Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 115-129

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.508321

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Mímesis Dialéctica.
Sobre un concepto b
ásico en Adorno

Dialectical Mimesis. About a Basic Concept in Adorno

VICENTE JARQUE*


Recibido: 22/01/2022. Aceptado: 28/03/2022.

* Catedrático de Estética, Facultad de Bellas Artes de Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha. Investigador en filosofía, historia y crítica del arte contemporáneo. Entre sus publicaciones recientes: Una vez es ninguna vez. Mímesis, relato y cine en Walter Benjamin, Genueve: Palma de Mallorca, 2021; “Sobre la historia del arte que nos merecemos”, Estudios de Filosofía, nº 58, Universidad de Antioquia, Medellín, 2018. Correo electrónico: vicente.jarque@uclm.es.

 

 

Resumen. El texto se presenta como una reflexión en torno a los usos del concepto de mímesis como núcleo del pensamiento de Adorno. Se parte de los planteamientos de la Dialéctica de la Ilustración, para luego remitirlos a la manera en que reaparecen en la Teoría estética, distinguiendo el papel de la mímesis en el proceso de la producción de la obra y en el de su recepción, tanto en el arte como en la cultura de masas. Finalmente, se apunta a la posibilidad de enriquecer el concepto conectándolo con Benjamin.

Palabras clave: Adorno, mímesis, recepción, industria cultural, Benjamin.

Abstract. This text goes as a reflection on the uses of the concept of mimesis as the core of Adorno’s thought. It starts with the proposals of the Dialectic of the Enlightenment, and then refers them to the way in which they reappear in the Aesthetic Theory, distinguishing the role of mimesis in he process of the production of the work and in that of its reception, both in art as in mass culture. Finally, it points to the possibility of enriching the concept by connecting it with Benjamin.

Keywords: Adorno, mimesis, reception, culture industry, Benjamin.

El concepto de mímesis ha sido tratado últimamente en términos contradictorios. Por un lado, se ha impuesto una corriente de denostadores de la mímesis entendida en un sentido un tanto simple, en la medida en que remitiría al concepto de una representación pretendidamente fiel y unívoca de una realidad o verdad exterior al sujeto. En esa línea encontramos a pensadores tan influyentes como Barthes, Deleuze, Lyotard o Derrida. Por otro lado, tenemos a autores como Ricoeur, Lacoue-Labarthe, Taussig o incluso Girard,1 empeñados de diferentes maneras en mostrar la viabilidad del concepto en orden a una más rica interpretación de la existencia humana. Si no fuese porque las extrapolaciones demasiado extremas suelen ser infecundas, casi diríamos que nos hallamos ante una reedición contemporánea de la contrapuesta visión que se hicieron Platón y Aristóteles de la mímesis, el uno despreciándola por engañosa, contagiosa, tóxica y potencialmente maligna, y el otro celebrándola como forma de aprendizaje y experiencia. En cualquier caso, y con independencia de lo que cada uno de los citados pensase en concreto sobre la mímesis, y obviando lo poco que cuesta combatir la “imitación” en nombre de la moderna libertad individual (mucho menos que en nombre de la justicia colectiva, como era el caso de Platón), parece claro que se trata de un concepto particularmente ambiguo, susceptible de adquirir sentidos dispares en función del lugar del que se extraiga y del contexto en que se lo movilice.

En el caso de Adorno, la cosa se complica algo más. El concepto es utilizado constantemente, aunque siempre sin quedar definido de una manera clara (Halliwell, 2002, 345), sobre todo en la obra que bien podemos considerar como su testamento filosófico, la Teoría estética, en donde se diría que lo recupera de la Dialéctica de la Ilustración, escrita más de veinte años antes. Por lo demás, es significativo que en la programática, aunque ya tardía Dialéctica negativa apenas aparezca en algún que otro breve pasaje, a veces sólo implícitamente. Puede que esto haya servido para condicionar el sesgo de la recepción habitual de su filosofía, en cuyo marco la noción de mímesis ha quedado por lo general descuidada, como diluida en la enmarañada red de conceptos manejados por Adorno, de modo que sólo desde finales del siglo pasado, casi treinta años después de su muerte, comenzó a prestársele la debida atención, hasta el punto de llegar a ser considerada como un registro decisivo en su pensamiento.2

En sus textos de los años cuarenta, en buena parte condicionados por la conciencia traumática de la catástrofe civilizatoria, desarrollaba una concepción de la mímesis integrada en la dialéctica entre mito e iluminismo, en donde lo que se dibujaba es una visión de la historia en función de la cual ésta se originaría en la conciencia angustiosa del hombre arcaico ante el poder de la naturaleza, un estremecimiento [Schauer] primordial al que respondería todavía espontáneamente a través de la mímesis, es decir, mediante una especie de impulso o conducta de aproximación o asimilación a lo otro, en cierto modo en unos términos apotropaicos de apaciguamiento del poderoso enemigo. Esto es algo que en principio daría lugar a la magia y a los rituales sacrificiales, que pronto se articularían en forma de relatos míticos, en una visión del mundo rudimentariamente ordenada y que, con el tiempo, quedaría más o menos enterrada bajo el impacto irresistible de la razón. Sólo que esta acabaría por revelarse como instancia suprema de dominación de la naturaleza: como racionalidad instrumental que, en su registro social, derivaría en el sistema del capitalismo avanzado, con la universalización del principio abstracto de la identidad y del intercambio de mercancías (Adorno/Horkheimer, 1994, 59 ss.).

