Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 69-82

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.488161

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Fetichismo y lucha de clases en Slavoj Žižek

Fetichism and class strugle in Slavoj Žižek

EDUARDO ABRIL*


Recibido: 30/07/2021. Aceptado: 25/02/2022.

* Investigador pre-doctoral de la Universidad de Educación a Distancia (Uned) y profesor de filosofía en enseñanzas medias en la Generalidad Valenciana. e.abrilacero@edu.gva.es. Líneas de investigación: filosofía política, teología política y filosofía de la religión. Publicaciones recientes: Abril, E. (2019): «La melancolía heideggeriana en el pensamiento de Slavoj Žižek», Reflexiones Marginales, n.7; Abril, E. (2019): «Materialismo dialéctico y política. Reformulación de Slavoj Žižek», IV Congreso internacional Estética y política, 39-45.

 

 

Resumen. Este trabajo analiza la relación entre los conceptos de fetichismo y lucha de clases en el particular marxismo de Slavoj Žižek. Žižek comprende el concepto marxiano de fetichismo a través su versión psicoanalítica y en el marco de la concepción que Marx hace de la religión en un doble aspecto: como ideología y como fundamento. Esto le permite mostrar que el fetichismo y en general el hecho religioso, no es únicamente «falsa conciencia» sino que también funciona como el elemento constitutivo e insuperable de lo real, lo que, a su vez permite repensar el concepto de lucha de clases.

Palabras clave: Fetichismo, lucha de clases, dialéctica, religión.

Abstract. This article analyses the relationship between the concepts of fetishism and class struggle in the particular Marxism of Slavoj Žižek. Žižek understands Marxian fetishism through psychoanalysis and within the framework of Marx’s understanding of religion in two senses: as ideology and as foundation. This analysis allows him to show that fetishism and religion in general, is not only “false consciousness” but also the insuperable constitutive basis of the real, which, in turn, enables him to rethink class struggle.

Keywords: Fetishism, class struggle, dialectic, religion.

1. El doble aspecto del análisis marxiano de la religión

La obra de Žižek está atravesada, desde su origen por el interés en la religión, acorde con otros autores que establecen un vínculo entre el cristianismo y el marxismo. Aunque su interés por lo religioso está ya en sus primeras obras, Boer (2009, 335) ha visto bien que su intento de pensar la relación entre marxismo y cristianismo se produce a raíz de las críticas recibidas por parte de Laclau y Butler (2000), quienes le acusan de que el sistema cerrado de la excepción constitutiva no le permite sostener una auténtica posición crítica. Partiendo de aquí, Žižek tratará de corregir lo que le apuntan estos dos pensadores, reformulando la cuestión del fetichismo y acercándose a las interpretaciones del cristianismo de Agamben y Badiou. De este modo, encuentra en Marx una comprensión del hecho religioso que le permite ir más allá de lo que sus críticos le achacan.

El concepto de fetichismo se suele tomar como un elemento secundario de la teoría marxiana, vinculado a la teoría de la alienación (Véase Ruíz 2014, 143-165). El fetichismo, desde esta perspectiva, sería un error epistémico, tomar una cosa por lo que no es. Sin embargo, otros autores, como Jappe, Kurz o Dussel, lo consideran el eje central para comprender la teoría marxiana, situando al fetichismo como el «núcleo secreto de la sociedad burguesa» (Jappe 2014, 71-72). Por ello, es esencial en la comprensión del concepto de fetichismo en la filosofía de Žižek la idea, destacada por Dussel, de que la crítica marxista de la economía política se dirige principalmente contra su funcionamiento religioso (1993, 27-28), aspecto que señala Marx cuando se refiere al fetichismo como un término cargado de «sutilezas metafísicas y reticencias teológicas» (Marx 1975, 87).

Partiendo del análisis del fetichismo de la mercancía en Marx, Žižek hace un doble uso del hecho religioso. Por un lado entiende la religión como un modelo de perversión, donde es el fetiche lo que ordena lo social. La lógica fetichista descubierta por Marx mostraría que el capitalismo funciona como un espectro en el que lo «humano» no es más que uno de sus momentos. Pero por otro lado, también se puede comprender lo religioso no como fetiche sino como la irrupción de los antagonismos internos de lo social. En este sentido, lo divino no sería un objeto con pretensiones absolutas, sino el punto de fractura de lo social, el momento en el que lo humano se quiebra mostrando sus inconsistencias.

Agon Hamza (2019, 46-65) ha mostrado este doble aspecto en su interpretación del comienzo de la Introducción a la crítica de la filosofía del derecho. En la primera parte del texto, Marx sigue a Feuerbach en su interpretación clásica de la religión como una representación invertida del mundo a través de la cual el hombre se relaciona consigo mismo pero proyectando lo esencial de sí en la esfera divina. Desde esta consideración, la crítica marxista va en la dirección de denunciar la trascendencia mostrando que se trata de una proyección ideológica destinada a mantener intacto el orden sociopolítico.

