Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 101-117

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.525111

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La nacionalidad como frontera jurídica: una propuesta para su democratización*

 

Nationality as juridical border: a proposal for its democratization

 

ISABEL TURÉGANO>**

 

 

Resumen: La regulación jurídica de la nacionalidad la instituye como frontera que delimita, más allá de la entrada al territorio, la pertenencia a la comunidad política. La facilitación de la adquisición de la nacionalidad, con el objeto de integrar a quienes comparten un interés común en el futuro de la comunidad, es un instrumento necesario, aunque insuficiente, de democratización, en primer lugar, en cuanto sirve internamente a la expansión potencial del cuerpo político-jurídico, incorporando a los sujetos socialmente ya integrados. Y, en segundo lugar, en cuanto se extiende hacia el exterior con el compromiso del Estado con su función de agente de justicia global.

Palabras clave: Nacionalidad, democracia, frontera, naturalización, inmigración.

Abstract: Juridical regulation of nationality establishes it as a border that demarcates, beyond entry to the territory, membership in the political community. The facilitation of the acquisition of nationality, in order to integrate those who share a common interest in the future of the community, is a necessary, although insufficient, instrument of democratization, firstly, insofar as it serves internally the potential expansion of the political-juridical body, incorporating the subjects socially integrated. And, secondly, insofar as it extends externally with the State commitment to its role as agent of global justice.

Keywords: Nationality, democracy, border, naturalization, immigration.

 


Recibido: 23/05/2022. Aceptado: 11/07/2022.

* Este trabajo se inscribe en el marco del proyecto de investigación “Fronteras, democracia y justicia global” (PGC2018-093656-B-I00) subvencionado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades. Una versión preliminar fue presentada en el Seminario “Filosofía, fronteras y democracia”, celebrado en el Instituto de Filosofía del CSIC el 25 de marzo de 2022. Agradezco a todos los participantes en este encuentro sus útiles y enriquecedores comentarios a la misma, que han servido para mejorar en gran medida la versión que aquí se presenta.

** Isabel Turégano es doctora en Derecho y profesora titular de Filosofía del derecho en la Universidad de Castilla-la Mancha. Su dirección de correo es Isabel.turegano@uclm.es. Su investigación se ha especializado en la Jurisprudencia analítica británica, la teoría jurídica y política feminista, constitucionalismo y democracia, teoría de la justicia global, teoría transnacional del Derecho y concepto de privacidad. Entre sus publicaciones recientes se encuentran “Fronteras, movilidad y ciudadanía”, Bajo Palabra 23, 2020, pp.131-162; o “Democracia y cambio constitucional”, Eunomia. Revista en Cultura de la Legalidad 22, 2022, pp. 29-53.

 

 

1. Introducción

 

“El Estado nación vuelve a estar entre nosotros” (Rodrik, 2021, 35). Cada día nuevos factores aceleran la tendencia que venía observándose desde 2001 hacia el reforzamiento de las funciones socioeconómicas, sanitarias o de seguridad de los Estados. La realidad desmiente la narrativa de una progresión unidireccional hacia un solo mundo. Al contrario, presenciamos los modos en que los Estados reinventan y revitalizan la delimitación de sus fronteras. Esta rehabilitación de lo nacional está siendo aprovechada por movimientos autoritarios, racistas y populistas con fines antidemocráticos. Evitar que el nacionalismo degenere en su peor versión antiliberal y desigualitaria exige un compromiso social y una reforma jurídica. La cuestión, como hace años escribiera Barber, no es cómo prescindir del nacionalismo, que ha mostrado suficientemente su faz destructiva, sino cómo hacerlo igualitario y democrático (Barber, 1999, 49). Y cómo, debemos añadir, esa transformación hacia una nacionalidad democrática puede modificar la estructura y dinámica de la desigualdad global en el marco de un régimen complejo de ciudadanías formales entrelazadas.

Las desigualdades, como diversidad de condiciones materiales, no son hechos naturales, sino producto de estructuras socio-institucionales complejas. La frontera, y su traducción jurídico-política en la institución de la nacionalidad1, es un factor esencial de desigualdad, no solo entre quienes se encuentran a cada lado, sino también al instituir un sistema jerárquico de ciudadanía al interior del Estado. La regulación jurídica de la nacionalidad instituye esta como frontera que delimita, además de la entrada al territorio, también la pertenencia. Y, del mismo modo que la institución de la nacionalidad establece una frontera jurídica, su adquisición conforme a lo jurídicamente reglado constituye el modo de traspasarla y entrar en el círculo de pertenencia. La relevancia de las políticas de naturalización es evidente para la inclusión en la comunidad (Velasco, 2016, 64). La facilitación de la adquisición de la nacionalidad con el objeto de integrar a quienes comparten un interés en la comunidad política es un instrumento esencial de democratización de las comunidades estatales, en cuanto sirve a la expansión potencial del cuerpo político en el interior incorporando sujetos socialmente ya integrados. Y, además, en cuanto se extiende hacia el exterior favoreciendo alianzas y lazos de cooperación interestatales que pueden servir de base a un orden global más justo.

La tesis que se defiende es que la atribución de la nacionalidad no es una “concesión” discrecional de los Estados y que estos deben facilitar la naturalización como vía para integrar a quienes, muchas veces por razones de injusticia global, se han integrado en otra comunidad y se han comprometido con ella2. El Derecho desempeña un papel esencial en la institucionalización del proceso para consolidar la integración social del individuo en comunidades distintas de la de origen. La propuesta es que los principios y fines adecuados para inspirar esa regulación son aquellos relativos a la legitimidad de la pretensión individual de quienes tienen una implicación permanente y un interés compartido en el futuro de la comunidad.

La naturalización es un correctivo para salvar la divergencia entre la pertenencia efectiva y la formal (Brubaker, 1987, 100). La vinculación de las personas con una comunidad, fundamentalmente determinados por el vínculo temporal y sustantivo y la posibilidad de mantener los lazos de origen, deberían ocupar un lugar central en la regulación de la nacionalidad. A la luz de estas reflexiones debe ser repensado nuestro marco constitucional, en la medida en que la nacionalidad no es solo un asunto civil o administrativo, sino un elemento central de los principios que fundan nuestros órdenes político-jurídicos.

