Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 7-20

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.492971

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“Nos falta esta última fuerza. Nos falta un pueblo”.
Notas sobre el pensamiento y el pueblo que falta

“We are missing this last force. We are missing a people”.
Notes about the thought and the people that are missing

CARLOS RAMÍREZ VARGAS*


Recibido: 23/09/2021. Aceptado: 12/02/2022.

* Universidad de Chile, Doctorando en Filosofía. Becario Doctoral ANID (Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo, Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, Chile). Sus líneas de investigación giran principalmente en torno a: 1) la relación entre gubernamentalidad, la cuestión de la cibernética y la técnica; y 2) las tecnologías de poder pastoral y sus alcances contemporáneos en torno a los procesos de subjetivación. Última publicación: Ramírez Vargas, C.; Urbina-Yáñez, C. (2021). “El problema del gobierno: una procedencia pastoral de la gubernamentalidad”, Hermenéutica Intercultural, N° 35. Correo electrónico: carlramirez@ug.uchile.cl

 

 

Resumen. Hay una frase de Paul Klee que insiste y se repite en la mano de Deleuze: “Nos falta esta última fuerza. Nos falta un pueblo”. Sin embargo, el mundo contemporáneo se define justamente por el lleno y el devenir población de los pueblos. Es por esto que el concepto de pueblo constituye una anfibología que se revela en el trabajo de Deleuze como una comparecencia entre pueblo y pensamiento. En este sentido, la relación entre ambas categorías muestra un conjunto de consecuencias estéticas, políticas y ontológicas que estas notas intentan abordar en el pensamiento de Deleuze y más allá de éste.

Palabras clave: Deleuze, pueblo, pensamiento, falta, lleno, fuerzas.

Abstract. There is a phrase by Paul Klee that insists and repeats itself in Deleuze’s writing: “We are missing this last force. We are missing a people”. However, the contemporary world is defined precisely by the fullness and the becoming population of peoples. This is why the concept of people constitutes an amphibology that is revealed in Deleuze’s work as an appearance between people and thought. In this sense, the relationship between both concepts shows a set of aesthetic, political, and ontological consequences that these notes attempt to address in Deleuze’s thought and beyond.

Keywords: Deleuze, people, thought, missing, full, forces.

1. El pueblo que falta y la ocasión de una interrogación

Tal como lo indica Didi-Huberman en Pueblos expuestos, pueblos figurantes: “[l]os pueblos están expuestos” (2018, 11), cuestión que no implica para nada que hoy los pueblos sean más visibles los unos para los otros, ni tampoco quiere decir que gracias a la victoria de las democracias los pueblos estén más y mejor representados. Implica que los pueblos están expuestos “por el hecho de estar amenazados, justamente, en su representación política, estética [o debido a ella] incluso, como sucede con demasiada frecuencia, en su existencia misma” (2018, 11)1. Si los pueblos están amenazados, es decir, expuestos a desaparecer, Didi-Huberman se plantea dos preguntas “¿Cómo hacer para que los pueblos se expongan a sí mismos y no a su desaparición? ¿Para que aparezcan y cobren figura?” (2018, 11). Este “aparezcan” puede ser comprendido como un aparecer bajo la mirada de otro, en resumen, una expectativa, que es la “posibilidad misma de hacer un pueblo” (2018, 11).

Quizás son estas mismas inquietudes e interrogantes las que dan sentido a una frase de Paul Klee que con tanta insistencia se repite en la mano de Gilles Deleuze: “Nos falta esta última fuerza. Nos falta un pueblo” (Klee en Deleuze, 1987, 287). En tal sentido, nos situamos a la expectativa de la posibilidad misma de hacer un pueblo. No obstante, lo que nos mantiene a la expectativa es la falta de esa “última fuerza” que nos hace constatar que “el pueblo falta” (Deleuze, 1987, 290). En esta línea, de un modo paradójico Bauman podrá señalar que “[e]l planeta está lleno” (2005,15), cuestión que para él no constituye un enunciado demográfico, sino político. Para el polaco, los pueblos han devenido en población como resultado de un proceso metabólico entre producción y desecho (modernización), transformando amplios sectores del mundo en “vertederos para los desechos humanos” (2005, 16). Se establece así, en la Modernidad, una lógica bifronte, entre el desecho de las poblaciones y poblaciones de desecho. En este sentido, el “desecho humano” y el “lleno del planeta” se instalan como elementos fundamentales de nuestra experiencia. Si ya no es posible desplazar el “desecho humano” hacia los límites de la “civilización” es porque el “desecho” pulula al interior de nuestras ciudades integradas. Sirva entonces esta breve reflexión sobre Bauman, para habilitar la meditación sobre el problema del “lleno” y la “falta” en el trabajo de Deleuze.

Nos encontramos así, entre el lleno de la población y la constatación de que el pueblo es lo que falta. Así, “falta” y “lleno” parecen constituir dos polaridades, por un lado, los pueblos están expuestos a su devenir población-desecho y, por otro, el pueblo en medio de este lleno es lo que falta ¿Cómo puede faltar el pueblo si habitamos en el lleno de las poblaciones? ¿Qué es este lleno que no permite advenir “esta última fuerza”? ¿Qué es ese clamor del artista y el filósofo que llama a ese pueblo que falta con todas sus fuerzas y que, sin embargo, ellos no pueden crear? (Deleuze y Guattari, 2017). De este modo, pueblo y población; falta y lleno parecen no coincidir. En la misma línea, el pueblo que falta no constituye el reverso de lo lleno, sino su dislocación, su punto de fuga, el punto en que pueblo y población no pueden ser reconciliados como términos opuestos y complementarios ―como si la población fuera solo un momento no reconciliado con su verdad el Pueblo― puesto que el pueblo que falta expresa la imposibilidad de una presencia a sí2. Para Deleuze la falta y el lleno son motivos de la mayor relevancia, puesto que su empresa filosófica se pone en marcha ahí donde la falta constituye el elemento del pensamiento. Por tanto, para Deleuze, el pensamiento es lo que falta, así como el pueblo.