Sin embargo, el texto no se detiene aquí. Marx añade un matiz que no está en Feuerbach: la idea de que no es únicamente el contenido de la religión lo que es una construcción humana, sino que también lo es su forma, el mismo sentimiento religioso. El hecho de que el hombre proyecte en una esfera superior sus anhelos, no debe ser simplemente naturalizado, como hace Feuerbach. Queda claro en la Tesis IV donde reprocha a Feuerbach que no ve que «la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, [algo que] sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de esta base terrenal consigo misma» (Marx 1970, 66). En otras palabras, «la misma actividad de auto distanciamiento que constituye una religión como un ámbito autónomo y opuesto al de la acción humana debe explicarse como una actividad social humana» (Hamza 2019, 50) que da respuesta a una situación social de desgarramiento a la que Marx se refiere como «la queja de la criatura en pena» (Marx 2013, 42).

Por un lado, en la línea de Feuerbach, la religión tiene una función ideológica-fetichista, es la «conciencia tergiversada del mundo [...] su entusiasmo, su sanción moral, su complemento de solemnidad, la razón general que lo consuela y justifica» (Ibídem). Pero por el otro, es también la expresión y el sostén de lo que en este mundo no funciona. Y aquí Hamza acierta explicando esta idea mediante la metáfora lacaniana del espejo: la religión es la imagen especular que nos permite contemplar el mundo incluyendo la forma de nuestra participación. El hombre, sumergido en su realidad social, incapaz de ver su situación, necesita de una distorsión, una «alienación de la alienación», que de prueba de sí mismo (Hamza 2019, 51). Lo que se manifiesta en la religión, además de ser una justificación moral, es el dolor y la inconsistencia de la propia existencia humana. Por eso Marx caracteriza la religión de un modo doble: como «expresión de la miseria real y protesta contra la miseria real» (Marx 2013, 43).

Hay aquí un desplazamiento desde el nivel epistemológico al ontológico: la religión es revelación precisamente porque lo humano está desplazado de su centro, de modo que el mismo lamento de la criatura oprimida es la constitución de esa criatura como tal. El propio Marx parece insinuar esto cuando apunta que la religión es «la realización fantástica del ser humano, puesto que el ser humano carece de verdadera realidad» (Ibídem, 42-43), como si la propia fantasía religiosa fuera el vehículo de su constitución ontológica. La metáfora lacaniana del espejo de nuevo ilustra esta idea (Lacan 2005a, 86-93). Según el psicoanalista francés, el infante, que inicialmente es un haz de sensaciones desorganizadas, queda fascinado y capturado por la contemplación de su imagen en el espejo, experiencia que le permite organizar su desorganizado cuerpo, introyectando algo así como una ilusión de unidad que, a la postre, será un «yo». De ahí que el sujeto esté, de salida, desplazado de sí mismo en su imagen especular y la alienación sea «constitutiva del sujeto» (Homer 2016, 47). Esta analogía nos permite ver que el carácter de lo religioso va más allá de ser una proyección ideológica, ya que la alienación supone también la constitución de esa misma realidad alienada. Žižek, apoyándose en Lacan, muestra que la proyección religiosa, más que un engaño o una compensación, se sitúa en el plano de la constitución del sujeto como tal. Por eso mismo el sujeto sólo es efectivamente sufriente cuando se reconoce a sí mismo en el dolor de la religión.

2. Visión de paralaje: fetiche y síntoma

Este doble aspecto de la religión nos permite comprender el concepto de fetichismo en la lectura zizekiana de Marx. Pero hay que tener en cuenta que, si bien la referencia habitual es la mercancía, su alcance es mucho mayor. Dussel ha visto esta amplitud, mostrando la existencia de un fetichismo del trabajo y un fetichismo del dinero que se fundamentan en el fetichismo del capital como tal (Dussel 1993, 112-114). En general, para Marx, tal como afirma Dussel, el capitalismo es un enorme proceso de fetichización (Ibídem, 120) cuyo resultado conduce a la mistificación de ver en el capital un funcionamiento espectral independiente de los hombres, un dios, como Moloch o Mammon que, dotado de vida propia, es capaz de autoproducirse y crear a partir de sí todas las demás cosas (Dussel 1993, 22, 48, 68-69). En palabras de Marx: «valor que se valoriza a sí mismo» (Marx 1975, 236).

