Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 87 (2022), pp. 65-81
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.524321
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Las fronteras del aire: cambio climático, migraciones
y justicia global*
The frontiers of air: climate change, migration and global justice
Resumen: Necesitamos comprender la novedad de las migraciones contemporáneas para poder regularlas con criterios de justicia. Para ello, hemos de considerar la escala geopolítica global, la larga duración histórica y nuestro vínculo ecológico con la biosfera. Migran las plantas, los animales y los humanos, estos últimos por la violencia, la desigualdad y la degradación ambiental. El cambio climático es ya la principal causa de las extinciones de especies y de las migraciones humanas. Por eso, debemos instituir una justicia social y ambiental global que proteja simultáneamente a los pueblos, a las generaciones venideras, a las especies y a los ecosistemas.
Palabras clave: Migraciones, biosfera, capitalismo, colonialismo, cambio climático, justicia global.
Abstract: We need to understand the novelty of contemporary migrations in order to be able to regulate them with criteria of justice. To do so, we need to consider the global geopolitical scale, the long historical duration and our ecological link with the biosphere. Plants, animals and humans migrate, the latter because of violence, inequality and environmental degradation. Climate change is already the main cause of species extinctions and human migrations. Therefore, we must institute a global social and environmental justice that simultaneously protects people, future generations, species and ecosystems.
Keywords: Migrations, biosphere, capitalism, colonialism, climate change, global justice.
Recibido: 15/05/2022. Aceptado: 12/07/2022.
* Artículo elaborado en el marco del proyecto de investigación “Fronteras, democracia y justicia global. Argumentos filosóficos en torno a la emergencia de un espacio cosmopolita” (PGC2018-093656-B-I00), financiado por la Agencia Estatal de Investigación. Agradezco a Juan Carlos Velasco, Isabel Turégano y los dos revisores anónimos de la revista Daimon las sugerencias que me han hecho para mejorar el texto.
** Catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia hasta el 30/09/2021. Líneas de investigación: Filosofía de la Historia, Filosofía Política y Ecología Política. Últimos libros: Un lugar en el mundo (2019) y El concepto de amor en Arendt (2019). https://webs.um.es/campillo - campillo@um.es
1. Migraciones vegetales, animales y humanas
Todos los seres vivos, desde la bacteria más pequeña hasta la ballena más grande, tienen cuatro rasgos en común: se alimentan, se reproducen, se desplazan y se necesitan mutuamente para alimentarse, reproducirse y desplazarse. Por eso, desde hace unos 3.500 años, no han cesado de diversificarse y extenderse por toda la Tierra, interactuando entre sí y también con los suelos, las aguas, la atmósfera y la radiación solar. Todas esas interacciones constituyen lo que en 1926 Vernadsky llamó “biosfera” (1997) y en 1979 Lovelock rebautizó como “Gaia” (1983), una delgada capa que envuelve a la Tierra y tiene unos 20 kilómetros de ancho, incluyendo el subsuelo orgánico (la edafosfera o “zona crítica terrestre”), el agua en todos sus estados (la hidrosfera) y el aire protegido de la radiación ultravioleta por la capa de ozono (la atmósfera). En esa “envoltura viva” no cesan de moverse y entretejerse la radiación solar, los gases, las aguas, los minerales y los seres vivos. Estos se desplazan, sobre todo, para alimentarse y reproducirse. Lo hacen en viajes de ida y vuelta, siguiendo el ciclo anual de las estaciones, o sólo en viajes de ida, cuando hay cambios climáticos y ecológicos que amenazan su supervivencia y les fuerzan a buscar nuevos ecosistemas.
Migran las plantas, que son el 99,7 de la biomasa terrestre (incluido el fitoplancton o “planta errante”, que produce el 50% del oxígeno de la biosfera). Sin ellas, los humanos y los demás animales no podríamos respirar ni alimentarnos. Las plantas terrestres migran a través de los pólenes y las semillas, que son transportados por el viento, el agua, los insectos, las aves y los humanos, y arraigan en los suelos más diversos de la Tierra (Mancuso, 2019). Migran los animales, miles de millones de animales que cada año hacen viajes de ida y vuelta, por la tierra, el agua o el aire, desde los pocos kilómetros que recorren los sapos comunes o los cangrejos australianos hasta los 80.000 que vuela el charrán ártico entre el polo norte y el sur (Buoninconti, 2021).
Y migran también los humanos, primero a pie y mucho más tarde montados en toda clase de vehículos: animales de carga, carros con ruedas, canoas a remo, barcos de vela, buques de vapor, trenes, coches y aviones. La condición humana es constitutivamente migratoria. El homo sapiens es un homo viator. La anatomía de los homínidos evolucionó durante millones de años para poder caminar y correr a largas distancias, con las manos libres y la cabeza erguida (Arsuaga y Martínez, 1998, 93-116). Los primeros humanos aparecieron en África hace más de 230.000 años (Vidal et al., 2022). Vivían en pequeñas comunidades nómadas que se desplazaban rotativamente, siguiendo los ciclos estacionales de las plantas y los animales, pero hace unos 70.000 años el clima del noreste de África se volvió mucho más seco y frío, lo que provocó una gran migración fuera del continente (Tierney, deMenocal y Zander, 2017). Desde entonces, los humanos se extendieron por Eurasia, América y Oceanía, adaptándose a todo tipo de ecosistemas y diversificando su aspecto físico y sus formas de vida. De hecho, todos los humanos actuales estamos genéticamente emparentados y descendemos de aquellos primeros migrantes africanos (Oppenhaimer, 2004; Cavalli-Sforza, 1997).
