Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 11-27

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.526121

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Prolegómenos a una filosofía política de la frontera.
Historia, concepto y mutaciones contemporáneas

 

Prolegomena to a political philosophy of borders.
History, concept, and contemporary changes

 

JUAN CARLOS VELASCO*

 

Resumen. Las fronteras delimitan las unidades espaciales en las que se desenvuelve la acción política. No son, sin embargo, un objeto dado que pueda ser asumido sin más reflexión, por lo que resulta insólito que hasta tiempos muy recientes no se le haya otorgado al tema el suficiente rango filosófico. La frontera, además de ser un demarcador territorial o una línea en el mapa, es un constructo social sujeto a la coyuntura política, económica y social de cada momento de la historia, y sujeto, por ende, a relevantes mutaciones. En el actual contexto de la globalización, más allá de la extinción de las fronteras o del mantenimiento de sus funciones, se observan transformaciones estructurales que alteran su imagen material y su alcance práctico. Es imprescindible que la filosofía política tome nota de ello.

Palabras clave: Fronteras, filosofía política, territorio, soberanía estatal, globalización.

Abstract. Borders delimit the spatial units in which political action takes place. They are not, however, a given object that can be assumed without further reflection. Thus, it is astonishing that until very recently the subject has not been attributed an adequate philosophical status. The border, apart from being a territorial demarcator or a line on the map, is a social construct subject to the political, economic and social conjuncture of each moment in history, and therefore subject to relevant mutations. In the current context of globalization, beyond the question of the extinction of borders or the maintenance of their functions, structural transformations have occurred that alter their material image and their practical scope. It is essential for political philosophy to take note of these changes.

Keywords: Borders, political philosophy, territory, state sovereignty, globalization.

 


Recibido: 31/05/2022. Aceptado: 27/07/2022.

* Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid), en el que ejerce como director del Departamento de Filosofía Teórica y Práctica. E-mail: jc.velasco@csic.es. Autor, entre otras monografías, de Habermas. El uso público de la razón (Alianza, 2013) y El azar de las fronteras (FCE, 2016). Co-editor de Global Challenges to Liberal Democracy (Springer, 2013) y Challenging the Borders of Justice in the Age of Migrations (Springer, 2019). Recientemente ha editado el libro de Habermas Refugiados, migrantes e integración (Tecnos, 2022). Ha liderado como investigador principal diversos proyectos de investigación sobre cuestiones de filosofía política del Plan Estatal I+D+i, el último de los cuales lleva por título “Fronteras, democracia y justicia global” (PGC2018-093656-B-I00). En el marco de este proyecto se ha elaborado el presente artículo. Son muy de agradecer los valiosos comentarios de MariaCaterina La Barbera, Francisco Fernández-Jardón, Borja Niño Arnaiz y José Antonio Zamora a versiones previas de este texto.

 

El avance de la globalización y, en particular, de las tecnologías de la comunicación en las últimas décadas nos han hecho caer en el espejismo de que el marco espacial es secundario en el desenvolvimiento de la vida social. Sin embargo, la geografía no ha perdido relevancia. En el actual panorama geopolítico, los Estados siguen conformando el telón de fondo en el que se desarrolla la trama de la historia humana. En la medida en que vivimos en un planeta de más de 190 Estados, nuestro mundo es un mundo de contenedores territoriales. No hay superficie habitada del globo que no forme parte del territorio soberano de algún Estado. La división territorial parece incluso haber vuelto a la orden del día con renovado vigor. Desde 1989 se han delimitado al menos 27.000 km de nuevas fronteras, especialmente en Europa y en Asia (Amilhat Szary, 2015, 10).

Los habitantes del planeta nunca se han movido tanto fuera de sus propias fronteras como en los últimos años, aunque ciertamente algunos bastante más que otros. En la época de la navegación aérea y la información digital muchas personas han perdido la sensibilidad hacia las distancias espaciales. Sin embargo, y de manera paradójica, en el contexto de un mundo tan interconectado, en el que cruzar fronteras por avión es una experiencia frecuente incluso para muchos niños de determinados países, las fronteras se han convertido en uno de los escenarios por excelencia de lo político, de sus dinamismos y tensiones, se han tornado en una cuestión crucial para entender el presente. Pese a la fascinación que nos pueda suscitar ciertos aspectos de la globalización, aún es demasiado pronto para redactar la necrológica de las fronteras. En no poca medida, la ilusión de un mundo sin fronteras nace de la experiencia de esa restringida minoría que conforman los llamados «viajeros frecuentes», procedentes en su inmensa mayoría del Norte global. Para el resto, entre un 80 y un 90 por ciento de las personas que viven hoy en día y que nunca han volado en su vida (Mau, 2021, 47), las fronteras no han perdido nada de su obstructiva entidad.

Con todo, los profundos cambios experimentados por las formas y funciones de los límites territoriales ya han comenzado a remover nuestras vidas, nuestra manera de anclarnos en los territorios, nuestras capacidades de viajar y también, y no en último lugar, la definición de nuestras relaciones políticas. Son ya numerosas las investigaciones recientes que desafían la tradicional percepción de las fronteras como líneas pasivas en un mapa y que, en cambio, las representan como vectores activos en los procesos sociopolíticos más decisivos del presente. Entender la naturaleza cambiante de las lógicas y las prácticas fronterizas, esto es, entender cómo se están reconsiderando y reformulando las fronteras en las prácticas económicas, ambientales, culturales y geopolíticas contemporáneas es condición imprescindible para mejorar nuestras capacidades individuales y colectivas de acción en medio de las múltiples dinámicas de la globalización. Por todo ello, el significado e implicaciones prácticas de las fronteras constituye un objeto del que la filosofía política no puede desentenderse.

Si queremos avanzar en la comprensión de las fronteras, nos corresponde conocer cuáles son sus condiciones de posibilidad. Este artículo está redactado precisamente con la pretensión de servir de puerta de entrada a los estudios fronterizos desde la perspectiva de la filosofía política (1). Con este fin se proporciona primero una aproximación genealógica a las diversas formas en que las fronteras se han ido plasmando históricamente (2), a continuación se perfila una delimitación conceptual de esta institución clave (3), y, finalmente, se muestra la necesidad de atender a las últimas modulaciones que está experimentando (4).

