Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 208-212

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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VALDECANTOS, A. (2022). La modernidad póstuma, Madrid: Abada.

Quien haya prestado atención al debate sobre el fin de la modernidad en el último medio siglo estará acostumbrado a manejar muchos adjetivos y prefijos que intentan situar el concepto de modernidad en el presente, pero casi nunca los habrá tomado juntos, enfrentándolos y atendiendo al debate implícito que proponen. Pocas veces se repara en el conflicto que hay cuando se usan como sinónimos «posmodernidad» y «modernidad tardía» —las denominaciones que más éxito han tenido—, puesto que la primera remite a una superación y a una nueva etapa, mientras que la otra refiere a un ocaso y a un acabamiento, pero a nada más que eso. El libro de Antonio Valdecantos, La modernidad póstuma, se sitúa exactamente en ese punto de la discusión, proponiendo una definición del tiempo presente que tiene que mirar a la modernidad de forma constante para entenderse a sí mismo, pero no porque sea su continuación o acaso su realización, sino más bien porque es el fingimiento banal del cumplimiento de los anhelos modernos. La definición que Valdecantos ofrece de la modernidad póstuma es la de una modernidad llevada al extremo y que ha radicalizado los tópicos heredados del pasado, pero que, por eso mismo, los ha convertido en póstumos, en algo que sigue teniendo influencia a pesar de haber sido superado. La modernidad póstuma está entre el prefijo de pos- y el adjetivo de tardía, y ese tipo de posición fronteriza es precisamente su imagen exacta.

La tarea de pensar y de describir esta fase de la modernidad no puede darse sin la cautela de que se está trabajando con la ideología que los modernos póstumos tienen sobre sí y sobre el mundo, una premisa desde la que surge toda la obra de Valdecantos, pero que en este libro se vuelve el eje principal, girando desde el concepto de ideología hacia el de crítica. De hecho, el libro podría dividirse en dos partes bien diferenciadas bajo esas nociones, ideología (que abarca del capítulo primero al quinto) y crítica (del séptimo al noveno capítulo, quedando el sexto como una transición entre ambos conceptos). La importancia de la investigación de estas dos cuestiones reside en que completa la obra reciente de Valdecantos dedicada a la crítica de la modernidad tardía.

En la parte dedicada a la ideología, Valdecantos describe a la par que demuele los conceptos que la modernidad póstuma ha erigido en ídolos, a saber, la novedad, la experiencia, el conocimiento y la cultura, los cuales la modernidad clásica tomó en forma de double bind: una «imposición de obedecer a dos órdenes contradictorias» (pág. 42, nota 47) que la póstuma ha neutralizado, convirtiendo las dos órdenes en una sola. De hecho, ese es el rasgo fundamental de la modernidad póstuma: una «sobredeterminación» (pág. 144) que resuelve los conflictos modernos, pero no llegando a una tercera vía conciliadora sino más bien exigiendo el cumplimiento ―siempre con baja intensidad― de sus extremos. Por ejemplo, en cuanto a la novedad y la experiencia, el double bind moderno consistía en que no podía darse progreso si se daba novedad, pues esta anulaba y cancelaba el pasado, o lo que es lo mismo, el recorrido histórico que nos había traído hasta entonces no importaba ante la novedad sin precedentes; para que hubiera progreso, no podía haber una novedad radical, sino que el pasado debía aparecer como un conjunto de pilares del hoy. En nuestro tiempo, sin embargo, esa contradicción no importa, ya que «a mayor conciencia de lo crepuscular, mayor producción de novedades» (pág. 51). Dado que el pasado, dice Valdecantos, funciona como un chiste —sirve apenas de entretenimiento porque tenemos conciencia de que todo ha pasado ya1— y no importa más que como archivo museístico, lo único relevante es la novedad, que se buscará incansablemente.2 Esa «mezcla de cansino archivo cultural y trepidante reciclaje» (pág. 61) se da en todas las esferas sociales, desde la forma de vida3 —el enésimo viaje añade novedad a todas las experiencias anteriores y equivalentes de turismo— hasta los estilos artísticos —el intertexto es exactamente esa conciencia de quien no puede inventar ya nada nuevo pero que, a la vez, está haciendo la innovación extrema de quien se atreve a profanar los clásicos—.