Hace 10.000 años, tras el fin de la última glaciación y el comienzo del Holoceno, una época geológica con un clima muy estable y óptimo para la vida, algunas comunidades comenzaron a sedentarizarse, primero en Mesopotamia y después en otras regiones de la Tierra, pasando de la recolección, la caza y la pesca a la domesticación de plantas y animales (Redman, 1990). Desde hace poco más de 5.000 años, en algunas de esas regiones se formaron estados, imperios y rutas de comunicación terrestres, fluviales y marítimas, con una gran movilidad de personas, animales, plantas, bacterias, virus, plagas, técnicas e ideas (Burbank y Cooper, 2012; Fernández-Armesto 2012; McNeill y McNeill, 2010; Diamond, 2006). Finalmente, los estados que se formaron en Europa occidental entre los siglos XV y XVII, tras invadir América y el resto del mundo (Benjamin 2006), enviaron millones de colonos a las tierras conquistadas, alterando sus ecosistemas con la flora, la fauna, las técnicas y las costumbres importadas de Europa; causaron la muerte masiva de los pueblos indígenas, en parte por la violencia directa y en parte por epidemias también importadas; entre 1514 y 1866, trasladaron a América a 12,5 millones de personas compradas en África como esclavas (Slave Voyages, 2021) y las obligaron a trabajar en las plantaciones de productos destinados a las metrópolis: algodón, azúcar, cacao, café, té y tabaco. En resumen, los europeos impusieron su “imperialismo ecológico” a los pueblos y territorios colonizados (Crosby, 1988) y así crearon la moderna sociedad capitalista, que fue el primer “sistema-mundo” de la historia (Wallerstein, 1998) y la primera “ecología-mundo” de origen antrópico (Moore, 2020).
Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética comenzaron a disputarse la hegemonía mundial, se descolonizaron las últimas colonias europeas y emergieron nuevas superpotencias como China, pero las desigualdades entre el Norte enriquecido y el Sur empobrecido se han mantenido y el capitalismo ha seguido degradando de manera cada vez más acelerada todos los ciclos naturales de la biosfera, incluido el clima terrestre (Steffen et al., 2015), lo que está causando ya la extinción de muchas especies (IPBES, 2019), entre otras cosas por la alteración de los ciclos estacionales que regulan sus migraciones (Buoninconti, 2021, 257-274).
Según el Sexto Informe de Evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, el cambio climático causado por los gases de efecto invernadero (GEI) ha hecho que la mitad de especies vegetales y animales se haya desplazado más al norte o a mayor altitud; muchas se han extinguido localmente y otras por completo; y las extinciones pueden superar el 10% si el calentamiento global supera los 1,5 ºC; en cuanto a los humanos, entre 3.300 y 3.600 millones (casi la mitad de la población mundial) viven en entornos muy vulnerables al cambio climático, sea por su ubicación geográfica, su mala situación socioeconómica o ambos motivos a un tiempo, siendo especialmente crítica la situación de África, Asia meridional, América Central y del Sur, los pequeños estados insulares y el Ártico (IPCC, 2022a). En 2020 se alcanzó una subida media de 1,2 ºC por encima del nivel de la época preindustrial (OMM, 2021). Si sigue esta tendencia, la subida llegará a los 3,2 ºC en 2100 (IPCC, 2022b), lo que provocará un colapso de la actual civilización planetaria y el humanicidio de miles de millones de personas (Servigne y Stevens, 2020).
En resumen, la especie humana ha sido desde su origen una especie migratoria y la historia de la humanidad está inseparablemente ligada a la historia de sus migraciones. Estas han sido desencadenadas por cambios climáticos, crisis ecológicas y conflictos sociales que han forzado a algunos grupos a realizar grandes desplazamientos colectivos. Y estos desplazamientos, a su vez, han provocado nuevos conflictos por la ocupación del territorio, nuevas relaciones con el entorno biofísico y nuevos tipos de organización ecosocial (Lieberman y Gordon, 2022; Brooke, 2014). La primera gran migración de nuestros antepasados africanos hizo posible la expansión geográfica y la diversificación física y ecocultural de la especie humana, que tuvo lugar a lo largo del Paleolítico y acabó poblando todos los continentes con pequeñas comunidades nómadas de recolectores, cazadores y pescadores. La segunda ola se inició en el Neolítico y estuvo ligada a la formación de los imperios agrarios y a las grandes rutas que conectaron Eurasia y África, y también América central y andina. La tercera ola, la de los millones de colonos europeos que en América, Australia y Nueva Zelanda sustituyeron a las poblaciones indígenas o prevalecieron sobre ellas, no solo hizo posible la formación de los imperios ultramarinos sino también el nacimiento de la ecología-mundo capitalista, que ha generado grandes desigualdades entre el Norte y el Sur, ha degradado toda la biosfera y está poniendo en riesgo el porvenir de la humanidad (Campillo, 2001, 2008, 2018).
2. Cómo comprender las migraciones humanas contemporáneas
En las últimas décadas, y especialmente desde el final de la Guerra Fría, hemos asistido a una nueva ola de migraciones que tiene dos características principales: ya no va de Europa al resto del mundo, sino de los países más empobrecidos a los más enriquecidos: Europa occidental, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y las monarquías petroleras del Golfo Pérsico; pero los estados receptores no les facilitan la llegada, sino que les cierran la frontera y les niegan el permiso de residencia, lo que los convierte en migrantes “ilegales”, “irregulares” o “sin papeles” (Shachar, 2020; Mezzadra y Neilson, 2017; Velasco 2016). Estas dos novedades fueron señaladas hace casi dos décadas por el Programa de Naciones para el Desarrollo (PNUD, 2004, 87, 99-100).