 

2. Las dimensiones jurídica y política de la nacionalidad

 

Las aproximaciones a los conceptos vinculados a la nación pueden tener como objeto dimensiones diversas, como sus fuentes históricas, la perspectiva psicosocial del sentimiento nacionalista y la identidad grupal o su justificación moral. En este trabajo, se plantea la posibilidad y conveniencia de pensar un concepto de nacionalidad democrático con consecuencias para la integración de los extranjeros residentes y como base para una concepción cosmopolita de la función del Estado. Con este objetivo es preciso atender especialmente a dos dimensiones de la nacionalidad, la jurídica y la política.

En su sentido jurídico-formal, la función de la nacionalidad consiste en delimitar el ámbito de eficacia personal del orden jurídico, identificando las cualidades de aquellos sujetos a quienes son atribuibles posiciones jurídicas, activas y pasivas, en relación con el mismo. Sirve para la diferenciación externa del orden jurídico en el marco de un régimen internacional parcelado en Estados, distribuyendo la población mundial entre órdenes separados. La delimitación de los miembros respecto de los no miembros es una consecuencia necesaria de la organización existente en entidades político-jurídicas individuales sin la existencia de un orden jurídico internacional unitario (Álaez, 2006, 79 y ss.).

La nacionalidad, como demarcación jurídica del cuerpo de ciudadanos, cumple una función instrumental para la identificación y estabilidad de la organización estatal. Identifica un conjunto originario de miembros a los que adjudicar deberes básicos y garantiza la continuidad de la unidad jurídico-política entre generaciones. Este argumento es el fundamento de la atribución automática de una nacionalidad en el nacimiento. No obstante, resulta insuficiente para delimitar el ámbito personal del Estado ante la realidad de la movilidad. La entrada y salida del grupo de nacionales son hechos institucionales que reflejan esa realidad. Como tales, requieren la existencia de normas sobre adquisición y pérdida de la nacionalidad. En este caso, la nacionalidad no es ya atribuida sino adquirida y, como tal, reconcilia la realidad jurídica con la pretensión liberal de una base consensual para la comunidad política.

Puesto que la dimensión jurídica de la nacionalidad refleja la configuración westfaliana del orden internacional, las transformaciones de esta tienen que tener su reflejo en un cambio en su regulación. Son múltiples los vínculos jurídicos que tiene el individuo en el orden global, de modo que la ciudadanía formal es un estatus complejo determinado por esferas diversas, pero dependientes jurídicamente (Blank 2007). Cada una de tales esferas responde a principios distintos y se basa en una serie de presupuestos y justificaciones diversas.

La esfera local de ciudadanía se construye sobre la presencia en el territorio más próximo reflejada en el criterio de residencia; la lógica que rige la esfera nacional es la del linaje o el nacimiento en el territorio; y la base de la esfera global es la preocupación por asuntos que interesan a todo el género humano. Desde el punto de vista jurídico, estas distinciones son contingentes y dependen del modo en que se constituyan en las normas. La nacionalidad puede ser configurada de modo más o menos democrático, y ello depende en gran medida del entorno subestatal y supraestatal que complemente sus déficits y restricciones. Yishai Blank no se refiere específicamente a una de las esferas que puede jugar un papel determinante en esa transformación democrática de la nacionalidad. La ciudadanía supranacional puede suponer un compromiso mutuo de abrir cada comunidad nacional al resto de ciudadanos de la unión y construir una nueva forma de solidaridad cívica por encima de los Estados que refuerce la nacionalidad y restrinja la discrecionalidad en su regulación3. En esa estructura ciudadana compleja, el Estado no solo no resulta incompatible con la construcción de modelos de justicia global, sino que puede ser un agente esencial en su realización si es capaz de asegurar el carácter no arbitrario de la pertenencia política (Ypi, 2008).

En su dimensión política, la nacionalidad puede tener un sentido constituyente o un sentido cívico. En el primero, apela al pueblo al que se atribuye la soberanía y es un concepto abstracto e indeterminado. Como prius lógico fundante, se refiere a una colectividad que no adopta ni directa ni ordinariamente las decisiones políticas. El concepto se agota en su función de incorporar los derechos y las condiciones para el ejercicio de la democracia. Sirve al reforzamiento de la validez normativa de la Constitución y el condicionamiento de la legitimidad de los actos de los poderes constituidos.

Entendido en este sentido lógico y funcional, no hay fundamento para considerar que solo quienes detentan el estatus jurídico de nacionales sean considerados pueblo fundante. El concepto se emplea en un sentido pre-jurídico y abstracto referido a la globalidad de quienes van a estar sujetos al orden político-jurídico. El demos que ostenta la soberanía no está delimitado (Abizadeh, 2008, 45). Y, como tal, su referente no es un grupo determinado de personas, sino un colectivo cambiante. El pacto social originario se renueva cada vez que se incorpora un nuevo miembro (Álaez, 2006, 140).

Como distinto de este concepto lógico-fundante de pueblo, la nación en sentido cívico no puede pensarse si no es en relación con las instituciones y en la práctica de la participación (Rubio y Moya, 2003, 118). Es el orden constitucional el que constituye la ciudadanía nacional, esto es, el conjunto de personas que participan y acceden a sus derechos en las instituciones constituidas. En su sentido democrático, el colectivo que participa en el ejercicio del poder ha de ser el reflejo más exacto posible del que es el destinatario de las normas que integran el ordenamiento. Al mismo tiempo, esa regulación debe tener en cuenta el elemento de la continua mutación del cuerpo constituyente, haciendo que la transformación del cuerpo social no sea solo un proceso fáctico, sino también un hecho institucional: la nación cambia cuando adquieren la condición de nacionales nuevos sujetos conforme a lo establecido en las normas de adquisición de la nacionalidad. Estas normas son las que dotan de unidad y continuidad al sujeto de la nación.

