Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 88 (2023)

>ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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CASTILLO, R. (2020). Filósofos de paseo. Madrid: Turner.1

 

El paseo1 y su ligazón con la filosofía recibe una atención creciente y está tomando formas variadas en la producción bibliográfica de nuestro siglo. Desde las obras más divulgativas y best-seller, como Wanderlust de Solnit (2015), hasta las más vanguardistas, como el Walkspaces de Careri (2014), pareciera que la práctica del paseo no se circunscribe ni tampoco ha muerto con el flâneur del siglo XIX, sino que ha sido una constante a lo largo de la Historia del Pensamiento. Así lo parece defender Ramón del Castillo en Filósofos de paseo, recientemente publicado por Turner, demostrando al lector que la vinculación entre filosofía y errancia no se remite exclusivamente a los peripatéticos; de hecho, el autor no les dedica ningún capítulo, evitando así caer en una obra basada en tópicos. Más aún, de sus comentarios se deduce, progresivamente, que la relación entre ambas cuestiones es más profunda e, incluso, inherente de lo que cabría pensar, como, por lo demás, ya hubiera intuido Walter Benjamin (2018b) en sus estudios —los cuales, bien es sabido, a veces eran más sugerentes que estrictamente académicos—.

El profesor no nos propone una dirección, sino un itinerario. Solo así podemos entender la estructura de este libro, pues no necesariamente puede -incluso ni debe- ser leído en el orden habitual, al igual que ningún paseo que se precie obedece a un recorrido preconcebido. Pero eso no significa que la selección de autores y temas sea caprichosa, como trataremos de demostrar en las siguientes líneas -se evidencia, por ejemplo, en la inclusión del olvidado Fowles-, ni tampoco convencional -como se ve en la consideración de escritores como Walser-. Menos aún que, por provenir de un declarado amante de la filosofía y del paseo, el análisis de ambos pierda la mirada reflexiva: el autor se encarga de superar diversas mitologías asociadas ya no solo a la flânerie, sino también a los grandes nombres de la Historia de la Filosofía.

Así, en primer lugar, se nos propone una mirada renovada al Romanticismo y la visión que del “paisaje sublime” (Castillo, 2020: 23) tenían sus filósofos característicos. Este acercamiento es, primero y ante todo, crítico: la construcción del paseo romántico siempre pretendía ser “edificante”, pues quien lo realizaba era -o presumía ser- sujeto de una superioridad moral que lo debía alejar de todo verdadero azar, concretamente, de todo peligro anti-estético que ensuciara su supuesta errancia, por ello alejada de ese mundanal ruido urbano que el autor se propone revalorizar y resignificar para nuestro presente. De este modo, parte de Kant y su visión del paseo como un ejercicio de atención al objeto, huyendo de la deambulación y, consecuentemente, de su asociada asistematicidad. Una primera prueba esta de que el acto de filosofar y de pasear se enlazan en formas que aún deben ser investigadas. Schelle y Lee, añade Ramón del Castillo, heredarán de él esta crítica a la gran ciudad, prefiriendo así el pequeño jardín: permitía alcanzar dicho ansiado sentimiento de elevación, eso sí, siempre contenida, nunca embriagadora ni anuladora de la razón.

Acierta el autor en ver a Hegel como un crítico de tales visiones del jardín y de la naturaleza en general, pues el hombre ha de ser el sujeto dominador de la misma, y no a la inversa, venciendo esa “moda bucólica” que Castillo (2020: 35) encuentra aún en Rousseau. Esta constatación, entre otras muchas, demuestra cómo el autor, como adelantábamos, se aleja de las lecturas fosilizadas de los filósofos tan propias de los libros de texto y cada vez más tristemente recurrentes en la academia, demostrando que, por más que Hegel sea, no cabe duda, el gran cristalizador del idealismo filosófico, no por ello idealiza la naturaleza ni el paseo, como sí harán, paradójicamente, otros pensadores de corte materialista -pensemos de nuevo en Walter Benjamin, por ejemplo, por más que su marxismo sea, cuanto menos, heterodoxo-. En este sentido, se relaciona este capítulo con el séptimo, dedicado a Fowles, pues de él, amante de los bosques, destaca el autor (2020: 156) su alejamiento de “las visiones cándidas de la naturaleza” y cómo veía en el jardín de los hogares una prueba de la aversión del hombre al caos, a la otredad de la naturaleza salvaje, que tratamos de encorsetar y dominar inútilmente entre vallas. No es de extrañar, por lo mismo, que Fowles prefiera las ciudades no lineales, en una crítica al racionalismo exacerbado de ciertas reformas urbanísticas que quizá sí hubieran sido de hegeliano gusto, pues ni la vida urbana ni la naturaleza debieran ser -plenamente- planificables.