Por conducta mimética hay que entender, entonces, la correspondiente a una forma de experiencia anterior a la escisión entre sujeto y objeto,3 es decir, una experiencia preconceptual del mundo no guiada por la reducción de “lo otro” a identidad racional, de la multiplicidad a la unidad manejable, de lo concreto a lo abstracto, de lo diferente a lo igual, sino caracterizada por la entrega de la conciencia a un contexto abierto determinado por los principios prelógicos del “impulso del pre-ego” (Adorno, 1975, 221 ss.) vinculados a aquello que el propio Adorno llama “afinidad” o “semejanza”. De hecho, la “afinidad” es “la punta y filo [Spitze] de la dialéctica de la ilustración”, la cual “revierte en ofuscación (…) en cuanto corta del todo sus lazos” con ella, pues “la conciencia sabe tanto de su otro como le es semejante” (Adorno, 1975, 268). De ello se deduce que viene a reconocer el papel fundamental de una experiencia todavía no mutilada por la violenta introyección del sacrificio que precede al triunfo del pensamiento identificador, es decir, una experiencia anterior a la deteriorada por la razón dominadora, que localiza en unos remotos tiempos primitivos, en la infancia de la humanidad, y a la que, por lo demás, podría eventualmente parecerse la de la infancia de cada cual (de cuya huella no pudo ni quiso librarse el propio Adorno).4

II

Ahora bien, aunque esa experiencia arcaica fuera suprimida por la del concepto, dado que la irrupción del sujeto racional se produjo inevitablemente a través de la represión de los “impulsos miméticos” y la virtual identificación de la verdad con el dominio, Adorno seguía pensando en la posibilidad de revertir la situación. Para ello había encontrado un modelo en la obra de Benjamin. Y aquí no me estoy refiriendo a sus escritos Sobre la facultad mimética o Doctrina de la semejanza, sobre los que luego habrá que volver, sino a una clase de pensamiento que Adorno caracterizó como el producto de esa “experiencia no reglamentada” que él mismo anhelaba desplegar a través de su propia dialéctica .5 De modo que ésta no sólo sería negativa sino también mimética. La filosofía bien entendida ―habitante de la “esfera de lo insumiso”―, habría de resistirse al pensamiento de la identidad, tanto idealista como positivista, pidiendo auxilio a la mímesis, es decir, “apropiándose algo de ésta en su propio comportamiento, sin dejarse corromper por ella” (Adorno, 1975, 23). En la medida en que ello implica una forma de exposición de la filosofía alternativa a la de la argumentación lineal, deductiva, de esta convicción parece derivar su tendencia a una escritura que llamaba “paratáctica”, de forma fragmentaria, que defendió como idónea en una carta a propósito de la articulación de la Teoría estética, a la que denominaba “constelación” según el término propuesto por Benjamin en su prólogo al Origen del drama barroco alemán (Benjamin, 1990).

La conexión de la mímesis con la forma de “constelación” la practicaba Benjamin mediante la interrupción del discurso en cuanto que espacio de dominio del intelecto racional, bajo el supuesto de que la verdad no acaecería en el marco de la continuidad del argumento deductivo, obediente por definición a la intencionalidad conceptual e identificadora del sujeto, sino en los saltos, vacíos o intermitencias, en los momentos en que, dejándose llevar por la cosa, como diría Adorno, se abrirían ventanas para la irrupción de lo diferente en tanto que “no intencional” (lo no controlado por el sujeto). En esa constelación, por tanto, las estrellas (como las “ideas” en que cristalizan los argumentos fragmentarios) sólo llegarían a brillar en función de los espacios oscuros desocupados por el sujeto. Un postulado, más sugestivo que racionalmente persuasivo, al que Benjamin se mantuvo más o menos fiel (no podía entregarse a un permanente sacrificio del intelecto), hasta el punto de proyectar y casi culminar su célebre libro de los Pasajes, fragmentario hasta el extremo, compuesto de capítulos sin aparente hilo conductor, consistentes en carpetas de citas heterogéneas, autocitas y aforismos, presentando en conjunto una imagen (eso es una constelación) a título de exposición de la modernidad tal como se perfilaba en tiempos de Baudelaire.

Adorno discrepó en su momento de semejante radicalismo, de ese ascetismo argumental que llegaba a presentar los elementos de los que se nutrían las imponentes “fantasmagorías” de la modernidad en estado bruto (pues tal era el tema y el contenido de los Pasajes), dotándolos de un halo de fascinación que no podía sino debilitar el componente crítico. En una carta a propósito del primer Exposé de su proyecto, ya le advertía que ese enclave epistemológico, por ubicado “entre la magia y el positivismo”, se hallaba “embrujado” (Adorno/Benjamin, 1998, 272-3). Por su parte, se conformó con preconizar y practicar variantes de lo que vino a teorizar más tarde, en 1954, en El ensayo como forma: un tipo de discurso que podría considerarse fragmentario, pero sólo en tanto que no integrado ni integrable en ningún sistema preestablecido o por venir. En este marco, la pretensión de sustraerse a la lógica habitual del argumento “lineal” y consecuente, “con un antes y un después”, no parece que pueda entenderse sino como un apunte de sesgo más bien retórico (Adorno, 1962d, 11-36).6 Aun cuando pueda decirse que Adorno practicó su peculiar variante de la benjaminiana “dialéctica en detención”, tendiendo a paralizarla a base de dilemas insolubles o de una interminable sucesión de paradojas (mientras que el propio Benjamin había tendido más bien a la ambigüedad, en la medida en que diluía esa dialéctica, entre salto y salto, en infinitesimales transiciones), la verdad es que no alcanzó en este aspecto la radicalidad de su maestro. Dicho de otro modo, puede aceptarse que sus textos (aparte de sus brillantes Minima moralia) fueran relativamente fragmentarios, siempre reacios a partir de una “tesis” para deducir de ella todo lo demás, pero nunca sus constelaciones parasintácticas, en forma de “parataxis”, serían equiparables a las derivadas de la práctica de la “cesura” radical que tanto parecía admirar en la obra tardía del poeta Hölderlin: aquella supuesta “estetización” del pensamiento filosófico, que tantas veces se le ha reprochado, nunca la llevó tan lejos (Adorno, 2003b, 430-72).