Žižek ve en el análisis marxiano un modo de proceder semejante a lo que comprende como visión de paralaje. Entiende este concepto como el conflicto que se produce, respecto de un objeto dado, cuando lo percibimos diferente en relación con su fondo o contexto. Considera que esta diferencia no es un defecto epistémico de quien contempla la escena, sino la constatación de un conflicto presente en el objeto mismo. El objeto no cambia porque adoptemos una perspectiva diferente, él mismo es el conflicto entre sus diferentes perspectivas (Žižek 2006, 25). La referencia de Žižek aquí, como ha señalado Toscano, es Sohn Rethel, para quien la «principal diferencia entre el enfoque marxista y el enfoque burgués de la economía, reside en la importancia concedida a los aspectos formales» (Sohn-Rethel 2017, 125), algo que Marx pone de manifiesto cuando afirma que el defecto de la economía clásica es que «no puede separar la forma de manifestación de lo que en ella se manifiesta» (Marx 1975, 37). Žižek entiende el fetichismo y la ideología en general a partir de la idea de Sohn-Rethel, según la cual una abstracción no es una mera abstracción, sino una auténtica «realidad operativa» (Toscano 2018, 319). Las abstracciones no son el efecto de un modo de producción, pues en esta esfera operan desde el comienzo múltiples abstracciones. En otras palabras, no hay un valor de uso natural, sino que éste es ya «una cuestión de representación ideal» (Ibídem, 392). Por eso, para Sohn-Rethel, la abstracción no es «una ilusión, sino que ocurre también en el intercambio de mercancías» (cf. Sohn-Rethel 2017), lo que le ha llevado a afirmar a Toscano que el capitalismo es «una sociedad abstracta, en la que el nexo social no se basa principalmente en la costumbre, la reciprocidad o la tradición sino en la indiferencia del intercambio» (Toscano 2018, 396). Esta es la razón por la que el capitalismo no produce bienes de consumo sino mercancías, pues el ser de toda entidad, ya sean hombres o cosas, es una abstracción relativa a su valor de cambio. De ahí que Marx, en la sección primera del libro primero de El capital, se esfuerce en demostrar el carácter ontológico de la mercancía como abstracción teológica, poniendo especial atención en el «dinero» como equivalente universal. Aquí reside la razón de que el capitalismo necesite abstracciones, tales como el trabajo abstracto o el equivalente universal del dinero, que permitan tratar como iguales cosas que son radicalmente distintas. De este modo, el dinero, una mercancía cualquiera, se convierte en una abstracción pura de la «mercancía como tal» al perder todo resto de valor de uso y ser intercambiabilidad pura (Žižek 2004, 117-118). Las categorías de mercancía, dinero, trabajo abstracto o valor, son entidades imaginarias que tienen una existencia real en la actividad de los sujetos. Por eso Jappe ha afirmado que «el capitalismo no es el dominio de una clase sobre otra, sino el hecho de que la sociedad entera está dominada por abstracciones reales y anónimas» (Jappe 2016, 18).

La cuestión central aquí es pensar que las abstracciones que Marx descubre en El Capital no son fantasmas que ocultan lo que ocurre en la escena de la producción, sino el vehículo a través del cual emerge la realidad del capitalismo. En otras palabras, la abstracción no es una mera categoría de comprensibilidad del mundo, como pretende la actitud empirista, sino una formación que «es inherente a la propia realidad: la tensión entre la realidad empírica y sus determinaciones conceptuales “abstractas” es inmanente a la realidad, es un rasgo propio de las “cosas mismas”» (Žižek 2020a, 61). De este modo, hay dos planos intrincados: el del objeto que nos aparece dotado de ciertas propiedades mágicas al quedar convertido en un fetiche, y el de las relaciones que fundamentan estas propiedades mediante las acciones de los sujetos. Lo importante es darnos cuenta que no son planos independientes sino «las dos partes constitutivas del propio concepto de fetichismo; por eso no se puede devaluar simplemente el primero como ideológico, en contraste con el segundo, propiamente teórico» (Žižek 2011, 119). No se trata de que los sujetos crean engañosamente en los fetiches, por ejemplo que el dinero está dotado de propiedades mágicas, sino de que el mismo ser de los sujetos se da en estas abstracciones, independientemente de sus creencias. Lo que llamamos fetiche es «el cortocircuito entre la estructura formal/diferencial y un elemento positivo de esa estructura» (Ibídem, 119), un objeto que anula y sostiene nuestra propia posición. Por eso, siguiendo a Lacan (2005a, 224), Žižek señala que no es Freud sino Marx quien descubre el concepto de síntoma pues es él quien toma estas abstracciones como modos sintomáticos del funcionamiento social, al descubrir que el verdadero enigma no era «el misterio tras la forma, sino el misterio de esta forma» (Žižek 2010, 39-40), lo que se acerca al sinthome lacaniano.

