Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 91 (2024), pp. 237-240

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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SALVADOR GONZÁLEZ, José María (2022). La estética de san Buenaventura y su influencia en la iconografía de los siglos XIV-XV. Madrid: Sindéresis, 262 pp.

El profesor Salvador González pone en nuestras manos una nueva monografía, en esta ocasión, el fruto de sus investigaciones para su tesis doctoral en filosofía. Se trata de un estudio acerca de la estética de Buenaventura que posee el interés peculiar de ocuparse no sólo de sus desarrollos filosóficos, sino explorar también la posible influencia del escolástico franciscano en las artes plásticas del periodo inmediatamente posterior a su producción literaria. En este sentido, logra una poco común reunión de dos tipos de acercamiento a un autor filosófico, pues tiene el propósito de evaluar el reflejo de sus reflexiones en un ámbito distinto al especulativo y libresco.

La obra se divide en dos partes. En la primera, Salvador González expone una reconstrucción de las ideas estéticas de Buenaventura y en la segunda se esfuerza por reconocer ciertos ecos de ellas en una serie de obras pictóricas, algunas surgidas en ambiente franciscano. La primera parte se divide en tres capítulos. En ellos, teniendo en cuenta también el Breviloquium y el comentario a los seis días de la creación entre otras obras, se nos invita a recorrer principalmente el Itinerarium mentis in Deum con la intención de recabar de él las ideas de Buenaventura sobre estética. Así, el primero de estos capítulos habla de su “estadio inmanente”, fijándose en las facultades humanas para acceder a lo bello, de los sentidos al entendimiento. El segundo se ocupa de la etapa llamada “introspectiva” de la estética, considerando la capacidad de contemplar a Dios a través de las tres potencias agustinianas, vestigios de la Trinidad: entendimiento, memoria y voluntad. El tercer capítulo nos pone delante del camino hacia Dios a través de dos atributos divinos: el ser y el bien. Como suele ocurrir cuando se trata de estética medieval, en estas páginas se nos habla más de la belleza invisible (creada o increada) que de la belleza sensible, a no ser por la referencia a los sentidos en el primer capítulo. Por lo demás, la síntesis de la idea buenaventuriana de belleza no la encontramos en esta primera parte sino en la segunda, pues el capítulo cuarto está dedicado a revisar las ideas centrales de lo que podríamos denominar una estética de Buenaventura. Primero aparecen los presupuestos gnoseológicos y metafísicos del franciscano y después se nos indican sus cuatro tesis estéticas centrales: todo es bello, en cuanto posee una forma; la belleza se da de manera holística, es propia del todo, más que de las partes; la belleza es primariamente de carácter espiritual, de modo que la belleza invisible prima sobre la visible; la belleza suma se halla en Dios, fuente de toda belleza.

Finalmente, en el capítulo quinto se encuentra la aportación más original de este volumen, donde el autor pretende superar la tónica habitual de los tratados estéticos que tienden a quedarse “en el plano meramente abstracto de la pura teoría, en un extraño ‘limbo’ en el que las disquisiciones filosófico-estéticas no se confrontan con la realidad concreta, sea ella la del mundo natural, sea la del universo cultural (obras de artes visuales, literatura, música, artes escénicas, danza, etc.)” (p. 145). Salvador González, por el contrario, se arriesga a buscar la apropiación de las ideas de Buenaventura por parte de los artistas o de los programadores iconográficos que constituyen los autores intelectuales de ciertas obras de arte. Se ciñe a obras pictóricas y tan sólo a los siglos XIV y XV. Además, trata de evitar las producciones artísticas más directamente relacionadas con la vida de san Francisco, pues Buenaventura es autor de la autorizada biografía del santo y sería mucho más evidente la influencia.

En relación con lo estudiado, Salvador González agrupa los posibles ámbitos de influencia en cuatro: las criaturas visibles como semejanza del creador; la armonía de las partes como fundamento de la belleza; la belleza invisible y divina revelada por la belleza visible; el reflejo de la belleza divina en la belleza creada. Resulta un poco difícil apreciar la diferencia profunda entre tres de estos aspectos, de modo que, fundamentalmente estamos ante la idea teológica de la belleza creada como imagen del creador, cuya perfección es participada en la criatura; de este modo, esa belleza creada posee la capacidad de elevar a quien la contempla al conocimiento y al amor del creador. Junto a esta tesis, se encuentra la noción de “peso, número y medida”, vinculada a la de “proporción”, cara a Buenaventura. En este contexto sorprende un poco la ausencia de alguna referencia a Agustín (pp. 40-42, 52, 55, 167-168; con excepción quizá de p. 73). El libro finaliza con un epílogo en que quedan recogidos los resultados obtenidos a lo largo de toda la obra y unas páginas dedicadas a la bibliografía empleada.

