Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 94 (2025), pp. 113-128
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.517051
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Lejos del cielo.
La dimensión cívica de los consumidores precarios
Far From Heaven.
The Civic Dimension of the Precarious Consumers
LLUÍS PLA VARGAS*
Recibido: 27/03/2022. Aceptado: 18/08/2022.
* Profesor asociado del Departamento de filosofía de la Universitat de Barcelona. Contacto: lluisplavargas@ub.edu Líneas de investigación: las dimensiones políticas de las sociedades de consumo, el análisis crítico de los medios de comunicación y el examen de la tradición de la filosofía política occidental del último siglo. Publicaciones recientes significativas: “Stardust memories: el yo que recuerda, experiencias de consumo y paternalismo libertario”, en Laguna. Revista de filosofía, 44, 2019, pp. 71-91; “Per una critica dell’antipolitica”, en Profumi, E. e Iacono, A.: Ripensare la política. Immagini del possibile e dell’alterità, Edizione ETS, Pisa, 2019, pp. 117-133; “Filosofía política anormal”, en Astrolabio: Revista Internacional de Filosofía, 24, 2021, pp. 131-142.
Resumen: Persiste una concepción de los consumidores que los excluye de la ciudadanía. Pero existen razones que justifican que los consumidores deban ser comprendidos como ciudadanos. Aquí el concepto de uso social desempeña un papel fundamental. Pero la dimensión cívica del consumo ha de plantearse ahora en coordenadas distintas: la de la crisis de la ciudadanía laboral y el ascenso del precariado. Este trabajo pretende (1) exponer la conexión entre los conceptos revisados de consumo y ciudadanía, (2) desarrollar el concepto de uso social como medio para concretar prácticas emancipatorias, (3) atender al ascenso del precariado, (4) explorar en éste la cuestión del vínculo entre consumo y ciudadanía para (5) plantear, finalmente, algunas conclusiones críticas.
Palabras clave: consumo, ciudadanía, uso social, precariado.
Abstract: It holds steady a conception of consumers apart from citizenship. But there are reasons that justify that consumers have to be conceived as citizens. Here the concept of social use takes the lead role. But the civic dimensión of consumption has now to be set out in different coordinates, that of the crisis of labor citizenship and the rise of the precariat. This work intends to (1) expose the connection between the revised concepts of consumption and citizenship, (2) develop the concept of social use as a means to specify free practices, (3) pay attention to the rise of precariat, (4) explore in it the relationship between consumption and citizenship in order to (5) outline finally some critical conclusions.
Keywords: consumption, citizeship, social use, precariat.
1. Introducción
A pesar de los progresos indiscutibles de la sociología del consumo (Alonso, 2005; Bourdieu, 2006; Sassatelli, 2007), de la historiografía del consumo (McKendrick, Brewer, Plumb, 1982; de Vries, 2009) y, en particular, de la historiografía política del consumo (Westbrook, 1983; Cohen, 2003; Breen, 2004; Kroen, 2004, 2006; Trentmann, 2004, 2006), continúa bastante arraigada una concepción de los consumidores que los excluye de la ciudadanía (García Manrique, 2014) o que, en todo caso, los sitúa en una frontera difusa en relación a la misma (Sandel, 2008). Sin embargo, existen razones de orden histórico y filosófico que justifican que los consumidores de bienes y servicios deban ser comprendidos como ciudadanos. A fin de justificar esta tesis se procederá a una revisión conceptual de las nociones estándar de consumidor y ciudadano y, por medio de ella, a una evaluación distinta de sus posibles relaciones en el ámbito de la sociedad civil.
A diferencia de las conceptualizaciones clásicas de la sociedad civil, que la comprenden como un espacio social organizado al margen de las estructuras políticas, económicas o religiosas, entenderemos aquí que se trata, más bien, no solo de un entorno donde brotan, arraigan y florecen las pautas culturales y los posicionamientos políticos de los actores, sino también donde tienen lugar los procesos de reproducción social a través del consumo de bienes y servicios. Esto significa que en la sociedad civil están presentes los órdenes del mercado, la civilidad, la comunicación y la política, aunque no sus coagulaciones institucionales, y que, en consecuencia, debido al desarrollo histórico y social, en ella las prácticas del consumo y las actividades cívicas y políticas se solapan con mucha más frecuencia e intensidad de lo que había sido tradicionalmente percibido. Por lo demás, solo aquí, en el marco de la sociedad civil, puede el concepto de uso social —que va a ser relevante en esta investigación— desempeñar un papel fundamental al aparecer como el medio a través del cual las prácticas se juegan sus posibilidades de devenir o no contextualmente emancipadoras. Ahora bien, es preciso señalar que la filosofía y la teoría social tradicionales o bien han estado ausentes de este debate acerca de las relaciones entre consumo, civilidad y política o bien han mantenido una postura inequívocamente hostil con respecto al mismo (Pla, 2014). Aunque la corrección de este enfoque no deja de ser pertinente, el problema de la dimensión ciudadana del consumidor ha de plantearse ahora en unas coordenadas distintas: se trata fundamentalmente de ver si es posible mantener, y cómo, el vínculo conceptual entre las nociones revisadas de consumo y ciudadanía en un mundo que asiste a la crisis de la ciudadanía laboral (Alonso, 2007) y cuya clase mayoritaria en ascenso es el precariado (Standing, 2013, 2014). Sobre la base de los trabajos mencionados, esta investigación pretende (a) exponer algunas de las razones que avalan la conexión entre los conceptos revisados de consumo y ciudadanía, (b) desarrollar el concepto de uso social como el medio para concretar prácticas y políticas de consumo con posibilidad de ser emancipadoras, (c) atender al ascenso del precariado y (d) explorar la cuestión del vínculo entre consumo y ciudadanía en relación con el surgimiento de esta nueva clase social emergente para, finalmente, (e) plantear tres conclusiones críticas con respecto a los planteamientos tradicionales en relación con la actividad del consumo y la práctica cívica.