 

1. Las fronteras en la filosofía política

 

Las fronteras son instrumentos fundamentales para la estructuración de los distintos espacios políticos. Durante largo tiempo, sin embargo, diversas ciencias humanas y sociales mantuvieron en la sombra ese marco constitutivo en cuyo seno transcurre toda actividad social y política. Dejando a un lado la teoría de las relaciones internacionales, la excepción más obvia la protagonizaba la geografía política, ocupada empero más en investigaciones empíricas (estudios de caso sobre conflictos fronterizos, procesos de demarcación y relaciones transfronterizas) que en consideraciones de calado más teórico. No obstante, últimamente se ha registrado un renovado interés por el tema dentro del campo más amplio de la teoría social y política. Los geógrafos han intentado situar las nociones de frontera y territorio dentro de diversas construcciones teóricas sociopolíticas (Elden, 2013), mientras que otros científicos sociales han intentado analizar el papel del espacio y, en algunos casos, del territorio en su comprensión de las fronteras e identidades personales, grupales y nacionales (Newman, 2003).

En este contexto, los estudios sobre la frontera han experimentado tal impulso que se han convertido en un floreciente campo multidisciplinar. Esta tendencia observable en las ciencias sociales contrasta con el notable retraso con el que desde la filosofía política se ha abordado esta cuestión: en general, hasta fechas bien recientes, los filósofos apenas se interesaban por hacer valer sus propias aportaciones críticas sobre los límites del territorio político y su papel en la conformación de lo político; tendían, por el contrario, a considerarlos como una variable oculta que no precisaba ser tematizada. Hasta muy avanzado el siglo XX, gran parte de las múltiples disquisiciones acerca de la justicia de las fronteras versaban sobre el emplazamiento adecuado de esta o aquella frontera, pero siempre presuponiendo que las fronteras en sí mismas no eran injustas (O’Neill, 2019, 274). Tal es, sin embargo, la relevancia del papel de las fronteras en nuestro mundo que no ocuparse de ellas y no preguntarse por su sentido y su legitimidad es hacer dejación de la misión indagadora propia de la filosofía (Ochoa, 2020).

Las fronteras conforman un destacado ámbito de la realidad donde, en diálogo con las ciencias sociales, se pone a prueba la solvencia y el alcance de planteamientos altamente teóricos sobre soberanía, justicia social, derechos humanos o moralidad pública con los que los filósofos políticos habitualmente andan ocupados (Velasco, 2016, 29-97). La clarificación conceptual y la delimitación del alcance normativo de las fronteras son asuntos que caen plenamente dentro del ámbito propio de la filosofía jurídico-política. De hecho, en esta modalidad filosófica siempre se ha dado por sentada, sea de modo tácito o explícito, una cuestión concomitante como es la del territorio, al menos en su sentido jurisdiccional (esto es, el espacio al que se circunscribe la validez de cada ordenamiento jurídico estatal), así como su papel institucional o su influencia económica (Newman, 2003).

El fenómeno fronterizo tiene una incidencia directa en la construcción del espacio de lo humano en general y del espacio político en particular. En uno de sus sentidos primeros y más fundamentales, la política no es sino la construcción de un espacio común y más particularmente de un territorio. Las fronteras dividen la Tierra y crean territorio: con ellas la superficie de la Tierra, un mero hecho físico y normativamente inerte, pasa a convertirse en territorios, esto es, en construcciones sociales con una elevada carga normativa e identitaria (Camacho, 2021, 202-203). Las fronteras fijan el espacio y lo precisan como lugares sociales vividos y comprensibles; sin fronteras, el espacio es una mera abstracción carente de determinaciones socialmente significativas. En la medida en que el territorio es un dispositivo indispensable para la organización social del espacio, es también un componente esencial de la política (Elden, 2013). De su correlato inmediato, la frontera, cabe predicar lo mismo. Toda práctica política está siempre territorializada y ello equivale a decir que está siempre fronterizada.

 

2. Fronteras e historia

 

Las fronteras son un fenómeno del que, con distintas manifestaciones, se tiene registro a lo largo de la historia. En general, indagar cómo surge y cambia un concepto o una institución ayuda a clarificar su significado. Esto vale también para el caso de las distintas fronteras, cuyo estatus actual sólo puede ser comprendido desde su historia. No hay manera de entender su presente y sus posibles futuros sin referencias a su pasado, pues, como todo fenómeno social, las fronteras están sujetas a la dialéctica del cambio y la permanencia. La conciencia histórica no deja de ser un cierto seguro de protección contra el adanismo presentista.

En la naturaleza no existen límites asignados a determinadas superficies. Tampoco existen fronteras naturales que representen un «límite necesario» e indiscutible, sino que dependen, entre otros factores, del desarrollo técnico de las comunicaciones (Kelsen, 2002, 36). Las fronteras son siempre definidas antropocéntricamente (Taylor, 2007, 233-234) o, dicho de otro modo, “existen en el mundo sólo en la medida en que los humanos las consideran significativas” (Diener y Hagen, 2012, 1). Las fronteras son siempre productos de procesos históricos y, por tanto, con toda la carga que conlleva de accidentalidad y arbitrariedad. Es cierto que con frecuencia los trazados de las fronteras se adosan a determinados elementos del relieve geográfico como, por ejemplo, a soportes hidrotopográficos u otros accidentes naturales, de modo que resulten reconocibles visualmente, pero la designación de tales hechos es muy humana y asaz caprichosa (Foucher, 2012, 148). La naturalización de los límites fronterizos no es sino un socorrido constructo ideológico para optimizar las bases del poder de los Estados, esto es, para justificar bien a priori bien a posteriori su implantación territorial (Isensee, 2020, 46-49).

Caracterizar las fronteras como un producto histórico implica reconocer que su significado y su concreción son profundamente dinámicos, esto es, que han cambiado siguiendo el hilo de la evolución social y política del mundo. Así, en aquellos largos períodos en los que la Tierra aún estaba escasamente poblada, la separación entre poblaciones solía adoptar en la mayoría de los casos la forma de grandes zonas con poca presencia de humanos que separaban los centros de asentamiento con mayor densidad (Sierra 2020: 16). De ahí que las demarcaciones fronterizas no adoptaban en el mundo antiguo la forma de líneas nítidas (Tertrais y Papin, 2018, 18), sino más bien de franjas de separación y contacto o, en algunos casos, de tensión y de abierta confrontación (Balibar, 2005a, 79).

En la época del Imperio Romano, las fronteras exteriores tendieron a adoptar la imprecisa forma de un frente de conquista. Esta dinámica pervivió de algún modo en el largo período medieval. Abundaban por entonces las líneas móviles y discontinuas, indicadas a lo sumo mediante la erección de mojones: “Durante el milenio que siguió a la desintegración del Imperio romano en el oeste, los límites fronterizos en Europa tenían un carácter muy fluido” (Taylor, 2007. 238). Las fronteras eran una suerte de gozne entre espacios regidos por una miríada de poderes locales más o menos autónomos, con un carácter difuso que no iba más allá de marcar zonas de influencia. Dada la elevada descentralización del poder en la Europa medieval, la espacialidad política era “una espacialidad desordenada y a menudo superpuesta” (Minca y Vaughan-Williams, 2012, 762).

