización espacial y temporal. De ahí que la legitimación de una interpretación de la naturaleza y función de las fronteras deba apoyarse necesariamente en una cierta hermenéutica de su contexto.

Conceptualmente, esto significa que el análisis teórico de las fronteras no se puede apoyar en categorías pretendidamente neutrales, aisladas de una consideración más amplia de la totalidad social, sino que deben enraizarse en las tensiones del proceso histórico concreto según las cuales el objeto deviene cosa en su forma actual. La teoría, como ha dicho Adorno (1972, 82), “debe convertir los conceptos que traía de fuera en conceptos que la cosa tenga de sí misma, en lo que la cosa quisiera ser por sí, confrontándolo con lo que la cosa es. Tiene que disolver la rigidez del objeto fijado hoy y aquí en un campo de tensión entre lo posible y lo real”. En este sentido, la imagen abstracta de la frontera debe medirse con su operatividad como mecanismo de poder; y, del mismo modo, su función productora de realidad debe comprenderse como una funcionalidad social.

Con todo, para poder llevar a cabo un análisis semejante en lo que respecta a la frontera moderna, en primer lugar, es preciso esbozar una ontología general que nos permita atisbar en ella el fundamento de su potencia política (1). Solo entonces será posible, en segundo lugar, explorar la funcionalidad específica de las fronteras en la época moderna (2). No obstante, la satisfacción del objetivo funcional de la frontera moderna implica una cierta organización característica del dispositivo como mecanismo de poder (3). Por eso, la comprensión de su sentido político pasará por relacionar esta constitución concreta con su concepto general (4).

 

1. Nomos y excepción: la frontera en la dialéctica de lo político

 

Como pensador de lo político en clave existencial, Carl Schmitt es, probablemente, el autor que con más éxito se ha aproximado al objetivo de articular una ontología de la frontera que no solo destaque su función como límite de un territorio, sino que también ensaye una conceptualización de su función creadora de comunidad. Para Schmitt, la frontera tiene un doble sentido, físico y metafórico (Minca y Vaughan-Williams, 2012, 759). La frontera sería, en primer lugar, una línea divisoria del espacio que resulta de la parcelación del mundo a través de distintas “tomas de tierra”. Pero, además, en segundo lugar, la frontera tiene también un significado simbólico que remite al momento fundacional en el que la multitud se constituye en comunidad. Según afirma Schmitt (2002, 7) en El nomos de la Tierra, el trazado de una frontera, y la consecuente ocupación del suelo por parte de un grupo humano, crea una especie de posesión suprema del territorio previa a toda distribución privada de la propiedad, que señala geográficamente el medio físico en el que se establece una comunidad. Más aún, “el orden inicial del espacio” es, a su juicio “el origen de toda ordenación concreta posterior y de todo derecho ulterior” (Schmitt, 2002, 10). Por eso lo considera el hecho jurídico fundamental que precede lógica e históricamente a todo ordenamiento legal (Schmitt, 2002, 8-10).

La frontera sería así el rastro o huella que el principio instituyente de la comunidad deja en el espacio. Schmitt (2002) denomina nomos a este principio. El nomos consiste en el otorgamiento de una forma a la materia social mediante un acto de ordenación espacial del mundo a partir del cual se despeja la posibilidad de la soberanía, entendida como la condición político-existencial de la comunidad. En este sentido, el nomos sería ontológicamente previo a todo poder constituido, y también a toda discusión en torno a su ejercicio y su legitimidad. Más aún, dado que es el origen mismo de su propia autoridad, se constituye como una “violencia sin fundamento” (Derrida, 2008, 34). La investidura nómica de la Tierra es un factum insuperable sobre el que queda comprometida una ordenación posible de la realidad social (Yousef Sandoval, 2022, 222). Por eso, para el jurista alemán, la identificación territorial de la comunidad sería unísona con su institución política como un orden concreto que disuelve —aun cuando sea sólo parcialmente— el caos y la anomia de las relaciones humanas. También cuando esa identificación se sobredetermina en la delimitación de una población; en un sentido biopolítico que, si bien Schmitt no exploró con detenimiento, parece que sí llegó a aventurar (Cavalletti, 2010, 250-251).

Ahora bien, dado que la identificación de un orden concreto a través del señalamiento de un territorio o de una población solo puede despejarse desde el horizonte general de una ordenación espacial del mundo, la unificación de una multitud en la comunidad será siempre coincidente con su separación respecto a una alteridad equivalente. Es decir, respecto a otra comunidad que también se instituye como un orden concreto sobre la base de la ocupación de un dominio territorial. La comunidad sería entonces consecuencia de una dialéctica de lucha y reconocimiento que relaciona su identidad con la presencia de otra comunidad que comparece conflictivamente como una alteridad radical. Esto es, como un principio de negación, que desafía su integridad en cuanto orden concreto resultante de una pacificación posible de lo social. Paradójicamente, la comunidad no puede existir en ausencia de un Otro, que, sin embargo, es rechazado como una amenaza existencial.

Entre orden y caos existiría, así, una relación especular: su respectiva negación óntica, supondría, al mismo tiempo, una dependencia recíproca en un nivel ontológico, más fundamental. Espacialmente, esto significa que la ordenación nómica del mundo se articula necesariamente sobre la base de su división territorial. El nomos, como recuerda Schmitt (2002, 36), “es la medida que distribuye y divide el suelo del mundo en una ordenación determinada”. No existe, por tanto, unidad territorial del mundo. Al contrario, la ocupación de la tierra por una comunidad la enfrenta inevitablemente “con otros grupos o potencias que toman o poseen una tierra” (Schmitt, 2002, 7). En consecuencia, la captura del espacio en las distintas “tomas de tierra” no sería más que la representación histórica de esa oposición entre comunidades que se sigue de la constitución del mundo como un sistema de relaciones de antagonismo.

