Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 94 (2025), pp. 55-68

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.521141

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Claude Lefort y la filosofía

Claude Lefort and Philosophy

DIEGO PAREDES GOICOCHEA*


Recibido: 16/04/2022. Aceptado: 28/07/2022.

* Investigador del CONICET (IIGG, UBA) y Profesor Adjunto de Teoría Política de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina). Línea de investigación: filosofía política contemporánea (especialmente H. Arendt, C. Lefort, M. Merleau-Ponty). Entre sus publicaciones recientes se encuentran: “Sobre la transición de la violencia a la política en el pensamiento de Hannah Arendt”, Tópicos. Revista de Filosofía 60 (2021), 269-292 y “La cuestión de la violencia en la crítica de Hannah Arendt a Karl Marx”. Revista de Estudios Sociales 63 (2018), 20-28. Correo electrónico: dfparedesg@gmail.com

 

Resumen: El propósito de este artículo es explorar la interrogación sobre la filosofía que Claude Lefort despliega en su obra, a partir de la figura del “pensador escritor” y de la noción del “heroísmo del espíritu”. En el primer caso, la actividad de pensamiento a la que se consagra el filósofo es indisociable del trabajo de expresión implicado en la escritura de una obra. En el segundo caso, se devela una tensión entre una representación de la filosofía como saber del Uno y una experiencia de pensamiento afín al tipo de experiencia política que adviene con la democracia moderna. En el artículo se examina cómo se entrecruza el esbozo de una nueva ontología con la reflexión sobre la mutación de sentido que acompaña el surgimiento de la sociedad democrática moderna, y se sugiere que la figura del “pensador escritor” y la noción de “heroísmo del espíritu” confluyen en la comprensión de la filosofía como interrogación.

Palabras clave: Democracia, expresión, interrogación, filosofía, modernidad.

Abstract: The aim of this paper is to explore Claude Lefort’s interrogation on philosophy, based on the figure of the “writer-thinker” and the notion of the “heroism of the mind”. In the first case, the activity of thought to which the philosopher devotes itself is inseparable from the work of expression implied in the writing of an oeuvre. In the second case, a tension is revealed between the representation of philosophy as knowledge of the One and an experience of thought related with the type of political experience that takes place in modern democracy. The article examines how the outline of a new ontology intersects with the reflection on the mutation of meaning that accompanies the emergence of the modern democratic society and suggests that the figure of the “writer-thinker” and the notion of “heroism of the mind” converge in the understanding of philosophy as interrogation.

Keywords: Democracy, expression, interrogation, philosophy, modernity.

La moderación se nos ha vuelto extraña, confesémoslo; nuestro prurito es cabalmente el prurito de lo infinito, desmesurado. Semejantes al jinete que, montado sobre un corcel, se lanza hacia delante, así nosotros dejamos sueltas las riendas ante lo infinito, nosotros los seres humanos modernos, nosotros los semibárbaros —y no tenemos nuestra bienaventuranza más que allí donde más peligro corremos.

Nietzsche, Más allá del bien y del mal, 224

“El Ser es lo que exige de nosotros creación para que tengamos la experiencia de él” (1964, 248)1. Esta frase de Merleau-Ponty, perteneciente a las notas de trabajo de Lo visible y lo invisible, es citada y comentada en varias ocasiones por Claude Lefort en algunos de los textos que componen el libro Sur une colonne absente. Lefort encuentra en ella una extraordinaria enunciación del enigma de la expresión que está en el centro tanto de la nueva ontología como de la nueva idea de filosofía que Merleau-Ponty explora en sus escritos tardíos. En el ensayo “Le corps, la chair”, la frase indica en qué sentido Merleau-Ponty se desprende de los vestigios de una filosofía de la conciencia que todavía animaba a la rehabilitación de lo sensible emprendida en la Fenomenología de la percepción. Y en el prefacio, Lefort afirma que, cuando Merleau-Ponty escribe esa frase, “llega lo más cerca posible a la pregunta de la cual la filosofía debe hacerse cargo” (1978b, XXII).

Pero esta frase no sólo ocupa un lugar significativo en la lectura que Lefort hace de la obra de Merleau-Ponty, sino que, tal como se observa en su escrito “Philosophe?”, se presenta también como una referencia ineludible en su propia comprensión de la filosofía y del pensamiento político. Por una parte, Lefort asocia esta frase al trabajo de expresión al que, según él, se consagra el filósofo. La actividad de pensamiento que éste realiza, en cuanto “pensador escritor”, es indisociable del trabajo creador de la escritura, de la producción de una obra, en la cual el pensamiento se inventa y se devela. Por otra parte, Lefort encuentra en esta frase la mejor formulación de un enigma “que está en el corazón de nuestra modernidad, y que nos separa de la tradición clásica” (1992, 346). Este enigma, sostiene, toma forma en el siglo XIX y está asociado a esta tarea “imposible” que asedia a algunos de los escritores que se enfrentan al nacimiento de la sociedad democrática: la tarea de “develar lo que es –el ser de la historia, de la sociedad, del hombre– y crear, hacer surgir, por el ejercicio de un derecho vertiginoso de pensamiento, de palabra, la obra en la que adviene el sentido” (1992, 345). En este caso, la práctica de pensamiento de estos escritores corresponde a un movimiento incesante de interrogación, a una búsqueda sin garante exterior, que Jules Michelet denominaba “heroísmo del espíritu”.