La principal neutralización de la modernidad póstuma y sobre la que puede leerse pormenorizadamente su ideología es la que ha llevado a cabo con el libertino y el puritano: uno transgresor, que actúa en los márgenes sociales y que tiene que ver con el arte —la figura de un Baudelaire4—, y otro rigorista y trabajador, de costumbres conservadoras y deportivas —la figura de un calvinista tal como la describió Max Weber―. La modernidad póstuma exige a sus súbditos la superación de esta lucha de manera que se sea puritano y libertino por igual, algo que puede verse muy bien en lo que Valdecantos llama «cuadrilátero ideológico de la modernidad póstuma» (cap. 5, §28), formado por dos parejas de conceptos: valores y hechos más juego y seriedad. Mientras que el puritano atiende al desafío de los «crudos» hechos y los concibe como naturaleza encarnada en la historia, sin tomárselos a broma sino más bien como la imposición de una tarea y un trabajo, el libertino vive por unos ideales unas veces más vagos y otras más militantes, y se toma la vida como un juego,5 pero de casino, donde las reglas son plenamente opresivas y hay que apostar y arriesgar. De hecho, esa imagen del juego como algo en extremo reglado es una imagen muy fiel de la modernidad póstuma, que, como dijimos, habita la frontera de las oposiciones, como las de los valores y los hechos,6 el trabajo y el ocio, la norma y la transgresión o el juego y la seriedad; ninguno de esos conceptos se distinguen ya casi nada, puesto que la modernidad póstuma obliga a ser puritano y libertino a la vez, como tampoco se distinguen modernidad tardía y posmodernidad, dado que muchos tópicos modernos siguen funcionando —así también los del puritanismo y el libertinaje— pero lo hacen en forma de desechos reciclados con sus contrarios.

Esta concepción del presente viene montada sobre toda una teoría de la ideología que sirve a Valdecantos como continuación del retrato y de la crítica de la sociedad moderna póstuma a la vez que como método, y que podemos encontrar, especialmente, en el capítulo dos, «Ideología, verdad y deformación». Antes del desarrollo de esa teoría, se dedica un parágrafo a la historia del concepto (§7) y otro a la descripción de la ideología que tiene la sociedad moderna póstuma sobre sí: la ideología disyuntiva (§8). La disyunción consiste en que la pluralidad de ideologías se toma como uno de los valores fundamentales de la sociedad occidental contemporánea, del que se muestra cómo sus costuras están en una tensión que suele pasarse por alto. Por ejemplo, la ideología disyuntiva exige que cada cual elija su propia ideología de las muchas que hay disponibles, pero no de manera que no se identifique con ella, puesto que, en la elección, está mandado que haya también algo identitario y que estuviera de antemano en el sujeto, como si le estuviera destinado. Esa mezcla hipócrita entre autonomía y autenticidad no sólo es propia de la ideología, desde luego, pero en ella funciona afirmando los prejuicios de la concepción moderna póstuma del sujeto, que tienen que ver con el descubrimiento personal de su identidad única y propia, otra contradicción moderna7 que quiere presentarse hoy sin fisuras y sin tensiones. Igual ocurre con el «cultivo espontáneo» del yo (págs. 167-168), un oxímoron en que no se repara cuando se trata, mediándolos con la propia identidad, con objetos de cultura: el manejo ideológico de los libros, las películas, los museos, etc., invita al descubrimiento de una personalidad que surge espontáneamente a la vez que es cultivada, artificialmente, por uno mismo.