Como sabemos, el concepto de síntoma está ligado por Freud desde sus primeros escritos a la idea de «retorno de lo reprimido» (Laplanche-Pontalis 2004, 388). Los síntomas son contenidos, reprimidos e inconscientes, que se manifiestan distorsionados como formaciones significantes. Tales formaciones tienen, por un lado, una función económica, permitiendo satisfacer el deseo que originariamente fue reprimido, y, por el otro, simbólica, ya que representan de algún modo un conflicto que debe resolverse (Ibídem, 165). Se trata de dos aspectos complementarios: es precisamente represión del deseo lo que habilita su satisfacción parcial sintomática. Por eso Lacan, en su última enseñanza, subraya el hecho de que el síntoma freudiano no es meramente la forma en que se muestra un conflicto, sino «la manifestación de lo real en nuestro nivel de seres vivos» (Lacan 2005b, 92) o, dicho de otro modo, «la naturaleza propia de la realidad humana» (Chemana 1996, 413-414), el lugar donde acaece el sujeto como tal, «lo que mantiene unida “la cosa en sí”» (Žižek 2007, 189). Para remarcar esta conclusión, Lacan habla de «sinthome» en lugar de síntoma. El síntoma convierte una anomalía en el elemento que sostiene una totalidad, transformando «una agrupación dispersa en un sistema» (Žižek 2011, 142). Salva un contenido contingente haciéndolo funcionar, impidiendo que el sistema se cierre sobre sí mismo autodestruyéndose.

Síntoma y fetiche se refieren, de este modo, a dos aspectos distintos del paralaje zizekiano, algo que es claro en el concepto de religión que venimos manejando: como síntoma la religión es el «retorno de lo reprimido», el lamento de la criatura oprimida, la irrupción de modo invertido de las inconsistencias que resquebrajan el mundo en que habitamos y el sujeto que somos. Como fetiche, la religión es la elevación de un objeto a elemento que condensa eso insoportable, velándolo y haciéndolo soportable. Por eso, para Žižek «el síntoma es la excepción que agita la superficie de la falsa apariencia, el punto en el que emerge la otra escena reprimida, mientras que el fetiche es la personificación de la mentira que nos permite mantener la verdad insoportable» (Žižek 2004, 21-22). La religión tiene estos dos aspectos que no se excluyen, sino que uno es el envés del otro: es el mensaje cifrado sobre la situación real de una comunidad, la expresión doliente de las inconsistencias de lo social, su verdad y, al mismo tiempo, el elemento que anuda esa misma sociedad, su sustancia espiritual.

3. El fetichismo de la mercancía

La conexión entre el fetichismo de la mercancía y el nivel de lo religioso es algo que Marx destaca cuando señala que para comprender este concepto debemos «buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso» (Marx 1975, 89) en el que «los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres» (Ibídem). Por eso, de acuerdo con nuestro análisis de la religión, debemos pensar que la mercancía presenta la estructura de las relaciones sociales de la economía capitalista de forma alienada, no para ocultar estas relaciones, sino para posibilitarlas.

El fetichismo de la mercancía no oculta que detrás de ella hay todo un mundo de relaciones humanas, pues ésta no representa las relaciones humanas, sino que las encarna. Por eso la mercancía funciona independientemente de nuestras creencias. Ocurre, señala Žižek, como en la contestación que Bohr dio cuando le preguntaron si creía realmente que una herradura le daría suerte: «¡Desde luego que no, pero me han dicho que funciona incluso si uno no cree en ella!» (Žižek 2015, 56). Esta es la razón de que las relaciones sociales en el capitalismo sean relaciones entre cosas: funcionan independientemente de las conciencias de los sujetos a través de su conducta social. En una fábrica o una oficina, encontramos un mundo de hombres libres, con sus intereses y necesidades, que intercambian voluntariamente trabajo por salario y salario por mercancías. No hay nada misterioso tampoco en la mercancía considerada como un objeto de intercambio en el mercado, destinada a cubrir las necesidades humanas. Como afirma Žižek:

El fetichismo de la mercancía (nuestra creencia que las mercancías son objetos mágicos, dotados de un poder metafísico inherente) no está localizado en nuestra conciencia, en el modo en el que percibimos (erróneamente) la realidad, sino en la propia realidad social. [...] “Tal vez puedes creer que la mercancía se presenta como una simple encarnación de relaciones sociales (que el dinero, por ejemplo, es tan solo una especie de vale intercambiable por una porción del producto social), pero esta no es la forma en que te parece que son las cosas. En tu realidad social, por medio de tu participación en el intercambio social, eres testigo del hecho inquietante de que la mercancía aparece realmente ante ti como un objeto mágico dotado de poderes especiales (Žižek 2009a, 101-102).

La mercancía no nos engaña ni nos oculta nada, sino que muestra la verdad del sistema y a la vez lo sostiene. Lo que descubre el análisis marxiano es que en el capitalismo, aunque los hombres puedan ser pensados y experimentados como hombres libres, en realidad sus relaciones sociales están encarnadas en mercancías y en su intercambio, al margen de sus voluntades.

4. El fetichismo en Freud

Freud incluye el fetichismo como una de las perversiones sexuales que estudia en Tres ensayos de teoría sexual (1992, 109-224). Presenta el fetichismo como la condensación de dos actitudes contradictorias dentro de un mismo individuo, algo que conduce a una suerte de escisión del Yo (Laplanche-Pontalis 2004, 127). Por un lado, se trata de una actitud de renegación de un hecho traumático experimentado por el sujeto, y por el otro su aceptación aparente a través de la posesión del fetiche.