Los estudios sobre las migraciones contemporáneas son ya muy abundantes (Velasco et al., 2021), pero muchos adolecen de tres limitaciones. En primer lugar, las migraciones suelen ser abordadas desde un enfoque normativo “estadocéntrico” (Di Cesare, 2019, 22-29), es decir, desde el punto de vista de los estados receptores que se atribuyen el derecho soberano a aceptar o rechazar la entrada de migrantes en su territorio, con independencia de lo que establezcan los artículos 13, 14 y 15 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y el Estatuto de los Refugiados (1951 y 1967). El estadocentrismo naturaliza el “azar de las fronteras” (Velasco, 2016) y las convierte en el fundamento jurídico-político para “clasificar” a los seres humanos (Mau, 2021) y estigmatizar a los migrantes “ilegales” como “seres superfluos” (Campillo, 2022). Esta primacía de la soberanía estatal converge con el “nacionalismo metodológico” de las ciencias sociales euro-atlánticas, que hace de las fronteras unos “contenedores” en cuyo seno las sociedades se desarrollan de manera endógena, un presupuesto teórico que se contradice con la realidad histórica: desde que Europa se expandió por toda la Tierra, vivimos en un solo sistema-mundo de dimensiones planetarias (Wallerstein, 2004; Beck, 2002), en el que las fronteras permiten a los estados más ricos realizar una gestión diferencial de los movimientos de personas y mercancías, reproduciendo así las grandes desigualdades sociales y territoriales (Mezzadra y Neilson, 2017).
El estadocentrismo suele combinarse con un “presentismo” histórico (Hartog, 2007) igualmente ajeno a la realidad, como si las migraciones contemporáneas se debieran al capricho de las personas migrantes y pudieran ser explicadas sin inscribirlas en la “larga duración” (Braudel, 1995) de los últimos cinco siglos, en los que el capitalismo ha ido construyendo unas relaciones de dominación que tuvieron su origen en el colonialismo, el racismo y la esclavitud, y cristalizaron en el reparto territorial de las colonias del Sur global por parte de los imperios ultramarinos europeos. Basta recordar el Tratado de Tordesillas (1494) entre España y Portugal para el reparto de América y Extremo Oriente, la Conferencia de Berlín (1884) para el reparto europeo de África y el Acuerdo Sykes-Picot (1916) entre Reino Unido y Francia para el reparto de los territorios del imperio otomano en Oriente Próximo (Tertrais y Papin, 2018). Tras los acuerdos de Bretton Wodds (1944), se produjo la “invención del Tercer Mundo” (Escobar, 1996), la jerarquización de los países en “desarrollados”, “en vías de desarrollo” y “subdesarrollados”, y una nueva forma de dominación colonial del Norte sobre el Sur sin la cual no es posible comprender las migraciones actuales, la “securitización” racista de las fronteras y su “externalización” a terceros países (Mellino, 2021).
Una tercera limitación de muchos estudios sobre las migraciones es la división entre naturaleza y sociedad. Desde que Descartes postuló el dualismo entre la res extensa y la res cogitans, el pensamiento moderno ha estado dominado por el divorcio entre ciencias naturales y sociales, como si la naturaleza fuese ajena a la historia humana y esta, a su vez, pudiera ser comprendida al margen de la naturaleza (Moore, 2020; Latour, 2004, 2007). Sin embargo, la crisis ecológica y las ciencias de la vida y de la Tierra han llevado a postular la tesis de que vivimos en una nueva época geológica, el Antropoceno (Crutzen y Stoermer, 2000), en la que la especie humana —o, más bien, la minoría rica del Norte global, por lo que historiadores como Malm (2020) y Moore (2020) prefieren hablar de Capitaloceno— se ha convertido en una “fuerza geológica” (Vernadsky, 1997) capaz de alterar los ciclos naturales de la biosfera, lo que a su vez puede causar el colapso de la civilización industrial (Beau y Larrère, 2018; Bonneuil y Fressoz, 2016). Vivimos ya en una “geohistoria” en la que los ciclos naturales y las acciones humanas no cesan de afectarse recíprocamente, y la prueba más clara es el “nuevo régimen climático” generado por los combustibles fósiles (Latour, 2015). Por eso, las desigualdades sociales son también desigualdades ecológicas (Kempf, 2008). El Norte se ha apropiado durante siglos de la “naturaleza barata” del Sur (energía, materias primas, trabajo y alimentos) y los flujos de esos “cuatro baratos” a través de las fronteras le ha permitido generar y consolidar tales desigualdades ecosociales (Moore, 2020).
Si queremos comprender el novum histórico de las migraciones humanas contemporáneas, y mucho más si queremos regularlas con criterios de justicia, no podemos dejar de situarlas en el marco global de la biosfera terrestre y en la larga trayectoria histórica que ha dado origen a la actual ecología-mundo, en la que se combinan tres tipos de fenómenos: las grandes desigualdades sociales y ecológicas entre el Norte y el Sur globales, que son el resultado de cinco siglos de colonialismo; las luchas geopolíticas entre las grandes potencias por el control de los territorios y de sus recursos naturales, entre ellos los combustibles fósiles; y el cambio climático provocado por esos combustibles, que está alterando todos los ciclos naturales, está causando grandes impactos ecosociales y puede conducir a un colapso civilizatorio en la segunda mitad del siglo XXI.
Ahora ya estamos en condiciones de comprender el marco geohistórico de las migraciones humanas contemporáneas. Los tres grandes fenómenos que acabo de enumerar —las desigualdades sociales globales, las guerras por los recursos y la degradación acelerada de la biosfera terrestre— no cesan de combinarse y reforzarse entre sí, y cada año despojan a millones de personas de su “lugar en el mundo” (Campillo, 2019), las “expulsan” de su casa y de su tierra (Sassen, 2015, 2017), y las fuerzan a migrar para encontrar otro lugar donde vivir, primero en las grandes ciudades de su propio país, después en los países limítrofes y, por último, en los países ricos del Norte global. La clave, pues, no está en el “efecto llamada”, como repiten los xenófobos defensores del cierre de fronteras y de la estigmatización de los migrantes, sino más bien en el “efecto huida”. Huir de la muerte, a fin de cuentas, es lo que nos une a los humanos con los otros animales y con las plantas: todos los seres vivos, como dije al principio, migramos para encontrar un lugar donde poder convivir. Por eso, el “derecho de fuga” debe ser reconocido como un derecho humano irrenunciable (Mezzadra, 2005).