La nacionalidad en su dimensión política es una categoría excluyente. En primer lugar, los extranjeros quedan excluidos del pacto social. No son considerados integrantes potenciales del sujeto colectivo soberano desde el momento en que se prioriza la nacionalidad de origen y se asignan de modo quasi permanente las personas a cuerpos políticos separados en unidades políticas independientes. En segundo lugar, los extranjeros quedan excluidos del cuerpo electoral. La inclusión debe venir de la democratización de la regulación de la nacionalidad. La constitución, como escribe Aláez (2006, 74) refiriéndose a la Constitución española de 1931, se debería servir de la nacionalidad “más para construir una Nación española nueva que para reconstruir una Nación histórica y étnico-cultural, previa y anterior al ordenamiento jurídico”.

La dimensión jurídica y la dimensión política de la nacionalidad cumplen funciones diferentes: la primera define el vínculo que permite delimitar el ámbito personal de aplicación del orden jurídico; la segunda integra políticamente al individuo en el proceso de decisión colectiva. Ambos se requieren mutuamente en un concepto cívico y democrático de nacionalidad, que, rompiendo la dialéctica amigo/enemigo propia de una concepción colectivista de la nación, abra la nación a todo el que cumpla las condiciones democráticas para su acceso (Ruiz Miguel, 2020, 598).

 

3. Inclusión y naturalización

 

La nacionalidad, desligada de un sentido identitario de carácter étnico, sigue siendo un instrumento necesario, aunque insuficiente, para la garantía de los derechos. Supone la vinculación de cada individuo a un orden en el que los derechos se hacen efectivos y permite desarrollar proyectos de vida en un marco de participación colectiva. La flexibilización del acceso a la nacionalidad aparece, desde estas premisas, como vía de inclusión preferible a la atribución de derechos a los no nacionales. No es esta la posición teórico-normativa dominante. Se considera que priorizar la naturalización no cuestiona la indeseable organización geopolítica mundial en Estados, que genera una tensión entre el cuerpo social estructurado y los que no entran en él que es “el síntoma, el indicio, de la violencia originaria que sostiene a la sociedad y a la política” (Mezzadra, 2005, 53). Se subraya, además, que el estatus de nacionalidad tiene siempre una dimensión excluyente, en la medida en que condiciona la posición de cualquier individuo no solo dentro, sino también fuera de su país de adscripción. Un mundo en el que los Estados monopolizan la expedición del pasaporte, como medio legítimo de movilidad y acceso a oportunidades, prolonga la desigualdad entre nacionales y extranjeros más allá de los límites territoriales de aquellos (Torpey, 2020).

 

3.1. La inidoneidad de la naturalización

 

Los argumentos en contra de la naturalización son diversos y pueden sintetizarse en los siguientes. En primer lugar, se considera que el acceso formal de los inmigrantes a la ciudadanía no es suficientemente eficaz para el goce efectivo de los derechos, como consecuencia de la persistencia de formas de discriminación social y administrativas (Mezzadra, 2005, 99-100). Por una parte, aunque la adquisición de la nacionalidad supone el acceso formal a la plenitud de derechos, “los grupos excluidos no pueden convertirse en ciudadanos de pleno derecho simplemente por lograr la igualdad formal, porque esto no superará por sí solo discursos y prácticas discriminatorias profundamente arraigadas” (Castles y Davidson, 2000, 127). La eficacia práctica de la naturalización como fuerza integradora es insuficiente ante realidades estructurales profundamente desigualitarias que demandan derechos y modos de representación específicas que reconozcan las formas históricas de la opresión y la exclusión. Sin embargo, incluso en esta argumentación se reconoce que, aunque insuficiente, el acceso a la nacionalidad puede ser el primer paso a la plena inclusión, al que han de seguir otros muchos.

Por otra parte, persisten múltiples obstáculos administrativos y de eficiencia para la satisfacción efectiva de lo dispuesto en las normas vigentes. Faltan en muchos casos las normas de desarrollo o garantía, así como las condiciones materiales para hacer realidad el deber ser normativo. La excesiva carga burocrática que restringe el acceso efectivo a derechos o prestaciones, la insuficiencia de recursos humanos y materiales para una gestión eficaz de las oficinas de extranjería, o la falta de voluntad política para explotar las vías legales existentes, generan una laguna técnica o de eficacia en nuestros sistemas.

En segundo lugar, los migrantes, a pesar de pretender adquirir los derechos conectados al estatus de ciudadano, no suelen mostrar interés por adquirir la ciudadanía del Estado donde residen (Mezzadra, 2005, 100). El ideal de la inclusión en la ciudadanía rompe, de este modo, la autonomía del proyecto migratorio propio (De Lucas, 2006, 13). En palabras de Sassen (1999, 139), “la identidad, la lealtad al país de origen y la esperanza de regresar apagan el deseo de naturalización”.

Esta segunda argumentación en contra de la naturalización resulta cuestionable por diferentes razones, que quedan confirmadas por la evolución de las tasas de naturalización de la última década4. Ciertamente, la comunidad en la que se desarrolla el proceso primario de socialización constituye el principal marco de interpretación de los fines y valores de cada individuo. Sin embargo, la experiencia en una nueva comunidad de residencia inserta al migrante no solo en un nuevo marco de interacción social y política, sino, al mismo tiempo, en un marco más amplio de vínculos y apegos que engloba, en diferentes grados, los referentes y significados de ambas comunidades y permite que el individuo redefina y reinterprete sus fines y proyectos en un proceso de socialización ampliado. No es propiamente la naturalización, cuanto la exigencia de la renuncia a la nacionalidad de origen la que supone un obstáculo para la integración.