Visto desde esta perspectiva, por tanto, el nomos no consistiría en la fijación estática de un orden, sino que, por el contrario, se vehicularía dialécticamente a través de la lógica agonística según la cual se dinamiza en cada época histórica la conflictividad de las relaciones entre potencias. O, dicho de otra manera, no se sustanciaría de manera inmediata en un principio positivo de legalidad formal, sino que se desarrollaría más bien como ruptura, descompensación y conflicto. Como explica Carlo Galli (2011, 50), “el corte que divide la tierra y permite la partición y el ordenamiento orientado, es un término/concepto en el cual se recoge el fruto de la idea de Schmitt de que ningún orden político es neutral, sino que incorpora en sí un desequilibrio originario, una escisión y una cesura que paradójicamente constituyen la condición de su equilibrio”. De este modo, la intuición, ya advertida en El concepto de lo político, de que “la unidad política presupone la posibilidad real del enemigo y con ella la existencia simultánea de otras unidades políticas” (Schmitt, 2014, 83), se integraría ahora dentro de una comprensión más sistemática de lo político que localiza la intensificación de la distinción amigo/enemigo en una escala global. Con ello, en definitiva, la política de pacificación del Estado encontraría en la esfera internacional un límite externo insuperable, que coloca a todo orden concreto en una situación de permanente provisionalidad. En el horizonte de la ordenación nómica del mundo, la alteridad radical es la condición de posibilidad de lo político. Por eso, Schmitt (2014, 84) asegura que “la unidad política no puede ser universal en el sentido de una unidad que comprendiese el conjunto de la humanidad y de la tierra”.

La consecuencia más evidente —y, pese a todo, no completamente advertida por C. Schmitt— de la inclusión del nomos en el horizonte de lo político consiste en la institución del estado de excepción como la estructura política fundamental. Como es sabido, el caso excepcional hace referencia a una situación de extrema necesidad, o de peligro para la existencia del Estado, que no puede ser delimitada rigurosamente de antemano y que, precisamente por eso, no puede estar, en principio, sujeta a calificación legal, ni resulta inmediatamente recuperable por el ordenamiento jurídico. El Derecho —nos recuerda Schmitt (2009, 18)— no es “aplicable a un caos”, sino que precisa una “situación de normalidad” para ser eficaz. Con todo, la formulación de un límite a la neutralización del conflicto en el modo de una dialéctica interestatal como nomos del mundo conculca la provisionalidad del estado de excepción al señalar la posibilidad de un exceso que no puede ser nunca integrado en el orden jurídico, como pretendía inicialmente Schmitt (2009, 17), en Teología Política I, sino que, por el contrario, se instituye indefinidamente como su condición de posibilidad. La localización existencial de la unidad política frente a la amenaza insuperable de una alteridad radical, de un Otro absolutamente extraño a su orden concreto, en el sentido puesto de manifiesto a partir de la comprensión agonística del nomos, emplazaría la constitución misma de la comunidad, pero también su continuidad en el tiempo, a una política de la excepción permanente que no busca ya neutralizar un exceso sino crear, frente a él, el ámbito de validez de un orden político y legal (Agamben, 1998, 31). Por eso, el estado de excepción se abre a ser pensado, no ya de un modo legalista, como un mero instituto jurídico, pero tampoco como efecto de una decisión irrestrictamente política, en el sentido de la Teología Política I, sino sobre todo como la condición misma de la idea de orden.

El estado de excepción no consistiría, pues, en una suspensión temporal y espacialmente acotada del ordenamiento, sino que remitiría más bien, como apunta Giorgio Agamben (2005, 59), “a un umbral, o a una zona de indiferenciación, en el cual dentro y fuera no se excluyen sino que se indeterminan”. Esto es, a un indecidible anterior a toda distinción entre amigo y enemigo, o entre interioridad y exterioridad. Como condición trascendental de lo político y estructura fundamental de la política, la excepción no se agotaría en su institucionalización jurídica ni podría ser objeto de conceptualización empírica más allá de sus referencias histórico-concretas. De ahí que este desplazamiento semántico de su significado en un sentido ontológico-político sea solidario con un proceso de distensión temporal de la excepción que disloca el momento fundacional de la comunidad de su origen mítico y lo ubica en un presente continuo. Así, ante la imposibilidad de lograr un equilibrio estable entre potencias, en la forma de un orden internacional pacificado por la suspensión del conflicto político, la identificación territorial de la comunidad no puede ser ya concebida a partir de un acto de “toma de tierra” como fenómeno histórico temporalmente localizado, sino que compromete más bien una afirmación sostenida en el tiempo de esa territorialidad, y, subsidiariamente, de una posibilidad de ordenación espacial del mundo. Fundación y excepción constituirían, en este sentido, un binomio en relación constante, que supera toda determinación temporal para inscribirse en el funcionamiento ordinario de la comunidad como la actualización de lo político, ya sea internamente, en su neutralización relativa por el poder público, o externamente, según una cierta política de la enemistad frente a las demás potencias antagonistas.

Por lo que respecta a su localización geográfica, el desplazamiento semántico del concepto de excepción en un sentido trascendental opera una equivalente dislocación espacial que elude su limitación a un ámbito territorial determinado y lo instituye paradigmáticamente como “principio de toda localización jurídica” (Agamben, 1998, 32). Así, si bien la “toma de tierra” constituye el axioma de toda normatividad, lo cierto es que la indeterminación que la lógica de lo político introduce en el nomos hace del ordenamiento espacial del mundo un proceso necesariamente incompleto y estructuralmente insuperable. Desde esta perspectiva, “el nexo entre localización (Ortung) y ordenamiento (Ordung), que constituye el «nomos de la tierra»” (Agamben: 1998, 32) se dispondría en una relación dinámica de actualización histórica sujeta a una repetición infinita.

La delimitación de un territorio consiste en la más originaria decisión de la soberanía, en tanto que principio de toda normatividad y toda ley, y como fundamento de su posibilidad misma. Por eso, en ausencia de un principio nómico estático, establecido definitivamente, el trazado de una frontera debe ser medido con cada época, como realización concreta de la lógica dialéctica de lo político. Con todo, más allá de los elementos contingentes que en cada tiempo pudieran determinar su fisonomía como tecnología de poder, del análisis ontológico de la frontera se puede deducir que, según su constitución, esta vendría a ser, con carácter general, una suerte de “territorio excepcional”, que, como umbral de un orden posible, complementa su inclusión en el territorio jurídico-político de la comunidad con su exclusión de la normalidad legal del orden implantado en ese dominio espacial (Vaughan-Williams, 2009, 73). En cuanto testigo físico del momento fundacional de la comunidad, la frontera no tiene un carácter memorial, sino que significa el proceso insuperable de determinación espacial de un orden comunitario como actualización concreta del nomos. Un proceso, por tanto, que permanece siempre abierto y en disputa. De ahí que, llegado el momento, la frontera se pueda llegar a descubrir como un dispositivo intrínsecamente político.