En el capítulo final se encuentra seguramente la aportación más personal de este trabajo. Se debe encomiar el valiente arrojo de indagar las resonancias del pensamiento buenaventuriano en obras de arte concretas. Asimismo, creo que es digna de nota la visión del naturalismo floreciente en periodo renacentista. Está bastante extendida la interpretación que hace de él un signo de la secularización de la cultura: los artistas, desinteresados cada vez más de las realidades sobrenaturales y divinas, se concentrarían en lo creado y natural; no sólo proliferarían temas más terrenales e incluso paganos, sino que las figuras sagradas se convertirían casi en un “pretexto” para plasmar la belleza sensible, la únicamente interesante al fin y al cabo… Por el contrario, Salvador González insiste en que esta deriva del arte tardo medieval y renacentista no está reñida con el espíritu religioso, debido a la peculiaridad del cristianismo. Para los cristianos, el mundo visible no es un obstáculo para aproximarse hacia Dios sino un camino para alcanzarlo. Dios mismo ha adoptado la figura humana consagrando ésta como fiel semejanza de la divinidad. Por tanto, el interés renacentista por poner fielmente de manifiesto la belleza creada no es una traición al cielo sino una manera de secundar sus designios diferente de la seguida hasta entonces por el más conceptual arte medieval.

Pese a ese no menor mérito de la obra, al lector se le plantean algunas cuestiones: ¿es imprescindible apelar a Buenaventura en concreto para justificar los nuevos planteamientos estéticos de ese periodo? ¿No basta con invocar los nombres de otros autores medievales como los victorinos y, en particular, Alejandro de Hales, muy influyente en sus ideas sobre la belleza creada? Ciertamente, Salvador González hace referencia a estos y otros autores que también han podido influir sobre el propio Buenaventura. Sin embargo, pese a que en su tesis doctoral se encuentra un estudio comparativo de esas fuentes con el pensamiento de Buenaventura, desgraciadamente tal capítulo no ha sido incorporado a este libro. En cualquier caso, resulta difícil reconocer en las ideas estéticas de Buenaventura unos rasgos tan marcadamente distintivos que obliguen a tenerlo en cuenta como una fuente de inspiración para explicar esas obras de arte. Parece más plausible admitir su influencia sólo como una posibilidad, como un importante exponente de una comprensión estética de la cual forman parte también otros autores, como los que antes hemos mencionado.

Si nos fijamos en los dos aspectos fundamentales en que Salvador González reconoce la presencia de Buenaventura en el trasfondo ideológico de las obras artísticas estudiadas, notamos que su doctrina no se singulariza respecto de otras fuentes cristianas precedentes de un modo tan marcado que pudiera ser apreciada su huella inconfundible en las artes plásticas. En primer lugar está la concepción de la belleza creada como un trasunto de la increada. Aunque el doctor franciscano haga sus elaboraciones personales en este campo, su originalidad no es tanta como para obligarnos a pensar en él para explicar la novedad del naturalismo renacentista. Sin duda, esta nueva sensibilidad artística depende de un movimiento de gran envergadura del cual forma parte el franciscanismo, junto a la reacción anti-cátara que inspiró a los dominicos, que provocaron una revalorización de lo creado. Se trata de un proceso propio de la baja Edad Media que debe incluir estos y seguramente otros factores.

En segundo lugar, algo similar cabría decir respecto de la idea de proporción: Salvador González reconoce la importancia de esa noción para la composición iconográfica poniendo énfasis en los elementos ternarios que aparecen en ciertas obras; advierte en ellos un paralelismo con las divisiones tripartitas de conceptos elaboradas por Buenaventura (p. 171). No cabe duda de que, tanto en el arte como en la teología buenaventuriana, la idea de proporción está ligada con el dogma teológico de la Trinidad. Pero, ¿es Buenaventura el responsable de semejantes elecciones por parte de los responsables de esas obras de arte o no será Buenaventura mismo quien esté bajo el influjo de una tendencia de mayor amplitud? ¿No se desarrollan a lo largo la Edad Media las fórmulas trinitarias, por ejemplo, en la liturgia? En cualquier caso, encontramos elementos trinitarios en la iconografía anterior a Buenaventura, aunque tan sólo fuera porque la simetría —de tanto éxito en el arte clásico—, por su propia naturaleza encaja tan bien con la dualidad como con la trinidad: pero el cristianismo tiene buenas razones para enfatizar la trinidad. Además, el peso iconográfico de los trípticos, muy comunes en el medioevo, no puede dejar de sentirse en la composición del arte religioso renacentista.

Estas objeciones a una lectura —digamos— “fuerte” de la tesis defendida por Salvador González no impiden que deba ser valorada muy positivamente su contribución a nuestro conocimiento de la estética de Buenaventura. Entraña un gran interés su deseo de apreciar cómo la filosofía teórica tiene consecuencias materiales en el arte. Siempre resulta muy difícil asegurar con total certeza el influjo implícito de un autor sobre otro, teniendo en cuenta la compleja maraña de relaciones que se van estableciendo con el paso del tiempo. Con todo, es muy instructivo comparar elementos comunes entre unos pensadores y otros y, lo que puede resultar aun más sugestivo, entre filósofos y otras producciones culturales como las artísticas. Por último, no quisiera terminar estas reflexiones sin alabar el esfuerzo que está haciendo la editorial Sindéresis por proveer al mundo académico español de publicaciones de gran calidad en el campo de la filosofía medieval.

David Torrijos Castrillejo

(Universidad San Dámaso)