En este sentido, valen la pena algunas breves disquisiciones a propósito de lo que se puede denominar como la anfibología del pueblo. Los autores que se exponen en el siguiente apartado dan cuenta de la ambigüedad constitutiva de este concepto, tan caro para la tradición política. Y servirán como ocasión para desarrollar luego dicha problemática en la propia obra de Deleuze. Al ser este trabajo un conjunto de notas, no busca desarrollar en detalle una serie de conceptos (representación, comunidad, etc.) cuya larga tradición sería imposible de resumir aquí. Sin embargo, intenta de manera exhaustiva indagar en una serie de tópicos que el pensamiento deleuziano tiene para ofrecer a dicha tradición. Por ello, la pléyade de autores que giran alrededor de estas notas cumplen el rol de mostrar la fractura del pensamiento político en torno a la figura del pueblo, lo que será del todo relevante retener para luego comprender la cuestión deleuziana de la relación entre pueblo y pensamiento.

2. La anfibología del pueblo

Tal como lo indica Agamben, cualquier definición del significado político del término pueblo está siempre al borde de una definición ambigua. Esto porque “Un mismo término designa, pues, tanto al sujeto político constitutivo como a la clase que, de hecho sino de derecho, está excluida de la política” (2001, 31). Entonces, la ambigüedad semántica revela su condición anfibológica, es decir, su erroneidad inherente respecto al buen sentido o el sentido común, el término guarda para sí una potencia del error en su nombre tantas veces pronunciado, como si la tradición política quisiera suturar constantemente, de una vez y para siempre, su doble sentido o su mal sentido. Por este motivo, Agamben trae a colación varios ejemplos en que esta sutura es reinventada y reintentada por el pensamiento político occidental. Tal es el caso de la ambigua y célebre frase “Government of the people by the people for the people” pronunciada por Abraham Lincoln en Gettysburg el 19 de noviembre de 1863, de la que Agamben observa que “la repetición contrapone implícitamente otro pueblo al primero” (2001, 31), es decir, el Gobierno para el pueblo debe ser llevado a cabo por el Pueblo, cuestión que observa el italiano se puede remontar, río arriba en la tradición política, hasta Bodino y su “peuple en corps”, el cual es titular de la soberanía y el “menu peuple” “al que el buen sentido aconseja excluir del poder político” (2001, 32).

Lo que vemos en dichos ejemplos es un desdoblamiento del término pueblo, que opera bajo la constitución de una regla o norma soberana que excluye incluyendo uno de los términos y luego reclama para sí, en el extremo de ambas polaridades, la identidad completa y absoluta del término pueblo. Esto es lo que nos ilustra Didi-Huberman al analizar el modo en que se exponen los pueblos ―y los cuerpos― en la tradición de los retratos de grupos entre el siglo XVI y XVII en Europa. Según nos relata el francés, los retratos de grupos alcanzan la categoría de género en el mismo momento en que se establece una regulación en el modo de aparecer. En los retratos de grupos no hay desnudez, solo ropajes y rostros impertérritos, no hay cuerpos sobrepuestos sino indiferencia y jerarquía: “un reglamento productor de jerarquías sociales, una regularidad de los protocolos del retrato, una regulación de las formas estéticas derivadas de ellos” (2018, 62).

Lo que intenta este género es a toda costa establecer una reglamentación jerárquica e indiferente. Jerárquica, porque procura el buen reparto de las partes al interior del cuadro, e indiferente, porque procura conjurar el estremecimiento o “la sacudida de la brutal contigüidad” (Nancy, 2006, 12)3 de los cuerpos. Por esto, es fundamental

subsumir el grupo en la autoridad de lo Mismo o de lo Uno: mismidad de cada quien para formar un solo todo social (…) En esa perspectiva, el grupo se piensa en el peor de los casos como rebaño, y en el mejor, como tropa (Didi-Huberman, 2018, 62).

El grupo es rebaño o tropa, es decir, un todo indiferente y desperdigado o un todo ordenado y coreografiado. Aquí la diferencia cualitativa es solo exterior o empírica, toda vez que en el seno de dichas categorías lo que resuena es lo Mismo y lo Uno al cual tienden tanto el rebaño como la tropa, ya sea a través de la mismidad de “cada quien” o a través de una regla exterior de sociabilidad que indica un “cada cual”. La tropa y el rebaño conforman una dialéctica que hace aparecer la diferencia solo para ser nuevamente subsumida en lo Mismo. Esta lógica alcanza su paroxismo con el nazismo y se hace patente en el filme-apología de Leni Riefenstahl El triunfo de la voluntad de 1935, del cual señala Didi-Huberman: “La tropa es la de los militares del partido único (…), pero asimismo la de los simples trabajadores, cuyo advenimiento como organización bélica que era parte interesada en la “movilización total” del pueblo” (2018, 65). En el filme el pueblo siempre está presente, pero nunca a la expectativa de aparecer bajo la mirada de otro o ver a otro, está siempre ya ahí como tropa militar, diferente pero solo a raíz de una diferencia que es derivada de lo Mismo, que es el partido único del Führer.

Toda “heterología” (Rancière, 2006) respecto al pueblo es conjurada en el retrato de grupo, todo lugar del otro es abolido en virtud de la lógica de lo Mismo y lo Uno al que lo otro retorna. De este modo cuando los pueblos no significan

la unidad del cuerpo social ―el demos griego, el populus romano― y funda la idea de nación, su representación es obvia e incluso se impone a todos. Pero cuando denota la multiplicidad hormigueante de los bajos fondos (…), su figuración se convierte en el ámbito de un conflicto inextinguible (Didi-Huberman, 2018, 106).

La ambigüedad semántica que mostraba Agamben, se transforma en una ambigüedad estético-política entre un pueblo siempre presente a sí y un pueblo que falta como “lo fuera de cuadro, lo fuera de campo de la representación” (Didi-Huberman, 2018, 106). En este sentido, el pueblo es un fantasma y no un ícono -en los términos que Deleuze (2019) lo plantea en su Lógica del sentido4. Debido a lo anterior, su ambigüedad nos pone a la expectativa de la posibilidad misma de hacer un pueblo y no en presencia de un pueblo, como cuando niños, en medio de la oscuridad, estamos a la expectativa de ver un fantasma que nos sorprenda y nos eche a correr.

