Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 89 (2023), pp. 221-234

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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DI CESARE, D. (2021). Sobre la vocación política de la filosofía. Barcelona: Gedisa, 171 pp.

Donatella Di Cesare comienza su libro a través de un otro: “La filosofía no debe profetizar, pero tampoco debe dormir”, dice Heidegger, junto a Platón y Pessoa. Así da inicio este peculiar dispositivo literario, versado sobre el papel de la filosofía en la ciudad o sobre la filosofía y la ciudad, de un modo amplio; en definitiva, y como reza el propio título de manera explícita, sobre la vocación política de la filosofía, que de la pólis parte y a la ciudad debe retornar. En él, y desde apenas el comienzo, están presentes los habituales intereses teoréticos de Di Cesare, antigua estudiante de Hans-Georg Gadamer y pensadora más que consolidada en el contexto europeo. Estos son, entre otros, la hermenéutica, las grietas abiertas en la historia y en la modernidad por el Holocausto, el estudio del arché o lo árquico como fuerza soberana y el estatus que la contemporaneidad confiere a la alteridad y la diferencia. Temas que la pensadora italiana extiende y amplia, trazando nuevos puntos de fuga; problemáticas que, de un modo u otro, condicionan y dan forma a las peculiaridades que Di Cesare decide abordar en La vocación política de la filosofía, una obra sobre la filosofía y el lenguaje, el lenguaje y la pólis, la pólis y la filosofía.

Di Cesare teje una obra que confiere importancia notable a su estructura formal. Así, su escritura poliédrica danza entre la lucidez teórica, los desarrollos serpenteantes y las imágenes poéticas. La autora apuesta, en estos términos, por la vocación de trazar paradojas etimológicas, conceptuales e históricas, más que por articular respuestas unívocas de las mismas, en una obra no lineal que decide dibujarse a saltos, bajo la forma de 25 capítulos breves. Así, sorprende la proliferación de amalgamas atípicas y relativamente heterodoxas donde la autora es capaz de repensar y rejuntar en su particular atlas ideas y tradiciones de distintos lugares geográficos del pensamiento, de Kierkegaard a Marx, de la esferología de Peter Sloterdijk al realismo capitalista de Mark Fisher. No confundamos, no obstante, su apego formal a la constelación con la mera recopilación de artículos o textos inconexos: es esta una obra cuya arquitectura es el pasaje o la tesis breve, en una tradición fácilmente enmarcable, de Walter Benjamin a Giorgio Agamben. Así pues, La vocación política de la filosofía destaca por la imbricación polémica de conceptos, enclaves de una cadena que, en formación constante, no deja de perfilarse a sí misma a través de distintos momentos históricos en relación más o menos directa con la conjunción filosofía-ciudad.

En esta obra, Di Cesare se pregunta abiertamente, intentando escapar de lo universalista, aunque abrazando cierto balance transhistórico, ¿qué es la filosofía?, ¿qué es la filosofía, en relación a la pólis?, o, de una forma más pertinente, ¿qué es la filosofía, en relación a la destrucción de la pólis, en relación a la metrópolis y sus formas contemporáneas? Se perfilan, con la intención de atajar estas cuestiones, los conceptos de “inmanencia saturada”, en «La inmanencia saturada del globo», arranque del libro, y “exofilia”, en «Por una exofilia», en los últimos tramos del mismo. Este salto tiene una dirección evidente: del adentro al afuera, de los discursos individualistas y cartesianos del yo a lo otro, de la inmanencia saturada a una filosofía exofílica.

«¿Cómo podría haber filosofía en un mundo sin afuera? Examinado con atención, el régimen ontológico del globo resulta ser el de una inmanencia saturada» (p. 12). El estadio último de la globalización se traduce, para Di Cesare, en la constitución de una inmanencia saturada que termina por dinamitar el afuera. La ciudad, atrapada en la economía del tiempo posfordista, vive tiempos paradójicos, los de una aceleración estática: celeridad rítmica que opaca la vida, estasis donde se torna imposible imaginar una alternativa a lo ya dado. El no-acontecimiento, en el devenir de las democracias liberales, y el colapso planetario se expresan como presente y futuro inevitable. Es en este punto cuando Di Cesare se encuentra con el realismo capitalista: ideología devenida cosmovisión efectiva del mundo, sin esperanza o deseo por afueras posibles que, sostiene Di Cesare, la contemporaneidad ha perdido, atrapada en el zulo de la inmanencia saturada, un adentro radical donde sólo es posible el yo.

Es en relación a esta problemática inmanentista, mediada por el capital, cuando la exofilia adquiere importancia, o dibuja un tránsito deseable para la autora. «El anuncio de que el afuera está perdido, extraviado, de que es inaccesible, llega ya muy temprano, con Zaratustra. Como al final ha caído el velo que ocultaba el transmundo, el Más Allá, todo es vacío, todo es igual, y desolado» (p. 155). Di Cesare decide primar el amor (phileîn) sobre el conocimiento (sophía), redirigiendo la vocación de lo filosófico hacia la pasión por lo otro. «Sin philía no hay pólis» (p. 157), dice Di Cesare, sosteniendo que la ciudad hunde su arquitectura en la coexistencia común con la alteridad, aquello más allá del yo. La contemporaneidad ha lapidado así a la pólis, mitigando ese amor: el sujeto se hundió, como Narciso, en su propia mismeidad, frente al rechazo exofóbico del extranjero o el refugiado.