Como antesala al paseo-pensamiento nietzscheanos, reconoce Castillo (2020: 38) en Kierkegaard un paseante urbano de talante más irónico, que buscaba recuperar la propia identidad mediante su temporal alienación en la multitud; quizá sea, apunta, el “auténtico precursor del flâneur” y su caso le permite al autor dibujar la que, como anticipábamos más arriba, creemos es la tesis del ensayo: cómo el acto del paseo, cuando es tomado sinceramente, determina un tipo de escritura específica, fragmentaria, poética y asistemática, alejada pues de la filosofía más académica.

De ahí que todo un capítulo esté centrado en Nietzsche y sus evocadoras imágenes sobre el pasear pero, también, en recordar su recelo de la ciudad y, en general, en criticar duramente la posterior mitificación de su figura; a veces, podríamos añadir, bajo formas tan cercanas al ad hominem que nos fuerzan a recordar que uno de los objetivos del autor es el recorrido lúdico, a modo de juego —y eso, ya lo veía Benjamin (1982), sí es verdadera flânerie—.

Pasa Castillo (2020: 61) a Heidegger y, con ello, recupera uno de los caminos perdidos en los estudios sobre el filósofo alemán: su resignificación de la Selva Negra y el recordatorio de que si el camino, el Weg, tiene tanta importancia en su filosofía, es por su relación intrínseca con el pensamiento, con los Denkwege. En consonancia con la errancia, el acto de pensar no tiene un destino predeterminado, sino que consiste en su propio movimiento, el movimiento del Ser mismo; al igual que su filosofía, que aún hoy nos señala los claros del bosque sin por ello decirnos, de una vez y para siempre, a dónde nos llevan. Quizá podríamos afirmar que la filosofía y el pasear son, en este sentido, lo mismo que el arte para Umberto Eco (1994): obras abiertas. Pero de nuevo, no falta el matiz crítico del autor: la deambulación heideggeriana tomaba lugar en la naturaleza más puramente alemana, de la que él se alzaba como guardabosques; y ello en consonancia, además, con su reaccionario catastrofismo hacia la técnica. No obstante, por rescatar lo salvable de esta concepción, la podemos también reinterpretar, desde nuestro presente, como una advertencia ante la muerte de la flânerie perpetrada por un urbanismo dominado por el utilitarismo más mercantil y capitalista. No en vano conecta este capítulo con uno posterior dedicado a Sartre, quien, si bien era mucho más urbanita que Heidegger, poseía una visión a veces kafkiana de los otros y de ese laberinto que es la sociedad; al tomar como centro una inextricable libertad, se evidencia la angustia que el francés asociara con la errancia en una gran ciudad y, en general, con esa “soledad en común” (Castillo, 2020: 132) que afectaría a Roquentin.

Quizá esta sea la ligazón con el siguiente itinerario del ensayo: Adorno. Es importante en el pensador frankfurtiano su visión de la naturaleza como una construcción sociohistórica y, así, alejada de ese pensamiento de lo sublime que encontrábamos en el primer capítulo y que asociaba a una actitud burguesa, moralista y narcisista (Castillo, 2020: 95). Técnica y naturaleza, con ello, forman una falsa dicotomía y, por lo mismo, la ciudad también es un paisaje y la naturaleza, a su vez, es una construcción. De nuevo, la urbe se alza como un espacio deshumanizado por obra de la industrialización y el capitalismo, que ha convertido cada acción en un engranaje de máquina. Pasear deviene un acto automático que prioriza la velocidad y la economía de esfuerzos, y, a pesar de la multitud, la identidad nunca es colectiva. No por ello Adorno no amaba el paseo; Ramón del Castillo rescata sus textos sobre su infancia en Amorbach, pero también habría constatado cómo este lugar cambió siguiendo la tendencia uniformizadora del capitalismo urbano. Lo que deja claro el autor es que sus derivas urbanas demuestran que no solo Benjamin (2018a: 215) captaba la importancia de los que denominaba “lugares triviales” para la experiencia contemporánea individual y colectiva, aunque sea desde una nostalgia y negatividad más acusada.