III

En los lugares en donde Adorno vinculaba el registro mimético con la forma de exposición de la filosofía, lo hacía conectándola también con el arte y viéndose obligado a matizar esos lazos. Fiel a su estilo, solía afirmar que la escritura filosófica, a diferencia del discurso científico, debe mantener una cierta afinidad con el arte, aunque sin confundirse con él (Adorno, 1975, 23; 1962d, 13 ss.). Y es que, a fin de cuentas, por muchas que sean las cualidades estéticas de un texto filosófico, no es tanto en él, cuanto en el arte, donde “la conducta mimética tiene su refugio”: en el arte, “desde los cambiantes niveles de su autonomía, el sujeto se enfrenta a su otro, del que se encuentra separado, pero no del todo” (Adorno, 1980a, 86). Y es, por tanto, en este aspecto en el que conviene indagar.

Aunque la noción de mímesis aparece numerosas veces en la Teoría estética, lo hace modulada en función de cada contexto. De hecho, sólo cabe entenderla en función de sus ocasionales contrarios. Por ejemplo, a propósito de la antítesis entre “expresión” y “construcción”, conceptos en los que reconoce los dos polos fundamentales constituyentes de la obra de arte, que equivalen hasta cierto punto a la contraposición entre mímesis y “espíritu” o “espiritualización”, lo que Adorno sostiene es que, por supuesto, ambos se encuentran recíprocamente mediados: no funcionan en los términos de una abstracta separación. Por expresión (mimética) no entiende la consabida manifestación más o menos espontánea e incontrolada de los conflictos personales del o la artista individual. Más bien la concibe como una suerte de abandono de sí, como un “vaciamiento” del yo (Adorno, 1980a, 424), el cual se entrega así a un ―digamos― acaecer creativo en donde lo que cuentan son los materiales históricamente disponibles, considerados como “espíritu sedimentado” (Adorno, 1966a, 34), y los medios técnicos de producción, que son los que han de ser sometidos, en virtud de la potencia del “espíritu” racional, al proceso de “construcción” a través del cual habrían de quedar dialécticamente articulados, aun cuando sin alcanzar, a pesar de las apariencias, una “síntesis” plenamente armónica y conciliadora.7

Visto así el asunto, parece que puede considerarse clarificado hasta cierto punto. Se entiende que Adorno remite a la mímesis como instancia irreductible a la racionalidad, como contrapeso del componente, por así decir, calculable de la obra de arte. Se trataría de un registro de espontaneidad (relativamente pasivo, receptivo, desde el punto de vista de la razón) que atribuye a una capacidad vinculada a una experiencia preconceptual localizable (sobre todo, pero no sólo) en la humanidad temprana, tanto en términos filogenéticos como ontogenéticos, y que no consiste en una imitación a través de una representación en la que se reproduce el mundo exterior, sino más bien en una asimilación de uno mismo a lo otro y la puesta en práctica de una cierta “afinidad” subterránea.

Todo esto explica la idea que se hace de la obra de arte como “campo de fuerzas” en donde se pone en juego la clase de experiencia auténtica de la que se ve privado el sujeto sometido a su propia racionalidad dominadora, llevada a su límite sistemático en el contexto del capitalismo tardío. En este punto, y aun cuando la obra de arte no puede sino imitarse a sí misma (puesto que la mímesis es expresión que sólo imita lo que ella misma produce como semejante),8 Adorno conjuga esta idea con el concepto clásico de mímesis como reproducción de la realidad, en la medida en que atribuye a la obra de arte característica de la modernidad su condición de “mímesis de lo endurecido”, de reflejo distorsionado, pero por ello mismo veraz, de la sociedad reificada por causa de la alienación del trabajo y del fetichismo de la mercancía (Adorno, 1980a, 36, 178). A este respecto solía remitir a la idea del “último Valéry” según la cual habría que “imitar minuciosamente lo indeterminado, pero no lo sólido de las cosas” (Adorno, 1980a, 422), es decir, no las apariencias inmediatas a la manera naturalista, sino lo que se oculta tras ellas. Se trataría, de algún modo, de una mímesis de un orden superior. En este sentido sería realista Kafka (Adorno, 1980a, 287),9 como lo sería Beckett evidenciando el sinsentido en medio del orden aparente encubridor de una realidad vacía (Adorno, 1980a, 49),10 o Schönberg haciéndonos oír disonancias frente a las pretensiones armonizadoras de la cultura burguesa. En estos ejemplos encuentra Adorno el triunfo del impulso mimético en cuanto que expresión del dolor primordial, aunque, gracias al principio de la construcción, no por ello menos cargado de concreción histórica (Adorno, 1980a, 149, 426)

IV

Un aspecto diferente adquiere la mímesis cuando Adorno la considera desde el punto de vista de la recepción. Aquí nos encontramos con el registro en el que más habitualmente se han hecho evidentes las debilidades de su teoría estética.11 Para entender el problema será bueno partir del postulado según el cual toda obra de arte, precisamente en virtud de “la configuración que se da entre mímesis y racionalidad”, se ofrece siempre como un “enigma”, es decir, como una suerte de composición jeroglífica cuyo sentido profundo, más allá de la apariencia sensible, se hace presente a título de una “trascendencia quebrada” (Adorno, 1980a, 170-1). La obra de arte manifiesta enigmáticamente un “contenido de verdad” que va más allá de la evidencia inmediata y que sólo resulta accesible a través de una “interpretación”. Ahora bien, tanto ese contenido como la interpretación a él conducente serían, en última instancia, de carácter filosófico; de tal modo, Adorno puede sostener que “la genuina experiencia estética tiene que convertirse en filosofía o no es absolutamente nada” (Adorno, 1980a, 175). Una exigencia radical, si bien se mira. Algo que pide mucho al espectador, lector u oyente de una obra de arte.

