Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 197-201

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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VASALLO, B. (2021). Lenguaje inclusivo y exclusión de clase. Barcelona: Larousse.

En su último libro, Lenguaje inclusivo y exclusión de clase, Brigitte Vasallo muestra que los límites subversivos del lenguaje no residen en el carácter presuntamente superestructural que con frecuencia le atribuyen el materialismo ortodoxo y la derecha ontológica. Muy al contrario, si el lenguaje ha devenido un medio insuficiente para la reivindicación política es porque, a día de hoy, la producción lingüística es fomentada por las dinámicas internas del capital y redunda en beneficio de estas.

Para desarrollar esta tesis, Vasallo lee lo simbólico (lato sensu) a través de sus condiciones de producción, ofreciendo una reflexión muy esclarecedora acerca de la espectacularización del nombrar y sus efectos. En este sentido, la gran pregunta que formula el libro no es cómo lograr la inclusión, sino en qué consiste: “quién incluye a quién y dónde” (p. 16).

Vasallo expone su abordaje y las consecuencias que de él se desprenden a través de una mirada incisiva sobre la voz política, quién tiene acceso a ella y por qué generan tantas reticencias las tentativas de intervenirla. Con una claridad y lucidez remarcables, la autora da cita a ejemplos de lo cotidiano ―la investigación académica, la telerrealidad, et cétera― a la vez que incorpora análisis teóricos de Spivak, Zafra, Debord y Berardi, entre otras figuras.

Los resultados de esta aproximación estructuran el libro en dos apartados que se complementan mutuamente y avanzan la tesis central a partir de un argumentario plural. El primer apartado establece los términos a partir de los cuales formula la problemática y brinda herramientas para pensar su dificultad. El segundo apartado toma los términos del primero y dirime acerca de la articulación y producción discursiva en el contexto del semiocapitalismo.

En el primer apartado, “el capital cultural no es cultura, es capital”, Vasallo introduce la noción de voz política como un conjunto de formas discursivas compartidas que resultan inteligibles y permiten la enunciación y la escucha entre personas desconocidas. Esta idea queda articulada en el texto alrededor de los ejes de subalternidad, la disimulación de los orígenes y la movilidad social o de clase, entre otros. Argumenta que la hegemonía discursiva no descansa únicamente sobre la formulación de oposiciones duales y jerarquizadas, sino que es igualmente sostenida a través del silencio político de las voces que rehúyen este esquema. Tal silencio es el propio de la existencia subalterna y no se formula en términos absolutos, sino que es siempre relativo al contexto que lo induce.

De acuerdo a Vasallo, la dificultad reside en alcanzar la movilidad social necesaria para obtener voz política sin convertirse a la hegemonía existente por el camino. De esta manera, la gran pregunta es: ¿qué se incluye en la interlocución política cuando se permite hablar a la figura subalterna y qué aspectos de su discurso deben ser disimulados para poder interlocutar? Dicho de otra forma, ¿es la adopción de la voz política una posición a partir de la cual podemos tomar la palabra o perdemos nuestras palabras durante el proceso de alcanzar esa posición? La pregunta no tiene una única respuesta, como de entrada podría parecer desde un punto de vista simplemente teórico, puesto que la voz política también puede ser creada y no simplemente adoptada. Esto apunta para cierto margen de acción y subversión e invita a plantear la cuestión desde una perspectiva situada. Por este motivo, Vasallo recurre a varios ejemplos e ilustra algunos de los mecanismos concretos por los que la voz política no alcanza a enunciarse, pierde sus palabras en el intento o queda desactivada y convertida en espectáculo.

La autora recoge el relato de Spivak en su texto ¿Puede hablar el subalterno? y muestra que la enunciación tuvo lugar en el caso de la chica que lo protagoniza, Baduri. En efecto, Baduri esperó a menstruar para suicidarse, dejando claro que el motivo de su suicidio no tenía que ver con embarazo alguno. La enunciación tuvo lugar a modo de protesta y, sin embargo, no existió un marco o una voz política capaz de dar sentido y presencia a su suicidio. El acto se achacó a un embarazo ilegítimo. En este caso, la enunciación existió y lo hizo claramente, pero no fue escuchada y su voz no tuvo ocasión de entrar en diálogo con el resto. A partir de este ejemplo, el texto de Vasallo ahonda en la construcción de significado, su agenciamiento y las formas de locución, subrayando el reparto diferencial de la legitimidad del relato personal según el lugar de enunciación (pp. 37-39).