2. Consumo y ciudadanía. Una propuesta de revisión
En el libro La libertad de todos. Una defensa de los derechos sociales, encomiable por muchas razones, el filósofo del derecho, Ricardo García Manrique, separa limpiamente los estatutos de los ciudadanos y los consumidores mediante el argumento, para él decisivo, de que los consumidores, a diferencia de los ciudadanos, participan en relaciones mercantiles. Según García Manrique, los consumidores, igual que los agentes mercantiles o los propietarios, “autorizan y promueven la desigualdad porque, aunque supongan posiciones iguales de partida, generan resultados desiguales, cosa que no puede suceder con la ciudadanía” (García Manrique, 2013: 243). Por otra parte, en un artículo titulado “La imagen de marca en el espacio público”, incluido en una provechosa recopilación de ensayos sobre cuestiones morales y políticas, el filósofo Michael Sandel realiza una distinción semejante. Sostiene que los ciudadanos no pueden ser entendidos como clientes y que
la democracia no se reduce a dar a la gente lo que quiere sin más. El autogobierno, cuando se practica como es debido, induce a las personas a reflexionar sobre sus deseos y necesidades y a revisarlos a la vista de otras consideraciones que también demandan su atención. A diferencia de los clientes, los ciudadanos sacrifican en ocasiones sus deseos en aras del bien común. Esa es la diferencia entre la política y el comercio, y entre el patriotismo y la fidelidad a una marca. (Sandel, 2008: 116-117).
Estas afirmaciones taxativas expresan una opción recurrente de la filosofía y la teoría políticas contemporáneas, las cuales, partiendo habitualmente de la distinción liberal entre lo público y lo privado, suelen ubicar a los ciudadanos en la primera esfera y a los consumidores en la segunda. Pero esta adjudicación acarrea también una subrepticia evaluación moral porque la asignación de modalidades de la acción humana a estas esferas aparentemente distintas y excluyentes acostumbra a ir de la mano con el elogio de los ciudadanos y la minusvaloración de los consumidores. En los casos mencionados, como puede verse, los consumidores aparecen como promotores de la desigualdad, carentes de la facultad del autogobierno, incapaces de revisar sus propios deseos, negligentes con respecto al bien común e incluso ajenos a un patriotismo auténtico. Es probable que esta síntesis acerca de la conducta de los consumidores genere una potente sensación de extrañeza. Si esto es así, entonces puede que no resulte artificioso abordar una revisión de los conceptos tradicionales de ciudadano y consumidor con vistas a enfocar de forma más adecuada los rasgos de ambos, el carácter específico de sus interrelaciones y, en particular, las posibilidades cívicas y políticas asociadas con la actividad del consumo.
En su célebre estudio sobre ciudadanía y clase social, publicado en 1950, Thomas H. Marshall caracterizó a los ciudadanos como los miembros de una comunidad política que son considerados iguales no solo con respecto a un conjunto de derechos cívicos, políticos y sociales, sino también en relación con una serie de obligaciones exigidas por esta membresía. Marshall subrayó la importancia de que el Estado garantizara los derechos sociales, como el derecho a la educación básica o el derecho a la atención de salud primaria, con objeto de apuntalar eficazmente los derechos civiles y políticos y, en definitiva, poder aproximarse a una cierta forma de igualdad social. En consecuencia, la provisión de las necesidades materiales resulta imprescindible para dar sentido a la ciudadanía en el conjunto de sus derechos y obligaciones. Por otra parte, Marshall precisó que no existen principios universales que puedan fijar con precisión y de manera duradera tales derechos y obligaciones, sino que tanto unos como otras pueden variar mucho cultural e históricamente. En este sentido, afirma:
[…] las sociedades donde la ciudadanía es una institución en desarrollo crean una imagen de la ciudadanía ideal en relación con la cual puede medirse el éxito y hacia la cual pueden dirigirse las aspiraciones. El avance en el camino así trazado es un impulso hacia una medida más completa de la igualdad, un enriquecimiento del contenido de que está hecho ese status y un aumento del número de aquéllos a los que se les otorga (Marshall, 1997: 312-313).
En buena medida, la línea argumental de Marshall ha sido proseguida por el liberalismo igualitario hasta sus versiones contemporáneas. Ahora bien, puede sostenerse que en el debate actual sobre la ciudadanía se ha matizado el énfasis del liberalismo sobre la primacía de los derechos individuales y, en consonancia parcial con la crítica comunitarista, se ha realzado la importancia constitutiva de la comunidad para comprender cómo se articulan y se da cumplimiento a las finalidades y los deseos de los sujetos. Así, por ejemplo, el sociólogo y teórico político, Jaime Fierro, ha señalado que
al priorizar los derechos individuales, la tradición liberal tiende a pasar por alto el hecho de que el individuo libre solamente puede existir en una comunidad política que sea capaz de garantizarle tales derechos. Constituye un error, por tanto, entender la comunidad política como algo meramente instrumental para el logro de los fines que un individuo puede escoger libremente. Antes bien, dicha comunidad política es consustancial al logro de tales fines” (Fierro, 2017: 159-160).