Por esto, Agamben puede concluir su opúsculo sobre el pueblo señalando que “nuestro tiempo no es otra cosa que el intento implacable y metódico de suprimir la escisión que divide al pueblo y de poner término de forma radical a la existencia del pueblo de los excluidos” (2001, 34). Dicha escisión es una fractura constitutiva del pensamiento político puesto que la existencia misma de ese “pueblo de los excluidos” es lo que altera la cuenta y la correcta distribución de las partes de la comunidad como error o “equivocidad originaria” (Rancière, 2006, 19), ese pueblo fractura toda tentativa de reducir el pueblo a una identidad o, parafraseando a Derrida (2005), es el fracaso de reducir al demos a una ipseidad soberana.

Que el pueblo falte no puede ser entendido como una negatividad, ni una ausencia, sino una afirmación que en su falta como in-contado o descontado como “parte de los sin parte” (Rancière, 1996, 89) altera los cálculos de toda identidad y desestabiliza cualquier retorno a sí de este “for the people” o “peuple en corps”. Tal como lo señala Rancière: “no hay pueblo sin el suplemento de una cierta ficción” (2006, 11), esta ficción no es la ficción jurídica o soberana sino la potencia del error, la catástrofe que vacía el lleno de la población y su correcta distribución de las partes. O como lo plantea Galende en su ensayo sobre Rancière, “lo que esta parte de los sin parte, este partido de los pobres, pone en común no es ningún acuerdo ni ningún consenso; lo que pone en común es la distorsión” (2019, 102)5.

Esta lógica de los in-contados o descontados es la que pone en juego Bertolt Brecht (1987) en su poema Preguntas de un obrero que lee6. En cada una de las preguntas que este obrero se plantea, obtiene como respuesta una falta ¿Quién construyó Babilonia? ¿Sobre quiénes triunfó Roma? ¿Quiénes preparaban los festines de los victoriosos? Toda una serie de eventos en los que lo que falta es el pueblo. En los libros de historia y en los poemas que lee el obrero de Brecht solo aparecen “figurantes”: personajes carentes de individuación, que no actúan y son más bien “juguetes de un acto masivo que los arrastra en un vasto movimiento, un diseño general del que cada uno de ellos no es sino un fragmento, una pieza de mosaico” (Didi-Huberman, 2018, 155). Sin embargo, es esta misma falta la que fuerza al obrero de Brecht a la interrogación, la que fuerza el pensamiento. El pueblo que falta es como un fantasma que rompe con la lógica del espectador y arroja al obrero del poema a la expectativa de ese pueblo que falta. Por eso, se insiste en que dicha falta no puede ser comprendida como una pura negatividad o una ausencia ya representada, pero tampoco como la búsqueda de erigir un pueblo esencial como opuesto a otro pueblo que no sería más que una imagen degradada de dicha esencia.

Como se señala al final del apartado anterior, lo que interesa retener aquí, es el modo en que estos autores, desde diversos puntos de vista, hacen patente la ambigüedad constitutiva del concepto o la figura del pueblo. Al tiempo que relevan la fractura constitutiva entre el pueblo representado y el pueblo como falta; entre el pueblo como figurante y espectador y el pueblo como lo que fuerza a su interrogación, es decir, como expectativa. Es sobre esta fractura y esta ambigüedad que el pensamiento deleuziano se despliega por sus propios medios, y en lo que sigue se intenta desarrollar.

3. El lleno del pensamiento o su imagen dogmática

En 1968, aparece el libro Diferencia y repetición de Deleuze, en este trabajo retomará una serie de motivos presentes en sus obras monográficas anteriores. Un tema particular es el que interesa aquí, un tema que hacía parte de su libro dedicado a Nietzsche, esto es, su radical inversión de los pre-supuestos de la filosofía, en particular el hecho de que el pensamiento sea “el ejercicio natural de una facultad” (Deleuze, 2016, 148)7. El pensamiento para Deleuze no es simplemente una posibilidad lógica que se desprende de la capacidad de un ego de deducir las ideas unas de otras. No se produce el pensamiento desde el propio pensamiento, ni este se produce por un choque puramente exterior. Lo anterior será desarrollado más adelante, por ahora reténgase lo siguiente: según Deleuze, la filosofía rueda en torno a una “imagen dogmática” (Deleuze, 2002, 204) del pensamiento que hace girar toda diferencia en torno a lo Mismo, así, el pensamiento es causa del pensamiento mismo o bien su causa es una exterioridad que retorna a sí. En otras palabras, hace girar el pensamiento en torno al modelo de lo Mismo y lo semejante, y los procedimientos de la representación y el reconocimiento.8

Toda la filosofía, señala Deleuze, inicia, de una u otra manera, de un presupuesto subjetivo o implícito similar al siguiente: “«todo el mundo sabe…»” (2002, 202), por ejemplo, todo el mundo sabe lo que significa “animal racional” o todo el mundo sabe lo que significa pensar “[y] nadie puede negar que dudar sea pensar, y pensar, ser… Todo el mundo sabe, nadie puede negar, es la forma de la representación y el discurso del representante” (2002, 202). Por esto, el pensamiento puede aparecer como una facultad que ejerce su acción de pensar de manera natural, ese ejercicio natural es el que le asegura al pensamiento y al pensador su relación de afinidad connatural para con lo verdadero. Esto es lo que Deleuze denomina como “cogitatio natural universalis” (2002, 204). Esta cogitatio plantea que “el pensamiento es a fin a lo verdadero, posee formalmente lo verdadero y quiere materialmente lo verdadero” (2002, 204)9. En este sentido, se puede señalar que el pensamiento antes del acto de pensar está lleno, completamente atiborrado de presupuestos, completamente poblado por la imagen de lo Mismo y la verdad al que el pensamiento y el pensador (como su pretendiente) deben retornar. Por eso el error es solo un contratiempo para la “imagen dogmática” del pensamiento. El error constituye “tomar lo falso por verdadero” (2002, 228), es decir, llevar a cabo un falso reconocimiento, por lo cual el error es un negativo del pensamiento, es “el revés de una ortodoxia racional (…) testimonia a favor de aquello de lo que se aparta (…) el error rinde homenaje a la «verdad»” (2002, 228).