Por otra parte, las relecturas de Heidegger y Heráclito, aunque por motivos distintos, son fundamentales como arquitrabe de las tesis de Di Cesare. Así, la inmanencia saturada se conjuga o participa de la equivalencia ontológica y la horizontalidad matemática que plantean tesis como las de Graham Harman o Quentin Meillassoux, frente a la apuesta de Di Cesare: repensar el “ser-ahí” (Dasein) heideggeriano. Existir, etimológicamente, se compone de ex (fuera o desde) y sistere (estar situado), y remite, también, a un tipo de desplazamiento, si se quiere nómada, fuera de la estasis. La exégesis que Di Cesare realiza de las implicaciones políticas del pensamiento heideggeriano remite a un tipo de política sin pólis, una política nómada o extranjera que mira a lo global y a la poshistoria. Leemos: «Heidegger se adentra por un sendero poco transitado para devolver la política al lugar al que su etimología la reclama, a la pólis, interpretada, al margen de los viejos esquemas estatales, como polo en torno al cual gira el existir, «sede» del morar humano y de una cohabitación aún por venir” (p. 115). La ciudad heideggeriana se concibe, así, como lugar del acontecimiento (Ereignis), centro de la existencia y casa de un ser-en-el-mundo extraparlamentario, afuera de las coordenadas determinadas por lo árquico del Estado. El pensamiento de Heráclito transita, para Di Cesare, caminos similares, que apelan directamente al leitmotiv del libro. Así, la tesis principal del mismo, transversal al desarrollo de sus páginas, es tomada directamente del pensamiento heraclíteo: “El lógos diurno pone al descubierto la existencia de la pólis, anuncia la ontología política […] En suma: sin el kóinon del lógos no hay pólis. Sin ese vínculo del lógos, que es común y mancomuna, no podría darse la ciudad” (p. 23). Sin lo común (kóinon), para Heráclito el lenguaje, no hay ciudad (pólis), y sin ciudad no hay ni vocación pasional por lo otro ni, desde luego, comunidad.

Para Di Cesare, la “muerte política” de Sócrates, arquetipo del filósofo, es un punto de inflexión fundamental en la relación filosofía-ciudad. Irían luego Platón y sus discípulos, tras dejar la semilla académica en la pólis y huir a una ciudad urania, ultraterrenal, Giordano Bruno o Galileo Galilei, entre otros. Si Galileo fue perseguido en vida no fue por su teoría científica, dice Di Cesare, sino por el encaje filosófico de la misma, la virulencia con la que atacó el cosmos elucubrado por la teología católica. La condición atópica (átopos) atribuida a Sócrates desde el Fedro pervive, así, en el seno de la filosofía misma. Di Cesare recupera el bíos xenikós aristotélico para enunciar este sentimiento extranjero: «Al respecto del filósofo, que, alejado de la participación activa en la pólis, se retira para dedicarse sólo al pensar, Arístoteles en su Política habla de bíos xenikós, vida que se extraña, vida de extranjero» (p. 72). Una estela donde podríamos ubicar, también, la escritura radical de la Ética, de Spinoza, El capital, de Marx, o Ser y tiempo, de Heidegger. Si el filósofo vive como un extranjero, este sólo puede pensar desde un no-lugar, punto inconcreto o geografía incierta del mapa. La filosofía se revela, así, como forma de verbalizar una cierta capacidad de exilio, físico y metafísico. He aquí una cierta paradoja obviada por Di Cesare, entre la filosofía como ejercicio que nace de la ciudad y la discrepancia radical entre quienes la ejercen y la pólis misma. Dicho de otra forma, si la filosofía está condenada a habitar un no-lugar, en el exilio, en un tiempo heterocrónico, no puede morar en la ciudad, que da forma a la comunidad y que, en cierto modo, y desde la perspectiva trazada por la propia autora, es su destino.

Di Cesare pone fin a este particular relato indagando en la relación entre la filosofía y las derivas de la ciudad en la contemporaneidad, perfilando un mapa donde la filosofía retorna a la pólis manchada de barro y maloliente, tras la caída del muro de Berlín, dispuesta a subsumirse a la política institucional para “democratizar la democracia” (p. 131). Ante los hiatos y los traumas del siglo XX, y ante una inmanencia saturada que desdibuja la posibilidad de otras realidades posibles, la filosofía abandona las preguntas radicales, aquellas que pretenden hacer visible la raíz. Emergen, así, filósofos normativos y negociadores, promotores, parafraseando a Žižek, de un neokantismo de Estado, una filosofía complaciente (auto)concebida como disciplina neutra o auxiliar. Frente a la hegemonía de los métodos y las formas de las ciencias neurobiológicas, al positivismo lógico que impregna la filosofía académica, las tretas propias de las humanidades y la filosofía quedan contaminadas o dilapidadas. La experimentación, cualidad sine qua non de lo filosófico, al menos para Di Cesare, ha sido abandonada. Paralelamente, los devenires contemporáneos nos hacen abandonar la dicotomía campo-ciudad, en pos de la metrópolis o esfera global. Di Cesare da cuenta y denuncia, en estos términos, la existencia de un espacio público inmerso en un proceso acelerado de privatización constante; una ciudad inexistente ya bajo la forma de pólis, éxtasis de lo común transmutado, mercantilmente, como patria del mercado, espacio residencial de los fantasmas del capital y sus imágenes.