La presunción de que el inmigrante permanece arraigado a la comunidad de origen, a la que tiene la pretensión legítima de volver, es la que sirve como excusa para considerar que no está legitimado para determinar el destino político del Estado de residencia y que puede en cualquier momento evadir sus responsabilidades. Algunas consideraciones se hacen, sin embargo, necesarias. Primero, el grado de vinculación del emigrante con su comunidad de origen o de su deseo de asimilación en la sociedad de acogida depende de muchos factores no individuales, diversos y variables (Haller, 2021, 37; Peters, Vink y Schmeets 2016). En segundo lugar, resulta paradójico que se hable del deseo de regreso del migrante en un mundo de enormes desigualdades en el que no todas las naciones son unidades equiparables que ofrecen iguales oportunidades a sus nacionales. Las grandes disparidades que existen en el valor de cada nacionalidad es el factor más importante de desigualdad y estratificación en nuestros días. Su efecto se refleja en cualquier ámbito concebible de florecimiento humano, como la seguridad, los derechos políticos, el acceso a servicios sociales o a condiciones ambientales sostenibles, o las opciones de movilidad (Harpaz, 2019, 19 y ss.).

Las restricciones y costes en la adquisición de la nacionalidad disuaden precisamente a quienes más necesitan ser integrados. Las políticas de nacionalización más accesibles interesan significativamente a los inmigrantes más desaventajados de países menos desarrollados (Vink, 2015; Vink et al., 2013). Y son las circunstancias peores las que generan en el extranjero residente un interés legítimo en el destino de la comunidad de residencia en la medida en que su bienestar y derechos dependen de ella. Es respecto de quienes esperan de la comunidad de destino un entorno seguro de vida con garantía efectiva de derechos, y no fines ulteriores, para quienes se justifica moralmente la ampliación de las condiciones para la naturalización.

Un tercer argumento de crítica al proyecto ampliado de naturalización es que esta homogeneiza el cuerpo social, en la medida en está presidido por la voluntad de perpetuar una cierta identidad nacional. Si la nacionalidad contiene necesariamente elementos históricos, culturales y afectivos, la naturalización supone hacer depender la igualdad en derechos de que esos elementos hayan sido asimilados efectivamente por el sujeto. Ello supone imponer un grado de integración excesivo y desproporcionado (Santolaya, 2007, 72-73). Y, con ello, las experiencias de los migrantes se invisibilizan.

No obstante, nada obliga a que la naturalización suponga la aspiración a un consenso homogeneizante. La flexibilización de los criterios de atribución y adquisición de la nacionalidad y, con ella, la importación de comprensiones e intereses diferentes, contribuye a una conformación de la nación como realidad heterogénea y abierta. La nación en sí es ya un concepto abstracto que supone una perspectiva ampliada de la comunidad desde cada particularidad local. La nación sirvió en su origen para crear vínculos de solidaridad entre individuos y grupos que habían permanecido extraños sobre la base de la integración en una ciudadanía común (Habermas, 1999, 88). La configuración democrática de la naturalización expresa esa idea plural del sujeto constituyente y es la base para construir una identidad política integradora y abierta a lazos transnacionales. Lograr tal objetivo es, sin duda, extremadamente complejo. La opción por la flexibilización de la naturalización no puede hacerse obviando que la integración plural no puede concebirse como un proceso regularizado lineal y evidente, sino un proceso intrincado en el que confluyen una pluralidad de dimensiones y factores jurídico-políticos, socio-económicos y culturales (Penninx y Garcés-Mascareñas, 2016).

 

3.2. Por una naturalización facilitada

 

Escribía no hace mucho en la prensa Antonio Muñoz Molina (2021) que “uno rara vez deja del todo de ser del sitio de su origen, pero eso no es una limitación, ni una marca obligatoria, sino un punto de partida”. Las identidades más fértiles, añade, son las de ida y vuelta. Sobre esta idea, la regulación de la naturalización debe ir orientada a facilitar la integración política en la comunidad en la que el individuo está socialmente integrado y en la que comparte un interés en un futuro común. Sería expresión de una apertura de las fronteras, si se entiende que esta no solo atiende a la dimensión de la entrada en el territorio, sino también a las dimensiones de la participación y la pertenencia que suponen el derecho de los extranjeros a estar más estrechamente involucrados en la sociedad de residencia (Kukathas, 2021, 34). Existen argumentos relevantes en favor de que sean miembros plenos de la comunidad política quienes han vinculado a ella su proyecto de vida.

En primer lugar, si la nacionalidad es un concepto útil para demarcar la comunidad política relevante con fines de legitimación democrática, lo es porque supone un grado de afectación y un interés compartido en esa comunidad. La residencia estable proporciona al individuo el marco en el que concibe sus opciones de vida en una comunidad de intereses y preocupaciones con otros individuos y le confiere la legítima pretensión de integrarse plenamente en la comunidad política, con independencia de los vínculos con la comunidad de origen. Las concepciones instrumentales y estratégicas de la naturalización valoran el incremento en oportunidades que genera. Restringir la naturalización a los supuestos de una integración consolidada, deja menos espacio para usos instrumentales (Finotelli, La Barbera y Echeverría, 2018, 2334). La finalidad que ha de guiar la regulación de la naturalización debería ser la de traducir jurídicamente la voluntad de desarrollar los proyectos individuales de vida en un contexto determinado y con carácter indefinido.

En segundo lugar, la naturalización es especialmente deseable porque evita la multiplicidad de estatus jurídicos en el marco de la comunidad política. La fragmentación de estatus anula la igualdad fundamental de derechos central a la ciudadanía. La “fronterización de todos los días” opera restricciones al interior del Estado respecto de aquellos a los que se permite residir, trabajar y adquirir derechos, pero ocupan posiciones jurídicas diferentes a los nacionales (Yuval-Davis et al., 2019).

Las fronteras cambiantes se internan en las comunidades cuando los derechos se suspenden o se limitan parcialmente a quienes no tienen el estatus jurídico de la nacionalidad (Shachar, 2020, 6). La propuesta de Shachar de extender el ámbito de eficacia del Derecho hasta donde llegan sus políticas de frontera, que analiza fundamentalmente respecto de los supuestos de externalización, supondría, ad intra, que las garantías jurídicas deben llegar hasta la definición igualitaria de quién pertenece a la comunidad política, último bastión, dice la autora, de la soberanía (2020, 92).