Si en tiempos premodernos la idea de frontera hacía referencia a una zona o franja, con la creación de los Estados modernos las fronteras pasaron a ser representadas como líneas, imagen que marcó época y que, para no pocos, conserva su vigencia aún hoy. Las precisas lindes internacionales, tal como se conocen en la actualidad, tienen de hecho una historia relativamente corta y ciertamente no milenaria: la delimitación minuciosa de los territorios de cada Estado y, en particular, su reconocimiento jurídico formal no fueron fenómenos comunes hasta la edad moderna (Cairo, 2001, 33-34). Hasta entonces, y por regla general, las fronteras eran inciertas y porosas. Este hecho se encontraba en estrecha consonancia con un orden político que tradicionalmente no se apoyaba en una extensión territorial continua de la soberanía, como era el caso en la configuración prenacional de los reinos dinásticos.

La progresiva fijación de los límites fronterizos no fue ajena al desarrollo de la cartografía, ciencia aplicada que experimentó un considerable impulso en los siglos XV y XVI al dotarse de un potente instrumental que permitía ese modo bastante preciso de aplanamiento bidimensional del territorio que denominamos mapas. Los mapas proporcionaron una representación visual, a veces con imágenes estéticamente fascinantes, de los diversos lugares de pertenencia común unificados por la autoridad allí ejercida (Garfield, 2013). Gracias al progreso de la impresión y la litografía, comenzaron a divulgarse estas representaciones, que, en cuanto herramientas narrativas, tenían, entre otros cometidos, el de anunciar grandes noticias e importantes descubrimientos. En esa misma época empezaron también a elaborarse «globos terráqueos», otra forma gráfica que contribuyó a proyectar las fronteras a escala mundial. Al menos en su sentido moderno y hoy aún prevaleciente, las fronteras fueron adquiriendo una condición visual, de tal modo que cabe sostener que “nacieron junto con las cartas geográficas que documentaban y ratificaban la ocupación humana de la Tierra” (Di Cesare, 2019, 228), hasta el punto de que sin mapas resulta difícil pensarlas. Durante generaciones los mapas han sido decisivos instrumentos para troquelar la horma con la que los seres humanos entendemos el mundo dividido en zonas y lugares diferenciados (Dodds, 2021, 203-204). Algo que se trasluce también en la proyección cartográfica más usada todavía hoy, la ideada por Gerardus Mercator en el siglo XVI, que encubre interesadas distorsiones, empezando por su carácter marcadamente eurocéntrico y un hemisferio norte sobredimensionado.

En sus rasgos normativos actuales, las fronteras se remontan a poco más de tres siglos y medio, un proceso vinculado estrechamente al nacimiento del Estado moderno y al principio de soberanía refrendado en la Paz de Westfalia (1648) que puso punto final a la devastadora guerra de los Treinta Años. La generalización de las fronteras guarda una estrecha conexión con el fin del orden político medieval —basado en vínculos interpersonales de confianza y obediencia, esto es, de vasallaje— y los consiguientes procesos de centralización del poder político, esto es, con la constitución de aquellas entidades territoriales que luego se llamarán Estados. Westfalia —y por extensión la fecha de 1648— forma parte de un potente imaginario político y, como tal, tiene más de mito que de realidad (Teschke, 2003). Con todo, su relevancia está fuera de toda duda, pues, aunque en la práctica sus líneas maestras nunca fueron absolutas, “han sido, y en gran parte siguen siendo, el modo dominante de pensar la división política del mundo” (Diener y Hagen, 2012, 121). En Westfalia se sentaron gran parte de las bases conceptuales y jurídicas de la estatalidad en el sentido moderno, pero su efectiva materialización fue obra de siglos. Sólo a partir de Westfalia las lindes territoriales empezaron a ser reconocidas internacionalmente como «sagradas e inviolables». Tras la convulsión napoleónica, el Congreso de Viena de 1815 reforzó este mismo guion y se logró estabilizar el escenario europeo durante un largo período. Aún así, “incluso a finales del siglo XIX, las fronteras eran más a menudo meras líneas dibujadas en los atlas que barreras reales erigidas sobre el terreno” (Graziano, 2017, 10), “líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich” (Zweig, 2002, 514).

El modelo westfaliano se fue imponiendo desde Europa al resto del mundo, un proceso estrechamente vinculado a la intensa trayectoria colonial del Viejo Continente. La traslación a los cinco continentes del invento europeo del trazado de líneas fronterizas sirvió para configurar y regular un espacio que había devenido ya planetario tras las primeras circunnavegaciones del globo terráqueo. De manera más o menos deliberada, el afán por cartografiar toda la superficie terrestre sirvió “para organizar jurídicamente la conquista colonial y la expansión europea” (Mezzadra y Neilson, 2017, 52). En efecto, además de regular las relaciones intraeuropeas, el régimen de Westfalia sirvió de modelo para articular las relaciones con el resto de continentes y proceder al reparto del mundo (Zamora, 2020, 56). En términos de economía política, se configuró un espacio global mediante mecanismos diversos que permitían suministrar valiosas materias primas y manufacturas desde la «periferia» al «centro» (y que aún hoy, con moldes neocoloniales, sigue haciéndolo): el llamado sistema-mundo (Wallerstein, 1979). Mediante el trazado de fronteras, “vastas reservas de los regalos gratuitos de la naturaleza”, incluyendo inmensos contingentes de mano de obra, fueron “encerradas, apropiadas y puestas a trabajar en el circuito global del capital” (Moore, 2013, 18). En su sentido moderno, las fronteras no son sólo, pues, el resultado de un proyecto político formalizado en Westfalia por medio del Ius publicum europaeum (Schmitt, 2002), sino también —y en igual medida— una eficaz herramienta de reglamentación y explotación económica (Amilhat Szary, 2020, 13-15).