Las preguntas que se pueden desprender de lo señalado por Deleuze son: ¿Cómo invertir esta “imagen dogmática” del pensamiento para que no responda a la lógica de lo Mismo y lo semejante? ¿Cómo vaciar este lleno del que el pensamiento está poblado? El autor señala que todas las verdades derivadas de esta “cogitatio natural universalis” son hipotéticas, o como lo señala a propósito de los elementos que llenan el cuadro antes del acto de pintar, son clichés. Es decir,

son incapaces de hacer nacer el acto de pensar en el pensamiento, ya que suponen todo lo que está en cuestión (…). Les falta un sello, el de la necesidad absoluta, es decir, el de una violencia original ejercida sobre el pensamiento (Deleuze, 2002, 215)

Debido a aquello, y esto vale tanto para la pintura como para el pensamiento en general, la fractura o la catástrofe10 es primera. En tal sentido, la violencia como fuerza que se apodera del pensamiento o el enemigo como figura de un encuentro y no de un reconocimiento son fundamentales para esta inversión, es decir, para este pensamiento sin imagen. Desde este punto de vista, el problema ya no es cómo orientarse en el pensamiento, sino la constatación, mucho más terrible y alegre, que es que el pensamiento es lo que falta.

Por consiguiente, el pensamiento no es forzado a iniciar sin antes despejar el lleno del pensamiento, ya que, para pensar es necesario un hundimiento, un impoder, debido a que el pensar “no es innato, sino que debe ser engendrado en el pensamiento (…) hacer nacer lo que no existe todavía” (2002, 227). El fondo es llevado al pensamiento como lo que da-a-pensar, como lo indeterminado que abraza la determinación. Por esto, el pensamiento no es activo ni pasivo, es decir, no se representa, sino que capta las fuerzas que no son visibles, ya que, “[l]a fuerza, por su parte, no tiene forma. Es por tanto la deformación de las formas lo que debe volver visible a la fuerza que no tiene forma” (Deleuze, 2007, 69). Si el pensamiento no es innato, si este debe ser poseído por fuerzas que lo fuercen a pensar, lo que debe hacer pensable (o visible) el pensamiento son aquellas fuerzas que faltan, aquellas fuerzas que no son visibles, aquellas fuerzas no dadas para la representación. En esta falta se encuentra el vaciado de lo lleno (el lleno de los presupuestos y los clichés) que permite la génesis de lo sensible, pero también la génesis del pensamiento.

4. Pueblos expectantes, pueblos espectadores

A la luz de estas disquisiciones sobre el pensamiento es posible retomar el hilo de lo que se ha denominado anfibología del pueblo, y preguntar: ¿Cuál es la relación entre pueblo y pensamiento? ¿Cuál es la lógica que constata que falta el pensamiento y que el pueblo es lo que falta? Y, ¿Qué se busca constatar en la relación entre un pensamiento que falta y un pueblo que falta?

En su segundo volumen de estudios dedicados al cine, Deleuze (1987) retoma la relación entre pueblo y pensamiento. Muchos motivos presentes en Diferencia y repetición serán rescatados para pensar el punto de quiebre entre lo que él denomina como “cine clásico” (imagen-movimiento o régimen orgánico) y el “cine moderno” (imagen-tiempo o régimen cristalino) para enfrentar, en este punto de quiebre, el pensamiento de Eisenstein y Artaud respecto al cine. Para el francés, el cine de Eisenstein representa el punto culmine del cine clásico en su abordaje de la relación entre pueblo y pensamiento, esto debido a que el cine del soviético, y el régimen que él encarna, suponía “que el cine sería capaz de imponer el choque [o shock], y de imponerlo a las masas, al pueblo” (1987, 210). En consecuencia, el espectador, en virtud de esta capacidad de choquear al pensamiento que tendría la imagen-movimiento, se transformaría en una especie de “autómata espiritual” forzado a pensar por la imagen-movimiento; tal como “si el cine nos dijera: conmigo, con la imagen-movimiento, no podéis escapar al choque que despierta en vosotros al pensador” (1987, 210). Esta es la lógica, que, para Deleuze, constituiría el arte de masas: la pretensión, algo ingenua, de conformar por medio del choque un autómata colectivo y subjetivo. Sin embargo, el problema más profundo para Deleuze es que el cine clásico supuso el choque como una posibilidad lógica anclada a la “imagen dogmática” del pensamiento, es decir, a la idea de que el pensamiento está ya ahí, adormecido pero presente. Una vez choqueado el pensamiento, a través del montaje, este no tiene más remedio que pensar el Todo (sublime), precisamente porque el Todo no puede ser no-pensado, y qué es este Todo: “es la totalidad orgánica que se plantea oponiendo y superando sus propias partes (…). El todo como efecto dinámico es también el presupuesto de su causa” (1987, 212).

El cine clásico, al igual que la “imagen dogmática”, supone al pensamiento como una facultad natural, es decir, una “cogitatio natural universalis”. Por lo tanto, una relación connatural del pensamiento con la verdad, supone la buena voluntad del pensamiento y el pensador. Debido a ello, Eisenstein podía suponer que el choque despertaría en la masa o en el pueblo el pensamiento que lo fuerza a pensar el Todo como totalidad orgánica, como conciencia superior, por esto Deleuze llama al cine clásico “un cine de la verdad” (1987, 203), toda vez que el choque despierta una inercia natural del pensamiento para con la verdad, como totalidad del Mundo y la Naturaleza. En síntesis, supone el pensamiento aun cuando restara por llegar, pero también supone al pueblo, aunque este esté ausente.