3. Migraciones políticas, económicas y ambientales
En 2020 había 82,4 millones de personas desplazadas y refugiadas “por la fuerza” (ACNUR, 2021), veinte millones más que al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Arendt hablaba del “nuevo pueblo de los apátridas” como “el grupo más sintomático de la política contemporánea” (1981, 404). De ellos, 48 millones eran desplazados internos y el resto eran refugiados y solicitantes de asilo en otros países. Este “pueblo de los apátridas” se ha duplicado en la última década, debido a las “nuevas guerras” (Dodds, 2021; Kaldor, 2001), unos conflictos armados en los que intervienen actores estatales y no estatales, locales e internacionales, y que persisten desde hace décadas, como en Palestina y Afganistán, o que han estallado en los últimos años, como en Siria y Ucrania.
A estas personas desplazadas y refugiadas “por la fuerza”, es decir, por motivos “políticos”, hay que añadir las “migrantes” que supuestamente cambian de país “libremente”, por razones “económicas”. En 2020 se llegó a 281 millones de migrantes internacionales, un 3,6% de la población mundial (UNDAES 2020). En los últimos veinte años, la población mundial ha aumentado un 28% (de 6.070 millones en 2000 a 7.800 en 2020) y la población migrante un 62% (de 173 a 281 millones). Pero lo más relevante es que estas migraciones ya no van de Europa al resto del mundo, sino de los países más empobrecidos a los más enriquecidos, aunque en los últimos años está creciendo también la migración Sur-Sur. Por tanto, son una consecuencia del sistema de dominación global construido por Occidente desde hace cinco siglos. A la desigualdad económica se añade la demográfica: los países empobrecidos tienen poblaciones más jóvenes, con más natalidad y menos esperanza de vida, mientras que los países enriquecidos tienen poblaciones más envejecidas, con menos natalidad y más esperanza de vida. Así, son las personas jóvenes del Sur las que migran, trabajan y cotizan para mantener el bienestar de las mayores del Norte.
Junto a los conflictos bélicos y las desigualdades sociales, hay que añadir el “sobrepasamiento” (overshoot) de seis de los nueve “límites planetarios” (Wang-Erlandsson et al., 2022; Steffen et al., 2015; Rockström et al., 2009): el cambio climático, la integridad de la biosfera, los ciclos biogeoquímicos, el cambio del sistema terrestre (deforestación, minería, monocultivos, macrogranjas, megaciudades), las nuevas entidades (plásticos y otras sustancias químicas sintéticas) y el agua dulce disponible (incluida la humedad de los suelos). Todo ello está degradando aceleradamente los ecosistemas donde habitan las comunidades humanas y “expulsando” cada año a millones de personas, sea en desplazamientos internos o en migraciones internacionales.
El cambio climático es el principal riesgo político y existencial al que se enfrenta hoy la humanidad. Vivimos en una situación de “emergencia climática”, como reconocen ya muchos gobiernos y organismos internacionales, aunque no se están adoptando todas las medidas necesarias para hacerle frente. El uso masivo de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas), que son la principal fuente de energía de la economía mundial, ha acelerado en las últimas décadas la emisión de GEI, lo que a su vez está provocando el calentamiento global de la atmósfera, la degradación de los ecosistemas, la reducción de biodiversidad y la multiplicación e intensificación de los desastres naturales, sean inmediatos o diferidos en el tiempo: sequías, huracanes, inundaciones, erosión de los suelos, acidificación y aumento del nivel del mar, etc. Los impactos del cambio climático se están produciendo en todo el mundo, pero afectan sobre todo a las regiones más cálidas, a las islas y zonas costeras, y a las poblaciones más vulnerables. Por eso, en las últimas décadas se ha producido un nuevo tipo de movilidad humana causada por el cambio climático y los desastres naturales.
Según la Oficina de Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres, los fenómenos meteorológicos extremos son ya el 90,9% de los desastres ocurridos en el siglo XXI. Entre 2000 y 2019 se registraron 7.348 desastres importantes, que causaron 1,23 millones de muertes y afectaron a 4.200 millones de personas, a menudo en más de una ocasión. Estos datos son muy superiores a los que se registraron en las dos décadas anteriores (1980-1999), en las que hubo 4.212 desastres naturales, 1,19 millones de muertes y 3.250 millones de personas afectadas. Este aumento de los desastres, que casi se ha duplicado en las dos últimas décadas, se debe al creciente impacto del cambio climático: de 3.656 desastres relacionados con el clima en 1980-1999 se ha pasado a 6.681 en 2000-2019. Los dos tipos de desastre más frecuentes fueron las inundaciones, que pasaron de 1.389 a 3.254, y las tormentas, que aumentaron de 1.457 a 2.034. Se han incrementado también, debido al calentamiento global, las sequías, los incendios forestales y las temperaturas extremas. Por último, han aumentado los desastres geofísicos, como terremotos y tsunamis, que han matado a más personas que cualquiera de los otros desastres naturales (UNDDR, 2020).
El cambio climático y los desastres naturales son ya la principal causa de la movilidad humana, tanto en los desplazamiento internos como en las migraciones internacionales. Lester R. Brown, fundador y primer director del Worldwatch Institute, acuñó la expresión “refugiados ambientales”, adoptada por Essam El-Hinnawi en Environmental Refugees (UNEP, 1985, 4):
Los refugiados medioambientales se definen como aquellas personas que se han visto forzadas a abandonar su hábitat tradicional, sea de forma temporal o permanente, debido a un marcado trastorno ambiental, provocado por causas naturales y/o por la acción humana, que ha puesto en peligro su existencia y/o ha afectado gravemente a su calidad de vida.