En tercer lugar, la naturalización asegura la permanencia y consolidación en la dotación de derechos y beneficios a los naturalizados, que tendrán ya reconocidos los derechos de cualquier nacional sin riesgo de sufrir regresividad. La nacionalidad se define como un vínculo estable que solo muy excepcionalmente puede ser suspendido. El no nacional está expuesto a que se revoquen derechos reconocidos, se condicionen a nuevas exigencias, se agraven las condiciones para alcanzarlos o sea expulsado. La adquisición de la nacionalidad proporciona un horizonte estable de expectativas y diluye el componente de provisionalidad (Velasco, 2016, 68-69). Al mismo tiempo, aumenta la certeza jurídica. Al contrario, la existencia de criterios plurales de atribución de posiciones jurídicas sitúa al individuo sujeto a las mismas en una situación de inseguridad jurídica y, con ello, de desprotección (Mindus, 2019, 250 y 259).

En cuarto lugar, el argumento del vínculo del inmigrante con un entorno de fines compartidos serviría para vincular la ciudadanía con el ámbito municipal antes que justificar la flexibilización de la naturalización (De Lucas, 2006). Las instituciones municipales carecen de competencias y recursos para adoptar políticas migratorias, pero son las que gestionan la ciudad como ámbito más próximo en que se comparten proyectos de convivencia que deberían integrar formalmente a todos los que la habitan. Sin embargo, la integración del inmigrante no puede agotarse en el entorno local más cercano. La ciudadanía basada en la residencia es sostenible porque forma parte de una ciudadanía nacional que proporciona una base estable para las pertenencias más dinámicas a nivel local (Bauböck, 2014, 757). La autonomía local requiere una estructura común de gobierno democrático que establezca una regulación básica, coordine soluciones a posibles conflictos y asegure la solidaridad entre ciudades y regiones (Ruiz Miguel, 2020, 348-349). La participación en el nivel nacional es esencial para legitimar las decisiones sobre fronteras, ciudadanía e intervención social. De este modo, democratizar el acceso a la nacionalidad supone ampliar el alcance del cuerpo democrático para la definición de ámbitos esenciales en la conformación de la ciudadanía.

De acuerdo con los argumentos anteriores, si la nación no es una comunidad étnico-cultural, no puede ser sino una nación de ciudadanos, que encuentra su identidad en la práctica del ejercicio activo de derechos democráticos de participación y comunicación (Habermas 1998, 622). Si se asume que el vínculo que la integración social genera entre un extranjero y el Estado tiene el mismo valor que el que este tiene con los nacionales de origen, no existe ningún inconveniente en reconocer su derecho a adquirir la nacionalidad y considerar esta como la condición jurídica de disfrute pleno de derechos igual para todos los que comparten un mismo proyecto comunitario.

 

4. La nacionalidad como asunto constitucional. El criterio de la efectividad para la adquisición de la ciudadanía

 

Los criterios de adquisición y pérdida de la nacionalidad no son solo una cuestión civil o administrativa, sino fundamentalmente constitucional. No se trata solo de constituir una cualidad de la persona de la que derivan capacidades jurídicas que se adquieren al estar vinculado a un orden jurídico estatal. Es también una relación jurídica que implica derechos y deberes fundamentales, define la posición de la persona como parte de una comunidad política y supone límites al ejercicio del poder público. El carácter básico del vínculo de la nacionalidad supone que ha de ser la Constitución la que regule sus elementos esenciales y que los órganos legislativos no son libres de fijar las reglas sobre acceso a la ciudadanía formal, ni los órganos ejecutivos y judiciales pueden aplicarlos discrecionalmente.

La relevancia constitucional de la regulación de la nacionalidad no implica necesariamente que deba constituirse en cada Constitución como derecho a esa concreta adscripción nacional. Si bien la nacionalidad se configura como un derecho humano en varios documentos internacionales5, no tiene como correlato el deber de cada Estado de asumir a toda persona como ciudadano. Pero la nacionalidad no es una “concesión” discrecional del Estado. Su positivación internacional debe tener traducción en las regulaciones constitucionales estatales. El derecho a la nacionalidad como derecho humano impone exigencias y restricciones a la regulación estatal de la nacionalidad, tales como la obligación de prevenir las situaciones de apatridia, la prohibición de reducir el nivel de protección de derechos garantizado en el contexto supranacional, la remoción de los obstáculos a la efectividad de la nacionalidad que se ostenta, el deber de establecer criterios de adquisición que tengan carácter inclusivo y democrático y no vengan determinados por aspectos culturales o estratégicos particulares, el deber de no condicionar la adquisición a lo que las personas piensan o creen, o la prohibición de vincular la adquisición de la nacionalidad a la renuncia a una nacionalidad previa, entre otros. En último término, el derecho se traduce en un deber de justificación de las políticas estatales de nacionalidad, permitiendo el control judicial de las decisiones particulares.

La libre determinación por el Estado de las condiciones de adquisición de la nacionalidad, delimitando discrecionalmente el ámbito de sujetos “integrables”, supone limitar injustificadamente la autonomía del extranjero para integrarse y consentir el pacto social. La adquisición debe depender de la valoración general del proceso de integración del inmigrante, más allá de un examen puntual. Aunque no resulta indiferente que quienes acceden a la naturalización hayan adquirido ciertos conocimientos y competencias y hayan alcanzado un nivel de adaptación a los principios político-institucionales de carácter democrático, eso no supone que exigirles la realización de un examen produzca tales transformaciones (Carens, 2010, 19). Especialmente si se tiene en cuenta que la capacidad efectiva de superar el test depende de factores que suponen una barrera para los individuos desaventajados. No son justificables las pruebas de ciudadanía que perjudican a los inmigrantes con menor acceso a la educación y la información y, en general, a los peor situados (Groenendijk y van Oers 2010, 9)6.