 

2. Una genealogía de la frontera moderna a través de su funcionalidad como dispositivo de constitución de poblaciones

 

Al condensar en sí misma la tensión de la dialéctica histórica en la que se resuelve el nomos constituyente de la comunidad, la frontera remite en cada época a su específica problemática social. Ciertamente, señalar una frontera no consiste sino en delimitar un territorio y registrar su identidad (Balibar, 2002, 76). Esto es, en una operación de producción geográfica de realidad. Así, al definir un territorio, la frontera ordena físicamente el espacio a través de su marcación geográfica, introduciendo en él patrones de discontinuidad. Pero esta delimitación del territorio, lejos de ser un proceso autónomo, solo resulta explicable bajo las coordenadas del horizonte histórico en el que tiene lugar. Como toda opción política, el trazado de una frontera no responde nunca a una decisión neutral, sino que se inscribe siempre dentro de una racionalidad social más amplia. Pero, en tanto que dispositivo de agenciamiento del espacio, en la frontera, esa racionalidad se modula a través de un cierto concepto de territorialidad en el que se condensan las tensiones que atraviesan la totalidad social. En este sentido, según su significado más específico, la funcionalidad social de la frontera es, antes que nada, una función de control territorial. Precisamente por eso, su desarrollo histórico se deja explicar racionalmente según la variable determinación contextual de esa necesidad funcional.

Al menos dos razones explican el sentido de esta necesidad en la época moderna. En primer lugar, la progresiva concentración de la soberanía en manos del monarca demanda un despliegue territorial de las emergentes burocracias estatales con el objeto de dotar de efectividad a la administración real; iniciándose, con ello, un proceso de homogeneización y control del territorio que la frontera contribuye a consolidar. Esta tendencia histórica es así mismo coincidente con la progresiva división funcional del trabajo de gobierno, como han señalado entre otros Finer (1974) o Jessop (206, 125-133), y en especial con la formación de un ejército regular. Por otro lado, la necesidad de control territorial asociada al surgimiento del Estado viene asimismo impulsada por la formación de un nuevo orden internacional basado en la asociación de soberanía y espacialidad que demanda una certeza creciente en torno a la composición del territorio estatal con el objeto de evitar el conflicto entre potencias (Giddens, 1985, 87-88).

Con todo, esta doble necesidad de control territorial no alcanza a agotar por sí misma una comprensión de la frontera moderna basada en su funcionalidad. Indudablemente, la asociación entre Estado y frontera resulta muy productiva a la hora de sistematizar el desarrollo del dispositivo en el tiempo, pero, sin ulteriores matices, ignora la condición históricamente implantada de la estatalidad. Esto es, su localización en un horizonte de época desde el que se despejan distintas problemáticas y posibilidades de agencia que determinan tanto la racionalidad interna del Estado como la constitución de su estructura institucional. De este modo, como vector explicativo de su desarrollo histórico, el proceso de formación del Estado no puede prescindir de una reconstrucción de los determinantes contextuales en los que se inscribe la aparición de la frontera moderna, ni tampoco puede dejar sin aclarar cómo interaccionan con su propia organización interna. Así, la configuración morfológica del dispositivo fronterizo responde en cada caso a una cierta problematización del espacio desde la que se define tanto el sentido específico de la necesidad de control territorial del Estado como una disponibilidad concreta de posibilidades estratégicas. De ahí que la investigación genealógica deba integrar la aproximación funcional al desarrollo histórico de la frontera dentro de una comprensión más exhaustiva del significado político de la territorialidad bajo el horizonte de época de la modernidad.

Sin excesivo ánimo de exhaustividad, la caracterización de dicho horizonte de época se podría sintetizar a partir de la comprensión de la época moderna como el momento en el que aparece esa economía general del poder problematizada por Michel Foucault bajo el concepto de gubernamentalidad (Foucault, 2008a, 272). Como es sabido, metodológicamente, este término hace referencia a un enfoque capaz de trascender el marco epistemológico-político de las disciplinas y de la soberanía para activar un análisis del poder orientado a descubrir su racionalidad en el estudio de distintos saberes y prácticas sin prejuzgar su estatuto en relación con un régimen institucional en concreto (Foucault, 2008a, 121-123; Bröckling, Krasmann y Lemke, 2011). En consecuencia, el concepto de gubernamentalidad permitiría activar una nueva hermenéutica del poder que no busca ya explicitar el esquema funcional de una forma específica de institucionalidad, sino que trata de revelar su racionalidad a través del análisis concreto de las tecnologías de gobierno (Skornicki, 2017, 19-20). Entendido como momento histórico, sin embargo, esta noción remite a la forma paradigmática de poder que surge en Occidente como consecuencia de la integración del arte de gobernar dentro de una nueva racionalidad política orientada a conservar y mantener la posición del Estado en el contexto de competencia en el que se desenvuelve el naciente orden internacional (Foucault, 2008a, 115-116, 281-282). El gobierno se vería, así, desvinculado de los viejos programas ético-políticos renacentistas, para orientar su acción hacia la maximización del interés del Estado según las condiciones concretas determinadas en cada caso por la lucha entre potencias. Desde estas coordenadas, por tanto, el concepto de gubernamentalidad no referiría ya un enfoque teórico, sino sobre todo una práctica de poder productiva, cuyo sentido no tiene tanto que ver con la imposición de una ley o de una regla, sino más bien con el fomento del conjunto de recursos en los que el Estado encuentra su fuerza.

Más específicamente, esta nueva metodología de gobierno se caracterizaría por su intento de regular, limitar o direccionar técnicamente los circuitos de intercambio y comunicación en los que se desarrolla la interacción social con el objeto de alcanzar un estado de prosperidad general de la comunidad (Pasquino, 1991; Foucault, 2008a, 308; 2008b, 126-138). Tras el abandono del universo moral medieval, la superación del paradigma de la soberanía a través de la progresiva racionalización estratégica del arte de gobernar dinamiza una orientación táctica de las tecnologías de poder cuyo objetivo no se deja cifrar ya en la eliminación física de la disidencia, pero que tampoco se reduce a una física de los cuerpos bajo régimen de disciplina, sino que aspira a potenciar el desarrollo autónomo de aquellas posibilidades sociales funcionales al interés señalado por el principio de la “razón de Estado” mediante una intervención técnica orientada a optimizar las relaciones humanas en su desenvolvimiento presuntamente natural y espontáneo. Precisamente por eso, Foucault (2005, 145) afirma en La voluntad de saber que, llegado el momento, el poder no se hace ya presente únicamente como un “poder de dar muerte” —es decir, como eliminación, sometimiento o represión—, sino como un “poder sobre la vida”; esto es, como “un poder que se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales”.