No obstante, y pese a dibujar una encrucijada difícil, una relación problemática entre el lógos, el kóinon y la pólis, atravesados por la inmanencia mercantil saturada y la falsa ilusión del presente perpetuo, Di Cesare apuesta por una nueva interpretación de los sueños: un pensamiento que, a través de Benjamin, sea capaz de revivir los deseos incumplidos del pasado, en forma de espectro; esto es, que sea capaz de hacerlos retornar a la memoria, del pasado hacia el presente. “Si el siglo XX ha dejado sueltos tantos espectros, es porque puso en el orden del día otros tantos sueños que no se han visto cumplidos. Por eso no puede ser olvidado, ni reprimido” (p. 109). Los pasajes de Benjamin no sólo se olvidaron del yo, en cierto modo, lapidado por el lógos comunitario, sino que dibujaron las potencias del pasado en los recovecos de la pólis. Di Cesare apuesta, entonces, por conceder nuevas vidas a las potencias de un pasado que, desafiando la visión historicista, podría nutrir y transformar también nuestro presente.

Es interesante recuperar, en estos términos, un pasaje, una anécdota narrada por Esopo, luego por Platón, que sustituye al astrónomo por Tales de Mileto: «Una noche en que la bóveda celeste parecía más luminosa que nunca, un astrónomo, que acostumbraba a salir todas las noches para observar las estrellas, acabó en un pozo» (p. 41). La imagen, sugestiva, apela al andar, al tránsito inevitable que impone la ciudad. La filosofía, parece evocar, debe volver al barro, debe saber mirar hacia las estrellas sabiéndose, sin embargo, discípula del suelo. Así, tiene sentido, y junto a la recuperación de Benjamin, la mención del pensamiento y las prácticas surrealistas en la ciudad, de Louis Aragon a André Breton. Aunque no lo haga explícito en la brevedad del pasaje, Di Cesare refiere a la deambulación surrealista, que trasladó la estética de la escritura automática al paseo como práctica estética, añadiendo al vagabundeo la desorientación psicológica. La autora omite, sin embargo, las formas de la deriva letrista o los avances de la psicogeografía situacionista, momentos de la contemporaneidad donde la estética, entendiéndose a sí misma desde una vocación práctica, también política, toma contacto estrecho y directo con lo urbano. Hallar nuevas formas de andar la ciudad deviene, así, forma estética y política de repensar sus espacios; experimentar la ciudad y junto a la ciudad, verbo genuino de lo filosófico, significa, en cierta medida, construir y conferir sentidos inéditos a la pólis. Si La vocación política de la filosofía se ocupa, en gran medida, de fantasmas y espectros, éxodos y sueños perdidos que podrían volver a ser posibles, Francesco Careri ofrece, en Walkscapes. El andar como práctica estética, también desde el contexto italiano, un correlato sobre la fijación vanguardista por redimensionar simbólicamente las formas de la ciudad, sus multiplicidades, en un pensamiento que deviene práctico a través del paseo. Una posibilidad, en cierta medida, de devolver efectivamente la filosofía a las calles.

El arché, lo árquico, se define como fórmula variable del poder soberano, de Platón a Hobbes, de Maquiavelo a Gramsci. Contra esto, y como negación, las distintas formas de lo an-árquico. Cuando el arché se reduce a la política institucional y policial, a la despolitización del mundo y a la privatización de la pólis, se convierte en un Todo, una amalgama sin afuera, inmanencia saturada trazada por la conjunción Mercado-Estado. Fascinada por la conceptualización heraclítea del kóinon, lo común, en relación al lógos, Di Cesare articula una propuesta similar a la de Guy Debord: lo común es el lenguaje, que ha sido expropiado efectivamente por el espectáculo, que mantiene, sobre sí mismo, el discurso unívoco y autoelogioso de la separación. La negación del arché, ese plano inmanente saturado de mercancías, parece caminar, para Di Cesare, en la dirección de un impulso an-árquico distinto del anarquismo clásico, que se oponga frontalmente a la territorialización árquica del Estado. La exofilia apostaría, pues, por operar fuera de los márgenes del arché estatal con la vocación clara de recuperar lo común: el lenguaje y la ciudad, sede también de lo otro que da forma a la pólis. Recuperar la ciudad significa, entonces, recuperar la vida frente al trabajo asalariado; recuperar el lógos comunitario frente al espectáculo como forma de lo no-viviente.

Abraham Cea Núñez
(Universidade de Santiago de Compostela)