En cualquier caso, desde ambos puntos de vista, que reconocen, por un lado, la importancia de la satisfacción de las necesidades como un aspecto central para la sustentación de los derechos de la ciudadanía y, por otro, el carácter abierto, no predeterminado y constructivo de la noción de ciudadanía, no debería resultar extemporáneo considerar la existencia de una dimensión cívica en el comportamiento de los consumidores. Si se admite que vivimos en sociedades de consumo desarrolladas bajo un marco político democrático, entonces cabría admitir también que la comunidad política, es decir, la comunidad de pertenencia de los ciudadanos, debería articularse, al menos en parte, bajo la perspectiva de la satisfacción de las finalidades de individuos que se consideran simultáneamente como ciudadanos y como consumidores. A pesar de todas las dificultades generadas por las crisis económicas y la extensión de la precarización laboral, el consumo mercantil y la ciudadanía democrática siguen siendo las claves del modelo contemporáneo de sociedad civil no solo en Occidente, sino también en otros lugares del mundo, conformando así lo que la socióloga Loreto Sáenz-de-Ugarte ha denominado el “doble estatus de la sociedad civil”, es decir, el de un consumidor-ciudadano o un ciudadano-consumidor. Así, escribe que es en este
contexto de confluencia entre el modelo de economía de mercado fundamentado en el consumo de masas, y el modelo de democracia basada en la materialización de la ciudadanía social (con su carácter redistributivo de la riqueza mediante el pacto social), cuando se consolida el doble estatus de la sociedad civil. Esto es lo que entenderemos por estatus de ciudadanía-consumidora. (Sáenz-de-Ugarte, 2019: 23).
Por lo demás, el lenguaje jurídico ha acogido esta reflexión acerca de una ciudadanía consumidora desde hace bastante tiempo, al menos, desde el famoso Mensaje General de John F. Kennedy, en 1962. Los códigos de derecho civil han venido recogiendo progresivamente las especificidades de las prácticas de consumo y del papel de los consumidores como objetos de regulación, acreditando, en esa medida, la relevancia indiscutible de unas y otros en el seno de la sociedad civil. En este sentido, la doctrina jurídica actual admite dos nociones distintas de consumidor. La primera noción tiene que ver con la asignación de derechos de ejercicio individual de aquellos y aquellas que adquieren bienes o servicios para su uso particular y, por tanto, se identifica con la visión estándar, habitual y plenamente asumida del consumidor tipo. La segunda noción, en cambio, atiende a la realidad teórica y práctica hacia la que apunta claramente la cita de Sáenz-de-Ugarte y, también, como se verá, este trabajo: la de un consumidor-ciudadano, que se identificaría, no ya simplemente con el sujeto de una serie de derechos específicos, sino más bien, en un sentido social y políticamente más amplio, con “toda persona que busca una calidad de vida, equiparándose persona a consumidor” (Castañeda, 2002: 316).
Por otra parte, la segregación tradicional de los consumidores del ámbito de la ciudadanía ha sido posible hasta la actualidad gracias a la prevalencia relativa de un canon individualista que se ha empeñado en explicar su conducta desde la óptica del individualismo metodológico y la microeconomía de orientación marginalista. Desde estos puntos de vista, el consumidor ha aparecido caracterizado generalmente como un actor extraeconómico —en el sentido de que su actividad de adquisición de bienes o servicios no revierte al ciclo económico, sino que se destina al ámbito doméstico— o, en todo caso, como un comprador racional y soberano, que reacciona pasivamente a la oferta, y cuyas dimensiones sociales y políticas queda eclipsadas casi por completo. Sin embargo, puede sostenerse que, lejos de ello, la configuración de la conducta de los consumidores ha respondido históricamente a la presencia de regímenes sociopolíticos distintos que marcan, en cada caso, la norma general de consumo para el conjunto de la sociedad civil. El momento contemporáneo contempla la rearticulación de una norma de consumo de masas en la cual se pone de manifiesto la herencia problemática de la globalización neoliberal y la desregulación postfordista: mientras se asiste al desgaste acelerado de las políticas redistributivas por parte de los Estados y, en algunos casos, a su supresión casi completa, se han consolidado las tendencias individualizadoras en todas las prácticas de consumo. En este contexto, el consumidor parece haber alcanzado una cierta mayoría de edad, aunque no exenta de paradojas. Como reflexiona Luis Enrique Alonso:
[…] el consumidor percibe mejor los cambios de la situación económica, analiza mejor la oferta y ajusta más rápido su comportamiento (compra, aplazamiento de la compra, ahorro, etc.). Es un actor social (no meramente económico) que, de alguna manera, recupera un cierto poder y busca su expresión de identidad en el consumo, sin convertirse completamente en racional, sí busca estrategias de movilización de sus poderes sociales, informativos y económicos (Alonso, 2005: 101-102).