Las potencias europeas se esforzaron ya en los inicios de la era de los grandes descubrimientos en encontrar legitimación a sus proyectos de explotación colonial, sustentados en una estrecha imbricación entre conquista, extracción de recursos y comercio (Campillo, 2009, 18; Galli, 2015, 233), y en establecer líneas de demarcación que señalaran con claridad las zonas de influencia de cada una de ellas. Así, tras la llegada de Cristóbal Colón a las llamadas Indias Occidentales, y tras lograr el respaldo del papa Alejandro VI, España (o, más bien, Castilla) y Portugal se repartieron los territorios y mares descubiertos o por descubrir fuera del ámbito europeo. Primero, en 1494, con el Tratado de Tordesillas, acordaron que la zona situada al oeste de un meridiano que pasaba a 370 leguas de las islas del Cabo Verde sería castellana, mientras que la situada al este lo sería para Portugal. Años después, en 1529, tras la pionera circunnavegación de Magallanes-Elcano, las mismas dos partes fijaron en el Tratado de Zaragoza las esferas de influencia a 297 leguas al este de las islas Molucas: al oeste para beneficio de Portugal, el este para España. Este doble reparto oceánico no establecía un límite terrestre convencional, sino más bien una «metafrontera» global, una delimitación a priori, un «reparto sobre el papel», de porciones de mundos por descubrir (Foucher, 2012, 11-12). Sobre el terreno, sin embargo, las delimitaciones coloniales no resultaban tan nítidas. Si incluso en la Europa del siglo XVII el concepto de demarcación territorial mediante líneas divisorias trazadas con precisión no estaba todavía plenamente establecido, en las Américas las líneas resultaban aún más vagas: “Las fronteras, ya fuera entre blancos e indios o entre los asentamientos coloniales de estados europeos rivales, apenas eran más que zonas de interacción y conflicto mal definidas en suelo disputado” (Elliott, 2006, 393).

Aunque ya se contaba con el notable antecedente de los acuerdos entre España y Portugal refrendados por la Santa Sede, en la edad contemporánea el caso más paradigmático de esta forma de proceder fue, sin duda, la colonización europea de África (Ceamanos, 2016). Las potencias europeas pusieron el ojo sobre el continente y acordaron repartírselo en la Conferencia de Berlín (1884-1885). Las actuales fronteras africanas, establecidas en su mayoría a finales del siglo XIX, destacan no sólo por ser artificiales, sino sobre todo porque su creación es anterior a la constitución de los Estados que delimitan. Se ejemplifica así un principio general: los mapas no representan la realidad, sino que la construyen y la modelan. Los efectos de esta acción impulsada a distancia son, no obstante, de larga duración: dos tercios de los perímetros que con precisión topográfica aún hoy enmarcan las distintas unidades de soberanía en África fueron creados por los europeos. Fronteras trazadas con escuadra y cartabón no es algo, sin embargo, privativo del continente africano. Emblemática es la frontera de casi 9000 km que separa Canadá y Estados Unidos y cuya traza sigue el paralelo 49º.

Como ya se ha indicado, la colonización implicó, entre otras cosas, la difusión expansionista de una forma de «hacer» territorio, la exportación y generalización del modelo específicamente europeo de división del mundo (Amilhat Szary, 2015, 22-25). Lejos de suponer una marcha atrás, los procesos de descolonización consolidaron, en este aspecto como en tantos otros, la herencia de la arbitrariedad colonial (Isensee, 2020, 82-83). Así, se ha convertido en inveterada costumbre jurídica el principio de la intangibilidad de las fronteras heredadas de la época colonial, de tal modo que los Estados provenientes de un proceso de descolonización han de respetar las fronteras existentes en el momento de consecución de la independencia (uti possidetis iuris). No obstante, los trazados de las fronteras distan mucho de ser fijos; evolucionan en función de situaciones geopolíticas cambiantes. Deben ser objeto, pues, de una explicación diacrónica. De hecho, la periodificación de las dinámicas de establecimiento y multiplicación de fronteras está vinculada a conspicuos procesos históricos, tales como la disolución de Estados e Imperios.

En una apretada sinopsis, y sin remontarse más atrás de la edad moderna, cabría distinguir tres hornadas en los procesos de fronterización vertebradas en torno a destacados hitos históricos. En una primera fase, de alcance eminentemente europeo, se encontrarían los cruentos y dilatados conflictos bélicos que asolaron el continente como origen no tanto de su actual mapa político como del valor y reconocimiento otorgados a las delimitaciones fronterizas, fruto en gran medida de las disposiciones de los Tratados de Westfalia. Las líneas fronterizas en Europa son, sin embargo, mucho más recientes, pues menos de la mitad de las actuales existían antes de 1914. La multiplicación de fronteras se aceleró con las guerras mundiales, en especial con la primera, que provocó la división de tres grandes imperios: el Austrohúngaro, el Alemán y el Otomano. De la disolución de estos imperios euroasiáticos resultó una miríada de nuevos Estados independientes. En un segundo momento, con un alcance ya más universal, estarían los procesos de descolonización en África y Asia tras la segunda guerra mundial, que acentuó el proceso de fronterización a escala global, que ya se había iniciado en los siglos XVIII y XIX con la descolonización de América. En la tercera fase, nos encontramos con la desintegración de la Unión Soviética y de su área de influencia a partir de 1989, así como con la disolución de la antigua Yugoeslavia. En ambos casos salieron a la luz viejas disputas territoriales que se habían mantenido latentes y que dificultaron enormemente la labor de fijación de fronteras.

Esta última fase de expansión de las fronteras no constituye, sin duda, el fin de la historia, pues mientras esto sucedía, sus funciones y su presencia se iban transformando sustancialmente en el marco de la globalización y de la progresiva inadecuación de un enfoque exclusivamente territorial de lo político. Aunque el Estado no ha dejado de ser un actor fundamental, su poder político efectivo se ha ido desnacionalizando y dispersando, de modo que no es posible captarlo sin entender los diversos ensamblajes globales de territorio, autoridad y derechos que se han ido configurando (Sassen, 2010).

 

3. Acerca de la noción de frontera

 

Las fronteras no poseen algo así como una «esencia», ni cabe definirlas unívocamente. En primer lugar, en razón del sentido del propio vocablo. Definir no es otra cosa que acotar, fijar lindes, esto es, trazar una frontera, de manera que al tratar de definir el término «frontera» se corre el riesgo de entrar “en un círculo vicioso, pues ya la representación de la frontera es condición de toda definición” (Balibar, 2005a, 77-78). En segundo lugar, en razón de su objeto: no existe un modelo canónico de frontera válido para todo tiempo y lugar. Su polisemia y versatilidad dificultan sobremanera la búsqueda de una definición.