Las estrategias de poder desplazarían, así, el foco, más allá de la inmediatez que caracteriza la relación del súbdito con las formas de la soberanía, o la del individuo con las de la disciplina, hacia el horizonte de una gestión integral de la vida, entendida, más allá de sus específicas determinaciones orgánicas, como un continuum biosocial que funge como centro de gravedad en torno al que se aglutinan aquellos saberes y prácticas que no se tienen por sujeto a un particular, sino más bien a una colectividad humana. En este sentido, en su modalidad gubernamental, el poder no reuniría ya a los seres humanos mediante un título jurídico; antes bien, buscaría aproximarse a ellos, en tanto que vivientes, a través de una movilización del deseo y de la necesidad consecuente con su transmutación biopolítica. Para la razón gubernamental, la vida se problematizaría como una realidad móvil, que supera su fijación pasiva en los esquemas institucionales jurídicos y disciplinarios, y que sólo resulta recuperable en la rearticulación estratégica de las distintas tecnologías de gobierno que buscan hacer de ella una fuerza productiva. Por eso, no resulta presentable más que como un efecto de poder, producto de su esfuerzo por objetivar la facticidad del vivir (Bazzicalupo, 2016, 65).

Esta voluntad de captura de la vida por parte del poder encuentra en la constitución de una población su más significativa representación objetiva. La población —recuerda Foucault (2008a, 112)— constituye la “meta última por excelencia del gobierno”. Aun cuando el objetivo del poder gubernamental consista en la optimización de aquellas posibilidades sociales que se presumen una consecuencia natural de la interacción humana, lo cierto es que, al medirse con el carácter inicialmente indeterminado e imprevisible de la vida, las distintas tecnologías de gobierno se ven obligadas a registrar en ella patrones de regularidad que, si bien no cancelan su relativa autonomía, permiten superar la inmanencia de su desenvolvimiento fáctico, haciéndola presente como un resultado de su productividad epistémica. La eficacia de la intervención de las distintas tecnologías de poder sobre el espontáneo desenvolvimiento de la interacción humana presupone, así, el desarrollo de saberes concretos según los cuales los seres humanos se agrupan en conjuntos poblacionales variables atendiendo a la pluralidad de regularidades recuperables como parámetros representativos del objeto “vida”. En consecuencia, según la modulación gubernamental del poder, tanto el territorio como su control funcional por parte de las fronteras deberán ser consignadas bajo el registro hermenéutico de la biopolítica, en tanto que punto de llegada del desarrollo de la “razón de Estado” durante la época moderna.

En efecto, bajo este horizonte de época, el territorio no se comprendería ya como el patrimonio jurisdiccional de un soberano dentro de un orden feudal. Pero tampoco como un efecto de la reglamentación disciplinaria del espacio. Obedecería, por el contrario, a su institución como un “espacio de seguridad” orientado a controlar y regular la vida en su desenvolvimiento espontáneo. Así, la comprensión gubernamental del espacio giraría en torno a la necesidad de “acondicionar un medio en función de acontecimientos o de series de acontecimientos o elementos posibles […] en un marco polivalente y transformable” (Foucault, 2008a, 34). Como explica Foucault (2008a, 74), el poder no buscaría ya “fijar y marcar el territorio, sino dejar fluir las circulaciones, controlarlas, seleccionar las buenas y las malas, permitir que la cosa se mueva siempre, se desplace sin cesar, vaya perpetuamente de un punto a otro, pero de manera tal que los peligros inherentes a esa circulación queden anulados”. De ahí que el Estado no mediatice ya su relación con el espacio en función de una necesidad de control territorial, sino que esta se sobredetermina en una necesidad de control de las fluctuaciones de volumen y densidad de su masa poblacional (Foucault, 2008a, 117). En la época moderna, el territorio no es relevante para Estado en tanto que mera posesión espacial, sino sobre todo en tanto que soporte físico de la vida humana.

De acuerdo con esta nueva tematización de la territorialidad, el desarrollo de la frontera moderna se explicaría, entonces, según su funcionalidad de control territorial, a partir de una necesidad de control de poblaciones. Al definir un territorio, la frontera ordena espacialmente la realidad generando identidades de fundamento geográfico que, de entrada, no tienen por qué responder a ningún elemento diferenciador de naturaleza étnica o cultural. Al contrario, pueden referir la delimitación de un área o ámbito regional por oposición a una superficie terrestre excedentaria respecto al espacio encerrado por ese perímetro, en un sentido meramente patrimonial. Así, la identidad del territorio se podría corresponder únicamente con su función como solar en el que un poder soberano ejerce su potestad, sin implicar una marcación identitaria adicional sobre sus súbditos. Bajo el horizonte de época de la modernidad, sin embargo, la frontera suplementa ese valor geográfico-jurídico con una significación de la vida que toma por principio semántico su localización espacial. El propósito de la frontera, por tanto, no sería ya delimitar un territorio, sino señalar a quienes lo habitan atribuyéndoles una identidad de base territorial. En este sentido, no es en absoluto casual que sea justamente en el marco del giro biopolítico del poder cuando se empiezan a desarrollar distintas tecnologías de gobierno, como los pasaportes, dirigidas a monopolizar los medios legítimos de la movilidad (Torpey, 2020). Al imponer una regulación de la movilidad, la frontera moderna distribuye espacialmente a los seres humanos con el objetivo de confirmar una determinada constitución material —y, más específicamente, biológica— del cuerpo social. Precisamente por eso, según su forma moderna, la característica fundamental de la frontera consistiría en su funcionalidad como principio de constitución de una población como sujeto biopolítico del poder gubernamental.

Esta producción de un sujeto-población es susceptible de ser analizada desde, al menos, dos perspectivas analíticas distintas. Desde la perspectiva del ejercicio del poder, la frontera biopolítica tendría por objeto la constitución de una población general como síntesis de las distintas poblaciones que son objeto del poder estatal. En efecto, como quiera que la formación de poblaciones como objetivación de la vida por parte del poder responde únicamente a la modulación concreta de una única razón gubernamental, entonces la integración sistemática, por referencia a un centro de gobierno, de las variables que configuran la racionalidad específica de sus distintas tecnologías dará lugar a una consideración unitaria del sujeto poblacional. La idea de una “población general”, que, de acuerdo con Foucault (2008a, 113), es un producto epistémico de la institución de la economía con ciencia política, remitiría, así, a una realidad heterogénea, que no responde a ninguna regularidad empírica, sino que se articularía únicamente por referencia a un dominio territorial como espacio en el que se desenvuelve un centro de poder gubernamental.