En ambos casos, la actividad de pensar está vinculada a la génesis y el desciframiento del sentido que se realiza en la creación de lo que Lefort llama una “obra de pensamiento”. Pero mientras que en el caso del pensador escritor, la pregunta sobre la filosofía está emparentada con una interrogación ontológica, Lefort presenta el heroísmo del espíritu como un desmesurado deseo de pensar que adquiere su sentido bajo las condiciones específicas del nacimiento de una nueva forma de sociedad en el siglo XIX. En lo que sigue quisiera explorar la figura del “pensador escritor” y la noción del “heroísmo del espíritu” para tratar de rastrear la interrogación sobre la filosofía que Lefort despliega en su obra. Me propongo, en particular, examinar cómo confluye, en esta interrogación, el esbozo de una nueva ontología con una experiencia de pensamiento afín a la singular experiencia política que acompaña al advenimiento de la democracia moderna.

1. Pensador escritor

La filosofía “hace ver por palabras. Como toda la literatura”, escribe Merleau-Ponty en una conocida nota de trabajo de Lo visible y lo invisible (1964, 313). En sus diferentes comentarios a la obra de Merleau-Ponty, Lefort se muestra especialmente sensible a la pregunta por el lenguaje implicada en la asociación entre filosofía y literatura que se menciona en esta nota. Destaca que la exploración de la experiencia del lenguaje orienta la indagación de Merleau-Ponty algunos años después de la Fenomenología de la percepción, rastrea los primeros indicios de esta exploración en algunos textos de Sentido y sinsentido2, y cuando edita La prosa del mundo reconoce que en este libro inacabado se encuentran ya algunas de las reflexiones que contribuirán a la nueva ontología que se esboza en Lo visible y lo invisible3. Pero, si bien le interesa acentuar la relevancia que esta indagación va tomando al interior de la obra de Merleau-Ponty, Lefort no busca extraer de estas reflexiones una teoría del lenguaje, sino interrogar a partir de ellas el trabajo de expresión que juzga indisociable del pensamiento filosófico4. De ahí que, en proximidad con Merleau-Ponty, centre su atención en el lenguaje como acontecimiento de significación, como operación creativa e instituyente, y no como simple medio para designar lo ya pensado o representar una realidad dada.

Pero, junto a la atención a la experiencia del lenguaje –“el lenguaje haciéndose” (1978b, XXIII)–, Lefort se detiene en aquel “hacer ver” que, según la nota citada, es esencial al vínculo de la filosofía con la literatura. La filosofía, sostiene Lefort en el prefacio a Sur une colonne absente, “solo toma forma cuando pensar y hacer –hacer advenir, hacer aparecer– se conjugan” (1978b, XV). En este sentido, como la literatura, la filosofía es inseparable de la operación y del resultado de este hacer advenir-aparecer que Lefort nombra con el término “creación”. El hacer de la filosofía es así tanto la actividad creativa de manifestación como lo manifestado, tanto la producción como aquello que es engendrado en el ejercicio mismo del pensamiento. De ahí que la filosofía se encuentre con la literatura en el propósito de “hacer visible”, pero también en el modo de ese hacer, en su trabajo creador con las palabras, en suma: en el trabajo de expresión.

Como lo recuerda Lefort, la interrogación del fenómeno de la expresión ocupa un lugar central en La prosa del mundo. Desde las primeras páginas de este libro Merleau-Ponty pone en cuestión “el fantasma de un lenguaje puro”, que se presenta como el ideal de una expresión absolutamente transparente, capaz de cumplir plenamente su propósito bajo el presupuesto de una correspondencia inequívoca entre signo y significación. Este ideal, que no es solo una convicción del sentido común, sino que domina a las ciencias exactas e incluso llega a convertirse en una creencia profesional para el escritor clásico, puede aparecer tanto bajo la forma del “mito de una lengua universal” como del “mito de un lenguaje de las cosas”5. En cualquier caso, la expresión se reduciría a enunciar lo dado, a “reemplazar una percepción o una idea por una señal convenida que la anuncia, la evoca o la abrevia” (Merleau-Ponty, 2010, 1437). Para Merleau-Ponty, el escritor clásico resumía su actividad en la búsqueda de una expresión que coincidiera exactamente con un pensamiento, como si ya hubiera estado “hablando en el revés del mundo”, o como si escribir fuera “dar con esa frase hecha ya en los limbos del lenguaje” (2010, 1440). Al referirse a este “fantasma del lenguaje puro” en el prefacio de Sur une colonne absente, Lefort repara en cómo, para Merleau-Ponty, el escritor clásico reprime su trabajo de creación bajo la ilusión de esta especie de “lenguaje anterior al lenguaje”6 y se pregunta, por su parte, si el filósofo, más allá del llamado periodo clásico, no llega a ignorar lo que hace, perseguido por el “fantasma de un pensamiento puro” (1978b, XIII)7.

Como se entrevé en la interrogación específica que propone Lefort, así como el escritor buscaría, de manera ilusoria, derivar la literatura de una esencia del lenguaje, el filósofo se vería tentado a deducir la experiencia de la filosofía de una esencia del pensamiento. En ambos casos, es la creación, la propia operación expresiva, constitutiva tanto de la literatura como de la filosofía, la que sería ignorada u olvidada. El pensamiento puro corresponde a la definición intelectualista del pensamiento como posesión de sí, plenamente transparente a sí mismo. En este caso, el lenguaje no sería más que un instrumento del pensar, su recubrimiento exterior. Para Lefort, el filósofo creería hacer coincidir su ejercicio singular de pensamiento con lo universal, disimulando el vínculo intrínseco que la actividad de pensar establece con la escritura, reduciendo así la expresión a una operación derivada, segunda. Concebidos como dos órdenes paralelos, el pensamiento sería pura reflexividad interior y la escritura el medio de exteriorización de un sentido ya disponible. Pero, además, atraído por el fantasma del pensamiento puro, el filósofo no solo borraría las huellas de su escritura, sino lo que crea a través de ella. El filósofo, sostiene Lefort, llega a “ignorar aquello que él produce y que, en cuanto escrito, ese escrito singular que pretende llevar en sí mismo su causa y su fin, toma forma de obra” (1978b, XIII).