Por lo anterior, Deleuze puede señalar que la verdad del cine clásico, es el cine de Leni Riefenstahl:

no hubo desviación, enajenación en un arte de masas que la imagen-movimiento habría fundado inicialmente, sino que, al contrario, desde el comienzo la imagen-movimiento está ligada a la organización de guerra. A la propaganda de Estado, al fascismo ordinario, histórica y esencialmente (1987, 220).

Dicho de otra forma, el choque no pudo ser nunca violencia de la imagen sino violencia de lo representado, es decir, de lo “ya ahí” (de lo supuesto aunque no esté presente), en este caso del pueblo y el pensamiento11. Así es como Deleuze opone a todo el cine clásico el pensamiento de Artaud. Lo que le interesa al filósofo del trabajo de Artaud es su reflexión en torno al pensamiento que falta, cuestión manifiesta en Diferencia y repetición y que el francés escenifica en el intercambio postal entre Rivière y Artaud. De aquellas cartas, señala:

Artaud dice que el problema (…) no es orientar su pensamiento, ni mejorar la expresión de lo que piensa, ni adquirir aplicación y método, o perfeccionar sus poemas, sino simplemente llegar a pensar algo (…). Desde ese momento, lo que el pensamiento está forzado a pensar es también su hundimiento, su fisura, su propio «no poder» natural que se confunde con la mayor potencia (…) (Deleuze, 2002, 226-227).

Por ello, Artaud para Deleuze no es la antítesis de la “imagen dogmática” del pensamiento (propia del cine clásico), sino su punto de fuga, ahí donde el impoder del pensamiento se confunde con la mayor potencia. Este es el golpe que acierta Artaud en el corazón del cine clásico, debido a que si lo que atraviesa al pensamiento es este impoder, este no pensar todavía, el cine fuerza al pensamiento por medio de fracturas, a diferencia del cine clásico que supone que el choque (asociación de imágenes o montaje) fuerza al pensamiento a pensar el Todo porque siempre este está ya ahí en una relación connatural con la verdad.

Lo que busca Deleuze en Artaud es un modo de pensar un cine que no arroje la diferencia a lo Mismo y la semejanza (que es el Todo), por esto, “lo que Artaud trastoca es el conjunto de las relaciones cine-pensamiento: por una parte ya no hay todo pensable por montaje, por la otra ya no hay monólogo interior enunciable por imagen” (1987, 224). El cine moderno (imagen-tiempo), no busca el encadenamiento de las imágenes según la exigencia de un Todo pensable, ni tampoco por medio de la búsqueda de un monólogo interior, sino que desencadena las imágenes en un régimen de voces múltiples, y diálogos bajo una lógica de la contigüidad, donde se encabalga una voz sobre otra voz. Por esto Deleuze puede calificar la imagen-tiempo como “verdad del cine” y no como “cine de la verdad” (1987, 203). Deleuze busca en Artaud arrebatarle a la violencia de la representación la violencia de la imagen, ahí donde la primera reducía la imagen-cine a un conjunto de tópicos y fórmulas prefabricadas, un conjunto de elementos “ya ahí” a la espera del choque.

5. Pueblo-simulacro o hacer visibles las fuerzas

Debido a lo anterior, es que Deleuze señala que en el cine clásico el pueblo siempre está ya ahí. Y es lo que, a contrapelo del cine clásico, convierte a los Straub y a Resnais en los grandes cineastas del cine político moderno, ya que, según Deleuze, ellos supieron mostrar que el “pueblo es lo que falta, lo que no está” (1987, 286). Para el cine clásico el pueblo siempre está ya ahí. El pueblo puede estar a la espera de una conciencia superior del Todo (como en el cine de Eisenstein), puede estar en proceso de toma de conciencia (como en el cine de Pudovkin) o puede estar engañado y enajenado, pero siempre presente a sí. De ahí es que Deleuze indique que:

En el cine americano, en el cine soviético, el pueblo está ya ahí, real antes de ser actual (…). De ahí la idea de que como arte de masas el cine puede ser el arte revolucionario o democrático por excelencia haciendo de las masas un auténtico sujeto (1987, 286-287).

Siendo así, para el cine clásico, el pueblo es real antes de ser actual, porque la actualización es la diferenciación que implica, para Deleuze, romper “tanto con la semejanza como proceso, como con la identidad como principio” (2002, 319). Asimismo, la actualización es una creación que no puede estar limitada por principios preexistentes o posibles ya presentes. Debido a esto, el francés señala en Diferencia y repetición que “en la medida en que lo posible se propone a la «realización», es él mismo concebido como la imagen de lo real; y lo real, como la semejanza de lo posible” (2002, 319). El vicio de lo posible es que reproduce de manera retroactiva la semejanza que es tenida por lo real. El pueblo “ya ahí” del cine clásico solo repite la semejanza de lo Mismo pero no la diferencia, transmuta su presencia en lo posible y este posible repite su semejanza con lo real. Por esto, el arte cinematográfico no puede dirigirse a un pueblo ya ahí, ese pueblo supuesto que, aunque no esté presente está ya representado; sino que debe contribuir a la invención de un pueblo que falta, que, como se ha visto con Agamben, Didi-Huberman, Rancière o Brecht, constituye la falla de toda representación, justamente porque el pueblo es un devenir que desajusta los cálculos de la correcta repartición de las partes de la comunidad política.

Lo que está a la base de esta comprensión del pueblo como ipseidad siempre presente a sí o, de manera más general, lo que está a la base de la “imagen dogmática” del pensamiento, se sustenta en una división originaria que articula el pensamiento de la identidad. Cuestión que Deleuze trabaja detalladamente en el primer apéndice de Lógica del sentido titulado Simulacro y filosofía antigua, el cual reproduce y amplía algunos temas presentes en Diferencia y repetición. Este tema es el del fundamento que articula la relación entre modelo y copia, tema que iniciaría con Platón y los orígenes de la filosofía. Al contrario, para Deleuze el problema fundamental para el pensamiento es el impensado que se halla en medio de esta relación entre modelo y copia, a saber, el simulacro. Por tanto, Deleuze resume el problema de la siguiente forma:

Consideremos las dos fórmulas: «sólo lo que se parece difiere», «sólo las diferencias se parecen». Se trata de dos lecturas del mundo en la medida en que una nos invita a pensar la diferencia a partir de una similitud o una identidad previas, en tanto que la otra nos invita por el contrario a pensar la similitud e incluso la identidad como el producto de una disparidad de fondo. La primera define exactamente el mundo de las copias o de las representaciones (…). La segunda, contra la primera, define el mundo de los simulacros (2019, 304).