Por otra parte, la constitución de la población como sujeto biopolítico del poder sería así mismo analizable desde la óptica de su legitimidad. Como recuerda Weber (2014, 337-338), la eficacia de la dominación depende de la interiorización de la máxima dada en cada caso por el poder. Es decir, de que la obediencia a sus mandatos sea automática y no responda a un interés racional. El poder requiere una aceptación al menos tácita por parte de los sujetos en virtud de la cual es aceptado y asumido como normal. Por eso, cuando, en la época moderna, la conformidad con el poder se vehicule explícitamente a través de la determinación colectiva de unas condiciones de aceptabilidad bajo la idea de “voluntad general”, la juridificación de la legitimación popular del poder en los institutos de la ciudadanía y del cuerpo electoral habrá de presumir, como realidad metajurídica, la realidad de un sujeto poblacional. El desplazamiento funcional de la frontera en su marcación geográfica del espacio remitiría, en consecuencia, también a la constitución social del pueblo como el sujeto en el que una multiplicidad de individuos concretos instituye solidariamente la titularidad de una única voluntad general.

 

3. Economías de poder selectivas y producción de identidad: la “microfísica del poder” en la frontera

 

Al vincular su desarrollo histórico con la transformación del viejo arte de gobierno en una nueva forma gubernamental del poder, la interpretación funcional de las fronteras abre una perspectiva analítica que permite comprender tanto la finalidad de esta tecnología de gobierno como, sobre todo, el significado específico de su producción de realidad en el contexto de modernidad. Esto es, su significado como principio de distribución de poblaciones. Pero la definición funcional de un sentido del desarrollo histórico de las fronteras no puede desligarse de su operacionalización efectiva a través de las distintas prácticas, técnicas o saberes concretos que se integran en el dispositivo fronterizo. Por eso, aun sin pretender un acercamiento etnográfico a cada frontera histórica, resulta, sin embargo, pertinente ensayar una tematización general del modo según el cual la frontera puede operar efectivamente como una tecnología de producción de poblaciones.

El binomio inclusión/exclusión representa, sin lugar a duda, el paradigma más intuitivo a la hora de sistematizar la economía de poder de la frontera. Bajo este horizonte, la frontera se organizaría como una tecnología de poder de naturaleza dual, cuya funcionalidad como dispositivo de producción de poblaciones se resolvería en la inmediata separación o incorporación de un individuo en el cuerpo social. La constitución de una población se comprendería, por consiguiente, como una codificación bivalente de la vida humana que cifraría su existencia concreta a través de una semántica social bipolar, según la cual la pertenencia se distribuye unívocamente, como parte incluida o excluida de una totalidad homogénea.

Con todo, si bien esta perspectiva puede resultar acertada desde la óptica de un análisis formal de la frontera, no termina de hacer justicia a las pretensiones de un análisis material del poder. Esta comprensión formal de la frontera es limitada en al menos dos sentidos. Por un lado, es empíricamente falsa. Nuestra imaginación de la frontera como límite entre jurisdicciones da lugar a una equívoca interpretación material de las mismas, como dispositivos que separan tajantemente distintas comunidades en el espacio. Las fronteras, sin embargo, son más bien “zonas de contacto”, como señala Velasco (2020, 233), en las que “sociedades y culturas dispares se reúnen y se enfrentan unas con otras”. Por otro lado, el paradigma de la exclusión es así mismo conceptualmente inexacto, pues desconoce que la pluralidad de la vida y su carácter tendencialmente innovador imprime una complejidad en el funcionamiento del poder que no es susceptible de ser aprehendido en un sistema uniforme. Las relaciones de poder que se despliegan en la frontera responden a una casuística heterogénea que es irreductible a una interpretación rígida de la dicotomía inclusión/exclusión.

Dos son, también, las razones que justifican esta tesis conceptual. En primer lugar, el señalamiento categorial de individuos distintos como parte de una población implica que dicha población no puede ser enteramente homogénea, sino que tan solo lo será en relación con un cierto parámetro analítico determinado como criterio constituyente de la misma. Así, por ejemplo, para la epidemiología, la identificación de una población únicamente es relevante en relación con la morbilidad de una cierta enfermedad que opera como parámetro, independientemente de la pluralidad interna a esa agrupación humana. De ahí que, desde una perspectiva sintética, la “población general” —esto es, el conjunto de todas las poblaciones susceptibles de ser objeto de alguna tecnología de gobierno en el marco de un dominio territorial— sea necesariamente heterogénea, pues comprenderá una infinitud de variaciones intrínsecas a la condición espontánea de la vida cuya relevancia es dependiente de su funcionalidad para un parámetro epistémico en particular.1

En segundo lugar, el señalamiento categorial de distintos individuos como parte de una población compromete también una intervención “microfísica” del poder orientada, justamente, a adecuar el uso de las categorías a esa diversidad. La fijación de la “variabilidad” como atributo de la vida humana presupone una distinción conceptual entre características peculiares de grupos específicos de individuos. Más aun, presume la constitución unitaria de la vida en términos de “individualidad”. Pero esta segmentación social se funda en una normalización previa de la vida en el marco de una relación de circularidad entre materia viviente y forma categorial. Pues bien, esta relación es la que, en su realización, se sustancia precisamente como una intervención “microfísica” del poder necesaria para constituir un sujeto poblacional. Como ya se ha señalado, la preeminencia del gobierno de poblaciones en la modernidad avanzada no implica el abandono de otras formas paradigmáticas de poder (Skornicki, 2017, 126). De ahí que la apropiación del significado de la frontera como tecnología principiada por su funcionalidad constituyente de poblaciones no pueda prescindir de una consideración polifacética del mismo, capaz de integrar su funcionamiento en distintos registros y escalas.

Vista desde esta doble perspectiva, por tanto, la frontera se organizaría como una tecnología de poder compleja, cuyo funcionamiento se acomodaría más con un gobierno de la circulación de flujos de movilidad humana —aunque también de mercancías y capitales— adaptados a unas circunstancias cambiantes y unos códigos sociales plurívocos, que con la bipolaridad de una hermenéutica rígida del esquema inclusión/exclusión. Tanto el “bloqueo” como la “expulsión” no serían, por consiguiente, más que dos posibilidades técnico-políticas disponibles en el marco de una regulación más amplia de los circuitos de movilidad. En este sentido, antes que referir una oposición fija, el binomio inclusión/exclusión remitiría, en realidad, a los dos términos límite dentro del espectro de posibilidades de intervención del poder que se abre en la gobernanza de las fronteras. Por eso, la forma paradigmática de su organización interna se correspondería más con una mediación entre interioridad y exterioridad. Según su sentido más específico, la funcionalidad de la frontera como principio de constitución de poblaciones se resolvería en un proceso de “traducción” (Balibar, 2010) de la pluralidad de la materia social a la forma asociada a un cierto “código” definido en cada caso desde el imaginario colectivo en el que se sitúa, como orden concreto, una comunidad.