Es principalmente esta producción de la obra, en su vínculo con la cuestión de la escritura, lo que Lefort destaca en su rastreo de la asociación entre filosofía y literatura sugerida por Merleau-Ponty. La ilusión de un pensamiento que coincide consigo mismo, recubre la relación esencial de la filosofía con la escritura, oculta que en su práctica el filósofo siempre se consagra a un trabajo de expresión en el que el pensamiento se busca, se crea y se hace manifiesto en la escritura de una obra. El supuesto paralelismo entre pensamiento puro y escritura genera la ilusión de una correspondencia entre significación y signo que enmascara la operación de sentido presente en el trabajo de creación del filósofo. Pero la escritura no es, para Lefort, un simple suplemento de un pensamiento ya determinado, mera repetición de un sentido originario y fijo: el pensamiento acontece en la escritura. Así, cuando Lefort recuerda que “el filósofo es un pensador escritor” (1992, 11), apunta hacia esta creación y recreación del pensamiento inseparable de la movilidad de la escritura, se refiere a este hacer ver con las palabras, este hacer surgir el sentido, que no es la reproducción de una significación preexistente y clara en sí misma, sino la producción de un sentido que no se poseía de antemano y que tampoco puede ser completamente determinado y aclarado. De este modo, Lefort, al igual que Merleau-Ponty, considera que la expresión es siempre un acontecimiento creativo y, en consecuencia, que no hay tal cosa como una expresión plena, puesto que la expresión no se agota en lo expresado: entre ellos se presenta una distancia infranqueable, una diferenciación infinita, que impide la transparencia absoluta de la operación expresiva. El trabajo de expresión supone, entonces, una génesis del sentido que nunca es acabada o, dicho de otro modo, una indeterminación de sentido imposible de superar.

El pensador escritor hace la experiencia de esta indeterminación del sentido en la producción de la obra. Aunque participa en su origen, el escritor no está en posesión de su saber último, precisamente porque la “obra de pensamiento”, en cuanto trabajo de expresión, no es un objeto acabado, portador de un sentido rigurosamente determinado que estaría a disposición de los propósitos de un autor8. La obra excede las intenciones del escritor de la misma manera que no se deja reducir a un “sistema positivo”, a una “suma ideas de cuales tendríamos que hacer el inventario” (Lefort, 1978b, 13). En vez de una “cosa espiritual en sí”, lo que Lefort llama “obra”, y en particular “obra de pensamiento”9, es un “ser del afuera”, una fuente inagotable de sentido que vive de lo que ella da a pensar: “Como las cosas de la naturaleza, como los hechos de la historia, ella es un ser del afuera, que despierta el mismo asombro, que requiere la misma atención, la misma exploración de la mirada, que promete por su sola presencia un sentido de otro orden al de las significaciones encerradas en sus enunciados” (Lefort, 1964, 336). Así, la obra de pensamiento es indisociable del discurso del otro que ella convoca: en cuanto apertura de sentido, la obra inaugura un campo simbólico que apela a un incesante movimiento de interrogación. Este movimiento se despliega, para Lefort, en una práctica de interpretación en la que el intérprete, en su trabajo de desciframiento, se enfrenta a la ingobernabilidad del sentido de la obra y, en consecuencia, realiza, como el escritor, la experiencia de su indeterminación constitutiva. Así, la obra está siempre en formación, instituyéndose a través del trabajo de la escritura y del movimiento de interrogación que ella suscita. Por más que se intente fijar el movimiento de su discurso en un conjunto de tesis o en los enunciados de una teoría, la obra siempre se presenta en exceso con respecto a las ideas positivas que buscan determinar su sentido. En otras palabras, en cuanto horizonte de sentido, la obra está continuamente haciéndose, aconteciendo, como si permaneciera en estado naciente.

Así pues, el trabajo de expresión que se realiza en la obra no es del orden de la moderación, de la conformidad con una referencia última de certeza, sino de una desmesura en acto. Esta desmesura la experimenta el pensador escritor en la medida en que, en la producción de la obra, su pensamiento nunca coincide consigo mismo, nunca está plenamente presente a sí mismo, sino que se trasciende sin cesar en la escritura. Por lo tanto, el pensamiento no es “pensamiento puro” solamente porque, en términos fenomenológicos, es un pensar que emigra hacia las cosas que piensa, sino porque al coincidir con la expresión creativa jamás es transparente a sí mismo, no logra liberarse de la opacidad que lo atraviesa. Que el pensamiento sea indisociable de la escritura implica, como lo destaca Lefort leyendo a Merleau-Ponty, que “pensar deviene, para el filósofo, la tentativa de hacer manifiesto, más allá de la significación, la actividad de pensar” (1978b, XXIII). De este modo, en lugar de identificar al pensamiento con la posesión intelectual, Lefort comprende el pensar de la filosofía como una práctica, como un movimiento que, sin la garantía de un fundamento positivo y sin un fin definido, es la experiencia incesante de una cierta ausencia, la imposibilidad de aprehender plenamente aquello que solicita ser pensado. Se trata, así, de una actividad que se experimenta como desposesión. De ahí que sea un hacer que es también un padecer.