 

3.1. Elementos jurídico-políticos para una definición

 

Para no quedarse empantanado en lo meramente especulativo y poder avanzar en la discusión sobre las fronteras y su papel en el ámbito de la política, una salida posible es estipular. Dada la dificultad de establecer lo que «es» tal cosa, al menos cabe determinar o acordar lo que «se va a entender» por dicha cosa cuando se use ese término. No obstante, junto a esa opción, existe también otra que resulta igualmente fructífera: proceder al análisis conceptual. Se trataría entonces de estudiar el significado del término, sus elementos constitutivos y su relación con términos vecinos. Las dos vías no son excluyentes y pueden ser seguidas en paralelo.

En términos muy genéricos, por frontera puede entenderse una “línea imaginaria que, de una materia dada, separa una parte y otorga a ésta una forma determinada, constituyéndola así en un objeto con entidad propia o, más precisamente, como objeto de la comprensión y el dominio humanos” (Isensee, 2020, 30). Esta definición vale, en principio, para cualquier tipo de entidad, y, por tanto, también resulta de utilidad para la forma prototípica de frontera: las fronteras espaciales. En este particular ámbito, las fronteras no serían sino las líneas imaginarias empleadas para separar o deslindar territorios. El término frontera haría, pues, referencia al perímetro de un terreno, a su envoltura exterior. No obstante, esta última caracterización resulta aún muy genérica y no determina lo específico de las fronteras interestatales.

Las fronteras interestatales son “instituciones establecidas por decisiones políticas, concertadas o impuestas, y regidas por textos jurídicos” (Foucher, 2012, 19). Son, pues, una categoría normativa y, más específicamente, de naturaleza jurídica, en el sentido de que pertenecerían, al menos en una primera instancia, “al ámbito del deber ser jurídico, no al del ser empírico” (Isensee, 2020, 45). La relevancia jurídica de las fronteras es palmaria en un doble sentido: “indican a qué derecho estamos sometidos, y qué personas e instituciones ejercen autoridad sobre el territorio” (Kymlicka, 2006, 45).

De entrada, y siguiendo esta perspectiva jurídica, que tradicionalmente suele remitirse a lo acordado en la Paz de Westfalia, con el término frontera se hace referencia a la línea que marca el límite exterior del territorio de un Estado, o introduciendo ahora un componente eminentemente político, a un límite territorial que delimita un área de soberanía, esto es, que separa territorios y poblaciones sujetos a jurisdicciones estatales diferentes. Las fronteras remiten a la imagen de una línea permanente y estática situada en el límite del territorio de un país. Sirven para separar entidades territoriales y proteger a las poblaciones de otros grupos. La frontera sería, pues, al menos desde una concepción convencional, una línea divisoria con cuyo reconocimiento se constituye una comunidad política en general y, en los tiempos modernos, un Estado. Su presencia se delata mediante banderas, colores en los mapas y rótulos en distintas lenguas. Las fronteras transforman así un espacio geográfico en un espacio político, delimitando los territorios con el fin de estabilizar un determinado orden político y socioeconómico del mundo (Balibar, 2005a, 77-86).

Además de ser objeto de regulación por parte del derecho público del Estado, las líneas fronterizas, que determinan el ámbito espacial donde un Estado ejerce su soberanía en régimen de exclusividad frente a otros Estados, son materia de una rama destacada del derecho como es el derecho internacional (Pastor Ridruejo, 2020). Las fronteras son construcciones de alcance normativo en la medida en que están validadas por tratados y reconocidas por el derecho internacional. En ellos se incluyen los límites terrestres, pero también los marítimos y aéreos, pero excluyen los límites administrativos de nivel inferior. Su delimitación responde a diversos criterios, que pueden ser de carácter histórico, político, económico, religioso, ideológico y étnico-cultural. En gran medida, son el resultado de un desequilibrio de poder que en algún momento se resolvió mediante un conflicto armado o una desigual negociación. Sea de un modo u otro, las fronteras, sin embargo, siguen presentándose en los tratados internacionales como el soporte de un sistema formalmente igualitario, en la medida en que definen el contorno de aquellas entidades independientes de estatus comparable que serían los diferentes Estados.

En la caracterización semántica que acaba de ofrecerse, la noción de soberanía —la autoridad suprema sobre una población asentada en el territorio demarcado por unas fronteras— ocupa un lugar central y ello en absoluto es casual, pues las fronteras pueden y deben concebirse como resultado de prácticas de poder que mutan a lo largo del tiempo. Esta dependencia funcional entre ambas variables puede observarse también en época reciente: “En la era preglobalizada del Estado westfaliano, las fronteras definían la zona en la que el Estado ejercía la soberanía, soberanía que se ha ido cuestionando cada vez más a medida que las fronteras se han hecho más permeables y se ven afectadas por los movimientos transfronterizos de bienes, personas e ideas” (Newman, 2003, 124-125). Los fenómenos fronterizos y migratorios no son inocuos políticamente, pues o bien refuerzan algunos atributos clave del Estado contemporáneo, como son la soberanía o el territorio, o bien los desafían e impugnan. Las fronteras son espacios en donde los Estados pueden hacer gala de su constitutivo monopolio de la violencia —Max Weber dixit— y en donde “las transformaciones del poder soberano y el nexo ambivalente entre la política y la violencia nunca se pierden de vista” (Mezzadra y Neilson, 2017, 22).

El trazado y la conservación de las fronteras pueden ser comprendidos, en efecto, como un elocuente acto de afirmación soberana sobre un territorio y, por ende, como una praxis geopolítica de primer orden. En este punto resulta obligada la remisión a Carl Schmitt (2002, 6-11; 46-50): en la medida en que no cabe separar el poder del espacio donde se ejerce, el territorio es el soporte básico del poder soberano de cualquier Estado; la apropiación de un territorio y la instalación de un cerco físico que lo demarque es una suerte de gesto ontológico fundamental en la constitución de cualquier comunidad política. Sólo desde esa base territorial es posible desplegar la dicotomía amigo-enemigo, santo y seña de lo político según este polémico jurista germano (Minca y Vaughan-Williams, 2012). En esta misma línea, la consideración de la frontera como afirmación del poder soberano contiene, y no en vano, una latente deriva bélica.

El objetivo de la mayoría de las guerras —incluso de algunas civiles— no es otro que el cambio de fronteras, para así, llegado el caso, conseguir más recursos y ventajas estratégicas. En sí mismas, las fronteras son con frecuencia una fuente de tensión y violencia en numerosas zonas del mundo. Las fronteras se convierten entonces en las líneas de frente más inmediatas, tal como sugiere la propia etimología del término. Como en otras lenguas europeas, el vocablo español frontera proviene del antiguo término francés frontier (a su vez derivado del latín frons), que significaba “quien hace frente” (Febvre, 1928). Donde hay guerra, hay líneas de frente, que corresponden a un equilibrio temporal de fuerzas. De ahí surge en tiempos de paz, pero con expectativas de guerra, la frontera fortificada y protegida, una acepción que, aunque recoja su sentido originario (y así es etimológicamente), hoy designa tan sólo una particular modalidad de frontera.