En la parte dedicada a Wittgenstein, el ensayo se encarga de evitar la imagen romántica de su soledad, angustia, casi locura, que muchos textos e incluso cierta película se han encargado de retratar; y así, nos relata la vida de un “transeúnte común” (Castillo, 2020: 118) y nos recuerda cómo, para el filósofo analítico del Tractatus, el lenguaje mismo era una suerte de ciudad, de laberinto, por más que, paradójicamente, y desde dicha tendencia logicista inicial, le molestaran sus vericuetos escondidos. Orientarse en la urbe, saber aplicar las reglas del lenguaje, parece más, en su segunda etapa, la de las Investigaciones filosóficas, un saber convencional, práctico, que un conocimiento explícito de dichas reglas.

El capítulo final está dedicado a Walser, pero comienza citando a Zaoui, quien, volviendo al flâneur, destaca de esta figura su “habilidad para estar y no estar en el mundo” y ese anonimato en la multitud tan característica del paseante urbano; anonimato, eso sí, siempre temporal y destinado a la “reaparición”, evidenciando así cómo la flânerie no es un acto -meramente- ocioso, sino creativo: permite un mayor autoconocimiento, una construcción activa de la identidad y, al tiempo, nuevas formas de resignificar la ciudad e, incluso, la naturaleza (Castillo, 2020: 185).

Ramón del Castillo, así, cierra el ensayo demostrando la vigencia de la figura del flâneur, que trasciende los marcos decimonónicos baudelairianos y, por lo mismo, sigue siendo de interés filosófico. A los relatos de Walser asocia la necesidad de recuperación de ciertos textos de Benjamin, mucho menos citados que sus ya clásicas Tesis o su consabido análisis de la obra artística técnicamente reproductible, pues aún nos dicen mucho de las posibilidades de la errancia urbana, tan peligrada por la crisis sociosanitaria, ciertos planes urbanísticos y la conciencia de quien solo se desplaza de A a B por motivos laborales o consumistas, minimizando así tiempos y esfuerzos en el tránsito por esa ciudad que otrora fuera, por increíble que hoy nos resulte, espacio público.

 

Referencias bibliográficas

 

Benjamin, Walter (1982), Infancia en Berlín hacia 1900, Madrid: Alfaguara [or.: 1950].

Benjamin, Walter (2018a), “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Iluminaciones (pp. 195-223), ed. de Jordi Ibáñez, trad. de Jesús Aguirre y Roberto Blatt, Madrid: Taurus [1936].

Benjamin, Walter (2018b), “París, capital del siglo XIX” (pp. 253-268), en Iluminaciones, ed. de Jordi Ibáñez, trad. de Jesús Aguirre y Roberto Blatt, Madrid: Taurus [or.: 1935].

Careri, Francesco (2014), Walkscapes. El andar como práctica estética, Barcelona: Editorial Gustavo Gili.

Castillo, Ramón del (2020), Filósofos de paseo, Madrid: Turner Publicaciones.

Eco, Umberto (1994), Obra abierta, Barcelona: Planeta DeAgostini [or.: 1962].

Solnit, Rebecca (2015), Wanderlust. Una historia del caminar, Madrid: Capitán Swing Libros.

 

Isabel Argüelles Rozada

(Universidad de Oviedo)

 

Notas

 

1 Este trabajo ha sido posible gracias a la ayuda predoctoral Severo Ochoa del Principado de Asturias (AYUD0029T01; Ref.: PA-21-PF-BP20-147).