No sorprende, entonces, que en su exploración de la figura del pensador escritor, Lefort se refiera a la nueva ontología que Merleau-Ponty esboza en sus últimos textos, y que cite especialmente la mencionada frase “El Ser es lo que exige de nosotros creación para que tengamos la experiencia de él”. La creación a la que se refiere, y que Lefort entiende en términos de un trabajo de expresión, y específicamente en el caso del filósofo como escritura de la obra, es un hacer surgir que es indisociable de una demanda del Ser. No se trata, por lo tanto, de una creación que esté “a la libre disposición del filósofo” (Lefort, 1978b, XXII), sino, como lo afirma Merleau-Ponty, es “creación que es al mismo tiempo reintegración del Ser” y, de este modo, “creación que es al mismo tiempo adecuación, la única manera de obtener una adecuación” (1964, 247). En la frase se da cuenta de la pasividad de la actividad del filósofo. En ella se supone la conocida recusación merleau-pontiana de la filosofía como sobrevuelo: el filósofo no se sitúa en una posición de exterioridad con respecto al Ser, sino que está inscrito en él, y de este modo se encuentra tomado por aquello que toma10. Por supuesto no es posible examinar aquí los detalles de la nueva ontología que bosqueja Merleau-Ponty, ni tampoco desarrollar los pormenores de la interpretación que Lefort hace de ella, pero no hay que perder de vista que, en lugar de presentarse como una positividad plena y determinada, el Ser “bruto” o “salvaje”, al que se refiere la ontología merleau-pontiana, se manifiesta sin cesar de ser “ambiguo y trascendente” (1964, 264), esto es, se da siempre a distancia o en exceso sobre sí mismo. Así, lo que Lefort no deja de destacar en sus diferentes citaciones de esta frase de Merleau-Ponty es precisamente una ontología en la que “lo originario estalla” (1978b, 129)11, en la que se experimenta una ausencia de la garantía de un fundamento último del sentido y, por tanto, el desciframiento del sentido de lo que adviene, emprendido por la filosofía, se muestra como una actividad interminable, como una búsqueda sin clausura posible.

2. Heroísmo del espíritu

En las últimas páginas de “¿Permanencia de lo teológico-político?”, Lefort hace referencia a un “movimiento indefinido de la interrogación, dedicado a reconquistarse, de cuando en cuando, por encima de toda configuración dada del saber” (1986a, 306). Este movimiento recibe el nombre de “heroísmo del espíritu”, fórmula con la cual Michelet traduce y retoma la expresión mente heroica de Vico. En su interpretación de Michelet en este texto, Lefort sitúa este heroísmo en uno de los dos lados que conforman la tensión que, según él, atraviesa las reflexiones de este autor: la tensión entre la idea de la religión como el horizonte insuperable del ser humano y una idea del derecho como fuente última de la autocreación humana. Cabe destacar que, para Lefort, la primera idea comanda un pensamiento de la identidad –de sí mismo y del ser– al interior de la obra de Michelet, mientras que la segunda se vincula con un pensamiento “del torbellino del ser, pensamiento de una salvaje afirmación de sí, en la liberación de toda autoridad, que sólo se sostiene por la obra que se está realizando” (Lefort, 1986a, 306). El heroísmo del espíritu, en la cual se acentúa tanto el nomadismo de la interrogación como la hybris de un deseo de libertad que desafía el saber establecido, aparece asociado a esta segunda experiencia del pensamiento.

En este sentido, dicho heroísmo es tan moderno como el acontecimiento inédito de la irrupción de un derecho carente de todo garante extrínseco. En cuanto interrogación sin límites, esta actividad de pensamiento es de este modo contemporánea de una concepción del derecho que se erige sobre la ausencia de un afuera (de la referencia a la figura de un Otro como su fundamento último), así como de una idea de humanidad “que llevaría el signo de su propia trascendencia” (1986a, 306). En consecuencia, Lefort comprende el heroísmo del espíritu como parte del advenimiento de esa nueva experiencia del mundo que choca con la matriz teológico-política del Ancien Régime. Sin embargo, esta matriz, específicamente cristiana, todavía informa la reflexión de Michelet. Por eso, de la misma manera que la interpretación de las nuevas ideas de derecho y de humanidad se encuentra expuesta al resurgimiento del mito teológico-político de la doble naturaleza del rey, el heroísmo del espíritu se enfrenta a la amenaza de la unidad espiritual enunciada en el principio de la “realeza del espíritu”12.

En el uso que Michelet hace de la fórmula del heroísmo del espíritu, Lefort encuentra, entonces, el movimiento de un pensamiento que se confronta al impulso de sucumbir ante la atracción del Uno, justo en el momento en que intenta develar los enigmas que se manifiestan en el advenimiento de la forma de sociedad democrática. Dicho de otro modo, aunque, por un lado, Michelet comprende la Revolución como destrucción de la forma teológico-política precedente, aunque enuncia la antítesis entre ambos momentos y especialmente logra, como pocos pensadores de su tiempo, descubrir los misterios de la encarnación monárquica, por otro lado, no puede dejar de aprehender filosóficamente la irrupción del pueblo, del derecho, de la razón en términos teológico-políticos, reapropiándose así de la soberanía del Uno y del dualismo entre lo temporal y lo intemporal para dar cuenta de esta transformación. Esta operación de transferencia de lo religioso al pensamiento filosófico, que se ejemplifica de manera particularmente significativa en la obra de Michelet, es una de las interrogaciones de Lefort en “¿Permanencia de lo teológico-político?”; una interrogación que deja ver, hasta cierto punto, una toma de distancia respecto a la filosofía –o, por lo menos, a cierta representación de la filosofía–, puesto que sugiere cierta connivencia entre la atracción filosófica por el saber del Uno y la imagen de una sociedad unida, dotada de una identidad sustancial.