Comprendido desde las coordenadas de una analítica del poder, este proceso combinaría una multiplicidad de mecanismos contextualmente adaptados a la gran diversidad de registros categoriales susceptibles de ser atribuidos a cada individuo atendiendo a la intersección de distintas condiciones socialmente significativas en su posición subjetiva. Los dispositivos fronterizos se destacarían, así, por su capilaridad a la hora de penetrar en las dinámicas autónomas de la vida con el objeto de producir su constitución subjetiva como una población heterogénea, pero socialmente integrada. Sintéticamente, esta flexibilidad del dispositivo fronterizo se puede representar como una combinatoria de distintos elementos concretos articulables en torno a los tres ejes regulatorios —espacio, tiempo y técnica— en torno a los que se sistematiza su específica economía del poder:

 

1) En primer lugar, el espacio comprometería una extensión variable del dispositivo, que supera su fijación cartográfica y se despliega ad extra, mediante la deslocalización de los checkpoints fronterizos o la externalización de las funciones de policía en terceros países (Sachar, 2020), o ad intra, a partir de la formalización de restricciones burocráticas a extranjeros en situación irregular (Pérez et al., 2019) o la asociación inmediata entre migraciones y orden público.

2) En segundo lugar, temporalmente, el dispositivo tendría una intensidad discontinua. Esto implica que la relación de poder determinada por la frontera no es adaptable a un único esquema general, sino que está sujeta a alteraciones de plazo, duración y periodo. Estas pueden ir desde la detención indefinida en los centros australianos de internamiento de extranjeros en las islas del Pacífico a la libertad de tránsito en las fronteras interiores del Espacio Schengen.

3) Finalmente, un tercer eje regulatorio del dispositivo fronterizo se referiría a la elección de una técnica específica de poder como mecanismo de intervención en un caso concreto. A grandes rasgos, estas técnicas pueden agruparse en dos grandes grupos en función del lugar donde se localice el principio de determinación de la conducta. Por un lado, las técnicas de disciplina buscarían operar una transformación en la conducta humana a través de una intervención coactiva sobre el cuerpo orientada a adecuar su disposición y sus movimientos a un patrón fijo definido externamente (Foucault, 2009, 159-160). Las técnicas de control, por el otro, tratarían de operar esa metamorfosis en el comportamiento creando las condiciones que permitan sustituir la inevitable descompensación entre sujeto y poder de la vigilancia disciplinaria por una forma de vigilancia interna al propio sujeto que facilite su propia adaptación optimizada a un contexto (Deleuze, 2006; Fischer, 2018, 50-52).

 

La economía del poder de la frontera sería, por consiguiente, una economía del poder selectiva, capaz de movilizar procesos de incorporación o de separación del cuerpo social prácticamente contingentes a la posición relativa de cada individuo en la totalidad. Así, su función de mediación entre interioridad y exterioridad, que previamente he referido con el concepto de “traducción”, se vehicularía siempre, en el nivel de los mecanismos de poder, como un proceso de “inclusión diferencial” (Casas-Cortés et al., 2015, 79-80; Mezzadra y Neilson, 2014; 2017), adaptado tanto a la localización de un individuo en la estructura social como a su singular experiencia de la frontera. En este sentido, la productividad de los dispositivos fronterizos en la constitución de poblaciones presumiría siempre una producción de identidad en una “escala microfísica”.

La fijación de significantes identitarios a través de las distintas prácticas de codificación y descodificación social implicadas en los mecanismos de poder del dispositivo fronterizo no sólo determinan la formación de una población, sino que, además, opera como un mecanismo de producción de individualidad. O, mejor dicho, la modulación funcional de las fronteras como dispositivos biopolíticos no comprometería únicamente la constitución de una población, sino que presumiría procesos de subjetivación individual como su condición de posibilidad. Al señalar cada vida concreta en clave de interioridad o exterioridad, la frontera inscribe los cuerpos en un régimen de pertenencia específico, en relación con el cual se constituye una forma de comunidad. Precisamente por eso, cuando la rigidez de la pertenencia empieza a ser cuestionada, la frontera termina por descubrirse como un espacio abierto al conflicto político.

 

4. Conformidad y resistencia: la potencia política de la frontera

 

La conceptualización de la frontera como un dispositivo de subjetivación de la vida permite abrir en torno a ella un campo de luchas políticas. Al señalar la vida como su objeto específico, esta tecnología de poder visibiliza la indeterminación de lo político como fundamento de un nomos que, en su necesidad insuperable de un Otro, dinamiza su racionalidad dialéctica como racionalidad política. La vida se descubriría, así, como el umbral sobre el que se establece en cada caso una economía específica de las relaciones entre interioridad y exterioridad, pero, además, también se revelaría como una realidad irreductible por entero a una posición de identidad.

Aun prescindiendo del aterrizaje histórico proporcionado por la ontología política de la vida, también Chantal Mouffe (2016, 29) ha concluido, a partir de su análisis de lo político, que “el «exterior constitutivo» no puede reducirse a una negación dialéctica”. En su opinión, la exterioridad de un contenido concreto debe ser comprendido como “algo que pone en cuestión la «concreción» como tal”. Es decir, no como una alteridad que hace posible la constitución de un “nosotros”, sino como un límite que “hace imposible cualquier «nosotros»”. Pero, esta tesis implica ir más allá de Schmitt en su tematización de la política. Para Schmitt la unidad del Estado o la unidad de un pueblo “debe ser una unidad concreta, algo ya dado y, por consiguiente, estable” (Mouffe, 2016, 69). Por eso, “la distinción que hace entre “nosotros” y “ellos” no es nada que haya sido construido realmente de forma política; es el mero reconocimiento de unos límites que ya existían”. Afirmar que algo es político, sin embargo, implica reconocer que la constitución de un orden es contingente al trazado de una frontera (Mouffe, 2016, 64).