Pero la ideología de la modernidad póstuma es más que esa serie de lugares comunes, y Valdecantos muestra sus rasgos contrastándolos con las cuatro características clásicas del concepto de ideología. Primero, la ideología se ha considerado tradicionalmente un producto exclusivamente de la clase dominante; sin embargo, en la modernidad póstuma, los dominados han pasado a ser «hiperactivos» productores de ideología (pág. 93). Contra la segunda tesis que afirma que la ideología es un arma de legitimación, la modernidad póstuma no necesita legitimación ni la quiere, puesto que se presenta como ilegítima, o más exactamente, como transgresora: su régimen de dominación proporciona «estímulos constantes para quebrantar toda sujeción» (pág. 98). Así ocurre también con la función narcótica de la ideología, ya que, en nuestro tiempo, la ideología es esencialmente una llamada constante a la acción y un conjunto de estímulos atrayentes. En cuarto lugar, la concepción de la ideología como falsa conciencia queda en entredicho, principalmente porque la ideología póstuma consiste en que se creen «innumerables verdades [...] como consecuencia de un falseamiento» (pág. 100). La ideología es fundamentalmente performativa, puesto que intercambia la verdad y la mentira de manera que una se sirve de la otra: a veces se actúa a sabiendas del engaño pero mirando para otro lado (pág. 108) y otras se toma la verdad del vaticinio —principal herramienta de la auctoritas moderna póstuma,8 que ostenta el experto— como fundamento de la mentira ideológica. Pero lo que más importa es que la ideología es un falseamiento de verdades que termina haciéndose verdad por la capacidad de expansión de su discurso.

Así introduce Valdecantos un método de análisis crítico del discurso ideológico pero, sobre todo, una descripción de la ideología moderna póstuma que continúa y completa su obra reciente, cuya principal característica podríamos decir que es una prosopopeya cómica de la ideología, donde esta se presenta con su imagen más exacta y habla por su boca más sincera, lo que termina resultando en una inversión ridícula de sí misma. Ese es el mismo método de crítica que Valdecantos defiende en el capítulo seis del presente libro, tomando a la ideología por texto: la crítica destituyente —esto es, la que con su glosa (o incluso su paráfrasis) termina anulando al texto que comenta, cobrando más importancia que él— es la crítica a la que se le reconoce mayor capacidad destructiva, aunque se presente, en principio, como un «criado de la ideología» (pág. 240). Así, y así ocurre a menudo en la obra de Valdecantos, una descripción pormenorizada de la ideología suele resultar en su insalvable destrozo. Esa ironía de la crítica conlleva siempre un conflicto identitario en el sujeto que la lleve a cabo, puesto que semejante prosopopeya implica cederle a la ideología todo lo que se considera propio, o más exactamente, personal —la prosopopeya hace de la ideología una persona, y esa persona suele ser la propia, sea autor o lector—, pero, a la vez, no ser capaz de verlo más que como algo ridículo y cómico: «la crítica de la ideología exige odiar hasta la autodestrucción aquello que se critica, y también, con ambigüedad que no debería sorprender a nadie, amarlo lo bastante para haber asimilado sus vicios y tomar algunos de ellos por virtudes» (pág. 244). En general, la ideología se presenta bajo las formas de la personalidad, mientras que la crítica conlleva por fuerza una impersonalización.

Los capítulos finales se esfuerzan en mostrar la capacidad de resistencia de esa impersonalización. A través de la discusión filosófica sobre el intelecto material averroísta, Valdecantos defiende que tomar en serio un intelecto como ese implica concederle la capacidad de dividir y fragmentar la identidad, pero no para reelaborarse como una obra de arte o para la conversión del yo en multitud y en comunidad, sino como un elemento dañino de la persona, sea individual o colectiva. Lo personal, igual que ocurría con la ideología, se pone en jaque cuando el intelecto material muestra que lo que creíamos propio no nos pertenece. Aquí Valdecantos, además de criticar la ideología de la identidad de la modernidad póstuma, sitúa su tesis contra los pensadores del cuidado de sí como práctica emancipatoria de juego con la subjetividad y contra los filósofos de la comunidad como superación de la persona, lo que conlleva la insinuación —que en la obra de Valdecantos es constante— de la connivencia de buena parte de la filosofía contemporánea con la ideología moderna póstuma.