Esta connivencia supone que aun cuando en su movimiento interrogativo la filosofía rechaza el elemento religioso de la certeza, se encuentra guiada por la búsqueda de un saber último y, en este sentido, si bien recurre a la reflexión racional y no a la creencia en la revelación, se representa como meta el saber del Uno. Por lo tanto, la filosofía estaría esencialmente atravesada por una atracción por lo religioso. Una atracción que a su vez podría comprenderse como una resistencia a la aparición de una nueva forma política que deshace las ilusiones de identidad y unidad; como un intento de preservar una cierta concepción del pensamiento que se ve amenazada con la forma de sociedad democrática que comienza a esbozarse en el siglo XIX. Así, la connivencia mencionada sería la contracara de una discordancia radical entre un pensamiento que porta la huella de un esquema teológico-político, vinculado a la pretensión de la posesión de un saber originario y totalizante, y una sociedad dividida, desprovista de un fundamento último de certeza13.

De ahí que, frente al pensamiento filosófico guiado por el saber de lo primordial, de lo igual a sí mismo, de lo inmóvil e indivisible, el heroísmo del espíritu aparezca, para Michelet, según la lectura de Lefort, como una actividad de pensar caracterizada por el desarraigo, el nomadismo, la fragmentación, pero también por la desmesura que desafía cualquier autoridad instituida y desconoce las fronteras establecidas de las disciplinas de conocimiento. En lo que se refiere a la naciente democracia moderna, el heroísmo del espíritu acoge, en la dimensión del pensamiento, esa inquietud y debate continuos que se manifiestan en una nueva experiencia de lo institución de lo social que rompe con una ordenación teológico-política. Y al igual que la nueva idea de derecho que emerge con esta nueva forma política, este riesgo del pensamiento, como se mencionaba anteriormente, no tiene otro apoyo que la obra que crea.

Este último punto es retomado por Lefort en la breve pero significativa mención de Edgar Quinet en “Philosophe?”. En las reflexiones de este pensador, el heroísmo del espíritu también se cruza con el problema del derecho y de lo humano. La singularidad de su perspectiva reside, según Lefort, en que se aproxima a la pregunta sobre el desgarramiento del ser humano occidental moderno sin recurrir a una fórmula teológico-política ni a una referencia a la naturaleza del hombre. El ser humano continúa escindido por encima y por debajo de sí mismo, pero esta dualidad no remite, para Quinet, a una división entre una vida temporal y otra eterna. Su desgarramiento se comprende como una tensión entre servidumbre y heroísmo. Bajo la inspiración de lo que La Boétie comprendía por “servidumbre voluntaria”, Quinet también presta especial atención al modo como el mismo deseo de libertad se revierte en servidumbre, tal como se observa en su interpretación de la Revolución francesa14. Sin embargo, la innovación de Quinet, sostiene Lefort, consiste en explicar esta tensión sin apelar a “la oposición, todavía clásica, de una libertad natural y de una servidumbre contra natura” (1992, 345). El heroísmo está vinculado a la invención de la libertad, no a una concepción naturalista del derecho. En otras palabras, Quinet pone de manifiesto el desafío propiamente moderno –que advierten varios de los pensadores del siglo XIX enfrentados al nacimiento de la sociedad democrática– relacionado con “el poder de asumir un derecho, que no tiene garantía en la naturaleza, que encuentra su verdad en su ejercicio mismo, o, en otros términos, la tentativa de conquistar o reconquistar el deseo sobre la servidumbre, sin otro sostén que la obra que se realiza” (1992, 345).

El énfasis en la obra, como único apoyo de un derecho de pensamiento que comienza a hacer el duelo de la desaparición de un fundamento del orden social, devela un vínculo entre modernidad y “creación” por el cual, como hemos visto, Lefort se interesa particularmente. Dicho vínculo podría sugerir que la creación, si se entiende como autoengendramiento de lo social, se convierte en el nuevo principio de un orden que deja de referirse a una instancia externa, sea natural o teológica; un nuevo principio que descansaría en último término sobre el supuesto de un sujeto incondicionado capaz de controlar tanto el desarrollo como el resultado de su actividad poiética. Pero claramente no este el modo como Lefort interpreta la noción de “creación” en el caso de Michelet o de Quinet. Lejos del modelo de un demiurgo social, erigido como sustituto de la moderna pérdida de la trascendencia, Lefort encuentra en las reflexiones de estos escritores del siglo XIX la manifestación de un nexo entre creación y obra que se sustrae a cualquier ilusión de dominio o de transparencia. No sólo en lo que se refiere a la paradoja de una idea de derecho que, si bien es enunciado por los seres humanos, es irreductible a un artificio humano y no aparece como inmanente al orden social15, sino específicamente del ejercicio de un derecho a pensar que, aunque deja de estar sujeto a una autoridad –natural o sobrenatural–, no se identifica con la plena posesión intelectual del sentido, como si fuera posible disponer, a través de la obra creada, de un sentido unívoco y acabado de las cosas.