Las circunstancias personales que se consideren relevantes para tener la pretensión legítima a ser admitido en una comunidad política deben ser coherentes con la función pública que cumple la nacionalidad (Mindus, 2019, 284-285, 305). Esta exigencia de racionalidad al legislador supone restricciones a su libertad para definir las condiciones de la nacionalidad. A la inversa, los criterios de atribución de la nacionalidad son expresión del modelo más o menos democrático de pertenencia que diseña el orden jurídico. Sería inasumible, en este sentido, la utilización estratégica de la naturalización por los Estados para fines instrumentales militares, laborales o de captación de inversiones (Finotelli, La Barbera y Echeverría, 2018, 2323). Al mismo tiempo, resulta inconsistente que se prolongue el vínculo de sangre para reconocer el derecho de voto a los nacionales en el extranjero, externalizando la frontera interna, y sea la regla general al interior del Estado la renuncia a los lazos de origen para adquirir otra nacionalidad, haciendo, además, excepción en casos vinculados al pasado colonial.

La cuestión de los criterios de atribución de la nacionalidad es la otra cara de la pregunta acerca de la delimitación de las fronteras de la democracia. El concepto de democracia incorpora la noción de una comunidad de individuos que adoptan decisiones en común. La delimitación de esa comunidad de individuos debe hacerse sobre criterios racionales. El principio de partes interesadas (stakeholders) la circunscribe de modo más definido que criterios como el de todos los afectados, los sujetos a un orden jurídico o los sometidos a un poder coercitivo, y pone el énfasis en el aspecto colectivo del vínculo. Asimismo el criterio favorece la propuesta de una naturalización facilitada.

El criterio identifica a aquel conjunto de individuos con una implicación permanente y un interés compartido en el futuro de la comunidad, en la medida en que su bienestar y derechos dependen de ella. Estas circunstancias generan una pretensión subjetiva a la pertenencia y derechos de participación activa (Bauböck 2009, 2005; Eleftheriadis, 2014, 790 y ss.). El principio se basa en dos premisas: primero, que los individuos tienen un interés básico en la pertenencia a una comunidad política por razones instrumentales (protección de sus derechos fundamentales) e intrínsecas (porque contribuye a su auto-respeto y el igual respeto por otros)7. Y, segundo, que los ciudadanos de una comunidad que se autogobierna comparten al menos un presunto interés colectivo en preservar su autonomía y contribuir a su florecimiento. En consecuencia, aquellos, y solo aquellos, individuos cuya autonomía individual y bienestar están ligados a la autonomía colectiva y el florecimiento de una comunidad política particular, tienen una pretensión legítima a ser miembros de ella.

Conforme a esta argumentación, la nacionalidad aparece como vínculo jurídico que, en palabras de la Corte Internacional de Justicia (1955, 23), tiene como base un hecho social de adhesión y cohesión. Un orden democrático ha de generar las condiciones para integrar jurídicamente ese hecho social. “Cuanto más tiempo se vive en sociedad, más fuerte es el interés en vivir allí y, en algún momento, se pasa un umbral que debería dar derecho a una persona a la protección plena de la ciudadanía” (Carens, 2005, 39). La razón sustantiva detrás de este argumento es que la residencia prolongada genera un “vínculo genuino” y un interés en el futuro de la comunidad.

El criterio de la efectividad de la adhesión convierte el tiempo, o duración de la residencia, en un factor relevante para delimitar el cuerpo político. Establecer un límite razonable en ese tiempo restringe la tradicional prerrogativa del Estado8. Pero la propia modulación del tiempo, en cuanto tiene una dimensión jurídica, puede ser un factor de fronterización cambiante de la que habla Shachar (Lori, 2020, 124-126). La práctica jurídica habitual de no computar periodos de residencia bajo ciertos estatus tiene el riesgo de discriminar entre categorías de migrantes acortando y manipulando los requisitos temporales. Depende de cada orden jurídico que la nacionalidad sea un instrumento estratégico de intereses particulares o una institución que haga posible la igualación cívica de quienes ya son miembros de la sociedad y se ven afectados por el gobierno de la misma.

 

5. Doble nacionalidad e igualdad

 

La residencia estable que genera vínculos genuinos es, pues, la exigencia básica para la adquisición de la ciudadanía, desde su dimensión sustantiva de toma de conciencia de la interdependencia e interés en participar en el futuro compartido (Honohan 2010). Pero, además, la eficacia de la naturalización basada esencialmente en ese vínculo temporal depende en gran medida de que no se exija la renuncia a la previa nacionalidad. Permitir la ciudadanía múltiple favorece la naturalización de los inmigrantes, en la medida en que optarán por ella en mayor medida al no serles exigida la renuncia a su comunidad de origen.

Durante mucho tiempo existió un cierto consenso acerca de que la doble nacionalidad era causa de conflictos y dificultades que desestabilizaba las relaciones entre los Estados. Desde las últimas décadas del siglo XX, sin embargo, se produjo un cambio de tendencia favorable a la doble nacionalidad, en un contexto internacional de interacciones globales ampliadas, el fin de la guerra fría, la emergencia de un régimen internacional de los derechos humanos, legislaciones de género más igualitarias e intensificación de las migraciones internacionales. La tendencia a aceptarla ha sido creciente entre los Estados democráticos9.

La doble nacionalidad ha interesado fundamentalmente desde el punto de vista del transnacionalismo. Favorecer el mantenimiento de los vínculos previos, refleja la realidad de un mundo globalizado y digitalizado en el que cada vez más personas mantienen vínculos genuinos con dos o más comunidades. La doble nacionalidad se ha considerado la manifestación de una ciudadanía transnacional, caracterizada por la interacción y solapamiento de estatus jurídicos en un contexto que traspasa las fronteras estatales (Bauböck, 1994; Faist, 2008; Spiro, 2016). Los Estados de los que es nacional al mismo tiempo una persona se ven forzados a cooperar y coordinarse. La mutua flexibilización de fronteras que deriva de los acuerdos en favor de la tolerancia de ciudadanías múltiples se ha considerado capaz de generar una interdependencia creciente entre los Estados (Bauböck, 2017). Si esa nueva institucionalidad común progresa en favor de la extensión en la protección de derechos y la integración plural podría constituir un primer paso hacia un régimen migratorio general cada vez más ampliado.