Más allá de las situaciones bélicas en las que la soberanía territorial de los Estados es abiertamente disputada, en la práctica cotidiana, dicha soberanía, pese a las pretensiones de exclusividad con que es formulada, no es irrestricta. Las exigencias de buena vecindad, por ejemplo, constituyen un importante factor limitativo: “no caben utilizaciones del territorio que causen prejuicios sustanciales en el territorio de otros Estados” (Pastor Ridruejo, 2020, 360). En términos más positivos, las relaciones de vecindad conllevan también la exigencia de colaboración y utilización conjunta equilibrada de los diversos recursos naturales transfronterizos, sobre los que se puede llegar a acordar alguna suerte de «soberanía compartida».

A pesar de todo ello, el establecimiento de su propio régimen de fronteras —con el fin de reglamentar los cruces a través de ellas— sigue siendo una de las últimas atribuciones específicas a las que se aferran los Estados contemporáneos como si fuera un ingrediente medular de aquello que en el lenguaje diplomático se denomina domain reservé, esto es, un dispositivo privativo de la soberanía estatal: “Cada Estado decide a quién le abre y a quién le cierra la puerta. En ello se manifiesta su soberanía, que el Derecho internacional le reconoce como su dominio reservado y en el que puede tejer y destejer, imponerse a terceros y relacionarse con ellos como igual” (Isensee, 2020, 152). Una competencia concebida además no sólo como exclusiva, sino como indeclinable, pues si el Estado renuncia a ella estaría capitulando ante las fuerzas desenfrenadas de la globalización (Isensee, 2020, 153).

La mayor o menor preeminencia otorgada a la soberanía de los Estados constituye la clave para diferenciar las dos grandes tradiciones del derecho internacional con respecto a un asunto de importancia capital como es la libertad de circulación a través de las fronteras: una, que remontándose a Francisco de Vitoria (De indis, 1538-1539) y Hugo Grocio (De jure belli ac pacis, 1625), daría preferencia a la libre circulación sobre las prerrogativas de los Estados; y otra, que partiendo de Emer de Vattel (Le droit des gens, 1758), abogaría, por el contario, por el derecho de los Estados soberanos a impedir la entrada en su territorio a los extranjeros en función de sus propios intereses (Chetail, 2007, 23-35). Sería esta última doctrina, interpretada de manera simplificada y sin tener en cuenta sus matices, la que ha acabado prevaleciendo en el derecho internacional positivo (Lochak, 2011).

 

3.2. El léxico de las fronteras

 

En cada lengua se hacen distingos de mayor o menor alcance dentro de este amplio campo semántico. Como se acaba de señalar, en francés y en otras lenguas latinas, la etimología de la noción de frontera hace referencia al vocabulario militar. En inglés, por el contrario, el término boundary apela a la semántica del vínculo y el enlace (to bind). Éste no es, sin embargo, el único término disponible en esta última lengua, lo que facilita la correcta distinción entre los diferentes fenómenos asociados a las fronteras. Frontier, border y boundary son tres palabras usadas con profusión en la literatura anglosajona especializada.

Tanto border como boundary se designan la línea fronteriza que sirve para señalar de manera exacta, pero abrupta, la separación entre entidades políticas o territorios soberanos. Por su lado, frontier se usa en la acepción de marca o frente pionero, región de confines entre un espacio civilizado y una zona bárbara y abierta, pues, a la conquista (según la ya clásica tesis de Frederick Jackson Turner, 1987 [1893]). Designa también una región de frontera, esto es, la zona próxima a una frontera cuyo desarrollo interno se ve afectado por la existencia de la línea divisoria. En ocasiones, el término inglés frontier puede tener una traducción contemporánea en la noción de borderland, «zona fronteriza» o «tierra de frontera» (Foucher, 2012, 162), que sugiere alguna suerte de continuidad humana, social, económica y cultural entre ambos lados de la línea. Para este campo léxico, en lenguas como el francés, el italiano, el español o el alemán sólo se cuenta con una única palabra: frontière, frontiera, frontera o Grenze. Aunque se disponga ciertamente de otros términos, tales como confines, lindes, perímetros, cercas u otros similares, no se distingue nítidamente entre ellos. Por contra, la nutrida rejilla conceptual del inglés facilita afinar la distinción entre los diferentes fenómenos actualmente asociados a las fronteras.

Una de las implicaciones que conllevan las nuevas acepciones asignadas al término «frontera» como borderland es, volviendo a Carl Schmitt (2009), la remisión al «estado de excepción», cuya declaración define la decisión soberana. Es en la frontera así entendida donde muchos Estados dan por buena la suspensión del ordenamiento jurídico, definiéndola como zona anómica y por, ende, como «espacio de excepción». Una situación que, como ha mostrado Giorgio Agamben (2003), cada vez resulta menos insólita y acaba normalizándose, convirtiéndose en geografías de la excepción permanente. Esta estrategia revela una voluntad política de ampliar el espacio de acción de las fuerzas de seguridad, dándole mayor cobertura legal. Como consecuencia de todo ello, mediante la lógica de la soberanía —que, paradójicamente, lejos de haberse agotado, se expande geográficamente incluso de manera intrusiva— se les niega a quienes desean migrar la condición de sujetos de derechos. La extensión de estas zonas fronterizas difusas tendrá repercusiones relevantes en la justificación normativa de determinadas políticas de control migratorio.

No son pocos los Estados que han introducido una mutación semántica no menor, de modo que desde la noción de borderline (línea divisoria o de demarcación) se han ido deslizando a la de borderland (territorio en o junto a una frontera). En términos jurídicos, la idea de un espacio fronterizo de soberanía indiferenciada, esto es, de un área cuya anchura vaya más allá del trazado de una línea, no es más que una insostenible ficción. Como norma general (esto es, a no ser que explícitamente se establezca lo contrario en un tratado internacional de delimitación de fronteras), no se reconoce esa especie de anomalía territorial llamada terra nullius —un territorio no sometido a la soberanía de Estado alguno— en donde los individuos que las pretenden franquear queden desprovistos de derechos. Una excepción sería la Antártida, esa ingente masa de tierra hasta el momento inhabitable. No obstante, diversos Estados, como es el caso, por ejemplo, del español, ha puesto en circulación un «concepto operativo de frontera», según el cual una persona no se adentraría en su territorio soberano hasta que haya superado los elementos de contención fronterizos: toda una ingeniosa labor de interpretación realizada pro domo sua con el fin de inmunizarse ante posibles denuncias de violación de derechos humanos en las fronteras de Ceuta y Melilla (Conde Belmonte, 2020). Estrategias inmunitarias como éstas no son sino un buen ejemplo del modo en que los Estados actuales, ciñéndose formalmente a la letra del derecho internacional (que, al vincular los derechos con la presencia territorial, sólo reconoce derechos a las personas situadas en un territorio soberano), emplean ficciones jurídicas para eludir sus responsabilidades legales en las fronteras.