De esta forma, si bien no es una representación de la naturaleza humana la que viene a ocupar el lugar que antes estaba reservado para un garante teológico, tampoco es una suerte de artificialismo moderno el que ahora se convierte en el soporte último de la sociedad. Para Lefort, lo que distingue a la experiencia de la modernidad que dilucidan los escritores del siglo XIX como Michelet y Quinet es justamente la dificultad de orientarse en mundo que ha perdido todo referente de certeza y que, por tanto, exige un ejercicio novedoso de pensamiento habitado “por una interrogación sin límites” (1986a, 277). De ahí que insista en el hecho de que el siglo en el que se resignifica la mente heroica de Vico es también aquel en el que efectúa una nueva experiencia de la historia marcada por “el descubrimiento de lo irreversible”; una noción, agrega Lefort, “que aún estaba ausente en el universo clásico” (2007, 555). Tanto para Michelet como para Quinet, así como para pensadores tan diversos como Tocqueville, Guizot o Leroux, entre otros, “la experiencia de lo irreversible inaugura la modernidad” (Lefort, 2007, 556). Ante la experiencia de lo inédito, de una transformación histórica que adviene como un nuevo comienzo, los pensadores del siglo XIX, enfrentados a la irreversibilidad de hecho del curso temporal, experimentan una nueva vivencia del porvenir, marcada por la agitación y por lo desconocido. Lefort le presta particular atención a este descubrimiento, retomando la noción nietzscheana de “sentido histórico”16, para destacar que existe una dimensión de lo irreversible en el pensamiento mismo: “el pensamiento mismo hace la prueba de lo irreversible” (1992, 300)17. Ahora bien, hacer esta prueba consiste en reconocer que la pérdida irreparable de las normas y modelos establecidos implica, precisamente, asumir que la actividad de pensar no tiene otro sostén que su ejercicio mismo, que nos enfrentamos al riesgo de tener que juzgar sin apelar a un polo incondicionado de verdad. En pocas palabras, la experiencia moderna de lo irreversible está vinculada a una nueva exigencia de pensamiento que ya no se encuentra sujeta a ninguna doctrina tradicional de la trascendencia.

3. La filosofía como interrogación

En “Philosophe?”, al comentar el uso que Michelet y Quinet hacían del heroísmo del espíritu, Lefort señala que, para él, aquel “movimiento heroico, por el que el pensamiento se evade de los caminos de conocimiento ya trazados y separados, no se dejaría definir: el riesgo del pensamiento no tenía nombre, ni siquiera el de filosofía” (1992, 344). Sin embargo, no es difícil advertir que, al vincular la filosofía con la literatura, Lefort destaca el mismo sentido de una búsqueda sin garante último que está en el corazón de su interpretación del heroísmo del espíritu. La actividad de pensamiento que el filósofo despliega en su escritura, así como aquella que realizan los escritores políticos del nacimiento de la democracia moderna, es un movimiento indefinido de interrogación que no tiene otro apoyo que la obra que crea. En el primer caso, es en conexión con la recusación del fantasma del pensamiento puro que se revela la imposibilidad de una plena transparencia de la actividad de pensar, mientras que, en el segundo, la desmesura de un pensamiento sin modelo se asocia a la puesta en cuestión del fantasma de una sociedad orgánica. Así, aunque en ambos casos se atraviesa la experiencia del duelo de un saber último, en el heroísmo del espíritu este duelo está explícitamente vinculado con la experiencia moderna, y específicamente democrática, de la ausencia de un fundamento del orden social.

Lefort llama interrogación a este duelo del saber o, más aún, a la experiencia implicada en ese duelo. Interrogar, sostiene Lefort, es “renunciar a la idea de que habría en las cosas mismas […] un sentido completamente positivo, o una determinación en sí, prometida al conocimiento” (1978a, 9). Por lo tanto, la interrogación no es aquí la simple espera de una respuesta que vendría a colmar una falta de saber, sino justamente la prueba de la imposibilidad de una clausura del saber. Dicho de otro modo, interrogar no es simplemente transitar un estado provisorio de cuestionamiento que encontraría su fin en el retorno a lo positivo, sino hacer la experiencia de la ausencia de una plena determinación del sentido. En vez de adoptar la forma de un problema que culmina con una solución, la interrogación, escribe Lefort, “está siempre a rehacer, su punto de partida no está jamás asegurado y su fin indefinidamente diferido” (1978a, 9).

Esta reiniciación interminable de la interrogación está vinculada al hecho de que interrogar es “descubrir la interrogación en aquello mismo que interrogamos” (Lefort, 1978a, 13). Es decir, despertar la indeterminación en las cosas, sea que se trate de la realidad social, de la historia o de las obras de pensamiento. Se trata, entonces, de deshacer las representaciones establecidas, por más de que éstas aparezcan bajo la ilusión de una certidumbre absoluta. Pero en este movimiento la interrogación no se restringe exclusivamente a lo interrogado, sino que al ir a las cosas vuelve sobre sí misma. La interrogación toma la forma de lo que Merleau-Ponty llama en sus escritos tardíos una “pregunta a la segunda potencia”: el cuestionamiento propiamente filosófico en el que la interrogación –por una “especie de diplopía”– al dirigirse hacia un estado de cosas, se dirige al mismo tiempo hacia sí misma como pregunta (1964, 158)18.