Termina La modernidad póstuma proponiendo una serie de prácticas de resistencia —más teóricas que prácticas, pero sin desanudar del todo ese entrecruzamiento— basadas en la desconexión, el exilio y el retraso, y que se resumen en las costumbres del pudor y la indolencia. Contra el libertinaje convertido en una ascesis9 de obligado cumplimiento y de amanerada e impostada catarsis, así como contra la transgresión hecha norma de conducta, sólo cabe el pudor, o sea, la vergüenza de verse situado en contra del propio yo, y la indolencia, es decir, el aburrimiento de la hiperactividad obligada del presente. La única crítica que cabe a la ideología sin salida de la modernidad póstuma sólo puede tomar la forma de resistencia, y aquí Valdecantos ofrece materiales suficientes para pensar en serio la cuestión y no acudir a los tranquilizadores comodines filosóficos de hace ya varias décadas.

Julián Chaves González

(Universidad Complutense de Madrid)


1 Igual que ocurre hoy, Ortega ya se refería a la costumbre (aristocrática entonces) de conversar sobre en qué época pasada se hubiera preferido vivir, algo que implicaba, dice, que el presente se pensara como el final de la historia y que el pasado no importara demasiado. Ortega y Gasset, J. (1983). La rebelión de las masas, Barcelona: Orbis, págs. 57-58.

2 En 1932, Carl Schmitt puso de manifiesto el desdoblamiento del progreso entre una concepción técnico-económica y otra humanitario-moral, añadiendo que cualquier avance técnico ya era tomado por progreso independientemente de sus consecuencias, algo muy semejante a la situación póstuma del concepto. Schmitt, C. (2016). El concepto de lo político. Texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios, Madrid: Alianza, págs. 116-118.

3 Cfr. Valdecantos, A. (2018). Manifiesto antivitalista, Madrid: Catarata.

4 En Parque central, Benjamin dice de Baudelaire que «hace surgir la fantasmagoría de la modernidad» e interpretaba un papel que los modernos contemplaban como «en un patio de butacas», o sea, un papel contemplado por puritanos que, en su conflicto moderno, no pueden llegar a ser efectivamente libertinos. Benjamin, W. (2008). «Parque central». En Obras, libro I/vol. 2, Madrid: Abada, págs. 261-301.

5 La modernidad póstuma se caracteriza por una pérdida de la seriedad (cap. 5, §26). Es clásica sobre el tema, pero todavía utilísima —pues muestra cómo la ironía es una de las grandes herramientas del poder—, la contribución que hizo Foster Wallace, D. (1993). «E unibus pluram: Television and US fiction», en Review of Contemporary Fiction, 13, págs. 151-194.

6 Sobre valores y hechos, cfr. Valdecantos, A. (2016). «La metamorfosis de las dos ciudades», en Teoría del súbdito, Barcelona: Herder, págs. 117-214.

7 Taylor, C. (1991). The Malaise of Modernity, Concord, Ontario: Anansi.

8 Valdecantos, A. (2014), «La autoridad del augur», en La excepción permanente. O la construcción totalitaria del tiempo, Madrid: Díaz y Pons, págs. 73-82.

9 Foucault dice que el ascetismo ya era «una forma de desafío», en Foucault, M. (2008). Seguridad, territorio, población, Tres Cantos: Akal, pág. 205. La relevancia del comentario reside en que la ideología del desafío como conducta ascética —tomar la vida como un conjunto de retos— es fundamental en la teoría de la modernidad tardía que está haciendo Valdecantos. Cfr. Valdecantos, A. (2014), op. cit. Ya en Ortega, por cierto, se da cierto síntoma de esta ideología cuando vinculaba la vida esforzada y activa de los selectos con la ascesis, que llega a llamar «incesante entrenamiento». Ortega y Gasset, J. (1983), op. cit., págs. 77 y ss.