No obstante, esta consideración positiva de la doble nacionalidad tiene también otra faz más negativa. La variante transnacional y tolerante de estas propuestas se ha contrapuesto a la realidad de un contexto interestatal en el que las conexiones y contactos transfronterizos se emplean para reforzar y prolongar intereses estratégicos. Y tal uso instrumental mercantiliza y devalúa la ciudadanía que, más allá de servir a la integración política, se emplea estratégicamente para fines individuales y genera oportunidades que no son disfrutadas equitativamente. Son solo quienes comparten su nacionalidad de origen con otras nacionalidades de los países más desarrollados los que disfrutan de la plenitud de derechos y oportunidades globales y un alto grado de movilidad. Esta dinámica profundiza y consolida las disparidades sociales que frustran la aspiración igualitaria del ideal cívico (Harpaz y Mateos, 2019, 850; Spiro, 2019). Y, dado que la adquisición de ciudadanías múltiples se basa en circunstancias de ascendencia, etnia, historia o estatus social, supone, además, una revalorización de estos elementos que se refuerzan como ejes de desigualdad (Harpaz, 2019, 2).

Pero las condiciones para un uso instrumental de la adquisición de la nacionalidad están determinadas en gran medida por las estructuras jurídicas. En sí misma, la institución de la doble nacionalidad no está necesariamente orientada a facilitar opciones individuales o estatales instrumentales. La realidad es que son muchos los casos en que la naturalización es consecuencia de un proceso previo de estabilización de la residencia y que este se ve especialmente favorecido por una regulación extensiva de la doble nacionalidad (Finotelli, La Barbera y Echeverría, 2018). Cuando la regulación de la doble nacionalidad no se hace depender de los vínculos entre los países, sino de los vínculos que los individuos generan con varias comunidades se puede evitar la tensión que necesariamente genera la doble nacionalidad con la igualdad cívica. Por ello, una regulación integradora de la nacionalidad que atendiera esos múltiples lazos individuales sería más factible en el marco de un régimen global regulatorio del derecho a la nacionalidad que sirviera de base a las regulaciones estatales.

 

6. Algunas conclusiones sobre la necesidad de reforma de nuestra Constitución

 

El Derecho es un factor determinante para generar formas más justas de interacción social. El proceso es complejo porque la transformación efectiva depende de variables que están más allá de la realidad jurídica, pero, al mismo tiempo, los cambios difícilmente se pueden consolidar prescindiendo de la legalidad. Una nacionalidad democrática es inalcanzable sin un cambio social. Pero el Derecho puede contribuir al mismo, tanto habilitando las condiciones para un acceso más justo, como desarrollando su poder comunicativo en favor de una conciencia social propicia a asumir la legitimidad de la pretensión del inmigrante a ser ciudadano10. La regulación de las condiciones para la naturalización expresa quiénes queremos llegar a ser.

Cualquier regulación de la nacionalidad es el reflejo de circunstancias históricas cambiantes. Nuestro contexto constituyente en 1978 era muy diferente al momento actual en relación con los movimientos migratorios. En las últimas dos décadas viene siendo una reclamación progresivamente consolidada en la doctrina constitucionalista y la teoría política la de la participación política de extranjeros residentes en el ámbito local, sobre la base de los argumentos de la no dominación y la igualdad política. En el ámbito constitucional se exige, fundamentalmente, la eliminación de la exigencia de reciprocidad para el reconocimiento de derechos de participación a extranjeros residentes. La reciprocidad supone una restricción fuerte al sufragio activo de los residentes, en cuanto que condiciona el ejercicio del derecho, no solo a la voluntad y circunstancias de la persona solicitante, sino a cuál sea el Estado de origen del inmigrante y su carácter democrático y las opciones reales de que España adopte con él convenios de reciprocidad. Con ello, se convierte en una cuestión de relaciones internacionales lo que no es si no una cuestión de disfrute efectivo del derecho a la participación política.

La necesidad de una reforma constitucional aparece como la “única salida lógica” (Solanes, 2008, 92) para que los residentes estables “dejen de ser políticamente inexistentes y aporten, en el ámbito de la esfera pública, sus aspiraciones en la vida civil” (Capella, 2019, 20). La propuesta habitual es la eliminación de la referencia a la reciprocidad, manteniendo la remisión a tratado o ley (Aja, 2012). En otros casos, esta reforma mínima se considera insuficiente, al dejar el derecho a la voluntad del legislador. Y se propone una reforma más amplia que reconozca directamente el derecho al sufragio a extranjeros en las elecciones municipales (Naranjo, 2017, 91). Las propuestas más ambiciosas de reforma consideran la necesidad de posibilitar el sufragio en todas las instituciones democráticas, suprimiendo la restricción del art. 13.2 a las elecciones municipales (Santolaya, 2007, 81; Arce, 2012). Presno (2016, 283) propone una reforma que incorpore en la Constitución un artículo de reconocimiento genérico del derecho de voto, similar al art. 63.2 de la Constitución ecuatoriana, conforme al que los extranjeros con un periodo de residencia de al menos 5 años tengan derecho al voto.