Con todo, al moverse en el marco de una pragmática populista, Mouffe no acierta a desplegar una comprensión de lo político que vaya más allá de la formación partidista de un antagonismo y se localice, no ya en el interior de la comunidad, sino en el núcleo fundante de un nomos que ordena el mundo a través del conflicto. Dicho de otra manera, no llega a remitir la condición de contingencia de las fronteras más allá de su significado metafórico, como eje de articulación de un campo hegemónico restringido de antemano a un cierto espacio político. La problematización de la funcionalidad y organización simbólica y material de los dispositivos fronterizos, sin embargo, permite acceder a una politización de la estructura nómica del mundo que cuestiona, justamente, su propia constitución. En este sentido, la frontera se descubriría como un dispositivo en el que, a través del binomio exterioridad/interioridad, se actualiza la relación amistad/enemistad.

Esta limitación en el planteamiento de Mouffe puede explicarse por la carencia de una pretensión analítica de las distintas economías de poder a través de las cuales se vehicula en cada caso lo político. Como Schmitt, también Mouffe parece moverse en un plano de análisis político-existencial. Si bien ella misma reconoce que “el momento del gobierno no puede disociarse de la lucha misma por la definición de pueblo, por la constitución de su identidad” (Mouffe, 2016, 71), lo cierto es que la ausencia de una crítica al funcionamiento de las tecnologías de poder implica, no obstante, una desatención histórica a ese proceso. Frente a esta posición, la ontología política de la vida abierta por el paradigma foucaultiano de la gubernamentalidad permite estudiar el proceso político a través de las distintas relaciones de poder sobre las que se articula el conflicto. La hipótesis metodológica que comprende la constelación de operaciones de eliminación y violencia, pero también de rentabilización y productividad, en las que se resuelven las relaciones de poder en relación con el interés gubernamental en la optimización de las condiciones en la que se desenvuelve la vida a partir del estudio, valoración y normativización de sus regularidades empíricas ofrece, así, la necesaria flexibilidad analítica como para aprehender los distintos antagonismos como una consecuencia de su constitutiva variabilidad e irreductible autonomía. Precisamente por eso, cuando, en el plano histórico, el poder ser vehicula en clave biopolítica, como ocurre en la época moderna, lo político termina haciéndose inevitablemente explícito a través de la vida.

Sintéticamente, la diferencia específica que marca la institución del nomos a través de la vida vendría dada por su autonomía. En la época moderna, el nomos no se dispone ya como la realización histórica de un orden moral, sino que sería coincidente con un ajuste concreto entre poder y vida. El nomos moderno representa un esfuerzo por capturar y formalizar las regularidades presentes en lo vivo, sin introducir un principio de secuenciación externo al mismo. En este sentido, cabe decir que, como principio nómico, la vida tiene autonomía. Es la vida la que, confirmada como nomos, normativiza un orden desde sí misma estipulando un parámetro a partir de sus regularidades empíricas. Psicologías de los caracteres nacionales, teorías raciales, politización de la etnia o, incluso, la misma idea del welfare representan distintas posiciones cuyo punto en común consiste, sin embargo, en su justificación inmanente, en tanto que realizaciones de la vida. Vista desde esta perspectiva, por tanto, la modernidad se caracterizaría por su voluntad de superar la mediación entre lo normativo-ideal y lo fáctico-real a través de una inversión de la relación hecho-norma que vincula inmediatamente la constitución de un orden con una hermenéutica de la facticidad.

Pero esta inmanencia del nomos es, precisamente, la condición de posibilidad de que su racionalidad dialéctica llegue a descubrirse como una racionalidad política. En ausencia de una ordenación cósmica del mundo que reintegre la lógica agonística del nomos bajo el horizonte de una teleología, la alteridad no se comprendería ya, a partir de una homología de la diferencia, como un momento en la realización histórica de una finalidad metafísica, sino que vendría a referir una posibilidad de ser alternativa, resultante de la autonomía de la vida. La emancipación de la vida respecto a un principio normativo extrínseco visibilizaría, así, la lógica dialéctica del nomos como un gradiente de intensidad que no predetermina una específica ordenación del mundo. Al contrario, bajo ese horizonte nómico, esa racionalidad expresaría más bien una tensión antagonista —y, por consiguiente, intrínsecamente política— en la que se disputa, precisamente, una cierta normatividad de la vida.

La frontera se descubriría como una tecnología de poder que, al disponer una regulación de la vida a través del binomio interioridad/exterioridad, actualiza la distinción amigo/enemigo según la cual se constituye el antagonismo político. Más específicamente, al quedar expuesta a una decisión indecidible —esto es, de una decisión que debe recuperar su objeto en una norma, pero que, al mismo tiempo, rehúye toda determinación normativa extraña al mismo—, la vida hace explícito el carácter paradójico de la excepción como estructura política fundamental que, en la frontera, relaciona la interioridad de un orden con una exterioridad que se representa como exceso. Así, solamente a través de la normativización de la vida, la exterioridad no se hace presente ya negativamente, como una amenaza existencial, sino positivamente, como un vector que configura el contenido de identidad de una interioridad que se manifiesta como sujeto. En efecto, para poder fijar una identidad y, consecuentemente, fundamentar la realidad de la distinción interioridad/exterioridad es preciso partir de la heterogeneidad de lo vivo, pues solo así se puede llegar a conformar un parámetro normativo sobre la base de su regularidad empírica.2 En este sentido, la vida se presupone como previa, aun cuando ulteriormente pueda verse sobredeterminada como exterioridad. Precisamente por eso, en tanto que dispositivo biopolítico de producción de subjetividad, la frontera se manifiesta como contingente en relación con su determinación normativa de una formación de identidad.

Así las cosas, este gesto de disolución de la distinción rígida entre interioridad y exterioridad, operado por la organización del poder en clave biopolítica, facilitaría la constitución de la frontera como un espacio de politización de la vida en el que la constitución del nomos entraría en disputa a través del cuestionamiento de sus efectos de realidad, especialmente de subjetivación, tanto a nivel colectivo como individual. Frente a la neutralización de lo político a través de la naturalización de una identidad fijada por la frontera, la época moderna reivindica también posibilidades de vida no normativas a través de múltiples formas de resistencia. Como ha señalado certeramente Arendt (2005, 218-219), ninguna frontera, como tampoco ninguna ley, es para siempre, sino que ambas instituciones son inherentemente frágiles y, por ello, pueden verse superadas por la acción humana. En consecuencia, una vez esa fragilidad se hace evidente, la oportunidad de un desafío al principio de orden que se actualiza en la frontera se hace consciente como una posibilidad política.