El “platonismo”, según la primera fórmula, postulará una relación entre modelo y copia, que lo que busca no es tanto distinguir la esencia de la apariencia, sino una distinción mucho más profunda entre copia y simulacro. Las copias son aquellas imágenes que actúan como pretendientes bien fundados, cuya relación con el modelo está garantizada por una semejanza que le es connatural (del mismo modo en que el pensamiento en la “imagen dogmática” le es connatural la verdad). Así, el modelo o fundamento es aquel que “posee algo en primer lugar, pero que lo da a participar, que lo da al pretendiente poseedor en segundo término por cuanto ha sabido atravesar la prueba del fundamento” (2019, 297). Por esto, para el “platonismo”, la relación fundamental se da entre lo Mismo y lo semejante, por eso solo la Justicia es justa y el pretendiente comparte una semejanza que le permite ser calificado como justo. En base a esto se articula la triada neoplatónica constituida por lo imparticipable, lo participado y el participante, es decir, el fundamento, el objeto de pretensión y el pretendiente.

Lo que busca dicho “platonismo”, que atraviesa la “imagen dogmática” del pensamiento, es conjurar la parte que no tiene parte en el fundamento12, aquellos que no pueden aspirar a ser pretendientes debido a que no poseen una identidad previa que los relacione con el fundamento o los acredite como correctos pretendientes, es decir, esa “raza oprimida, bastarda, inferior, anárquica, nómada, irremediablemente menor, aquellos a los que Kant excluía de los caminos de la nueva Crítica” (Deleuze y Guattari, 2007, 111). De este modo, lo señalado por Didi-Huberman, respecto a los retratos de grupos, es también afirmado por Deleuze en torno a lo que denomina como la verdad del cine clásico, el cual tiene su referente último en el cine de Leni Riefenstahl, toda vez que el pueblo territorializado por el nazismo es ese pueblo comprendido desde el punto de vista de una semejanza que remite a una identidad previa. El pueblo aquí es la copia del Führer, del líder, del Soberano o de la pop-star. El pueblo está siempre ya ahí como pretendiente del fundamento. De ahí que existan pueblos que pueden aspirar a ser copias del modelo o pretendientes del fundamento y pueblos-simulacros, pueblos-desecho o pueblos-expuestos; de ahí también su exceso, pero además su falta. Por eso la ambigüedad semántica constitutiva del término pueblo, pero también la ambigüedad de todo fundamento político.

El pueblo que falta es el simulacro o la simulación, toda vez que él encara su devenir como potencia de lo falso, como aquello que hace visibles las fuerzas deformantes. En este sentido, el simulacro no es copia degradada, sino potencia que disloca el original, el modelo, la copia y la reproducción, vacía el lleno de los pueblos ya ahí presentes o ausentes pero capturados por la violencia de la representación. La lógica del simulacro no es la lógica del Otro en tanto indiferente, sino de una diferencia desde la que emerge la semejanza. Esta sutil disquisición respecto a la relación entre diferencia y semejanza es fundamental, ya que el problema para Deleuze se juega en el estatuto de la semejanza o su posición. O bien la semejanza es un producto de lo Mismo (relación según la primera fórmula13) o, por el contrario, la semejanza emerge de la diferencia como “disparidad de fondo” (2019, 304) (relación según la segunda fórmula14). Por esto, para Deleuze, la semejanza o la identidad del pueblo no está dada por su presencia a sí, sino como efectos del simulacro (“disparidad de fondo”). El pueblo como simulacro hace imposible establecer un reparto correcto entre los pretendientes del fundamento. Al hacer brotar la semejanza de la diferencia, hace imposible establecer una jerarquía y sus linajes, puesto que, como lo señala el filósofo: “Instaura el mundo de las distribuciones nómadas y anarquías coronadas. Lejos de ser un nuevo fundamento, asegura el hundimiento universal, pero como acontecimiento positivo y gozoso, como defundamento” (2019, 305-306). Debido a esto, si la democracia es pensada como fundada de una identidad previa o supuesta, el problema de inmediato es planteado en términos de modelo-copia: ¿Cuál es el pueblo-pretendiente correcto? Y, a continuación, ¿Cuál es el pueblo-pretendiente simulador? ¿Qué pueblos hacen parte de esta comunidad entre modelo y copia? Y, ¿Qué pueblos deben ser excluidos como simuladores o fantasmas?

En unas breves páginas de su libro ¿Qué es la filosofía?, al final de su carrera, Deleuze, retornará a la imagen del pueblo que falta, y se preguntará nuevamente cuál es la relación entre pueblo y pensamiento, señalando: “Tienen en común la resistencia, la resistencia a la muerte, a la servidumbre, a lo intolerable, a la vergüenza, al presente” (Deleuze y Guattari, 2017, 111). La creación, el nacimiento o la génesis, tal como lo hemos desarrollado a lo largo de estas notas, debe desembarazarse de lo lleno que está ya ahí, debe sacudirse de esa violencia de la representación que amenaza el pensamiento y el pueblo que falta, pero también debe salir de la catástrofe, debe resistir a la muerte, debe hacer emerger la semejanza, pero en del seno de la diferencia y no de lo Mismo. En contra de ese pueblo presupuesto “ya ahí” es que el artista o el filósofo claman. Por esto, el artista o el filósofo no se “dirige a…” ni mucho menos se posiciona en “lugar de…”, sino que clama “ante…”. El pueblo falta porque, en su carácter anfibológico, comparte con el pensamiento la función de hacer visibles las fuerzas, hacer la génesis de una semejanza desde la diferencia, es decir, deformar lo Mismo para hacer surgir lo semejante como su dislocación, por eso es una cuestión de devenir. “El pensador no es acéfalo, afásico o analfabeto, pero lo deviene” (2017, 111) si es necesario “Deviene indio”15 pero “no acaba de devenirlo” (2017, 111), capta las fuerzas de lo acéfalo y lo afásico (lo deformante, que es precisamente aquello que carece de forma). En este sentido, el devenir es la puesta en cuestionamiento de todo principio de representación o lo que Deleuze llama la “violencia de la representación”, es decir, la subsunción de la diferencia en lo Mismo y la identidad. Por esto, es que el pueblo es interior al pensamiento, para que el pensamiento pueda devenir algo más que sus presupuestos y el pueblo pueda devenir algo más que población.