En la línea argumental explicitada por Sáenz-de-Ugarte y Alonso, cabría agregar que la investigación historiográfica, antropológica, sociológica y jurídica ha realizado esfuerzos sostenidos en las últimas décadas para corregir esa imagen en la cual los consumidores no solo no aparecen como ciudadanos sino, más bien, como las antítesis de los mismos. En primer lugar, se ha logrado mostrar que el consumidor no es, parafraseando a Foucault, “una invención reciente”. A diferencia del tópico que señala la aparición de la sociedad de consumo en la segunda posguerra mundial, se ha mostrado que consumidores y ciudadanos han convivido bajo regímenes institucionales y políticos distintos durante mucho más tiempo del que se había supuesto. La historiadora Sheryl Kroen, por ejemplo, ha elaborado una historia política del consumidor que se retrotrae a los inicios de la modernidad (Kroen, 2004). En segundo lugar, el trabajo de sociólogos y antropólogos ha puesto de manifiesto que la separación de lo público y lo privado no es tajante en absoluto y que, por lo tanto, es posible descubrir, precisamente a través de las prácticas de consumo, cómo rasgos de lo público inciden en lo privado y cómo se proyectan aspectos de lo privado en lo público. La antropóloga Mary Douglas y el economista Baron Isherwood han llevado a cabo en este sentido una investigación ejemplar que pone de relieve que las mercancías se encuentran en el espacio fronterizo entre lo público y lo privado y que, precisamente por ello, nos sirven para pensar (Douglas e Isherwood, 1990). En tercer lugar, se ha venido reconociendo que en el consumo existen potencialidades políticas y, además, que toda teoría de los procesos de constitución de las esferas cívica y política debe especificar sus vínculos con la cultura material. El historiador Frank Trentmann ha mostrado cómo los consumidores fueron movilizados por el poder político en diversos momentos de la historia, ya fuese incitándoles a la lucha contra los monopolios de los servicios de suministro de agua y gas, incentivándoles para que comprasen las mercancías del imperio británico o realzando la figura del ciudadano-consumidor frente a la del ciudadano-obrero en el contexto de la reconstrucción europea bajo los auspicios del Plan Marshall (Trentmann, 2006). En cuarto lugar, además de la vertiente cívica y política, se ha reconocido progresivamente la dimensión ética que puede tener el comportamiento de los consumidores al atender, por ejemplo, a prácticas, probablemente todavía minoritarias, de compra de productos realizados por empresas de economía social y respetuosas con el medio ambiente y al boicot a la compra de productos de aquéllas que no se ajustan a estos estándares. Michelle Micheletti y sus colaboradores han reunido un interesante número de estudios al respecto (Micheletti, Follesdal y Stolle, 2009). Por último, toda una serie de reflexiones vienen siendo impulsadas también desde el ámbito jurídico con objeto de articular una normatividad que, como sucede en el espacio del trabajo, garantice que los sujetos puedan seguir siendo ciudadanos en el consumo y no meros súbditos de poderes indiscutidos e indiscutibles. Michelle Everson ha descrito sucintamente esta panorámica (Everson, 2005).
Desde enfoques diferentes, todos estos trabajos coinciden en perfilar una figura del consumidor notablemente distinta de la sugerida por las caracterizaciones de García Manrique o Sandel. Surge así un sujeto socialmente complejo e históricamente denso, activo y racional, aunque no inmune a las contradicciones, cuyos rasgos éticos, cívicos y políticos pueden ponerse de relieve en sus prácticas adquisitivas, así como en la abstención deliberada de llevarlas a cabo. Ahora bien, es justamente la presencia de estos rasgos, y no su ausencia, la que explica el doble papel político desempeñado históricamente por los consumidores, al menos, desde finales del siglo XVIII. Por un lado, los poderes públicos o las fuerzas políticas emergentes han apelado a las dimensiones cívicas y políticas de los ciudadanos con objeto de estimular el consumo de ciertos productos o servicios; por otro, la acción colectiva de los propios consumidores se ha apoyado habitualmente en criterios éticos, cívicos o políticos para redefinir los objetivos, los estándares de actuación e incluso la jerarquía de las empresas suministradoras mediante los expedientes de salida y voz; o bien, mediante la acción de grupos altamente concienciados y movilizados, aunque no inmunes a las paradojas o al dogmatismo, se ha desarrollado una crítica global de la sociedad de consumo y de sus negativas implicaciones sociales, culturales y ecológicas (Kozinets y Handelman, 2004).
En todo caso, es evidente que existe un vínculo más estrecho del que se había supuesto entre el estatuto de los consumidores y la condición de la ciudadanía. Si bien es verdad que hay prácticas de consumo que no pueden ser catalogadas como cívicas, pues a veces son incluso incívicas, y acciones cívicas que no pueden clasificarse como propias de la actividad consumidora, lo cierto es que sí hay una intersección provechosa entre la práctica del consumo y la de la ciudadanía susceptible de ser explorada normativamente. Así pues, parece claro que, con sus acciones, los consumidores no necesariamente fomentan la desigualdad, revelan su incapacidad para autogobernarse, son ineptos para revisar sus preferencias ni tampoco se despreocupan del bien común. Los consumidores incluso pueden ejercer su patriotismo consumiendo ciertos productos en oposición a otros y, por consiguiente, lejos de distanciarse de este valor político, asumirlo activa y peculiarmente a través de su práctica cotidiana. El historiador Thomas H. Breen, por ejemplo, mostró que la revolución de las colonias norteamericanas en el último cuarto del siglo XVIII fue también una revolución en el consumo consistente en rechazar el consumo de las mercancías británicas y, en particular, el consumo del té, el cual era quemado por los insurgentes en rituales públicos de significación inequívocamente patriótica (Breen, 1988, 2004).
3. El consumo como uso social
Las investigaciones sucintamente presentadas en la sección anterior presuponen que el consumo, en lugar de ser una práctica pasiva y alienante, es una actividad de apropiación, resignificación e identificación; en este sentido, todos estos planteamientos teóricos presuponen la comprensión del consumo en los términos de un uso social. El concepto de uso social, que acarrea una larga tradición en las ciencias sociales, puede ser retrotraído a la posición filosófica de Ludwig Wittgenstein. En las Investigaciones filosóficas, alejándose de las tesis sobre el lenguaje privado expuestas en el Tractatus logico-philosophicus, Wittgenstein emplea el concepto de uso social para discernir cómo se establece el significado de las palabras. Al comprender el significado como un uso, reconoce finalmente que aquél no puede ser localizado en la mente de las personas, sino en la textura de sus prácticas, las cuales, repetidas y consolidadas, constituyen formas de vida. Wittgenstein afirma: “Todo signo parece por sí solo muerto. ¿Qué es lo que le da vida? –Vive en el uso. ¿Contiene ahí el hálito vital?– ¿O es el uso su hálito?” (Wittgenstein, 1999: 107). A partir de esta consideración puede sostenerse, sin forzar demasiado las cosas, que en las prácticas de consumo sucede como en las prácticas lingüísticas, a saber, que su significado radica en el uso.