La dialéctica interioridad/exterioridad no se resolvería, entonces, en síntesis, sino en una modificación constitutiva del nomos, que altera los distintos parámetros normativos de subjetivación fronteriza, tanto comunitaria como individual. Así, lejos de disolver por completo toda forma de frontera, lo que las distintas prácticas de “ciudadanía informal” que objetan una cierta constitución nómica del mundo reclaman es más bien una reconstitución de sus economías de poder selectivas y de su codificación simbólica de la identidad a partir de la afirmación de imaginarios emancipatorios de pertenencia y subjetividad. En su dimensión política, la frontera no es en sí misma un objetivo a disputar, sino que, por el contrario, remite en su estructura, organización y funcionamiento a un antagonismo formalizado en la relación interioridad/exterioridad. Por eso, antes que un objeto, refiere un proceso: aquel que busca “fronterizar” una identidad (Van Houtum, 2010).

 

Bibliografía

 

Adorno, Th. (1972), “Sociología e investigación empírica”, en vv.aa., La disputa del positivismo en la sociología alemana, Grijalbo, 81-99.

Agamben, G. (1998), Homo sacer I. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos.

Agamben, G. (2005), Estado de excepción. Homo sacer, II, I, Adriana Hidalgo.

Arendt, H. (2005), La condición humana, Paidós.

Balibar, E. (2002), “What is a Border?”, en Politics and the Other Scene, Verso, 75-86.

Balibar, E. (2010), “At the Borders of Citizenship: A Democracy in Translation?”, European Journal of Social Theory, 13(3), 315-122.

Bazzicalupo, L. (2016), Biopolítica. Un mapa conceptual, Melusina.

Bröckling, U.; Krasmann, S.; y Lemke, T. (2011), “From Foucault’s Lectures at the Collège de France to Studies of Governmentality”, en U. Bröckling, S. Krasmann y T. Lemke (eds.), Governmentality, Routledge, 1-33.

Cavalletti, A. (2010), Mitología de la seguridad. La ciudad biopolítica, Adriana Hidalgo.

Casas-Cortés, M.; Cobarrubias, S.; De Genova, N.; Garelli, G.; Grappi, G; Heller, C.; …Tazzioli, M. (2015), “New Keywords: Migration and Borders”, Cultural Studies, 29(1), 55-87.

Deleuze, G. (2006), “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, Polis, 13.

Derrida, J. (2008), Fuerza de ley, 2ª ed., Tecnos.

Finer, S.E. (1974), “State-building, state boundaries and border control”, Social Science Information, 13(4/5), 79-126.

Fischer, M. (2018), Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Caja Negra.

Foucault, M. (2005), Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber, 2ª ed., Siglo XXI.

Foucault, M. (2008a), Seguridad, territorio, población, Akal.

Foucault, M. (2008b), “Omnes e singulatim”, en Tecnologías del yo y otros textos afines, Paidós.

Foucault, M. (2009), Vigilar y castigar, 2ª ed., Siglo XXI.

Galli, C. (2011), La mirada de Jano. Ensayos sobre Carl Schmitt, FCE.

Giddens, A. (1985), The Nation-State and Violence, Polity Press.

Houtum, H. van (2010), “The Janus-face: On the ontology of borders and b/ordering”, Simulacrum, 18(2/3), 124-127.

Jessop, B. (2016), The State, Polity Press.

Mezzadra, S. y Neilson, B. (2014), “Fronteras de inclusión diferencial”, Papeles del CEIC, 113.

Mezzadra, S. y Neilson, B. (2017), La frontera como método, Traficantes de Sueños.

Minca, C. y Vaughan-Williams, N. (2012), “Carl Schmitt and the Concept of the Border”, Geopolitics, 17, 756-772.

Mouffe, Ch. (2016), La paradoja democrática, Gedisa.

Pasquino, P. (1991), “Theatrum Politicum: The Genealogy of Capital – Police and the State of Prosperity”, en G. Burchell, C. Gordon y P. Miller (eds.), The Foucault Effect, The University of Chicago Press, 87-118.

Pérez, M.; Ayala Rubio, A.; Ávila, D. y García García, S. (2019), “Fronteras interiores”, Revista CIDOB, 122, 111-135.

Polanyi, K. (2017), La gran transformación, 3ª ed., FCE.

Sachar, A. (2020), The shifting border, Manchester U.P.

Sánchez Berrocal, A. (2020), “Alemania, año cero: orígenes ordoliberales de la Unión Europea y nuevo constitucionalismo disciplinario”, Recerca, 25(2), 95-115.

Schmitt, C. (2002), El nomos de la Tierra, Comares.

Schmitt, C. (2009), Teología política, Trotta.

Schmitt, C. (2014), El concepto de lo político, Alianza.

Skornicki, A. (2017), La gran sed de Estado, Dado.

Torpey, J. (2020), La invención del pasaporte, Cambalache.

Vaughan-Williams, N. (2009), Border Politics, Edinburgh U.P.

Velasco, J.C. (2020), “Fronteras, muros y migraciones: una perspectiva histórico-normativa”, en F. Colom (ed.), Pasajes del pensar, Deusto, 229-249.

Weber, M. (2014), Economía y sociedad, FCE.

Yousef Sandoval, L. (2022), “Geopolítica de un nuevo orden mundial: Carl Schmitt y las fronteras de la globalización”, ٢٣٤.

 

Notas

 

1 Precisamente por eso, a diferencia de otros saberes, que determinan una población como su objeto sobre la base de la pluralidad de la vida, la economía política, en tanto que ciencia general del gobierno, deberá ser un saber más adaptativo, capaz de plegarse a la variabilidad interna de la población general dada originariamente como efecto de la espontaneidad humana. La intervención técnico-política de economía supone como punto de partida una heterogeneidad constitutiva que solo es relativamente modificable. En su origen, la economía política se encuentra comprometida con el descubrimiento de regularidades sociales a las que se le atribuye un fundamento de tipo naturalista, como recuerda Polanyi (2017, 172-190). Solamente en un segundo momento se ha llegado a tomar conciencia de que la espontaneidad humana no genera por sí misma ningún orden, sino que éste debe ser creado en el marco de un esfuerzo por dar forma a la sociedad mediante una política social orgánica (Sánchez Berrocal, 2020, 100).

2 Desde aquí, naturalmente, se abre la puerta a una comprensión de la frontera no acotada a su significado territorial, sino que comprende otras formas de límites entre comunidades y posibilidades de identidad.