 

3.3. Un campo semántico fluctuante

 

Las fronteras son desde hace tiempo objeto de una profunda problematización que ha corrido en paralelo al cuestionamiento de las concepciones geopolíticas clásicas. Aportaciones como la de los llamados critical border studies han socavado las tópicas imágenes de las fronteras como límites espaciales fijos de las entidades políticas o como meras referencias geográficas con implicaciones jurisdiccionales (Newman, 2003; Parker et al., 2009). Han logrado propagar un uso extensivo del concepto con el fin de convertirlo en una categoría desde la que plantear críticamente su plural papel en el contexto contemporáneo. Han contribuido a que con la noción de frontera se haga referencia cada vez más a una diversidad de dispositivos y artefactos socialmente construidos dotados de diferentes funcionalidades y ubicaciones. Ahora resulta común pensar en ellas en términos de una serie de prácticas y, en consecuencia, se va adoptando progresivamente una perspectiva más política y sociológica, orientada a los actores, que trata de entender cómo aparecen y cómo se mantienen las divisiones entre entidades. En palabras de Houtum (2010, 124): “Una línea es geometría, una frontera es una interpretación del poder. Lo importante, para el estudio de la ontología de las fronteras en nuestro mundo, no es el elemento de la frontera en sí, sino el proceso dinámico de objetivación de la frontera; las prácticas de poder vinculadas a una frontera que construyen un efecto espacial y que dan a una demarcación en el espacio su significado e influencia. La frontera hace y se hace”.

Aunque en su acepción meramente jurídica el significado de la frontera puede parecer bastante claro, en realidad el uso habitual de dicho término denota no sólo una línea, sino un espacio bastante más amplio y complejo. Una frontera no es sólo esa localización topográfica donde concluye un espacio soberano y empieza otro. Pese al profundo cuestionamiento que expresan numerosos teóricos contemporáneos, la cartografía moderna y los dispositivos institucionales insisten en representar la frontera como una sucesión continua de puntos. A esta primera reducción se le añade una segunda aún más distorsionante: la adopción del muro como icono paradigmático de la frontera. Se ha ido construyendo así una noción deformada y falsa de la frontera, que es la que aún prima en el imaginario colectivo, a saber: una línea continua que, al establecer una división tajante entre el adentro y el afuera, impediría la comunicación entre los espacios situados a ambos lados.

Reducir la frontera a una línea estática trazada sobre un mapa no es, en realidad, más que un cómodo atajo conceptual que no da cuenta de la compleja realidad. En un sentido lato, no estrictamente jurídico, frontera es también la zona fronteriza, esto es, la región contigua a la línea fronteriza, una región inmediata donde la sociedad y el paisaje están marcados por la presencia de la frontera (borderscape). El campo semántico de las fronteras queda así significativamente ampliado a la vez que lo hace su ámbito geográfico, de modo que ya no son reductibles a meras líneas de demarcación trazadas sobre el territorio y reconocidas internacionalmente. En correspondencia con estas mutaciones, el trazo fronterizo sobre la materialidad del territorio pierde prioridad como referencia esencial para el control y gestión de la circulación de personas. Se amplifica el ámbito de control y en torno a las lindes fronterizas pululan las zonas colchón (buffer zones), diseñadas para contener los distintos tipos de flujos (Mau, 2021, cap. 8).

Mucho más que meras líneas, las fronteras son «zonas de contacto» y, por tanto, lugares donde sociedades y culturas dispares se reúnen y se enfrentan unas con otras. Las fronteras no sólo ponen aparte personas, sino que posibilitan que se encuentren. En ocasiones, las interacciones entre los dos lados de la frontera son de gran intensidad y se crean áreas que se extienden a ambos costados en las que se mantienen intensas relaciones de vecindad. Los flujos que los atraviesan son numerosos y duraderos y obedecen a diversos motivos, desde obtener bienes de consumo más baratos a ocupar un puesto de trabajo. Esto se puede observar, por poner un ejemplo, en el paso fronterizo de Tijuana entre Estados Unidos y México, cruzado diariamente por más de 200.000 personas. En la zona se han instalado innumerables maquiladoras: plantas de ensamblaje que importan materiales estadounidenses, los montan en México para beneficiarse de una mano de obra más barata y luego reexportan los productos acabados al mercado estadounidense.

A partir de constataciones y reflexiones de este tenor, los nuevos enfoques han comenzado a hacer propia una noción más comprensiva de frontera como límite que separa, encierra y excluye, al mismo que une y conecta, esto es, como dispositivo que simultáneamente funge como corte y como costura, en una serie de diversas y complejas escalas espaciales y sociales. Es en ellas donde se pone en práctica el modo propio en que cada comunidad política incluye y excluye a los no ciudadanos, así como el modo en que se regulan sus movimientos.

 

4. Fronteras reinventadas en un mundo en cambio

 

La suerte de las fronteras en nuestros días resulta ambivalente. Los vientos proteccionistas y la intensidad de los movimientos migratorios parecen volver a reivindicar su función de barrera, pero al tiempo que asistimos a fenómenos de creciente fronterización, de endurecimiento del control fronterizo e incluso de cierre selectivo para el tráfico de personas, ciertas fronteras se están difuminando en el contexto de la última hornada globalizadora. A esto último no es ajeno el creciente protagonismo de algunos organismos internacionales de gobernanza, tanto a nivel mundial (como la OMC, que impone normas sobre derechos aduaneros que obligan a los Estados a abrir sus fronteras al comercio de bienes y servicios) como a nivel regional (entre otros, la Unión Europea o, en América del Norte, el NAFTA, ahora rebautizado como T-MEC). Hacia el interior de algunas de estas zonas, las fronteras se han vuelto sumamente porosas, mientras hacia el exterior se amurallan.