Los usos aparecen como un saber hacer en relación a algo, un saber hacer relativamente regulado y estructurado, pero cuya regulación y estructuración no son exhaustivas, lo cual permite establecer un margen de creatividad por parte de los sujetos, es decir, los usuarios potenciales. Los usos no son formas de reproducir mecánicamente prácticas ya fijadas ni tampoco constituyen modos de innovarlas por completo, sino que son acciones mediante las cuales resulta posible hacer cosas nuevas sobre la base de rutinas viejas. Ésta es la razón por la cual los usos pueden ocupar eficazmente el terreno intermedio entre dos tendencias teóricas opuestas e igualmente erróneas: la que pretende determinar totalmente la acción humana y la que presupone que ésta es absolutamente libre. De hecho, los usos pueden combinar, y combinan, determinación y libertad. En las prácticas de consumo, los usos reproducen este papel mediador conectando bienes y servicios con las personas, que se los apropian y los resignifican, y a éstas con aquéllos, que las identifican y posicionan socialmente. Como ha explicado con solvencia el sociólogo Javier Callejo, la gente
se evidencia en su consumo. Los consumidores se apropian de los objetos y, así, son apropiados por y para los mismos. Debido a este proceso de apropiación recíproca, cuando los sujetos hablan de objetos de consumo, en las investigaciones de mercado, hablan de sí mismos… (Callejo, 1995: 86).
Entre los autores que han desarrollado esta conexión teórica destaca de una manera paradigmática el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Para éste, el consumo es un uso conectado con el desarrollo socialmente coherente de un complejo de prácticas adquisitivas, estilos de vida y criterios de gusto que ejemplifican, de forma particular, pero con un potencial universal, un capital cultural estrechamente vinculado a la clase social. Según Bourdieu, la división de la sociedad en clases ofrece la pista fundamental para conducir la investigación a la fuente común de las prácticas enclasables llevadas a cabo por los agentes, así como también al origen de las distinciones clasificatorias de sus propias prácticas o de las de los demás. A esta fuente común Bourdieu la denomina habitus:
el habitus es a la vez, en efecto, el principio generador de prácticas objetivamente enclasables y el sistema de enclasamiento (principium divisionis) de esas prácticas. Es en la relación entre las dos capacidades que definen al habitus —la capacidad de producir unas prácticas y unas obras enclasables y la capacidad de diferenciar y de apreciar estas prácticas y estos productos (gusto) — donde se constituye el mundo social representado, esto es, el espacio de los estilos de vida (Bourdieu, 2006: 169-170).
Desde el habitus, Bourdieu explicita que el consumo incorpora las tres actividades específicas arriba mencionadas: apropiación, resignificación e identificación. Por una parte, el consumo implica una tarea de apropiación material y simbólica de bienes y servicios o, más precisamente, una actividad mediante la cual “el consumidor contribuye a producir el producto que consume al precio de un trabajo de localización y desciframiento” (Bourdieu, 2006: 98); por otra parte, en el margen de sus posibilidades, determinaciones concretas y contextos de aplicación, el consumo implica la identidad de los que consumen, “ya que el gusto es el principio de todo lo que se tiene, personas y cosas, y de todo lo que se es para los otros, de aquello por lo que uno se clasifica y por lo que lo clasifican” (Bourdieu, 2006: 53).
Posteriormente, el sociólogo británico Alan Warde llevó a cabo una modificación muy interesante del punto de vista expresado por Bourdieu (Warde, 2005). A diferencia de éste, Warde parte de algunos desarrollos de las teorías de la práctica. Para estas teorías, las prácticas aparecen como nexos de acciones y declaraciones conectadas mediante comprensiones, procedimientos y compromisos de los agentes. En este sentido, las prácticas, como los usos, son entidades intermedias que pueden operar eficazmente entre las apuestas teóricas del individualismo y el holismo metodológicos. Remitiéndose a las exposiciones metodológicas de Andreas Reckwitz y Theodore Schatzki (Reckwitz, 2002; Schatzki, 1996), Warde defiende que el consumo, entendido como “un proceso en el que los agentes se implican en la apropiación y apreciación, sea por motivos contemplativos, expresivos o utilitarios, de bienes, servicios, actuaciones, información o ambiente, sean comprados o no, y sobre los cuales el agente posee cierto grado de criterio” (Warde, 2005: 137), no constituye una práctica, sino que se trata de un momento que acaece en casi cualquier práctica.
Por lo tanto, el consumo se produce al interior de prácticas concretas. En consecuencia, la conexión de los bienes y servicios con las personas que los consumen no se produce directamente en los actos de consumo, sino que sucede casi siempre de forma mediada a través de las prácticas. Ahora bien, si esto es así, entonces las necesidades y deseos de los agentes no deben ser comprendidos como emergiendo directa y exclusivamente de la subjetividad, sino, más bien, de la textura misma de las prácticas en las cuales se hallan inmersos. Por lo demás, las prácticas no son solamente las bases de la actuación presente de los sujetos, así como de sus factores motivantes, sino también de una actuación potencial distinta. Sin embargo, a diferencia de las posiciones que sostienen la noción de praxis como clave explicativa del cambio en el comportamiento de los sujetos, las teorías de la práctica mantienen que las actuaciones potenciales no necesariamente han de ser progresivas, sino que pueden ser ya innovadoras, ya conservadoras. En todo caso, según Warde, la variación del comportamiento de los agentes debe ser atribuida a la existencia de comprensiones contrastadas, niveles diversos de competencia práctica y grados distintos de implicación en una práctica dada.