El libro también toma la escritura académica universitaria como ejemplo de desarticulación de la existencia concreta. No se trata solo de una tendencia a la generalización ―que se reconoce como necesaria―, sino de un refinamiento lingüístico con sesgo de clase. Vasallo apunta contra la definición académica de un modelo de conocimiento que no nace de una redundancia en la sostenibilidad de la vida y de la sabiduría práctica, sino de unas formas discursivas de redacción que delimitan qué palabras existen al margen de su empleo cotidiano, cuáles son correctas y a quién podemos citar (pp. 49, 59, 77). El refinamiento que atravesamos para tener un tiempo y un espacio institucional que nos permitan escribir tiene también que ver con una pérdida de la interlocución entre iguales: regula quién habla y quién escucha. Desde ese momento, todos los intentos por flexibilizar las propias formas de escritura y hacer accesible la especialización suponen un esfuerzo extra.

En otras ocasiones, las existencias subalternas logran un espacio de visibilidad sin perderse en el refinamiento por el camino. Pero para convertir esta existencia en voz política es necesario evitar las tentativas del capital por espectacularizar la enunciación. Resulta fundamental saber el precio que se llega a pagar. El ejemplo es claro cuando observamos el tipo de presencia que ofrecen los programas de telerrealidad ―“telebasura”― a las personas que figuran en ellos y cuyas vidas son ahí exhibidas. La visibilidad que reciben tiene un carácter exótico que les permite no disfrazarse pero que, a cambio, los viste en las prendas del espectáculo. Todo lo que se muestra bajo el régimen espectacular de la telerrealidad se apoya sobre una exotización y un desprecio de su existencia anormal. El chonismo, el marujeo y la pluma reciben así su cuota de presencia y visibilidad, pero pierden por completo la potencia de su voz política.

A partir de estos y otros ejemplos, Vasallo apunta que el vínculo entre capital cultural y capital económico informa el refinamiento que da acceso a la interlocución política. Porque pasar por ese refinamiento no es una elección libre, sino una necesidad impuesta por las condiciones de malestar socio-económico. Por eso, ver a Belén Esteban hablar con sus formas vulgares en un programa de máxima audiencia llega a resultarnos tan disonante. Porque ha obtenido el capital económico y el ascenso de clase social sin pasar por el refinamiento que creemos obligatorio para acceder a ese espacio. Porque muestra que las formas del capital cultural que dan acceso a la voz política no son del orden del tener, sino del aparentar, y que a la performatividad de esta apariencia culta tiene acceso quien puede pagar el refinamiento.

Pero el capital cultural ―“la clase que va más allá del dinero” (p. 58)― no solo tiene que ver con la interpelación discrecional al marco hegemónico existente. Las formas culturales se refieren también a la memoria familiar, la producción artística, la contrahegemonía y la actitud civilizatoria, por ejemplo. Vasallo se detiene sobre estas y otras cuestiones para afianzar sus herramientas de análisis y nos deja a las puertas del segundo apartado.

Este segundo apartado se titula “lenguaje, género y (semio)capitalismo” y ofrece un innovador análisis del lenguaje a la luz de algunas nociones vinculadas al marxismo. Por eso, Vasallo lee los procesos lingüísticos como el resultado de un proceso productivo de quienes obramos con y a través de él. Pero esta labor lingüística está regulada por la institucionalización del lenguaje como en la teoría marxista la fábrica en que trabaja el obrero lo está por su dueño. Levantando acta de esta situación, la autora habla de alienación lingüística y nos invita a pensar estrategias para sortearla. La difícil cuestión del lenguaje inclusivo y del masculino genérico representan un ejemplo de esta desposesión lingüística en la que Vasallo profundiza con rigor.

Por supuesto, la pragmática del lenguaje no es una cuestión lingüística y no puede resolverse como tal. Es una cuestión política que nos remite a los llamados pactos del lenguaje. Estos pactos ―implícitos o explícitos― deciden el sentido de una palabra en un determinado contexto, por qué su significado varía cuando la proferimos en otro y qué género se le asigna según el idioma empleado. Es aquello que nos permite resignificar una palabra insultante y convertirla en un apelativo cariñoso, y es aquello que nos permite hacer habitable el lenguaje. Si se lleva el masculino genérico a revisión es porque el pacto lingüístico que lo subyace incomoda debido a dos motivos. El primero de ellos es que el masculino como genérico tiñe lo genérico como masculino, convierte lo masculino en el punto de referencia de todo lo demás. Y esto tiene lugar también fuera del lenguaje, en la vestimenta que se vende como neutra, pero que replica la masculina o en los códigos de conducta que se pretenden neutros, pero que no difieren de los masculinos. El segundo motivo tiene que ver con la posibilidad genérica o de representar bajo una declinación o accidente gramatical a todas las personas en su diversidad. Es desde ahí que Vasallo cuestiona las tentativas de “solucionar” el problema de la inclusividad de manera concluyente. Porque lo que hace sexista (racista, clasista, etc.) al lenguaje no son los accidentes gramaticales, sino los pactos del lenguaje que le subyacen y que vuelve efectivos.