La reforma para la facilitación del acceso a la nacionalidad de los extranjeros que lo soliciten voluntariamente, reduciendo plazos y requisitos, cuenta con menor respaldo doctrinal, pero vendría exigida por las tesis que se han defendido en este trabajo. Sería deseable, en primer lugar, que la Constitución no guardara silencio sobre el plazo para la adquisición de la nacionalidad por residencia estable y redujera el plazo legal general de 10 años. En segundo lugar, no resulta coherente que la reducción del plazo para la adquisición de la nacionalidad por residencia en los casos de especiales vínculos históricos y culturales se limite a los relativos a una cultura común derivada de un pasado colonial, sino que debería hacerse extensiva a quienes comparten una cultura común de derechos, democracia y justicia social. La homogeneización de los requisitos para acceder a la nacionalidad por residencia contribuiría a la normalización del estatus de ciudadano y acabaría con la paradoja de considerar a los ciudadanos europeos menos cercanos culturalmente (Finotelli y La Barbera, 2017, 271). En tercer lugar, las propuestas anteriores deberían ir en paralelo a una política favorable a la firma de Tratados de doble nacionalidad. Sería deseable que dejara de ser la regla general que la adquisición de una nacionalidad extranjera suponga la pérdida de la propia (art. 23.b) Cc). Ello supondría también la necesidad de reformar el art. 11.3 CE, que vincula la doble nacionalidad a Estados que presentan una particular vinculación con España. E implica que la regulación de las condiciones para adquirir la doble nacionalidad estén determinadas por la finalidad de favorecer a quienes han adquirido de hecho un vínculo genuino con la comunidad.

Ninguno de estos cambios constitucionales pueden emprenderse por nuestro Estado de modo aislado. La regulación constitucional de la nacionalidad debe estar presidida por la cooperación en regímenes ampliados de ciudadanía supranacionales y globales. En el marco europeo, la jurisprudencia expansiva del TJUE en la protección de derechos debería acompañarse de una política comprometida con la integración de los inmigrantes y consciente de su responsabilidad en un mundo global.

 

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Notas

 

1 Una de las dificultades de analizar los temas que trata este trabajo es la confusión conceptual de la distinción entre nacionalidad y ciudadanía. Entenderé por ciudadanía la generalidad de los derechos, y obligaciones asociadas, mediante las que el individuo se integra en una comunidad político-jurídica; y por nacionalidad la vía por la que se accede ex lege a su reconocimiento y ejercicio. La nacionalidad es la condición jurídica para acceder al ejercicio de los derechos y la participación en las decisiones de una comunidad política determinada. En la literatura anglosajona se emplea el término de ciudadanía nominal o formal como equivalente de la nacionalidad y el de ciudadanía sustantiva como el contenido de ese vínculo que supone disfrutar de todos los derechos, inmunidades y capacidades (Bauböck 1994, 23). La nacionalidad es una noción vacía que solo adquiere contenido con la inclusión de posiciones jurídicas determinadas que efectúa cada orden jurídico. No obstante, existen una serie de caracteres que se emplean en la práctica para diferenciar la nacionalidad como vínculo jurídico de otros vínculos del individuo con otras esferas de convivencia: el carácter soberano del orden nacional, la restricción de la libertad de movimiento a través de sus fronteras, la atribución de plenos derechos políticos y la estabilidad del vínculo.

2 Ciertamente si se considera que la nacionalidad no está vinculada en esencia a una identidad dada, el término de “naturalización” no resulta el más apropiado, al dar a entender una especie de derecho natural que solo algunos ostentan. Como acertadamente matizó Antonio Campillo en su comentario a este trabajo, lo deseable es “desnaturalizar” o deshacer la jerarquía de estatus natural en la ciudadanía.

3 La ciudadanía supranacional será equiparable al vínculo de la nacionalidad cuando se acepte la autoridad de la unión político-jurídica para determinar la configuración de las nacionalidades estatales, lo que no ocurre en nuestros días respecto de la Unión Europea, en la que las pretensiones de autoridad de Estados y Unión convergen existiendo dos reglas de reconocimiento diferentes (Bayón, 2007, 121-122; Barber, 2006). Se avanzará hacia una ciudadanía supranacional en la medida en que se garantice un nivel de protección de derechos que no se pueda restringir por cada Estado ni a cuya efectividad se deba poner obstáculos. Esto supondría una nacionalidad postsoberana, como condición jurídica de aquellos sujetos a los que es atribuible la plenitud de posiciones jurídicas de un orden estatal que no actúa de modo autónomo, sino en un marco de interdependencia que obliga a reformular la forma en que ejerce su poder.

4 Agradezco este dato cuantitativo al revisor anónimo de este trabajo que me remitió como ejemplo a los datos de EE.UU desde 1992 que pueden consultarse en https://www.migrationpolicy.org/article/naturalization-trends-united-states (visitado el 25/07/22).

5 Veáse el art. 15 DUDH, art. 24.3 Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, art. 4.a) Convenio Europeo sobre nacionalidad, o compromiso 20.e) del Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular de Naciones Unidas de 19 de diciembre de 2018, entre otros.

6 La STS 1521/2021 ha reconocido que no puede existir un estándar generalizado de integración válido para todos los solicitantes y, respecto del caso concreto, ha señalado que el requisito de la integración para obtener la nacionalidad española debe adecuarse en el caso de mujeres migrantes vulnerables con escasa formación.

7 El argumento del respeto que implica la naturalización es un argumento central. Seglow (2009, 802) lo considera preferible a otros en cuanto refleja la idea de que “ser ciudadano es ser alguien que cuenta, alguien que puede mirar a sus conciudadanos a los ojos”. También Judith Shklar (2021, 359) entiende la lucha por la ciudadanía como una exigencia de inclusión, “un esfuerzo por derribar barreras excluyentes al reconocimiento”.

8 Por ello, en algunos casos se considera que la atribución de la nacionalidad ha de ser automática transcurrido el periodo legal (Carens, 2005, 41; Rubio-Marín, 2000, 102-129). No obstante, la misma restricción a la discrecionalidad del Estado puede lograrse si transcurrido el tiempo es el inmigrante el que opta por la naturalización. Esta segunda vía es más conforme con el respeto a la persona migrante y su autonomía.

9 Puede consultarse al respecto, como adecuadamente me sugirió uno de los revisores del trabajo, https://www.migrationdataportal.org/themes/citizenship-and-migration (consultado el 25/07/2022).

10 Ferrajoli (2019, 186) habla del entramado de normas que limitan los derechos de las personas migrantes como un factor de “des-educación” que genera la imagen del otro como inferior.