Referencias

Agamben, G. (2001), Medios sin fin. Notas sobre la política, Valencia: Pre-textos.

Bauman, Z. (2005), Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Barcelona: Paidós.

Brecht, B. (1987), Historias de almanaque, Madrid: Alianza Editorial.

Deleuze, G. (1987), La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona: Paidós.

Deleuze, G. (2002), Diferencia y repetición, Buenos Aires: Amorrortu.

Deleuze, G. (2007), Pintura: el concepto de diagrama, Buenos Aires: Cactus.

Deleuze, G. (2016), Nietzsche y la filosofía, Barcelona: Anagrama.

Deleuze, G. (2019), Lógica del sentido, Barcelona: Paidós.

Deleuze, G. y Guattari, F. (2017), ¿Qué es la filosofía?, Barcelona: Anagrama.

De Libera, A. (2020), La invención del sujeto moderno: curso del Collège de France 2013-2014, Buenos Aires: Manantial.

Derrida, J. (2005), Canallas. Dos ensayos sobre la razón, Madrid: Trotta.

Didi-Huberman, G. (2018), Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Buenos Aires: Manantial.

Galende, F. (2019), Rancière. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora.

Nancy J-L. (2006), Ser singular plural, Madrid: Arena Libros.

Rancière, J. (1996), El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires: Nueva Visión.

Rancière, J. (2006), Política, policía, democracia, Santiago: LOM.

Zourabichili, F. (2004), Deleuze, una filosofía del acontecimiento, Buenos Aires: Amorrortu.


1 Los comentarios entre corchetes son de mi autoría.

2 En un sentido similar, Derrida puede definir las democracias canallas, en oposición a la “democracia por venir”, como una ipseidad, es decir, “algún «yo puedo» o, como poco, el poder que se otorga a sí mismo su ley, su fuerza de ley, su representación de sí mismo, la reunión soberana y reapropiatorio de sí” (2005, 28) y continúa más adelante “la ipseidad nombra un principio de soberanía legítima, la supremacía acreditada o reconocida de un poder o de una fuerza, de un kratos, de una kratia. Esto es, por consiguiente, lo que se encuentra implicado, puesto, supuesto, impuesto también en la posición misma, en la auto-posición de la ipseidad misma, en todas partes en donde hay algún sí mismo” (2005, 29), por esto la democracia sería “una fuerza (kratos), una fuerza determinada como autoridad soberana (kyrios o kyros, poder de decidir, de zanjar, de prevalecer, de dar-cuenta-de y de otorgar fuerza de ley, kyroo), por consiguiente, el poder y la ipseidad del pueblo (demos). Dicha soberanía es una circularidad, incluso una esfericidad. La soberanía es redonda, es un redondeo” (2005, 30). Esta última idea es fundamental para lo que sigue, que la democracia como ipseidad del pueblo (demos) sea un redondeo implica que tras la comprensión de dicha democracia lo que se juega es, por un lado, la comprensión del pueblo como una presencia a sí siempre idéntica e indivisible y, por otro, una relación de semejanza entre origen y término; la causa y el fin; lo mismo y lo semejante; modelo y copia, en síntesis una imagen “platónica” del pueblo.

3 Como lo indica Nancy (2006), la “contigüidad” no indica continuidad de un cuerpo a otro, sino más bien la proximidad que es la razón de toda distancia y que conforma la ley del tacto. En este sentido, el “pueblo que falta” no es un todo indiferenciado, una continuidad de cuerpos coreografiados, sino la contigüidad o la diferencia que constituye el simulacro de la semejanza, así como el tacto es un derivado de la distancia, la semejanza es un derivado de la diferencia.

4 Como lo señala Deleuze, “los fantasmas tienen sin duda la impasibilidad y la idealidad del acontecimiento. Frente a esta impasibilidad, nos inspira una espera insoportable, la espera de lo que va a resultar, de lo que está ocurriendo y no acaba de ocurrir” (2019, 249), por esto, el fantasma se opone al icono, toda vez que el ícono es la copia o la imagen dotada de semejanza de lo siempre ahí que es Lo Mismo, es decir, comparte una misma naturaleza con lo Mismo. A diferencia del fantasma que comparte con el simulacro la condición de fundar la similitud y la identidad desde una disparidad de fondo (contigüidad): “La primera define exactamente el mundo de las copias o de las representaciones; pone el mundo como icono. La segunda, contra la primera, define el mundo de los simulacros. Pone al propio mundo como fantasma” (2019, 304).

5 La “parte de los sin parte” es la común distorsión, toda vez que pone en entredicho y suspende la repartición clásica entre logos y phoné, como aquella máquina que articula el reparto ordenado de la comunidad como lo “real” de una población (Rancière, 1996, 35-60; Rancière, 2006, 7-16).