En esta definición es muy relevante que se emplee la expresión “forzadas” (forced) porque es la que permitiría equiparar a los refugiados ambientales con los refugiados por motivos políticos. Sin embargo, en 2007 la Organización Internacional de Migraciones prefirió adoptar la expresión “migrantes por causas ambientales” y la definió de este modo (OIM, 2007, 2):
Por migrantes por causas ambientales se entienden las personas o grupos de personas que, por motivo de cambios repentinos o progresivos en el medio ambiente, que afectan adversamente su vida o sus condiciones de vida, se ven obligados a abandonar sus lugares de residencia habituales, o deciden hacerlo, bien sea con carácter temporal o permanente, y que se desplazan dentro de sus propios países o al extranjero.
Esta definición de la OIM es más amplia, porque incluye tanto a las personas o grupos que “se ven obligados” a abandonar sus lugares de residencia como a los que “deciden hacerlo” voluntariamente, y además se añade que pueden desplazarse “dentro de sus países o al extranjero”.
Sin embargo, hay bastante desacuerdo en cuanto a los términos que deben utilizarse: mientras que unos, siguiendo a la OIM, hablan de migrantes climáticos o, más ampliamente, ambientales, aun a riesgo de que estas migraciones se entiendan como desplazamientos “voluntarios” sin derecho de acogida (Felipe, 2021a), otros prefieren hablar de refugiados climáticos o, más ampliamente, ambientales, para enfatizar que se trata de desplazamientos “forzados”, aunque todavía no estén reconocidos como tales por los organismos y tratados internacionales (Pajares, 2020, 232-239).
Y también hay desacuerdo en las cifras, por varios motivos: 1) las causas de las migraciones pueden ser múltiples (políticas, económicas y ambientales) y es difícil determinar el peso relativo de cada una de ellas; 2) hay que distinguir entre los efectos diferidos del cambio climático y los desastres naturales que tienen un impacto inmediato y cuyas víctimas son fácilmente identificables; 3) los fenómenos naturales adversos, sean inmediatos o diferidos, suelen combinarse con otros procesos de degradación ambiental, como los cambios en los usos del suelo y los vertidos contaminantes; 4) el efecto de todo ello en la decisión de migrar depende de las políticas adoptadas por los gobiernos, los conflictos de la zona, la situación social y demográfica de las comunidades, su mayor o menor vulnerabilidad y, por tanto, su capacidad para adaptarse a los cambios sin migrar; 5) finalmente, es preciso diferenciar entre las migraciones internacionales y los desplazamientos internos, y también entre la movilidad duradera y la que es solo temporal (Felipe, 2021b).
Los datos más fiables y fáciles de obtener son los relacionados con los desplazamientos internos provocados por desastres naturales, como los que viene registrando desde 1998 el Centro de Seguimiento de los Desplazamientos Internos (IDMC, 2021). El IDMC no registra la movilidad internacional y en cambio incluye desastres no climáticos como los terremotos. Muchas de las personas afectadas regresan a sus hogares una vez pasado el peligro, por lo que las cifras de desplazados no son acumulativas. En 2020, a pesar de la pandemia de Covid-19 y las medidas de restricción de la movilidad, los conflictos violentos y los desastres naturales provocaron 40,5 millones de nuevos desplazamientos en 149 países: los conflictos causaron 9,8 millones y los desastres tres veces más, llegando a la cifra récord de 30,7 millones. A finales de 2020, había un total acumulado de 55 millones de personas en situación de desplazamiento interno: 48 millones como resultado de conflictos en 59 países y 7 millones como resultado de desastres en 104 países.
En cuanto a la relación entre cambio climático, desastres naturales y migraciones internacionales, no hay un seguimiento como el que realiza el IDMC para los desplazamientos internos, sino más bien estimaciones muy dispares que suscitan mucha controversia (Pajares, 2020, 219-232). Wesselbaum y Aburn (2019) han analizado las migraciones entre 1980 y 2015, desde 198 países de origen hasta 16 países de la OCDE, y han concluido que el cambio climático es la causa principal, por encima de la situación económica y política de los países de origen.
En cuanto al previsible aumento de las migraciones ambientales en las próximas décadas, dependerá de las políticas de descarbonización, la velocidad e intensidad del calentamiento global, sus impactos en las distintas regiones del planeta y las medidas que se adopten para atenuar esos impactos y/o adaptarse a ellos. Como señala Aurora Moreno en su estudio sobre África (2021), la migración es “una de las (muchas) formas de adaptación al cambio climático”, pero no la única ni la mas inmediata. Las comunidades afectadas están adoptando diversas respuestas: el desplazamiento interno de ida y vuelta, la recuperación de antiguas técnicas agrícolas adaptadas a la sequía, la reforestación local con plantas autóctonas, la transición a las energías renovables, la Gran Muralla Verde Africana (que proyecta plantar 8.000 kilómetros de árboles al sur del Sáhara para frenar el avance del desierto), la concienciación social de la población y la exigencia de ayuda financiera a los países causantes del cambio climático (el continente africano emite solo el 4% de los GEI y sin embargo es el más afectado por el calentamiento global). En resumen, la migración es solo la última respuesta. Además, las poblaciones más afectadas pueden perder incluso los recursos mínimos para poder migrar: son las “poblaciones atrapadas”, que se encuentran en una situación de emergencia extrema y dependen de la ayuda humanitaria. Tras un balance detallado de todos los estudios disponibles sobre la tendencia de las migraciones climáticas en las próximas décadas, Miguel Pajares concluye: “A nivel mundial, podemos contemplar unas migraciones climáticas hacia el 2060 de entre 175 y 300 millones de personas; de modo que en las próximas cuatro décadas podría doblarse el actual número de migrantes que hay en el mundo.” (Pajares, 2020, 230).