Pero es que si, por otro lado, se nos advierte que esa interpretación ha de ser ella misma una operación de carácter mimético, entonces las cosas pueden llegar a adquirir un sesgo insospechado. En efecto, sostiene, dado que “las obras de arte son la identidad consigo misma liberada de toda constricción de identidad”, “al no imitar (…) nada más que a sí mismas, nadie puede entenderlas más que el que las imita” (Adorno, 1980a, 168).12 De este modo nos vemos abocados a pensar en una interpretación filosófica que sea a su vez una especie de recreación de la obra, una imitación “capaz de leer en los signos de la obra su sentido completo y de seguirlo, como es capaz de seguir las curvas en que se manifiesta” (Adorno, 1980a, 169).

Esto es algo más fácil de exigir como ideal, que de llevar a cabo en la práctica, como bien puede deducirse de su aplicación a la música, contexto siempre modélico para Adorno, en donde la experiencia del buen oyente consistiría, en el límite, en “componer la pieza virtualmente en el acto de escucharla” (Adorno, 2009c, 218).13 De manera que cuando se escucha, digamos, la última sonata para piano de Beethoven (por hablar del último Beethoven, que tanto le dio que pensar a lo largo de toda su vida), da igual si en versión de Pogorelich o Brendel, de Arrau, Baremboim o Lang Lang, uno sólo la entendería en la medida en que la volviese a componer virtualmente. Esto valdría también para una pieza de gentes como Webern, Boulez, Ligeti o Stockhausen, o incluso para una de Brian Ferneyhough (el adalid de la new complexity), y todo ello (eventualmente, dadas las circunstancias) en forma de grabación discográfica u on line, y sin contar con la partitura. Como reza la conocida canción de Gershwin (a quien Adorno, por cierto, no apreciaba ni mucho ni poco): Nice work, if you can get it!

Es interesante recordar que esta clase de recepción mimética es la que Adorno preconiza como “escucha estructural”, frente a la “atomística” (Adorno, 1985, 24ss., 34,159; 1966b, 50ss.). La primera, producto de una máxima concentración en la obra, sería la única en condiciones de percibir su sentido (filosófico), es decir, de captar las relaciones entre los elementos singulares y las partes, y de cada una de ellas con las otras y con el todo. Por el contrario, la “atomística”, la “regresiva”, propia de la música determinada por la industria cultural, sería la escucha “distraída” que fetichiza, que “emancipa” los elementos superficiales y conspicuos de la pieza musical, los “bellos pasajes”, la melodía aislada o el ritmo más reconocible, que se dispersa sin atender al conjunto, al todo en cuanto que producto de una “construcción” (Adorno, 1984, 695 ss.). Aunque, según Adorno, esa construcción habría quedado ella misma desestructurada por completo en la música “ligera” o popular, y sustituida por una sistemática estrategia de estandarización y recurso a simples clichés repetidos y abstractamente intercambiables.

De este modo, lo que habría de ser una “objetivación del impulso mimético” (Adorno, 1980a, 371), un encuentro con lo diferente a través de la obra de arte como espacio catalizador de una experiencia de aquella semejanza o afinidad con lo otro del sujeto, se convertiría en una versión degenerada de su contrario. En ausencia del momento de la construcción, la mímesis privada de espíritu invierte la dirección del proceso estético: en lugar de abandonarse el sujeto a la cosa espiritualizada como obra de arte, transforma la obra en mera mercancía, instrumento manejable, desartizado, objeto placentero sin otro sentido que el de funcionar como receptáculo de las proyecciones del sujeto envilecido (Vilar, 2010). Al ritmo de una pieza de swing, sostiene Adorno, el danzante jitterbug no practicaría una auténtica mímesis de esa música, ella misma falsa como tal, sino que se entregaría a una especie de remedo masoquista del insecto: “soy una basura, es justo que me hagan lo que me están haciendo”: eso es lo que estaría pensando o sintiendo, de alguna manera, ese oyente distraído (Adorno, 1962b, 140; 2008a, 120).

Por otro lado, esa clase de recepción activa, espiritualizada, la que se negaría en el contexto de la estúpida pasividad que atribuye a la fruición de los productos de entretenimiento fabricados por la industria cultural, se contradice con otra manera de ver la experiencia del arte que Adorno parece considerar igualmente relevante. Me refiero a su llamativa insistencia en el concepto de “estremecimiento” como elemento fundamental de la experiencia mimética. Ya sabemos que desempeñaba su papel como protagonista en la Dialéctica de la Ilustración, pero es que también lo hace en la Teoría estética. De hecho, Adorno compara la experiencia del arte a la de “sentirse asaltado” (como por una “aparición”), en virtud de un estremecimiento primordial (llega a calificarlo de “precósmico”) que “ha pasado ya y, sin embargo, sobrevive” en la obra de arte, aunque en forma “conmensurable” para el ser humano (Adorno, 1980a, 111-12). En otro lugar, en esta misma dirección, sostiene que “la salvación del arte está en ese acto con el que el espíritu se arroja en él fuera de sí. Su fidelidad al estremecimiento no consiste en la reversión”, puesto que “el arte es la herencia del estremecimiento” (Adorno, 1980a, 159). Más aún, y por citar las últimas frases de la Teoría estética tal como quedó publicada (al final del excurso sobre las “Teorías sobre el origen del arte”, antes de la “Primera introducción”), una formulación quizás un tanto desatendida a tenor de lo expresiva que resulta: “En fin, habría que definir la conducta estética como la capacidad de estremecerse, como si la carne de gallina [Gänsehaut] fuera la primera imagen estética” (Adorno, 1980a, 427).14