En efecto, en el actual escenario geopolítico, con tintes postwestfalianos más o menos marcados, en el que la capacidad de mando y regulación de los Estados está disminuyendo sensiblemente, se registra “más bien una dispersión de elementos de soberanía política que una transferencia in toto de la misma” hacia instancias supra- o infranacionales (Brown, 2015, 97). En este contexto, las fronteras podrían ser consideradas instituciones arcaicas en la medida en que el principio de soberanía del que eran garantes ha sido socavado en parte por la integración global de los mercados, las migraciones, las armas intercontinentales, el derecho internacional o la información digital. Aún así, y aunque con salvedades, pues acuerdos e instituciones internacionales imponen algunos límites al comportamiento de los Estados, el principio de no injerencia en los asuntos internos aún conserva cierta vigencia y las fronteras estatales siguen disfrutando de la máxima protección internacional. No obstante, estas continuidades no deberían hacernos pensar que los cambios son de orden menor. En no poca medida, y en apenas una generación, ha mutado el fundamento de nuestro alfabeto espacial —los puntos, las líneas, los perímetros trazados por los geógrafos— sin que hayamos tomado conciencia de todas las implicaciones inducidas por esta perturbación no menor (Amilhat Szary, 2015, 8-9).

Desde la última década del siglo XX, diversos países del Primer Mundo —en particular, la Unión Europea, Estados Unidos y Australia— han ido deslocalizando de facto las fronteras administrativas fuera de su propia jurisdicción y con ello también el control migratorio en una suerte de subcontratación de una competencia soberana a terceros países que hacen de diques de contención, una externalización que pone en evidencia las asimetrías entre Estados formalmente iguales. Se registra así una relevante mutación en la medida en que la línea fronteriza propiamente dicha ya no es necesariamente el primer lugar donde se efectúan los controles. En aras de la eficacia, las fronteras y sus funciones de inspección y vigilancia quedan desplazadas espacialmente a los puntos de origen y tránsito de las rutas migratorias y, por tanto, más allá de las lindes jurisdiccionales reconocidas. Las soberanías estáticas se emancipan, proyectándose a distancia.

Procedimientos similares se aplican también en el caso de los solicitantes de asilo. Como ha mostrado FitzGerald (2019), los gobiernos de las democracias más prósperas del planeta han desarrollado técnicas cada vez más elaboradas de control extraterritorial y de micro-distinciones legales en la línea fronteriza para mantener a dichos solicitantes lejos de los lugares donde puedan pedir refugio con respaldo jurídico. Todas estas heteróclitas formas de control, al igual que sucede con los muros y vallas, no sólo obstaculizan la libertad de circulación, sino también el ejercicio de otros derechos y libertades, empezando por el derecho a la vida, el derecho a solicitar asilo o el derecho a no ser detenido arbitrariamente.

En la actualidad se observa tanto un despliegue de las fronteras hacia el exterior del territorio estatal como un repliegue hacia su interior. Las fronteras pueden estar en todas partes y no precisan ser visibles para todos para ser efectivas. Antes incluso de que se multiplicaran los muros físicos, con los que blindar supuestamente tantas «fronteras externas», se fueron erigiendo imponentes muros burocráticos que, a través de la exigencia de variados documentos y ubicuos controles policiales, señalan cotidianamente las «fronteras internas» entre propios y extraños, entre «nosotros» y «ellos».

Los procesos sociales y económicos desempeñan un papel destacado, incluso determinante, en la configuración de las fronteras a lo largo de la historia. A su vez, las fronteras tienen una influencia decisiva en el plano socioeconómico, de modo que no sólo fragmentan la superficie de la Tierra en territorios políticamente separados, sino que desempeñan funciones estructurales para la producción y reproducción de los graves desequilibrios sociales que el sistema global capitalista comporta y que condicionan de manera significativa las oportunidades vitales de los individuos (Velasco, 2020). Entre otros asuntos, al fijar y correlativamente impedir la movilidad de la fuerza de trabajo, determinan los distintos niveles salariales o el desigual acceso al bienestar material, diferencias de suma relevancia en el contexto de las migraciones internacionales.

Como se ha ido señalando, las fronteras varían a lo largo de la historia y la geografía. Si es que en algún momento fueron estáticas, ahora mutan y se reubican, pero no desaparecen: son movedizas (Shachar, 2020). Por obra y gracia de una geografía deliberadamente elástica, las fronteras no se encuentran ya en el borde del territorio, tal como hasta hace poco nos transmitía “la representación cartográfica incorporada al imaginario nacional” (Balibar, 2005b, 92). Tampoco se sabe dónde empiezan y dónde terminan: en la medida en que los poderes estatales se han ido desvinculando de marcadores geográficos fijos, las fronteras van mucho más allá de las líneas de demarcación territorial reconocidas. Esta transformación, tal como señala Ayelet Shachar (2020), pone en entredicho la supuesta merma de soberanía de los Estados antes aludida, al tiempo que deja al descubierto los límites del impulso populista hacia la fortificación de las fronteras.

La frontera es más que un escenario, es también un proceso dinámico con una marcada hechura histórica, hasta el punto que cabría concebirlas, por emplear la terminología acuñada por el geógrafo francés Jacques Ancel, como «isobaras políticas»: dan cuentan de las mudables presiones geopolíticas y socioeconómicas resultantes, entre otros factores, de los conflictos internos y del expansionismo militar de las diversas potencias (Newman y Paasi, 1998, 189), así como de las necesidades de sus sistemas productivos. De ahí, y sin salir de las dimensiones política y socioeconómica de la frontera, se deriva no sólo su amplia polisemia sino también su enorme potencialidad heurística como unidad de análisis. La conceptualización de las fronteras se sitúa en el centro no sólo de los debates teóricos sobre la globalización, las identidades colectivas y la hibridación social y cultural, sino también en las diversas estrategias para gestionar los movimientos migratorios o para abordar las crisis del capitalismo y el cambio climático. En correspondencia a ello, la filosofía política no puede dejar de poner el foco en la frontera, ese controvertido espacio de interacción donde operan dinámicas contrapuestas.

La historia ha dejado a su rastro todo tipo de fronteras y el peso de su tornadizo pasado se deja sentir aún. En estrecha relación a estas mutaciones, la relevancia de las fronteras también se ha modificado significativamente. Y dado que las fronteras son instituciones históricas, la capacidad de la filosofía política para imaginar una transformación futura de su significado y de las misiones que se les atribuyen puede afinarse cualitativamente rememorando los cambios fundamentales que tuvieron lugar en el pasado, incluido el más reciente.

 

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