4. Las fronteras del aire y la justicia global
A pesar de todos estos datos y pronósticos, las migraciones ambientales siguen sin ser reconocidas por las legislaciones internacionales. La Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes comienza relativizando la dicotomía entre el migrante económico y el refugiado político y enumera más bien una serie de motivos, entre ellos los ambientales. Además, reconoce que las personas migran “debido a varios de esos motivos” (ONU, 2016, 1):
La humanidad ha estado en movimiento desde los tiempos más antiguos. Algunas personas se desplazan en busca de nuevas oportunidades económicas y nuevos horizontes. Otras lo hacen para escapar de los conflictos armados, la pobreza, la inseguridad alimentaria, la persecución, el terrorismo o las violaciones y los abusos de los derechos humanos. Hay otras personas que se desplazan por los efectos adversos del cambio climático o de desastres naturales (algunos de los cuales pueden estar vinculados al cambio climático) u otros factores ambientales. Muchos se trasladan, de hecho, debido a varios de esos motivos.
Sin embargo, ese cambio de enfoque no se vio reflejado en los dos grandes documentos jurídicos aprobados por la ONU en 2018: el Pacto Mundial sobre Refugiados y el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular. Muchos de los países que son los principales receptores de migrantes (Estados Unidos, Australia y once miembros de la Unión Europea) no apoyaron el Pacto Mundial para la Migración, lo que revela su escaso alcance práctico.
Muchos expertos y ONG reclamaron que se incluyera la protección de los migrantes ambientales con un estatus análogo al de los refugiados, pero ninguno de los dos pactos recoge esa propuesta. Al contrario, el Pacto Mundial para la Migración reitera la distinción entre migrante “voluntario” y refugiado “forzado”. El punto 4 del Preámbulo es muy claro (ONU, 2018, 3):
Si bien los refugiados y los migrantes tienen los mismos derechos humanos universales y libertades fundamentales, que deben respetarse, protegerse y cumplirse en todo momento, constituyen dos grupos distintos que se rigen por marcos jurídicos separados. Sólo los refugiados tienen derecho a una protección internacional específica, definida en el derecho internacional de los refugiados. El presente Pacto Mundial se refiere a los migrantes y propone un marco de cooperación para abordar la migración en todas sus dimensiones.
Ante las insuficiencias de estos dos pactos, que no son de obligado cumplimiento, que siguen subordinando el respeto de los derechos humanos a la soberanía territorial de los estados, y que no tienen en cuenta la importancia creciente de las migraciones ambientales, se hace cada vez más evidente la necesidad de reconocer el carácter forzoso de este tipo de migraciones, con la consiguiente obligación de acogida y asilo por parte de los estados receptores.
En 2019, el Comité de Derechos Humanos de la ONU se pronunció sobre el caso de Ioane Teitiota, un ciudadano de Kiribati, archipiélago y estado insular del océano Pacífico que está sufriendo de manera dramática la subida del nivel del mar, pues en una o dos décadas puede ser el primer país del mundo que desaparezca debido al cambio climático. Teitota había solicitado a Nueva Zelanda que le diera acogida, alegando que su vida corría peligro por el cambio climático. En 2015 un tribunal neozelandés rechazó su solicitud y el gobierno lo deportó a su país de origen. Teitota reclamó ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU. El Comité no cuestionó la resolución del tribunal neozelandés (aunque sí lo hicieron dos de sus miembros, Duncan Laki Muhumuza y Vasilka Sancin, que emitieron un voto particular en el que daban la razón al demandante), pero en el punto 9.11 de su Dictamen formuló una advertencia que puede abrir la vía al reconocimiento del estatuto de refugiado por motivos ambientales (ONU, 2020, 13):
El Comité considera que, si no se toman enérgicas medidas en los planos nacional e internacional, los efectos del cambio climático en los Estados receptores pueden exponer a las personas a la violación de sus derechos dimanantes de los artículos 6 o 7 del Pacto, haciendo que entren en juego las obligaciones de no devolución de los Estados de origen. Asimismo, dado que el riesgo de que todo un país quede sumergido bajo el agua es tan extremo, las condiciones de vida en tal país pueden volverse incompatibles con el derecho a una vida digna antes de que el riesgo se materialice.
La advertencia no puede ser más clara: el principio jurídico de “no devolución” es el que se aplica a las personas que son reconocidas como refugiadas por motivos políticos, es decir, porque se considera que su vida peligra si es devuelta a su país de origen; pues bien, el Comité advierte que si no se toman “enérgicas medidas” para frenar el cambio climático, sus efectos también pueden exponer a muchas personas al riesgo de perder la vida, y entonces los estados a los que esas personas se dirijan reclamando acogida y asilo ya no podrán rechazarlas y tendrán que aplicarles el mismo principio de “no devolución” que se aplica actualmente a los refugiados políticos.
El caso de Ioane Teitiota pone de manifiesto la segunda novedad de las migraciones contemporáneas: las personas migrantes no solo se ven “forzadas” a huir de su país cuando son “expulsadas” por la violencia armada, la desposesión económica y/o la degradación ambiental, sino que cuando tratan de buscar un nuevo país de acogida, se les niega la entrada, se les encierra, se les estigmatiza y se les deporta como a peligrosos “invasores” que ponen en riesgo la “seguridad nacional”. Es la paradoja de la “globalización amurallada” (Campillo, 2019, 44-48): cuanto mayor es la interconexión e interdependencia de la ecología-mundo capitalista, mayor es la preocupación de los países ricos por el cierre de sus fronteras y la “securitización” de sus políticas migratorias (Buxton y Hayes, 2017), todo ello alentado por partidos y gobiernos xenófobos que proclaman la gran consigna de las comunidades nacionales privilegiadas: “nosotros, primero” (Campillo, 2022).
En la época del Antropoceno, se ha puesto en evidencia no solo la interdependencia entre todos los seres humanos sino también nuestra ecodependencia con respecto a los demás seres vivos y al conjunto de ecosistemas que sostienen la vida. Por eso, el cambio climático antropogénico se ha convertido ya en la causa principal de las migraciones contemporáneas. En este nuevo contexto geohistórico, se ha agudizado de forma extrema la contradicción que Arendt pronosticó en 1951 (1981, 392-438) como el gran problema político de nuestro tiempo: la formación de una sola humanidad terrestre y al mismo tiempo la división de la Tierra en estados soberanos con fronteras cada vez más fortificadas, es decir, la contradicción entre los derechos humanos universales y los derechos de ciudadanía restringidos a los miembros de una comunidad territorialmente circunscrita.