Estas ideas resultan compatibles con aquellas otras en las que, en lugar de estremecimiento, habla de “conmoción” (Erschütterung) para calificar la experiencia que debería alcanzarse en la contemplación de toda obra de arte “importante” (Adorno, 1980a, 319).15 Esa “conmoción” no tendría nada que ver con la “vivencia”, un concepto que Adorno calificaba de “pasado de moda”, ni tampoco con ese shock que Benjamin contraponía a la experiencia auténtica, sino que habría que reconocerla en los instantes del “derrumbarse, del auto-olvido, propiamente de la extinción del sujeto”, el cual “encuentra su felicidad en esa extinción” (Adorno, 2009d, 197). De tal manera, esa experiencia “no aporta satisfacción particular alguna del yo, ni se asemeja al placer. Más bien se la puede considerar como un compendio de la liquidación del yo que, al sentirse sacudido, conoce su propia limitación y finitud”; aunque esa “aniquilación del yo”, añade pocas líneas después, “no puede entenderse al pie de la letra” (ni siquiera, por tanto, a propósito de las obras de arte “importantes”) (Adorno, 1980a, 320).

V

Pero este panorama que se nos ofrece, aun cuando estimulante e iluminador, se presta a numerosas objeciones. La más radical podría dirigirse al sesgo estrictamente negativo que confiere al concepto de mímesis. Aunque, en realidad, y a pesar de que en la elección del término pueda detectarse un cierto influjo de los escritos de Benjamin antes mencionados, Adorno parece estar aludiendo a ese componente irreductible a la razón que desde siempre se ha atribuido al arte, y que tantas veces se ha identificado con la acción de la naturaleza en un ámbito considerado como manifestación eminente del espíritu. En el marco de la tradición de la Estética moderna, esto viene a parecerse a lo que Kant denominó “genio” (la “disposición” del espíritu “mediante la cual la naturaleza da la regla al arte”) (Kant, 1968, 152), cuya contrapartida habrían de ser el entendimiento constructivo, el elemento “mecánico” y, por supuesto, la destreza técnica. Esta perspectiva fue recogida en la concepción romántica de la obra de arte como médium de reflexión en el infinito, con el efecto de ampliar el registro presuntamente genial, irreductible a la razón, para ubicarlo en la esfera de la crítica y de la recepción en general (Benjamin, 1988, 51 ss.).

En ese contexto, la “naturaleza” podía y solía aparecer como lo perdido y añorado, incluso como agente inconsciente de la creación artística, como en Schelling, pero no como objeto del “trabajo” que hace humano al humano (Marx), ni mucho menos como lo prohibido o sacrificado a la manera en que lo presenta Adorno, como lo oprimido por el yo racional, aquello a lo que solo se le puede dar voz a través de la expresión de la escisión, del dolor y el sufrimiento,16 del que no puede borrarse la huella en la apariencia final de toda obra de arte auténtica: el arte, por tanto, instalado para siempre en el jardín de Getsemaní, como en la eterna víspera de la muerte (Scheible, 1980). Lo cual resulta, desde luego, plenamente coherente con la negatividad con que Adorno inviste la experiencia estética; pero también insuficiente o unilateral, cuando se lo entiende en términos rigurosos, para dar cuenta de cualquier obra de arte que no se nos ofrezca como abiertamente transgresora, conflictiva, disonante (o “importante”).

Claro está que el problema al que se enfrenta Adorno es el de defender cierto arte moderno, cuyo modelo encontró en la escuela de Schönberg (y en Proust, Kafka, Beckett o Paul Celan y pocos más), como punto límite a partir del cual definir lo que propiamente había de ser el arte en general. En este marco se hace difícil confrontar el “carácter afirmativo” de casi todo el arte del pasado, e imposible poner en valor la inmensa mayor parte de los productos de la industria del entretenimiento, en la que, por lo demás, habría quedado integrado en gran medida el conjunto de la tradición cultural. Su opción por la disonancia, en el sentido literal y metafórico, va de la mano de su insistencia en la “tristeza” del arte; su resistencia a reconocer en él cualquier goce salvo el intelectual, o su firme convicción, tomada de Hegel, para quien el arte no es un “juguete agradable”, sino el “despliegue de la verdad” (tal como se lee al comienzo de la Filosofía de la nueva música), y de Schönberg, para quien la música no debe ser “placentera”, sino “verdadera” (como también el “naturalista” Zola venía a decir de sus novelas), todo ello no puede sino desplegarse (hasta quizás estancarse) en la dialéctica de la “desintegración de la apariencia” y las aporías de que se alimentan tanto la construcción de la mímesis como el mimetismo de la construcción, en cuanto que exposición artística de la verdad estremecedora de un mundo tenebroso.