4. El ascenso del precariado
A pesar de que estos planteamientos no se circunscriben a consumidores de una única clase social, lo cierto es que en ellos se presupone que el consumidor medio es, o suele ser, el envés de un trabajador asalariado a tiempo completo —o, en todo caso, alguien que se encuentra ligado por vínculo o parentesco con éste—. El trabajador asalariado a tiempo completo, que percibe unos ingresos fijos, seguros y crecientes, y disfruta además de una serie de derechos y bonificaciones asociados al estatus de una ciudadanía laboral, fue una figura fácilmente identificable en Europa, Estados Unidos y Japón entre 1950 y 1990. No obstante, las profundas transformaciones del capitalismo fordista-keynesiano durante las décadas de 1970 y 1980, con el fin del petróleo barato, el giro de la economía internacional hacia la globalización, la crisis fiscal del Estado, el agotamiento del patrón socialdemócrata, el debilitamiento progresivo de la clase obrera y la imposición de la ortodoxia neoliberal significaron la crisis de la ciudadanía laboral (Alonso, 2007) y condujeron a la extensión imparable de la precariedad y al surgimiento del precariado (Standing, 2013, 2014).
El resultado conjunto de todos estos procesos ha consistido en la destrucción de la agricultura y la industria pesada en buena parte de los países del Atlántico Norte, que se han ido convirtiendo poco a poco en sociedades de servicios o rentistas, en las cuales el peso de los patrimonios heredados supera ampliamente el de los patrimonios constituidos en la economía productiva, gracias a la divergencia creciente entre la tasa de rendimiento del capital y la de crecimiento (Piketty, 2014), mientras que las actividades productivas señeras a nivel mundial se realizan en China, India y las denominadas economías emergentes. El precariado se ha constituido como clase en ascenso a nivel global a partir de las políticas de flexibilización del trabajo que se impusieron, ya en la década de 1980, bajo el argumento institucional de que eran absolutamente necesarias para mantener las inversiones y el empleo para todos, pero que han terminado ocasionado, en realidad, el aumento de los puestos de trabajo inseguros, temporales y parciales, y, en consecuencia, el aumento de las desigualdades. Por lo demás, desde principios del siglo XXI, China, India y los países otrora integrados en el bloque soviético han sumado 1500 millones de personas a las reservas de mano de obra mundial, lo que ha dado como resultado que la oferta de fuerza de trabajo en la economía globalizada se haya triplicado en poco más de tres décadas (Cfr. Standing, 2013: 56). Los trabajadores con formación universitaria o sin ella que provienen de todos estos lugares son la clase de fuerza laboral predilecta de los empresarios y los poderes públicos complacientes con el neoliberalismo, puesto que son competitivos, lo cual quiere decir que son dúctiles, flexibles, con frecuencia carentes del apoyo sindical o estatal que ha caracterizado a los trabajadores europeos, estadounidenses o japoneses en décadas pasadas, y, en definitiva, muy baratos. En China, por ejemplo, los trabajadores industriales medios pueden cobrar un salario que oscila entre los 0,65 céntimos y los dos euros a la hora.
El economista experto en los mercados laborales, Guy Standing, define al precariado como
la gente que vive de empleos inseguros entremezclados con periodos de desempleo o de retiro de la fuerza de trabajo (la mal llamada ‘inactividad económica’) y lleva una vida de inseguridad con un acceso incierto a la vivienda y a los recursos públicos. Experimenta una constante sensación de transitoriedad. (Standing, 2014: 27).
Desde el punto de vista de la ciudadanía laboral, el precariado se distingue por carecer de una o más de una de las cláusulas de seguridad asociadas al puesto de trabajo que este modelo estipuló, a saber:
(1) Seguridad del mercado laboral. Garantía de que existen oportunidades reales para obtener unos “ingresos decentes” mediante el mercado de trabajo.
(2) Seguridad en el empleo. Protección frente a despidos arbitrarios; existencia de regulaciones para la contratación y el despido de los trabajadores.
(3) Seguridad en el puesto de trabajo. Capacidad para mantener las habilidades adquiridas en un empleo concreto, barreras frente a la disolución de tales habilidades y existencia de oportunidades para la movilidad ascendente en términos de estatus e ingresos.
(4) Seguridad en el trabajo. Protección frente accidentes, enfermedades, regulaciones para evitar riesgos laborales y limitación de la jornada laboral.
(5) Seguridad en la reproducción de las habilidades. Existencia de oportunidades institucionalizadas de mejorar las habilidades mediante formación y cursos de reciclaje.
(6) Seguridad en los ingresos. Garantía de un ingreso estable adecuado al coste de la vida; estipulación del salario mínimo, seguridad social generalizada e impuestos progresivos.
(7) Seguridad en la representación. Existencia de una representación colectiva de los trabajadores en el mercado, derecho a organizar sindicatos independientes de la patronal y derecho de huelga. (Cfr. Standing, 2013: 31)
Para Standing, el precariado afronta una situación históricamente nueva y compleja que lo separa definitivamente de los asalariados de viejo cuño:
A diferencia del viejo proletariado y los empleados de cuello blanco, no cuenta con ayudas o complementos empresariales que les den una seguridad en sus ingresos, ni tampoco con una protección social basada en sus contribuciones; y obligado a depender del salario monetario, se encuentra con que este es más bajo y más variable e impredecible que los de otros grupos. Las desigualdades de ingresos y prestaciones están aumentando y el precariado se queda cada vez más atrás y dependiente de un sistema de apoyo social comunitario debilitado. (Standing, 2013: 82)
Esto implica que, desde el punto de vista de sus relaciones con el Estado, el precariado ya no pueda ser adherido claramente al estatuto de ciudadanía tal como es comúnmente entendido, puesto que no es objeto prioritario del derecho laboral, ni de la negociación colectiva llevada a cabo por los sindicatos mayoritarios, ni tampoco se le suele entender como un sector que haya de ser protegido con las mismas normas de seguridad social que se aplican a los otros grupos laborales. Por el contrario, lejos del cielo de la ciudadanía laboral, los miembros del precariado son comprendidos y tratados como meros residentes. (Cfr. Standing, 2014: 32)
5. Precariado y consumo colaborativo
¿En qué relaciones se encuentra el precariado con las actividades del consumo? De entrada, el precariado no puede acceder al mismo tipo, cantidad y calidad de bienes y servicios de lo que lo hacen los miembros del salariado que aún disfrutan de los derechos y las bonificaciones de la ciudadanía laboral. El precariado no puede gastar lo que no tiene en bienes y servicios no prioritarios para la subsistencia; a menudo, incluso, no puede hacerlo ni en el caso de un bien prioritario como la vivienda porque no se permite, generalmente, que personas subempleadas o desempleadas firmen un contrato de alquiler. Por otra parte, a los miembros del precariado tampoco les encaja el consumo organizado bajo el esquema proveedor-cliente, característicamente vinculado a la ciudadanía laboral y todavía mayoritario, porque, en primer lugar, no pueden dedicar mucho tiempo a dejar que le seduzcan ofertas ajustadas y sugestivas, y porque, en segundo lugar, no representan la clase atractiva de clientes que busca un proveedor, esto es, personas con ingresos estables, vivienda asegurada y perspectivas de promoción.