Carl Schmitt (2019, 2002) analizó la relación entre las comunidades políticas y los distintos espacios vitales de nuestra condición terrestre: la tierra, el mar y el aire. A diferencia de los peces y los pájaros, los humanos habitamos en la tierra firme. Por eso, los ordenamientos jurídicos de cualquier comunidad política no solo regulan las relaciones entre sus miembros sino también los modos de ocupación, apropiación y uso del territorio en el que habitan. Esos ordenamientos comienzan con el trazado de la frontera del territorio sobre el que cada estado ejerce la soberanía político-militar, pero pueden extenderse al “gran espacio” (Großraum) o área de influencia que una potencia imperial ejerce sobre los estados más débiles, como en el caso de Estados Unidos, Rusia y China. La política de “fronteras móviles” (Shachar, 2020) utilizada para externalizar a otros países el control de los migrantes puede considerarse como una variante del “gran espacio” schmittiano.
Pero Schmitt tiene una concepción muy limitada de “lo político”, pues lo reduce al conflicto bélico extremo entre “nosotros” y “los otros”. Eso hace que también sea muy limitado su enfoque “geopolítico” de los tres elementos en los que habitan las comunidades humanas, pues los concibe como meros “espacios” inertes susceptibles de ser “ocupados” por la fuerza político-militar de un determinado estado o imperio. Pero, en la época del Antropoceno, necesitamos un nuevo concepto de lo político que no se funde en la soberanía (terrestre, marítima y aérea) y que reemplace la visión “geopolítica” por una nueva visión “ecopolítica” (Gemenne, 2021; Latour, 2019; Campillo; 2019), es decir, que no sacralice las fronteras estatales como la base jurídico-política última de la ordenación territorial de las comunidades humanas, sino que más bien tenga en cuenta las interdependencias y ecodependencias de la ecología-mundo capitalista, así como las desigualdades sociales y las degradaciones ambientales que han generado en los últimos cinco siglos.
Como dice Latour (2019), las conquistas del “espacio vital” (Lebensraum) ya no se hacen sólo por tierra y mar, como en los imperios territoriales y marítimos del pasado, sino también por el aire, colonizando y contaminando el “espacio vital atmosférico” de toda la humanidad y de todos los seres vivos mediante las emisiones de GEI. Por tanto, los grandes conceptos jurídicos y políticos que hemos heredado de la época moderna (soberanía, propiedad, frontera, democracia, ciudadanía, libertad, justicia, etc.) deberían adaptarse a esta nueva situación geohistórica de la humanidad. Las fronteras estatales deberían convertirse en meras demarcaciones administrativas, subordinadas a una constitución cosmopolita y a una organización federal mundial, para afrontar de manera justa y cooperativa los grandes retos que afectan a la supervivencia de la humanidad (Ferrajoli, 2022).
Sin embargo, el orden geopolítico dominante ha extendido las fronteras terrestres a los océanos y a la atmósfera. Según la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1982), la soberanía estatal se ejerce en los barcos (dependiendo de la bandera con la que naveguen) y en el “mar territorial”, un oxímoron que nombra las 12 millas náuticas (22,2 km) de las aguas litorales que, a diferencia de las “aguas internacionales”, pertenecen al estado ribereño. A eso se añade la “zona económica exclusiva” de 200 millas (370,4 km) para la explotación preferente de sus recursos, aunque las aguas superficiales son internacionales. Pero lo cierto es que los océanos, aunque por ellos transita el 90% del comercio mundial, siguen siendo en gran medida un espacio salvaje (Urbina, 2020). Además, el control militar de las aguas internacionales está en manos de las pocas superpotencias que, como Estados Unidos, Rusia y China, disponen de una extensa red de puertos navales en sus países aliados y de una enorme flota de barcos de guerra, portaviones, submarinos y aviones de apoyo, con los que pueden patrullar sin limitaciones todos los océanos.
Si pasamos del mar al aire, las cosas se complican todavía más. Los estados reclaman también el control absoluto del “espacio aéreo soberano”, que coincide con la frontera terrestre (o la marítima, en el caso de los estados con “mar territorial”). En cambio, el espacio ultraterrestre queda excluido de esa soberanía, según establece el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre (1967), aunque no hay ningún convenio internacional que trace la frontera entre ambos espacios y, por tanto, el alcance vertical de la soberanía aérea. Según la Federación Aeronáutica Internacional, el límite entre la atmósfera terrestre y el espacio ultraterrestre es la Línea de Kármán, a una altitud de 100 km, pero esa estimación no tiene valor legal en el derecho internacional. Las delimitaciones del espacio aéreo están reguladas por la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI), dependiente de Naciones Unidas, para facilitar la gestión del tráfico aéreo comercial, que no ha cesado de crecer en las últimas décadas. El control del espacio aéreo también es clave desde el punto de vista militar, pero aquí, como en los océanos, hay grandes asimetrías geopolíticas y sólo unas pocas superpotencias, con Estados Unidos a la cabeza, cuentan con bases militares, plataformas lanzamisiles y flotas aéreas distribuidas por toda la Tierra, a las que hay que añadir los satélites artificiales y los sistemas de control de las comunicaciones, todo lo cual permite ejercer un dominio sobre la atmósfera que va mas allá de las fronteras de los espacios aéreos soberanos.
Pues bien, para frenar el cambio climático, los principales emisores de GEI han recurrido al mismo orden geopolítico: en 1997, el Protocolo de Kioto creó el “comercio de derechos de emisión”, aplicado por la Unión Europea desde 2005 y consagrado por el Acuerdo de París en 2015: se divide la atmósfera en espacios soberanos y estos en paquetes de aire asignables a las empresas privadas, todos ellos con un cupo de contaminación susceptible de ser comercializado, basándose en el supuesto de que la competencia económica entre estados y entre empresas reducirá las emisiones. Esta geopolítica mercantilista del “derecho a contaminar” ha sido un fracaso: los países más ricos compran derechos a los más pobres, las empresas trasladan los costes a los consumidores y, como resultado final, las emisiones globales siguen creciendo aceleradamente (IPCC, 2022b).