Cuando Lefort menciona en “Philosophe?” que la pregunta que singulariza a la filosofía es “¿qué es pensar?”, considera este tipo de interrogación que no se define como una pregunta de conocimiento, sino que se muestra como “una pregunta ilocalizable e indeterminable que acompaña a cualquier experiencia del mundo” (1992, 353). De esta forma, lejos de la pretensión de convertirse en sistema último, la filosofía se hace indistinguible de esta interrogación desmesurada que, en lugar de definirse por su objeto o circunscribirse a las fronteras de determinado saber, se manifiesta como una aventura de pensamiento que no deja de despertar la pregunta sobre su propio ejercicio, sobre su sentido y posibilidad, al cuestionar lo que busca pensar. Pero este volver sobre sí de la filosofía como interrogación no coincide con la autorreflexión de la autoconciencia y su propósito de una transparencia consumada, sino, como ya se anticipaba, es un retorno del pensar que, al acontecer en la movilidad de la escritura de la obra, no se cierra sobre sí mismo. En las palabras de Lefort, “la exigencia filosófica nacería, renacería por todos lados, y aquello que la regiría sería, para el escritor-filósofo, solamente el llamado de la obra, en la que la pregunta permanece en búsqueda de sí misma, se reitera desde todos los lugares donde la ha conducido su deseo singular” (1992, 353).

Como el heroísmo del espíritu, esta exigencia filosófica solo se sostiene en la obra que está realizándose. En “Philosophe?”, Lefort afirma que en su exploración sobre la actividad del filósofo la pregunta: “¿qué es pensar?”, ligada como estaba a la pregunta por la escritura, se convertía cada vez más, en nuestro tiempo, en lo propio de la filosofía” (1992, 352). Así pues, podría sugerirse que la comprensión de la filosofía que se revela en la figura del pensador escritor se encuentra ligada, al igual que el heroísmo del espíritu, a la disolución de las referencias de certeza que, para Lefort, caracteriza al advenimiento de la democracia moderna. Tal vez este vínculo también permita comprender por qué la frase de Merleau-Ponty sobre el enigma de la relación entre el Ser y la expresión, o en términos lefortianos, entre develar lo que es y crear a través de la escritura la obra en la que adviene el sentido, logra formular aquel enigma que nos separa de la tradición clásica. Pero para esto habría que considerar la reserva, no menor, de que lo que particularmente acentúa Lefort de la ontología merleau-pontiana, como se explicita en “Philosophe?”, es su carácter indirecto: “sólo hay ontología indirecta, en el desciframiento de los entes y en la aventura de la expresión” (1992, 353). Cuando Merleau-Ponty se refiere a la ontología indirecta en las notas de trabajo de Lo visible y lo invisible, afirma: “mi método ‘indirecto’ (el ser en los entes)” es únicamente conforme al ser – ‘j negativa’ como ‘teología negativa’ (1964, 231). Lo que sugiere que, fiel a su proyecto de una rehabilitación de lo sensible, Merleau-Ponty considera que la pregunta por el Ser solo tiene sentido como interrogación del fenómeno19. Lefort, por su parte, parece encontrar aquí la puesta en cuestión del Ser como singular: difícil seguir refiriéndose al Ser como Uno cuando éste solo adviene en su continuo ser otro, cuando la experiencia que tenemos de él es diferente en cada ocasión. De ahí que la filosofía, en cuanto interrogación sin garante último, se confronte incesantemente con el enigma de esta alteridad inaprehensible.

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1 En todos los casos en los que la cita o referencia remita a un texto cuyo idioma original no sea el español, la traducción me pertenece. En algunos de estos casos, consulté las traducciones al español disponibles.

2 En el prefacio de Sur une colonne absente, Lefort destaca que en el ensayo temprano “La novela y la metafísica”, se anuncia ya el tema del “lenguaje indirecto” desarrollado en La prosa del mundo, y se descubren los signos de “una nueva idea de la filosofía, que germina en contacto con una reflexión sobre el arte y la literatura” (1978b, XI). Cabe recordar que Merleau-Ponty sostiene en este ensayo que una filosofía que no se concibe como una aprehensión intelectual de lo real, sino como una filosofía fenomenológica o existencial que se propone formular una experiencia del mundo, se acerca a la literatura tanto en su propósito como en su modo de expresión. Cuando se trata de “hacer hablar la experiencia del mundo y de mostrar cómo la conciencia se escapa en el mundo”, sostiene Merleau-Ponty, “no podemos presumir de lograr una transparencia perfecta de la expresión”. Y agrega enseguida: “la expresión filosófica asume las mismas ambigüedades que la expresión literaria” (1996, 36-37).

3 “Ahora bien, un lector que conozca los últimos escritos de Merleau-Ponty […] no dejará de entrever en La prosa del mundo una nueva concepción de la relación del hombre con la historia y con la verdad, y de identificar en la meditación sobre el “lenguaje indirecto” los primeros signos de la meditación sobre “la ontología indirecta” que vendrá a nutrir Lo visible y lo invisible” (Merleau-Ponty, 2010, 1432).

4 Como se observa en particular en el prefacio a Sur une colonne absente, pero también puede rastrearse en los diferentes prólogos, epílogos y demás textos que Lefort le consagra a la obra de Merleau-Ponty. Por supuesto no es mi intención ocuparme aquí de los pormenores de esta lectura lefortiana. Me interesa sólo explorar esta interrogación en relación con la figura del “pensador escritor”.

5 Ambos mitos tienen en común una “ideología de la transparencia de la lengua” (Alloa, 2009, 62), ya sea bajo el supuesto de un sentido intrínseco al signo o de una correspondencia exacta entre signo y cosa (véase Merleau-Ponty, 2010, 1437-1441).