Lo principal no es aquí, por tanto, la imposibilidad de representar a todas las personas bajo un mismo género (la representación preocupa en sentidos muy concretos). Lo sorprendente es la resistencia ―e incluso el asco visceral― que generan los intentos por movilizar los pactos del lenguaje en favor de formas nuevas y menos violentas para con la vida. Vasallo señala que el objetivo de forzar el lenguaje no se restringe a crear nuevas formas más correctas, con mayor amplitud representativa y que obtengan el beneplácito de las instituciones que legislan sus usos. Algo de eso puede darnos oxígeno por el camino, pero no es lo único. El objetivo de forzar el lenguaje y sus usos consiste en retomar nuestra agencia en tanto que personas que obran en él y lo producen. Es, decir, se trata de contestar la idea de que una institución ajena a la producción del lenguaje pueda tener potestad de algún tipo sobre la existencia, corrección y legalidad de las palabras. La intervención política reviste ese doble signo de protesta: contra los pactos que subyacen al término revisado y contra la regulación institucional de esas palabras. Está en juego la posibilidad de ir ampliando poco a poco el espacio de réplica frente a la alienación lingüística que eleva los pactos existentes a categorías morales (p. 108) y nos desposee de nuestra fuerza productiva.

Ahora bien, Vasallo advierte con gran lucidez que ese espacio de producción no será contestado simplemente creando más palabras. En la era del “semiocapitalismo” ―expresión que la autora retoma de Bifo Berardi―, el capital funciona mayoritariamente al margen de lo real y exige un trabajo de producción simbólica y acumulación de signos. El semiocapitalismo, que nos invita a vivir en lo simbólico, también pretende redirigir y circunscribir la intervención política a ese ámbito cada vez mayor. La trampa consiste en hacernos creer que alterando el lenguaje vamos a alterar la realidad, porque una cosa es que lenguaje y realidad estén imbricados y otra distinta que el lenguaje disponga de un poder soberano e inmediato sobre la realidad. Vasallo disputa esta inmediatez y se pregunta en qué tipo de existencia pensamos cuando decimos que lo que no se nombra no existe. Cruzando las teorías de Peirce y Debord con la ya expuesta definición del semiocapitalismo de Berardi, el texto aborda algunos de los momentos constitutivos de esta conexión entre el ámbito simbólico y lo real, apuntando para el carácter autorreferencial en que el primero tiende a extraviarse en situaciones de desposesión lingüística. Con este diagnóstico en mano, Vasallo sentencia que “lo simbólico, en tiempos de semiocapitalismo, es el gran plano de desactivación” (p. 116).

Así, el segundo apartado cierra con el abordaje de cuestiones vinculadas con el reconocimiento simbólico, las formas de inclusión que admite y su impacto en la esfera de la realidad, quién lo otorga, para qué lo queremos y dónde pretende hacerse efectivo. Por último, el libro concluye con un epílogo donde la autora aplica los resultados de su análisis al comentario in concreto de una pieza de teatro, revelando los motivos de la voz política, el lenguaje y la subalternidad en las vidas de sus personajes.

En suma, este libro contribuye a los debates que actualmente pueblan el seno de movimientos sociales y enfoques teóricos como el feminismo, el antirracismo o el marxismo. He encontrado meritorias dos cuestiones. Por un lado, considero provechosa la mirada que el libro propone sobre el capital social y el capital cultural, especialmente las formas en que ambos se entrecruzan según las facetas del ser, el tener y el aparentar, así como la disonancia que este cruce genera. Por otro lado, juzgo que el libro cumple su cometido en lo que respecta al tratamiento del vínculo entre lenguaje y realidad, sobre el cual ofrece una perspectiva compleja, conceptualmente lograda y situada en un contexto social determinado: el semiocapitalismo.

Estamos ante un texto que interviene al nivel de las prácticas activistas tanto como al nivel de sus supuestos más arraigados y de los análisis conceptuales que se encuentran a la base de estos y aquellas. Su ingeniosa articulación conceptual abre nuevas perspectivas y disloca lugares comunes, mientras que su claridad expositiva y un recuso continuado a ejemplos de lo cotidiano aseguran que este libro sea accesible a todas las personas interesadas en él. Estas y otras virtudes hacen de Lenguaje inclusivo y exclusión de clase una lectura enriquecedora y concienzudamente recomendada.

Federico Parra Rubio

(Universidad de Zaragoza)