Ello explica la perplejidad en que el filósofo parecía haber desembocado bastantes años antes de la redacción de su Teoría estética. El lúcido Adorno se hizo hasta demasiado consciente del “envejecimiento” de la llamada “nueva música”, con el progresivo desgaste del serialismo integral y, tras el paso en falso que habría supuesto el dodecafonismo, su aproximación al enmudecimiento (Webern),17 o bien a la renuncia a la “construcción” en favor del azar y la performance (Cage), por no hablar de una “música electrónica” de la que siempre desconfió,18 o de esa musique informelle que acabó preconizando pero cuyo sentido nunca quedó del todo claro.19 Entretanto, como bien se temía, mientras el público de la que llamaba “música artística” tendía a quedar reducido a pequeños círculos de iniciados sin demasiada importancia, su odiada cultura de masas, y muy en particular la “música ligera” triunfaba inasequible a sus enconados denuestos.20

VI

Finalmente, se diría que a su concepto de mímesis le faltaba, cosa sorprendente en Adorno, un punto de radicalidad (o una vuelta a la tuerca). Basta con pensar en las ideas de Benjamin sobre la “facultad mimética” (no mero “impulso”) y la “teoría de la semejanza” para atisbar la fuente, o el cáliz, de donde Adorno no quiso beber, o más bien lo hizo a su manera (Benjamin, 1977, 1980). Porque, aun cuando parece evitar casi sistemáticamente cualquier referencia al que fuera su maestro cada vez que habla en términos de “afinidad” o de “semejanza”, en lugar de subrayar la irreconciliable escisión entre sujeto y objeto, identidad y diferencia, una separación que él mismo consideraba abstracta y sólo superable sobre la base de una participación de la racionalidad en la mímesis, algo que hasta el propio Hegel habría visto así,21 no resulta difícil sospechar en todo ello la presencia oculta del pensamiento de Benjamin.

Lo que sucede es que la mímesis benjaminiana venía a plantearse en un registro antropológico en donde el concepto de sujeto autónomo racional, libre dominador de la naturaleza según el modelo del individuo burgués, había quedado diluido en una visión del ser humano como criatura colectiva (camino del comunismo). En este contexto podía tener sentido valorar cosas como la continuidad (narrativa) constitutiva de la experiencia, y al mismo tiempo la repetición (a través de la vivencia en forma de shock, o la idea del descubrimiento como reconocimiento, o incluso de la actualidad como rememoración), el relajamiento del yo (como en la embriaguez surrealista y en el sueño) o la recepción en la dispersión (como la del espectador de cine, o el oyente de una canción popular). Todo ello, incluso el lenguaje, lo vinculaba Benjamin de uno u otro modo con la facultad mimética, herencia de tiempos arcaicos, evidente en la experiencia infantil.22 Pero, desde el punto de vista de Adorno, esto no sería sino la presente manifestación de una regresión al mundo preburgués o, todavía peor, una prefiguración del postburgués.

En lugar de ello, tendía a concebir el momento mimético de abandono o de entrega del sujeto a lo otro como una suerte de operación espiritual que podríamos definir como una kénosis demasiado cautelosa. Si, según Pablo de Tarso, Jesús se sometió a un vaciamiento de su espiritual e infinita sustancia divina (kénosis) para hacerse semejante (mímesis) al finito ser humano y de este modo cargar con su culpa y redimirlo (haciendo así posible la imitación del Dios hecho hombre, del espíritu hecho carne), en Adorno el espíritu mimético jamás se sacrifica o se entrega hasta ese punto, tal vez porque, a pesar de su célebre afirmación en el epígrafe 153 (Zum Ende) de las Minima moralia, según el cual la filosofía auténtica debería considerar las cosas “desde el punto de vista de la redención”, esto es, mostrándolas “menesterosas y desfiguradas”, parece que tampoco él halló muchas razones para creer consecuentemente en ninguna redención.23

Lo que sostenía acerca de la “extinción” del sujeto en la experiencia del arte puede valer como metafórica reconstrucción de la espontaneidad que cabe atribuir al proceso creativo (en donde, por cierto, siempre se hallaría la técnica, y por tanto la racionalidad, como necesaria mediación), pero no parece compatible con las exigencias con que abruma al oyente de la música, cuya escucha “estructural”, que a veces vincula al que Kierkegaard llamaba “oído especulativo” (Adorno, 1985, 150; 2006a, 149; 2006c, 636), implica sin duda una tarea de activa concentración en la obra, pero también una previa formación rigurosa, un muy estricto autocontrol y una disciplina intelectual permanente. Implica “pensar con los oídos” y, por supuesto, hacerlo correctamente (Adorno, 1976, 184).24 Es claro que, en este contexto, la mímesis queda espiritualizada hasta hacerse poco menos que irreconocible como tal.

Pero si, como dice Adorno, el auténtico acceso al arte sólo se encontraría al alcance de aquel que, tras esos ímprobos esfuerzos privativos de algunos burgueses bien educados, asume una cierta “reducción” de sí y, como en el teatro o la sala de conciertos, deja fuera sus efectos personales, concretamente en el “guardarropa” (Adorno, 2009d, 149), habrá de aceptarse que esto lo puede hacer solo en la medida en que se siente seguro de su identidad, dado que cuenta con ese guardarropa en donde sus propiedades quedarán a buen recaudo y a la espera de su vuelta, tras los habituales y largos aplausos, y tal vez una propina. Ni siquiera como eventual propedéutica de cara a la autoextinción en la obra parece ser gran cosa. Pero es que eso de la conmoción radical del sujeto, como bien nos advertía para evitar malentendidos, no había que tomarlo demasiado al pie de la letra. Pues claro que no. El lector de una novela o un poema, o el oyente de un concierto no se autoextingue literalmente en la obra de arte en cuestión, por “importante” que sea la misma. Y es que hablar de estremecimientos, conmociones y extinciones del sujeto estético quizá sea convertir el discurso filosófico en espectáculo para incautos. No menos incautos que aquellos que se olvidan de sí, en todo caso, ante una pantalla en un cine. Pero Adorno despreciaba el cine25 y, como Ulises, sólo escucharía el destructivo canto de las sirenas bien atado al firme mástil de su propia “idiosincrasia”, de su irreductible individualidad de burgués autocrítico para quien toda mímesis desbocada seguiría siendo tabú.