6 “¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? / En los libros figuran sólo nombres de reyes. / ¿Acaso arrastraron ellos los bloques de piedra? / Y Babilonia, mil veces destruida, / ¿quién la volvió a levantar otras tantas? Quienes edificaron / la dorada Lima, ¿en qué casas vivían? / ¿Adónde fueron la noche / en que se terminó la Gran Muralla, sus albañiles? / Llena está de arcos triunfales / Roma la grande. Sus cesares / ¿sobre quiénes triunfaron? Bizancio, / tantas veces cantada, para sus habitantes / ¿sólo tenía palacios? Hasta en la legendaria / Atlántida, la noche en que el mar se la tragó, los que se ahogaban / pedían, bramando, ayuda a sus esclavos. / El joven Alejandro conquistó la India. / ¿Él solo? / César venció a los galos. / ¿No llevaba siquiera a un cocinero? / Felipe II lloró al saber su flota hundida. / ¿No lloró más que él? / Federico de Prusia ganó la guerra de los Treinta Años. / ¿Quién la ganó también? / Un triunfo en cada página, / ¿Quién preparaba los festines? / Un gran hombre cada diez años. / ¿Quién pagaba los gastos? / A tantas historias, / tantas preguntas” (Brecht, 1987, 58).

7 Para un desarrollo detallado sobre Nietzsche y su cuestionamiento a la relación dogmática entre sujeto/agente y pensamiento, véase el erudito trabajo de Alain de Libera expuesto en el Collège de France y compilado en el texto La invención del sujeto moderno. Especialmente las clases del 6 de marzo de 2014, del 10 de abril de 2014 y del 15 de mayo de 2014. En estas, de Libera desarrolla su arqueología de lo que él denomina como “atributivismo”, es decir, “toda doctrina del alma y del pensamiento que se apoye sobre una asimilación explícita de los estados o de los actos psíquicos con atributos o predicados de un sujeto definido como ego” (2020, 171), donde los trabajos de Nietzsche (Más allá del bien y el mal y los escritos compilados bajo el título La voluntad de poder) son el punto de inicio de dicha interrogación.

8 Al respecto Zourabichvili señala: “Deleuze observa que, a través de la historia de la filosofía, se afirma cierta imagen del pensamiento que él llama dogmática porque asigna a priori una forma al afuera” (2004, 16).

9 Zourabichvili: “De ahí, por ejemplo, la idea de una verdad olvidada, antes que desconocida (Platón)” (2004, 15).

10 En 1981, Deleuze, realizará en la Universidad de Vincennes un conjunto de clases dedicadas al acto de pintar. En búsqueda de algunos elementos que la pintura pueda aportar a la filosofía, Deleuze se plantea de entrada ¿Cuál sería la relación que se puede establecer entre pintura y catástrofe? A primera vista, señala Deleuze, podríamos encontrar toda una serie de cuadros que retratan catástrofes, desde las naturales pasando por las sociales, pero esto es rápidamente desechado “porque a primera vista permanecemos en el cuadro, en lo que el cuadro representa” (2007, 24), por lo tanto, la búsqueda de la relación entre pintura y catástrofe no es aquella que se manifiesta en la representación empírica del cuadro. Sino aquellas que se manifiestan en las condiciones de la experiencia real. Deleuze quiere interrogar la catástrofe que afectaría al acto de pintar en sí mismo: “En efecto, las vasijas de Cézanne no son una catástrofe. No hay un terremoto. Por tanto, se trata de una catástrofe más profunda que afecta al acto de pintar en sí mismo. Al punto que sin ella el acto de pintar no podría ser definido” (2007, 24). En el desarrollo de su clase, Deleuze es como arrastrado por una intuición, a saber, que la relación entre la pintura y catástrofe es la condición de posibilidad de la emergencia o el nacimiento ¿Pero nacimiento de qué? Algunos lo llamarán color (Cézanne) otros la cosmogénesis (Klee), sin embargo, es claro, que el acto de pintar debe pasar por una jornada en la catástrofe ―y añadirá Deleuze, por el caos-germen― para que algo nazca. Pero Deleuze lanza una advertencia, que debe ser retenida: el pintor ―o el artista en general― se enfrenta a un doble peligro, por un lado, su jornada en la catástrofe que es consustancial al acto de pintar y, por otro, no poder sobrevivir a esa jornada en la catástrofe o el caos, es decir, que de aquella jornada solo surja un todo indiferenciado. Ahora bien, valga la aclaración, la catástrofe, tal como lo plantea francés, no es exterior al acto de pintar, sino que es una fuerza que se apodera del acto mucho “antes de que el pintor comience” (2007, 29), no es la interiorización de un afuera como necesidad del acto de pintar. Por eso, la catástrofe es pre-pictórica. Esto plantea la siguiente pregunta ¿Qué es lo que esa catástrofe busca estropear? Ciertamente no es la pintura misma, ya que es consustancial a esta, la respuesta es completamente contraintuitiva: lo que busca estropear la catástrofe es el lleno del cuadro. El cuadro está lleno antes de que el pintor comience, el cuadro está completamente saturado, completamente poblado al punto que no hay espacio para que el pintor agregue algo, para que surja o nazca el color e incluso la tela en blanco, es preciso hacer pasar por una catástrofe todos esos elementos que llenan el cuadro mucho antes de que se comience a pintar, es preciso conjurar los clichés que están en el cuadro, ese poblamiento de objetos ya ahí en torno a los que gira el sujeto (empirismo) o que el sujeto hace girar en torno a sí (idealismo).

11 Por esto, el pueblo, el pensamiento y sus presupuestos o la génesis de lo sensible y sus clichés, conforman una continuidad al interior del pensamiento deleuziano que vuelve una y otra vez sobre esta imagen dogmática del pensamiento o este “platonismo” que alienta dicha imagen.

12 Cuestión que, como se ha expuesto, desarrollan mayormente Rancière (1996) y Agamben (2001) a su manera, detectando el movimiento de inclusión y exclusión que funda la comunidad política sobre el carácter anfibológico del pueblo.

13 “«sólo lo que se parece difiere»” (Deleuze, 2019, 304).

14 “«sólo las diferencias se parecen»” (Deleuze, 2019, 304).

15 Para Deleuze, “devenir indio” significa una dislocación de la identidad, tanto del “indio” como del “pensador”. Justamente, en el punto en que la figura del “indio” disloca la correcta distribución entre civilización y barbarie, el “pensador” al devenir “indio” disloca la connaturalidad del pensador con el pensamiento y la razón.