6 La expresión es de Merleau-Ponty: “Pero el propio autor no tiene ningún texto que pueda confrontar con su escrito, ningún lenguaje antes del lenguaje” (1960, 69).

7 Conviene recordar que Lefort retoma esta pregunta en “Philosophe?” (1992, 352) y la reitera en el prefacio a Écrire (1992, 11).

8 Cabe recordar aquí estas palabras de Lefort en Le travail de l’œuvre Machiavel: “…que se haga de un escritor un autor, es decir un garante, es testimonio de una forma de cultura donde la escritura, el saber y la autoridad, pueden constituir una sola instancia” (1986b, 30). Y también estas otras de Merleau-Ponty en Signos: “Así como el autor es para Valéry una impostura del hombre escritor, la conciencia constituyente es la impostura profesional del filósofo” (1960, 293).

9 Sobre la “obra de pensamiento” en Lefort, véase Chaui (2018), Marcotte-Chénard (2020), Volco (2019).

10 Esta es una de las tantas formulaciones de la idea del “quiasmo”, que, como se sabe, es una de las nociones clave de la ontología tardía de Merleau-Ponty: “la idea del quiasmo, es decir: toda relación con el ser es simultáneamente aprehender y ser aprehendido, la aprehensión es aprehendida, está inscrita y se inscribe en el mismo ser que ella aprehende” (1964, 313). Sobre la filosofía tardía de Merleau-Ponty, véase Barbaras (2001), y especialmente sobre la relación entre ontología y expresión, véase Carbone (2001), Taminiaux (1985), Waldenfels (2000).

11 Este es un punto central de la lectura lefortiana de los escritos tardíos de Merleau-Ponty. Lo que este último descubre en sus estudios del fenómeno de la expresión, afirma Lefort, es “el retorno a lo pre-reflexivo, la indagación del arqueólogo, no tienen por finalidad hacernos alcanzar un orden de la existencia que estaría más acá del lenguaje y del pensamiento, y desde donde podríamos verlos nacer” (1978b, 150). Es en este aspecto que la arqueología inicial de Merleau-Ponty, orientada por una “rehabilitación de lo sensible” –por ese intento de explicitar nuestro contacto originario con el mundo, anterior a todo análisis reflexivo o explicación objetiva–, se desprende del presupuesto del llamado “cogito tácito” con el cual concluye la Fenomenología de la percepción y en el que todavía se presuponía un contacto con el ser anterior al lenguaje (véase Lefort, 1978b, 116-139).

12 “La unidad descansaba, hasta entonces, sobre la idea de la encarnación religiosa o política. Hacía falta un Dios humano, un Dios de carne para unir a la Iglesia y al Estado. La humanidad todavía débil colocaba todavía su unión en un signo, un signo visible, un hombre, un individuo. En adelante, la unidad, más pura, dispensada de esa condición material, estará en la unión de los corazones, la comunidad del espíritu, el profundo matrimonio de los sentimientos de todos con todos” palabras de Michelet citadas por Lefort (1986a, 311).

13 Pregunta Lefort: “Ahora bien, ¿su atracción por lo religioso no manifiesta un retroceso ante una forma política que, al someter a los hombres a la prueba de la división, de la fragmentación, de la heterogeneidad sobre todos los registros, a la prueba de una indeterminación del ser de lo social y de la historia, sustrae el suelo sobre el que se edificaba el saber filosófico y oscurece la tarea que éste se asigna?” (1986a, 296).

14 Véase, por ejemplo, “Edgar Quinet: la Révolution manquée” (Lefort, 1986a, 153-177) y el prefacio de Lefort a La révolution de Quinet (1987, 5-36).

15 “La paradoja de que el derecho es dicho por los hombres –que eso mismo significa su poder de decirse, de declarase su humanidad, en su existencia de individuos, y su humanidad en su modo de coexistencia, su manera de estar juntos en la ciudad– y que el derecho no se reduce a un artificio humano, esa paradoja fue percibida desde el comienzo del siglo XIX, no solo por los liberales resueltamente hostiles a la instauración de la democracia, sino por pensadores como Michelet o Quinet, tan vinculados a la soberanía del pueblo –que implica para ellos el progreso económico y social– como a la soberanía del derecho” (1986a, 59).

16 Lefort vuelve sobre el “sentido histórico” nietzscheano en varios de sus textos. Véase, por ejemplo, “La liberté à l’ère du relativisme”; “Le sens historique” (2007, pp. 631-655; pp. 695-709) y “Trois notes sur Leo Strauss” (1992, 300-301).

17 Esta cita se enmarca en el contexto de la discusión que Lefort sostiene con Leo Strauss en su conocido artículo de Écrire. Al respecto, véase también Lefort (2007, 708-709). Sobre el diálogo que Lefort entabló con Strauss, véase Hilb (2016, 217-249).

18 Sobre la cuestión de la interrogación en Merleau-Ponty, véase Waldenfels (1993).

19 Al respecto, afirma Barbaras: “No hay, en Merleau-Ponty, una pregunta del Ser en cuanto Ser: hay una reivindicación de la fidelidad a la experiencia, al ser del fenómeno y, si sobreviene un cuestionamiento ontológico, si el Ser adviene, es a título de un momento, llamado por la interrogación del fenómeno. Plantear la pregunta por el Ser previamente a la del fenómeno no puede tener sentido alguno a los ojos de Merleau-Ponty: el develamiento del Ser procede de una pregunta dirigida hacia el fenómeno, el Ser sólo tiene sentido como Ser del ente” (2001, 360-361).