En efecto, estas nuevas “fronteras del aire”, como las terrestres y las marítimas, están siendo utilizadas para que los países emisores no asuman su responsabilidad en el marco de una justicia climática global. Los humanos del Norte global habitan en dos países diferentes: el país en el que residen legalmente, que los reconoce como ciudadanos y los protege con sus leyes, sus armas y sus fronteras territoriales; y el país del que viven realmente, del que obtienen todos los recursos energéticos, materiales y humanos que les permiten mantener su forma de vida, al que envían todos los desechos que producen, y que está constituido por todas las naciones, ecosistemas y seres vivos de los que se benefician. La función política e ideológica de las fronteras estatales consiste en mantener separados ambos países, a pesar de que el primero no podría existir sin el segundo. Esta es la gran injusticia global sostenida por las fronteras que protegen a los países del Norte.
El cambio climático antropogénico es el fenómeno geohistórico en el que esta injusticia ecosocial global se manifiesta de la manera más patente. El calentamiento global se ha debido a la acumulación histórica de los GEI desde la revolución industrial hasta el presente. Ahora bien, el agente causante de esos gases no es la humanidad en general sino más bien unos pocos países, que se han enriquecido a costa de contaminar ese bien común de todos los seres vivos que es el aire que respiramos, mientras que las principales víctimas son los países empobrecidos que menos emisiones han realizado y también las demás especies vivientes. La injusticia no puede ser más flagrante.
Como ha señalado el Sexto Informe del IPCC (2022a), los grandes emisores de GEI son los países enriquecidos (el 10% más rico emite diez veces más que el 10% más pobre), mientras que los mayores impactos afectan sobre todo a los países empobrecidos. Hickel (2020) ha estudiado las emisiones acumuladas de CO2 desde la revolución industrial, por territorios (1850-1969) y por consumo (1970-2015), y ha identificado a los países que superan el límite planetario “justo” de concentración atmosférica de 350 ppm: los principales emisores han sido Estados Unidos (40%) y la UE-28 (29%); el G8 (Estados Unidos, UE-28, Rusia, Japón y Canadá) ha emitido el 85%; y el Norte global (G-8, Israel, Australia y Nueva Zelanda), el 92%. En cambio, la mayoría de países del Sur global han emitido por debajo de su cuota “justa”, incluso India y China (aunque esta última superará pronto ese límite), y en conjunto la han excedido sólo en un 8%.
Dada esta desigualdad en las emisiones, los países mas vulnerables vienen reclamando una justicia climática global, es decir, que los principales causantes del cambio climático asuman su responsabilidad, no sólo adoptando políticas de descarbonizacion sino también reconociendo su “deuda ecológica y social” con los países empobrecidos, mediante compensaciones económicas, programas de cooperación internacional y políticas migratorias mucho más abiertas y solidarias.
En 2000, coincidiendo con la Sexta Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP6), se celebró en La Haya la primera Cumbre de la Justicia Climática. En 2002 tuvo lugar en Johannesburgo la II Cumbre de la Tierra (Rio+10), en la que organizaciones de todo el mundo adoptaron los Principios de Justicia Climática de Bali. Desde entonces, se han multiplicado las iniciativas de este tipo. En el Acuerdo de París de 2015, en coherencia con la Agenda 2030 y los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, que también se aprobaron ese año, se reconocieron las dos principales reivindicaciones del movimiento por la justicia climática global: las compensaciones económicas de los países del Norte por la deuda ecológica y social acumulada durante cinco siglos de colonialismo (100.000 millones de dólares anuales) y la adopción del principio de “responsabilidades compartidas pero diferenciadas” debido a la desigual contribución del Norte y el Sur al cambio climático (Moreno, 2021, 75-79; Vicente Giménez, 2016). Pero, lamentablemente, la mayor parte de los países del Norte no están cumpliendo sus compromisos, ni en los objetivos de descarbonización, ni en la ayuda financiera y la cooperación internacional con los países del Sur, ni en el reconocimiento de su responsabilidad política ante las migraciones climáticas.
5. Conclusiones
La historia humana, como la de las demás especies, es una historia de migraciones y no puede entenderse sin ellas. Las migraciones actuales van del Sur empobrecido al Norte enriquecido y sufren una política de cierre de fronteras en los países receptores. Para comprender estas dos características, he propuesto adoptar un triple enfoque: la “ecología-mundo” capitalista (frente al estadocentrismo), la “larga duración” de la dominación colonial (frente al presentismo) y nuestro vínculo con la biosfera (frente al sociocentrismo). Este triple enfoque permite poner en evidencia dos hechos: primero, que las personas migrantes huyen por una diversidad de causas (pobreza, violencia armada y degradación ambiental) de las que los principales responsables y beneficiarios son los países del Norte global; y, segundo, que mediante el “nosotros, primero”, el cierre de fronteras y la criminalización de las personas migrantes y refugiadas, esos países no solo se niegan a asumir su responsabilidad sino que agravan aún más las grandes injusticias ecosociales globales.
Ante la constatación de estos dos hechos, es necesario revisar críticamente los grandes conceptos jurídicos y políticos de la modernidad (soberanía, propiedad, frontera, democracia, ciudadanía, libertad, justicia, etc.) para adaptarlos a un mundo cada vez más interdependiente y ecodependiente (Campillo, 2001, 2008, 2018, 2019). En cuanto a las fronteras de los estados, como propone Ferrajoli (2022), deberían convertirse en meras demarcaciones administrativas, subordinadas a una constitución cosmopolita y a una organización federal mundial, para afrontar de manera justa y cooperativa los retos existenciales a los que se enfrenta la humanidad.
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