Por lo demás, parece evidente que el precariado no puede obtener ningún sentido de realización ni de satisfacción personales por el tipo de trabajo que lleva a cabo o, en cualquier caso, resulta muy complicado que puede obtenerlos. Para el precariado, el trabajo siempre es inseguro, discontinuo y mal pagado; es algo que se debe hacer por motivos oportunistas e instrumentales, no una actividad que se emprenda como resultado de un proceso de deliberación libre, a partir de una elección auténtica y significativa. Además, como ya se ha señalado, esta clase de trabajo sin futuro margina la dimensión cívica de los trabajadores y los condena a la condición de meros residentes. Pero si el trabajo ya no puede ofrecer en este contexto ninguna salida digna al precariado, entonces ¿no sería posible explorar la posibilidad de que una salida de este tipo la ofrecieran las prácticas de consumo? La sugerencia que plantea esta pregunta consiste en que el consumo, entendido como uso social y como momento en cualquier práctica significativa, pueda ser recreado como un ámbito en el cual los miembros del precariado emprendan esos proyectos, asuman aquellos órdenes de realización y obtengan esas satisfacciones que les están vedadas en la esfera laboral.
Si esta posibilidad pudiera ser concretada ampliamente —como ya lo está en algunas experiencias recientes, todavía minoritarias—, entonces podría ser posible además mantener el vínculo teórico entre consumo y ciudadanía sobre unas bases prácticas distintas. ¿Por qué distintas? Porque ni el contexto institucional ni los rasgos de esta nueva ciudadanía consumidora son ya los del ciudadano-consumidor clásico, seguro y relativamente opulento, asociado al modelo de la ciudadanía laboral, sino un entorno institucional hasta cierto punto en descomposición y unos atributos distintos que ponen de relieve el carácter forzosamente colaborativo, coproductivo y creativo de una ciudadanía distinta: fragilizada, con ingresos variables o no asegurados, derechos sociales recortados, carente de coberturas sociales eficaces y sin un futuro claro, pero consciente, en cualquier caso, de que solo su unión sobre unos fundamentos diferentes a los que han forjado el llamado “consenso utilitarista” (Standing, 2014) puede otorgarle la fuerza necesaria para llevar a cabo una reestructuración social de amplio espectro.
Las ideas rompedoras que han acabado prevaleciendo nacieron casi siempre en una situación de crisis, contra la adversidad generalizada, sin ninguna garantía de éxito y, a menudo, bajo una perspectiva heroica. Habitualmente, fueron esgrimidas, en primer lugar, por individuos y grupos pioneros frente a un entorno hostil y solo posteriormente se extendieron, si es que lo hicieron, al resto de la sociedad. Las ideas de economía colaborativa y consumo colaborativo surgieron primero en el seno de grupos de activistas ecológicos, pero alcanzaron cierta popularidad con el libro What is Mine is Yours: The Rise of Collaborative Consumption (Botsman y Rogers, 2010). Hoy en día, en buena medida a causa del encadenamiento de diversas crisis sociales y económicas, estas ideas y sus prácticas asociadas han alcanzado a sectores de la sociedad que parecían situarse de manera convencional al margen de ellas y han sido esgrimidas por empresas, entidades cívicas e incluso administraciones públicas (VVAA (2014): Opciones, 44: 12-28). A diferencia del modelo proveedor-cliente, que presupone ingresos suficientes y seguros al tiempo que fomenta el individualismo y la posesión exclusiva, el consumo colaborativo, que se presenta bajo la divisa “compartir en lugar de poseer”, aparece como una vía mucho más asequible para el precariado porque, en primer lugar, constituye una forma sustancialmente más ahorrativa de consumir y, en segundo lugar, porque es una manera de satisfacer necesidades que conecta con una aspiración a construir comunidad a partir de los recursos de aquellos que participan, habida cuenta de que en este caso son los propios usuarios de las plataformas de compra, venta o alquiler de servicios los que ofrecen y consumen los bienes ofertados.