Freud descubre este fenómeno al observar la negación de la diferencia sexual por parte de algunos niños cuando comprueban la falta de pene en la madre, pues tal descubrimiento podría significar la posibilidad de su propia castración. El fetichista se constituye combinando dos posiciones irreconciliables (Freud 1976, 275-276): el niño acepta la experiencia traumática de la ausencia del pene en la madre, pero la compensa mediante el fetiche que, en un nivel inconsciente, sustituye la carencia. Así, el fetiche es «el signo del triunfo sobre la amenaza de castración y de la protección contra ella» (Freud 1986, 149), pues el sujeto sabe que hay una falta, que obvia en su vida cotidiana.

Más tarde Lacan le dará el nombre de «falo» al significante que nombra esa falta, haciendo explícito algo que solo estaba intuido en Freud, que el pene real sólo es un objeto que representa eso que en la madre no está. El falo es, de este modo, el significante de la ausencia, no de la falta del pene, sino la carencia de lo que imaginariamente haría nuestra experiencia completa, sin fisuras ni inconsistencias. No se trata de que el niño descubra que la madre está castrada en lo real, sino de que el sujeto encuentra que de parte del Otro no va a obtener una respuesta respecto a su propia posición. Si para Freud el fetiche es el objeto que se pone en lugar del pene faltante de la madre, el falo es el significante de la falta o inconsistencia de la realidad simbólica en la que un sujeto se inserta para ser sujeto. Es decir, «aquello que hay que tragarse, incorporar y volver propio, es el trago amargo de la castración en el Otro» (Cancina 2012, 142), el hecho de que el Otro, la realidad simbólica, la ley paterna, realmente no dispone de la respuesta para el interrogante que es el sujeto para sí mismo: ¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Qué debo hacer? ¿Qué lugar me corresponde? ¿Qué me falta? Aquello con lo que el sujeto debe lidiar no es la amenaza de castración de un órgano, sino la experiencia tan humana de la falta en el ser, y el fetichismo es, básicamente, una defensa contra esta experiencia.

Para Lacan, el fetiche supone un objeto imaginario que sustituye la falta, un velo que oculta que no hay nada detrás, solo la ausencia de respuesta. El velo restablece un objeto imaginario «que convierte a la falta en una figura, el fetiche» (Lacan 1994, 167). Es en este espacio velado «donde el fetiche dibuja lo que falta más allá del objeto» (Ibídem), por lo que sin velo no se podría instaurar un fetiche: solo «Sobre el velo puede imaginarse [...] la relación con un más allá, fundamental en toda instauración de la relación simbólica» (Ibídem, 159). A este concepto, el «fetiche», Lacan se referirá en ocasiones como «significante amo», el punto de sostén que permite la reproducción de todo un mundo espiritual y del sujeto mismo, y afirma: «El fetiche es un Denkmal» (Ibídem, 158), un monumento, un objeto de veneración de todo un mundo espiritual. Esto le lleva a preguntarse: «¿por qué el dominio de esta relación ilusoria se convierte en un constituyente esencial, necesario, de su relación con el objeto? Esta es la cuestión planteada por el fetichismo» (Ibídem, 160).

Conviene destacar, de nuevo, que el engaño no está en que tomemos una cosa por lo que no es, sino en la aceptación plena del vacío en el otro. De ahí la doble actitud del fetichista: sabe, pero actúa como si no supiera. Se trata de una relación ambigua con el objeto, una «ilusión sostenida y adorada, se vive al mismo tiempo en un frágil equilibrio siempre a merced de que el telón se derrumbe o se alce. Esto es lo que está en juego en la relación del fetichista con su objeto» (Ibídem, 158). Podríamos añadir que el fetichista «hace un ídolo, de su sentimiento de esa nada que hay más allá del objeto del amor» (Ibídem, 157). Por eso, Lacan irá viendo en el transcurso del desarrollo de su pensamiento que el falo, como significante de la falta, en un nivel imaginario y sin embargo real, hay que pensarlo como un objeto que se coloca en el lugar de lo que falta, es decir, un fetiche: el denominado objeto-a. El fetiche, de este modo, está siempre en el lugar de otra cosa, no se desea por sí mismo, sino porque apunta a un más allá de él. Lacan escribe: «¿Qué es lo que desea? No es el zapatito, ni el seno, ni ninguna otra cosa en la que encarnen ustedes el fetiche. El fetiche causa el deseo… el fetiche es la condición en que sostiene su deseo» (Lacan 2006, 116).