Muy diferentemente funcionaba esa suerte de “reducción” del sujeto burgués en el contexto de la concepción benjaminiana de la mímesis. Para empezar, ésta no entraba en dialéctica alguna con el “espíritu”, que el Benjamin marxista daba de antemano por liquidado, junto con su guardarropa. Y, claro está, a partir de aquí todo fluye de otro modo. La obra de arte, ya desprovista de “aura”, deja de ser “apariencia” (ni aun “quebrada”) de nada trascendente, para determinarse como mímesis lúdica, como “juego” con lo otro, un otro que al fin se revela como semejante; la interpretación, la recepción de la obra, no excluye el goce, sino que se sustenta en él; la conmoción extraordinaria se convierte en shock cotidiano; la afinidad negativa deviene positiva familiaridad; lo antes incomprensible, reconocible objeto de experiencia. Esto es, al menos, lo que puede deducirse de la aplicación del concepto de mímesis a la cultura de masas, tal como lo hizo Benjamin en su tan celebrado ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Aunque Adorno, como es notorio, no lo celebró en absoluto, sino que lo rebatió de inmediato. Más aún: se diría que su manera de entender la función de la mímesis a propósito de la obra de arte fue siempre, en buena parte, una respuesta a ese texto.

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1 Cfr. Paul Ricoeur, Tiempo y narración I, México, Siglo XXI, 1995; Philippe Lacoue-Labarthe, Mimesis: Des Articulations, París, Aubier-Flammarion, 1975; René Girard, Mentira romántica y verdad novelesca, Barcelona, Anagrama, 1985; Michael Taussig, Mimesis and Alterity: A Particular History of the Senses, Routledge, Nueva York/Londres, 1993.

2 Cfr., entre otros, Jay (1988); Rüdiger Bubner (1997); Shierry Weber Nicholsen (1999); Noppen (2017), o Martí Soler (2016).

3 “Del lado de acá” de esa escisión (Adorno, 1980a, 149).

4 La importancia de la mímesis en la infancia, ya subrayada por Aristóteles, constituyó uno de los motivos fundamentales del pensamiento de Benjamin. En cuanto a Adorno, el asunto resulta más problemático, en la medida en que a veces no remite a la infancia en general, sino más bien a la suya, y muy privilegiada, como fuente de experiencia musical. Cfr. Adorno (1985, 165 ss.); o Adorno (2009a, 125).

5 Sobre la “experiencia no reglamentada”, que Adorno consideraba contrapartida de la experimentación científica o de toda experiencia sometida a control racional, cfr. Adorno (1962a, 253; 2003, 662; 2005, 319-20; 2009b, 654), o incluso Dialéctica negativa (1975, 127).

6 El elemento retórico del discurso adorniano ha sido minuciosamente examinado, en términos bastante críticos y en conexión con el concepto de mímesis, cfr. Hoffmann, 1984.

7 Sobre la dialéctica mímesis/espíritu conviene tener en cuenta que 1) el “momento espiritual” no viene a ser sino “el proscrito impulso mimético considerado como totalidad”, es decir, liberado de su dispersión, del “tanteo en tinieblas”, y sometido a un “plan” (Adorno, 1980a, 125, 154, 65). Que, en consecuencia con ello, 2) la espiritualización “trabaja en su propia autodisolución” en cuanto que “fuerza mimética eficaz para la identificación de la obra consigo misma”, eliminando todo lo que le es heterogéneo (Adorno, 1980a, 127). Puesto que, 3) aun cuando “la mímesis en arte es lo anterior, lo contrario al espíritu”, ella es “a la vez el lugar en que éste se inflama” (Adorno, 1980a, 160).

8 De hecho, la “imitación objetivadora” en el sentido corriente de la representación realista tendría su origen en el clasicismo griego como “antítesis inmediata” del impulso mimético, sobre el que pesaría desde siempre un tabú racional. Cfr. Adorno, 1980a, 214-5.

9 Adorno ofrece también una imagen de Kafka en donde la idea de la mímesis como entrega adquiere, en efecto, rasgos kafkianos. Según ella, el escritor (no sus personajes) sería alguien que ―como “su compatriota Mahler”― “se pasa a los desertores”, en el sentido de que predica astutamente la “humildad”, el “hacerse inaparente, pequeño, víctima indefensa”, la renuncia a la dignidad humana y la práctica de la mímesis de lo más bajo: así “aparece en él la salvadora meditación y recuerdo de la semejanza con el animal”. Kafka, por tanto, resiste miméticamente abandonando todo atisbo de resistencia. Cfr. Adorno, 1962c, 291-2; 2008b, 249-50.

10 Las referencias de Adorno a Beckett son incontables. Cfr., en cualquier caso, “Intento de entender Fin de partida” (Adorno, 2003c, 270 ss.). Obviamente, el nihilismo de Beckett no puede ni debe ser traducido literalmente a filosofía. Por lo demás, y pese a las numerosas veces que Adorno cita el final de El innombrable (“il faut continuer”), es notorio que ni el teatro ni la novela posteriores siguieron ese camino sin salida.

11 Muy lúcidamente lo ha hecho ver, por ejemplo, Hans Robert Jauss (Jauss, 1980).

12 Adorno insiste en que la obra sólo se imita a sí misma (Adorno, 1980a, 127, 141, 179, 373).

13 Por lo demás, estas ideas se vinculan con los problemas difícilmente solubles que se suscitan en el contexto de la interpretación-ejecución de la obra, asunto del que Adorno se ocupó en sus inconclusas reflexiones sobre la teoría y la práctica de la reproducción sonora de las partituras. De hecho, siempre osciló entre la pretensión de que existe una interpretación adecuada o verdadera y la sospecha de que la música, no sólo la del pasado, se ha vuelto virtualmente ininterpretable. Cfr. Adorno, 2005b.