Entre las experiencias de economía colaborativa que se han desarrollado en las últimas décadas, muchas de ellas fundamentadas o vinculadas a plataformas organizadas a través de Internet, se encuentran los entornos para compartir conocimientos (Wikipedia) o aquellas que incorporan cursos online (Coursera), las redes de intercambio o venta de segunda mano (Intercanvis.net, Reciclalia, Wallapop), los bancos de tiempo (Comunitats, Cronobank), las plataformas para compartir coche (Carpooling, Socialcar), las páginas para lograr alojamiento de vacaciones barato o gratuito (Homeaway, Home exchange, Couchsurfing), etc. (VVAA (2013): Alternativas económicas, 49) En este panorama creciente de propuestas, hay que distinguir entre aquéllas que organizándose entre consumidor y consumidor (peer to peer) están a favor del procomún y aquellas otras que se reducen a una economía de intercambio entre consumidores que satisfacen de este modo necesidades privadas y particulares. Por lo demás, hay que ejercer una cautela especial respecto al mismo entorno peer to peer, por muy promisorio que pueda parecer, habida cuenta de la capacidad del capitalismo para fagocitar todo tipo de iniciativas, incluidas las que se le aparecen como claramente contrapuestas, y transformarlas a su favor. En este sentido, las transacciones entre particulares han sido explotadas en sentido capitalista por plataformas que operan bajo la rúbrica de la economía colaborativa; en este contexto, como lo revelan los casos de Uber o Airbnb, la ventaja competitiva y los beneficios altos se han logrado y se siguen logrando reduciendo costes y haciendo competir a particulares contra los profesionales.
Con la finalidad de distinguir las iniciativas propias de la economía colaborativa de aquellas otras que aparentan orientarse y organizarse colaborativamente, pero que, en realidad, solamente responden al interés de sus accionistas en un sentido capitalista clásico —un comportamiento embustero que ha sido denominado collaborative washing—, resulta crucial llevar a cabo una conceptualización de la economía colaborativa orientada al procomún que sea lo más precisa y ajustada posible. La cuestión no se centra tanto en determinar si las propuestas de la economía colaborativa deben estar al margen del ánimo de lucro o si lo fundamental es que se garantice la confianza de sus productores, consumidores y usuarios, sino, más bien, si hay “la disposición o no de los intermediarios del servicio a compartir el valor creado con los usuarios que le han ayudado a crearlo” (Gómez-Álvarez y Morales, 2018: 33). En este sentido, solo puede existir una orientación hacia el procomún en una comunidad de iguales, lo cual, dicho sea de paso, atesora una potencialidad política indiscutible en nuestro contexto.
La economía colaborativa verdadera se basa en una comunidad de iguales que colabora, coopera y comparte en red mediante sistemas justos que buscan el bien de la comunidad en que se insertan. Estos son los fundamentos en que se basan las actividades de economía colaborativa entendidas conforme a su naturaleza: la cooperación entre iguales para un bien común (Gómez-Álvarez y Morales, 2018: 34)
En este sentido, si una ciudadanía alternativa puede emerger del entorno de la economía colaborativa, tendrá que ver, en cambio, con el modelo de ese escaso 10% de proyectos que, según la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), opta realmente por la transformación social, como son los casos de Huertos compartidos —tierra cedida a cambio de que alguien la cultive—, Homeaway —alquiler entre propietarios de casas—, Socialcar —alquiler de coches por horas y días entre particulares— o Time Republik —banco de tiempo— (Cfr. Trillas, 2015: 36-38). En cualquier caso, más allá de los beneficios materiales que puedan obtenerse y de las paradojas en las que pueda incurrirse, lo cierto es que el precariado podría encontrar en esta clase de economía alguna vía para salir adelante. Y sobre ella podría articularse, como se sugería, una ciudadanía potencial distinta: aquella que, reconociendo su debilidad frente al modelo de la ciudadanía laboral, pero también el empoderamiento que puede derivarse de una colaboración auténtica a favor del procomún, se configura como una versión más social y ecológicamente consciente de lo que lo ha sido históricamente su predecesora inmediata.
6. Conclusiones
De todo lo expuesto anteriormente cabría extraer tres conclusiones principales. La primera es que, pese a los estereotipos todavía vigentes en la academia, no es posible extirpar razonablemente de los consumidores una específica dimensión cívica. Solo por medio de un ejercicio de simplificación, ajeno a una investigación social auténtica, pueden pasarse por alto los rasgos éticos, cívicos y políticos que han informado e informan el comportamiento de los consumidores y que, como hemos podido revisar, se acreditan desde disciplinas tan diversas como el derecho, la sociología, la antropología y la historiografía. La segunda conclusión consiste en reconocer que esta conexión entre consumo y ciudadanía pasa por comprender que el consumo es un uso social, esto es, una práctica o un momento situado en toda práctica, que contribuye decisivamente no solo a la apropiación de los bienes y servicios, sino también a su resignificación en función de los compromisos, niveles de competencia y grados de implicación en la práctica de los agentes que lo llevan a cabo y a la identificación de éstos. Como uso social, el consumo se ubica siempre a medio camino entre la conservación y la innovación, combinando grados de determinación y grados de libertad, más lejos de la praxis y más cerca de la práctica. Y la tercera conclusión es que la crisis del fordismo keynesiano y de su modelo asociado de ciudadanía laboral, que ha acarreado el ascenso y la consolidación del precariado, no elimina la dimensión cívica de los nuevos consumidores, pero obliga a redefinirla por completo. Al no poder obtener ningún tipo de realización del tipo de trabajo que lleva a cabo, el precariado se ve forzado a optar por el consumo y, en particular, se ve materialmente forzado en muchos casos a hacerlo por las redes de intercambio características del consumo colaborativo. Es en este ámbito, aunque no carente de serios problemas y sangrantes paradojas, donde se puede estar abriendo camino, por ahora con dificultades enormes y elevados niveles de explotación, una economía del procomún. Y también podría ser aquí, finalmente, donde una forma de ciudadanía distinta, más consciente social y ecológicamente, pudiera ser articulada a partir de las limitaciones y las aspiraciones del precariado. Ésta sería, en todo caso, una de las formas que podría adoptar la esperanza entre aquellos que hoy encarnan en el mundo laboral, tan lejos del cielo, la desesperanza.
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