Estos conceptos, falo, objeto-a y fetiche, no siendo lo mismo y procediendo de diferentes ámbitos (simbólico, real e imaginario respectivamente) apuntalan y apuntan a lo mismo: la inconsistencia y fragilidad de la existencia humana. Mientras que el falo da nombre a la ausencia, el objeto-a es la cosa que siempre se nos resiste y el fetiche es lo que impide este encuentro. Enrique López lo expresa claramente:

[...] el sujeto perverso no pone al fetiche exactamente como sustituto del falo, sino que lo hace siempre a través de un velo o cortina en donde se proyecta la posibilidad de encontrarse imaginariamente con él, la cortina viene a ser como la envoltura del fetiche. El fetiche es la representación del objeto que se busca, pero que no se encuentra, no hay falo, lo sabe bien el perverso, pero aún así, vale la pena defenderse con la idea de que hay algo. En este momento de su enseñanza Lacan no habla de objeto-a, pero muy bien podríamos considerar que el fetiche del perverso correspondería a lo que un poco más tarde llamaría “objeto pequeño a, causa del deseo” (López 2013, 96-97).

De este modo, el fetiche, como una «criatura de la imaginación» (Lacan y Granoff 1987, 22), coincide con eso que Marx llamaba «fantasmagoría» refiriéndose a la mercancía, un objeto al que el sujeto se aferra para evitar oponer resistencia al desarrollo de la sustancia social, «la personificación de la mentira que nos permite mantener la verdad insoportable» (Žižek 2004, 22). Por eso, señala Žižek, cuando nos encontramos con una persona reconciliada con su propia realidad deberíamos preguntar: «¿dónde está el fetiche que te permite aceptar (o fingir que aceptas) la realidad tal como es?» (Ibídem).

5. Fetichismo y lucha de clases

Como hemos visto, hay otra forma de pensar el hecho religioso: como el retorno sintomático de lo reprimido, la irrupción de la fractura social en lo real. Esta incursión del antagonismo ocurre a través de las inconsistencias de la vida social, lo que lleva a Žižek a pensar la violencia y la lucha de clases como el lugar de este antagonismo.

El concepto de la lucha de clases en Marx debe comprenderse desde la perspectiva del cambio social y la filosofía de la historia. También Žižek lo utiliza en este sentido, pues su pretensión es pensar la posibilidad de que la estructura sociosimbólica que sostiene el orden social sea alterada dando paso a nuevas formas de organización, más allá del capitalismo. Sin embargo, Žižek rechaza la interpretación tradicional del materialismo histórico basada en una concepción determinista del cambio social, a la que se refiere, siguiendo a Lacan, como «perspectiva del juicio final» (Lacan 2007, 350-351). Tampoco acepta la teoría del acontecimiento propuesta por Badiou, que entiende el cambio como una suerte de irrupción divina que debemos esperar. Žižek piensa el cambio social desde un materialismo que, sin embargo, contenga los escenarios de una constante apertura a lo nuevo.

La cuestión aquí es pensar cómo y por qué se pasa de unos modos de producción a otros. Desde la teoría clásica del materialismo histórico se concede prioridad al desarrollo de las fuerzas productivas y al conflicto que produce tal desarrollo, forzando un cambio social. En las formas fuertes de este materialismo se considera que se trata de un cambio necesario en la dirección del establecimiento de una nueva clase hegemónica que no obstaculice este desarrollo. En versiones más débiles de este materialismo, el desarrollo de las fuerzas productivas sólo abre un horizonte de posibilidades que se decide finalmente en el proceso político de la lucha de clases. Para Žižek habría que revisar esta descripción del marxismo desde una visión de paralaje que nos permita comprender que lo que, inicialmente parece ser el obstáculo a superar, es la solución al problema. En ambas versiones del cambio, se parte de la idea de que hay una inconsistencia en lo social que debe ser resuelta, ya sea mediante el desarrollo de las fuerzas productivas o ya sea mediante la lucha política. Las dos posiciones funcionan desde una perspectiva de juicio final: se toma la distorsión de lo social como una externalidad que se opone al pleno desarrollo de las fuerzas productivas, impidiendo la construcción de una sociedad política más justa, por lo que el problema está en eliminar lo que produce la distorsión. El punto aquí, según Žižek, está en caer en la cuenta de que la distorsión no es una mera externalidad contingente, sino principalmente el soporte real de lo social. Dicho de otro modo: podemos pensar que una sociedad, un grupo de personas que tratan de organizar juntos la vida colectiva, no es más que el intento de superación de las dificultades por las cuales resulta imposible esa vida colectiva. No se trata de que diferentes agentes o fuerzas sociales se encuentren implicados en una lucha, sino de que es la propia lucha lo que constituye a esos mismos agentes (Žižek 2012, 214). En otras palabras: «la lucha de clases no es un enfrentamiento entre grupos sociales preexistentes, sino el nombre de un antagonismo social en reacción con el cual emerge toda posición de clase» (Žižek 2020b, 248-249). Para Žižek, la «lucha de clases» no es, por tanto, un concepto sociológico, sino ontológico. Nombra el elemento constitutivo de toda sociedad en tanto que su propia disonancia interna, la diferencia mínima que establece el marco en que las diferentes partes de lo social emergen. Por eso, Žižek no cree en sociedades reconciliadas pues toda reconciliación está destinada al fracaso, pues ningún orden social puede contener la negatividad abstracta universal (véase Žižek 2020a, 60).