14 Cursivas mías. La metáfora no sólo es algo desafortunada y empíricamente falsa, sino filosóficamente impropia, por demasiado genérica. Al fin y al cabo, no es precisamente el arte, por desgracia, el lugar en donde quepa buscar de manera prioritaria la fea “imagen” o la “experiencia” de la “carne de gallina”.

15 Cabría suponer que esto no sucedería con las obras de arte sin importancia. Pero sería vano llevar demasiado lejos esta línea argumental. En realidad, sostiene Adorno, “no existen obras de arte fracasadas, los valores aproximados son ajenos al arte, el término medio resulta funesto” (Adorno, 1980a, 247, 218, 406). De modo que la “conmoción” se produciría en todo caso, aunque tal vez con diferente intensidad.

16 En ello insistía ya en sus lecciones sobre Estética (Adorno, 2009d, 56, 80, 124, 147…).

17 Sobre el dodecafonismo ya se había mostrado crítico en la Filosofía de la nueva música (Adorno, 1966a, 56 ss.). De la pérdida de tensión de la vanguardia musical hablaba en “El envejecimiento de la música nueva” (Adorno, 1966c, 157 ss,). En cuanto a su vía hacia el enmudecimiento, cfr. Adorno, 1980a, 110; 1966a, 49, 90; 1985, 61, 132; 2006a, 249-50. Ya en los años 40 se hacía eco de la “sospecha” de Eduard Steuermann, su maestro de piano, sobre la caducidad de la “gran música” en general. Cfr. Adorno, 1966a, 25.

18 Adorno siempre fue respetuoso, pero distante, respecto a Cage (disentía de su apuesta por el azar; nada dijo de su tendencia hacia la conversión de la música en performance); cfr. Adorno, 2009d, 133 ss.; 2008b, 383-4; 2006b, 492, 545; 1985, 129. Sobre la música electrónica, cfr. Adorno, 1976, 387; 2008c, 306; 2006a, 249-50; 2006b, 494, 499 ss.

19 El proyecto de una “musique informelle” (sic), presentado en los cursos de verano de Darmstadt, en 1961 (cfr. Adorno, 2014), lo publicó luego en Quasi una fantasia (Adorno, 2006b, 503 ss.), en donde, en el fondo, viene a asimilarla a una renovada atonalidad libre. En cualquier caso, el concepto de “lo informal” le pareció a Boulez equivalente a “lo informulado”. Cfr. Boulez, 1985. Con todo, podría aventurarse que apuntaba en el sentido de lo que a propósito de Brian Ferneyhough se llamaría luego “New Complexity” (Paddison, 1999). De hecho, el propio compositor, declarado admirador de Adorno, se remite explícitamente a esa “musique informelle”, aunque en términos previsiblemente poco claros (Ferneyhough, 2007, 54). Al respecto, cfr. Zagorski, 2020, pp. 58 ss.

20 Sobre este aspecto del pensamiento de Adorno existe, por supuesto, una inmensa bibliografía. Por citar un texto lúcido y clarificador, cfr. Boehmer, 2005.

21 “Si ―hablando kantianamente― no hubiera parecido alguno entre el sujeto y el objeto (…) no solamente no habría verdad alguna, sino tampoco ninguna razón y ningún pensamiento; pues un pensar que hubiese extirpado completamente su impulso mimético (…) desembocaría en desvarío. (…) El especulativo concepto hegeliano salva la mímesis gracias a que el espíritu para mientes en sí mismo: la verdad no es adaequatio, sino afinidad” (Adorno, 1970, 62-3).

22 Cfr. Vicente Jarque, Una vez es ninguna vez. Mímesis, relato y cine en Walter Benjamin, Genueve: Palma de Mallorca, 2021.

23 A propósito, tal vez la redención de este mundo no deba entenderse como el acceso a un mundo “absolutamente otro” (en el que ya no estaríamos nosotros como tales). En su Dialéctica negativa (Adorno, 1975, 295) Adorno cita aquel apócrifo theologumenon de un presunto rabino (que no era sino Gershom Scholem, el amigo de Benjamin), según el cual en el mundo redimido (“venidero”) todo habría de ser más o menos igual que en éste, sólo que “un poquito diferente”. He aquí un excelente lugar para aplicar la dialéctica de la mímesis (y de la “afinidad” y la “semejanza”).

24 No hay que olvidar que, a pesar de su insistencia en la virtual “ininterpretabilidad” de las obras (pasadas y presentes), Adorno defiende la necesidad de una “interpretación verdadera”, lo cual atañe tanto a la ejecución como a la escucha (Adorno, 2005b, 195). Por lo demás, “la mayoría de las ejecuciones de la música tradicional y de la nueva música (…) son falsas, y eso se podría mostrar de un modo contundente” (Adorno, 1985, 34). Esto explicaría, irónicamente, lo irrelevante del goce en el marco de la “audición estructural”.

25 Todos los esfuerzos de reconciliar su discurso con el cine han resultado bastante poco convincentes. Ni su amistad con Fritz Lang en Los Ángeles, ni sus escritos sobre Chaplin, ni mucho menos sus textos sobre cine (Komposition für den Film, con Hanns Eisler, o Filmtransparente) pueden servir para compensar sus incontables denuestos contra el cine dispersos por toda su obra. No obstante, cfr. Bratu Hansen, 2012, que es de lo mejor que se ha escrito al respecto.

26 Con independencia de los textos efectivamente consultados, en general se ha intentado unificar las referencias en función de la edición de la Obra completa de Adorno en la editorial Akal, a fin de hacerlas más accesibles al lector actual. Cuando no haya sido así, ello se ha debido a razones técnicas, biográficas o históricas.