Esta concepción está ya descrita en la Fenomenología, donde la lucha entre el señor y el siervo se muestra como una dialéctica en la que es la lucha la que define los términos de lo que significa esa dominación, y hace surgir la posición tanto del amo como del esclavo. Esto quiere decir que la lucha de clases no es algo que haya ocurrido o que ocurra efectivamente como el enfrentamiento de dos grupos distintos, sino el «operador de desplazamiento» (Žižek 2011, 238), el antagonismo que sobredetermina todos los conflictos (Žižek 2016, 71) y que constituye el elemento traumático que impide la constitución de lo social como un sistema consistente y armónico. No se trata de una guerra de posiciones (la lucha obrera, el activismo feminista, la lucha indigenista, etc.), sino de la distorsión que las explica y que nos permite ver por qué pueden expresarse mediante sucedáneos fetichistas como el racismo o el feminismo liberal: «es la constelación específica de la propia lucha de clases lo que explica por qué las clases altas se apropiaron de la lucha feminista. Lo mismo se puede decir del racismo: es la dinámica de la propia lucha de clases lo que explica por qué el racismo es tan potente entre los trabajadores blancos de las clases bajas» (Žižek 2016, 71). No existe una descripción neutral de la sociedad que nos permita tomarla como algo consistente y plenamente funcional, sólo podemos concebirla en el interior de un antagonismo. Por esto mismo todo conflicto social es, de algún modo, expresión de la lucha de clases. El problema es que, mientras que algunos de ellos muestran la imposibilidad intrínseca de toda sociedad haciendo tambalear sus cimientos, sus sucedáneos fetichistas lo encubren haciendo admisible una posición inconsistente y doliente. Esta idea nos permite, por ejemplo, pensar qué hacer frente al actual crecimiento a nivel mundial de la llamada «nueva ultraderecha». La estrategia que sigue la izquierda viene a ser un intento de «diabolización» de una ultraderecha que ha logrado presentarse a sí misma como una opción aceptable dentro de la democracia. Desde la perspectiva zizekiana, este intento de resignificación como los mismos fascistas de siempre pasa por construir un fetiche que nuevamente oculte el antagonismo social «localizando la culpa en un agente exterior a nuestro espacio democrático» (Žižek 2021, 105). En cambio, lo que deberíamos hacer es pensar, liberados de fetiches, las razones por las que la clase obrera encuentra refugio en estos partidos nacionalistas.

Por todo esto, la idea de que hay un enfrentamiento entre dos partes que debe ser resuelta mediante una superación satisfactoria es, para Žižek, una fantasía fetichista. Toda fantasía tiene una estructura bipolar: por una parte lo que hegelianamente podríamos llamar el momento abstracto, la consideración del objeto como completo y consistente. Y en segundo lugar lo que llamaríamos el polo negativo, el elemento incómodo que niega o desmiente la posición de partida. Estamos capturados por un fetiche cuando pensamos que el problema tiene una resolución y no caemos en la cuenta de que el conflicto mismo es ya su resolución. Lo que oculta la fantasía ideológica es el operador de distorsión, pensando ambos lados como independientes. Žižek pretende que nos demos cuenta del cambio de paralaje que supone el tercer momento, el momento especulativo. Este paso no hace desaparecer la tensión, sino que, por el contrario, elimina la unilateralidad de los extremos destacando la tensión entre ambos y comprendiendo que los extremos no son más que un corte abstracto y parcial de la propia torsión. Por eso, la completa eliminación de la lucha de clases significa también la desaparición de la sociedad, dado que es la tensión entre las diferentes posiciones lo que la sostiene. Aquí hay que comprender la idea de Jameson de que hoy en día es más fácil imaginar el final de la sociedad que el final del capitalismo, pues las fantasías ideológicas de los dos últimos siglos, han adoptado la forma de una sociedad sin antagonismos que sólo puede ser pensada desde su aniquilación.

Podríamos pensar la sociedad como la relación establecida entre ciertos elementos, los individuos, las clases, los grupos de poder, y cómo estos, a través de su interacción, van construyendo lenguajes, valores, instituciones, sistemas de producción, etc. El problema aquí, entonces, estaría en explicar por qué, pese a todo, hay tensiones capaces de romper estas interacciones y no más bien un continuo fluido de fuerzas que actúan unas sobre otras. Una ontología formada por puntos y vectores, por cuerpos y fuerzas, por individuos y tensiones, tiene el problema de explicar por qué no simplemente ocurre que los sujetos se perciban al margen de las clases, como integrantes de una gran estructura de producción donde cada uno es igualmente importante. La cuestión es, por tanto, la de pensar el mal o el sufrimiento, la distorsión, la tensión que hasta hoy ha atravesado la completa historia humana. Lo que Žižek nos invita a pensar es que la lucha de clases no es sin más el obstáculo que impide la reconciliación de la sociedad ni el vehículo para su totalización, sino más bien el elemento que la sostiene a través de su tensión dialéctica. Para Žižek adoptamos una postura fetichista cuando consideramos que hay una dimensión faltante que vendría a completar la sociedad, una posibilidad de estabilizar todos sus elementos discordantes. Por el contrario, una posición desfetichizada parte de la consideración de que aquello con lo que tratamos es ya, en sí misma, completa en su no totalización o, como ha señalado Elena Nájera, «el sujeto no está esencialmente ligado a ninguno de sus predicados y esta incompletud es la que le puede permitir improvisar otros atributos que propicien nuevas relaciones con la realidad» (Nájera ٢٠١٨, ٣٣٠). Es esa incompletud/ inconsistencia, pensada como síntoma social, lo que Žižek llama lucha de clases.

6. Dialéctica y lucha de clases

Desde esta perspectiva resulta claro que no podemos plantear una «superación dialéctica» de la lucha de clases en los términos tradicionales. De lo que se trata más bien es de imaginar formas de relacionarse con el antagonismo social, al que Žižek se refiere como «lo monstruoso» (Žižek 2007, 65), que no conduzca a posiciones despolitizadas, sino que mantengan abierta la posibilidad de un cambio social y político. La pretensión de Žižek es la de horadar el trabajo incesante del fetichismo, provocando el encuentro traumático con lo real de la lucha de clases, encuentro que él espera que funcione como el motor de una reconfiguración de lo social. Sin embargo, aquí y en otras ocasiones parece que Žižek apuntara hacia la necesidad de un acto de fe, puesto que su obra no ofrece una aproximación especialmente optimista de los potenciales efectos beneficiosos de tal encuentro. Su argumento habría que buscarlo en la dinámica interna del propio sujeto, confiando en que sean sus mismas estructuras las que reaccionen contra el hecho casi inevitable de la explotación, aunque ésta finalmente sea una posición fracasada. La postura aquí es más la de un psicoanalista que la de un revolucionario marxista, pues de lo que se trata es de un salto al vacío con la esperanza de una recomposición en la caída, ejercer como «provocación» que obligue a hacerse responsable de una situación (Castro Gómez 2015, 119). Žižek traspone esta idea al ámbito social y considera que el objetivo es el mismo, la confrontación con lo traumático, dejar de girar alrededor de objetos-fetiche que eviten el encuentro, con el fin de producir un cortocircuito.

Por esto, la superación dialéctica no consiste, para Žižek, en esa reconciliación panlogicista a la que se ha acusado innumerables veces a Hegel, sino todo lo contrario: se trata de la afirmación de la posición de un sujeto/colectivo incómodo, beligerante, que no se aferra a fetiches y que de algún modo tiene la necesidad de saltar hacia adelante porque ya no tiene nada que perder. Esta es la razón de que Žižek ponga el énfasis en la negatividad dialéctica por encima del momento de superación y reconciliación. Para él, la síntesis no elimina la negatividad, sino que «la radicaliza hasta tal punto que ya no aparece como una negación» (Kotsko 2008, 9). Esta reafirmación de la negación, la negación de la negación, supone una quiebra total que nos obliga a recomponernos del golpe a toda costa. Por eso señala que «el caso ejemplar del sujeto postanalítico no es la figura dudosa del “sabio” sino la de Edipo en Colono, ¡la de un anciano rencoroso que exige todo y no quiere renunciar a nada!» (Žižek 2013, 136). El momento negativo es el momento de destrucción de toda posición, el momento en que el la negatividad aparece mostrando cómo la propia posición es imposible. El momento especulativo consiste en transformar esta negatividad en una posición positiva, el lacaniano «no hay relación sexual» en un «hay una ausencia de relación que funciona como vínculo».

Es en este contexto cómo hay que interpretar la crítica de Žižek a la Tesis XI sobre Feuerbach. En una entrevista que Darío Prieto le hizo en el diario El mundo, Žižek afirma provocativamente:

Ah, la estúpida ‘Tesis XI’ de Marx: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Creo que hoy Marx diría: “En el siglo XX intentamos cambiar el mundo con demasiado afán. Ahora deberíamos echarnos atrás e interpretarlo más”. Lo cual es verdad. No sabemos por dónde pisamos. (2018)

Conviene que pensemos esta «inversión» de Marx de acuerdo a un comentario del filósofo chileno Ricardo Espinoza. En la línea de Žižek, Espinoza rechaza la interpretación panlogicista de Hegel cuya génesis sitúa en la conferencia que Schelling dictó el 15 de noviembre de 1841, al tomar posesión de la cátedra ocupada anteriormente por Hegel. En esta conferencia asistía como público la práctica totalidad de la intelectualidad alemana del momento, incluido Engels (Véase Duque 1998, 253) y en ella Schelling presentó un Hegel abstracto y unilateral. Según Espinoza, sin esta interpretación, que a través Feuerbach influyó decisivamente en la izquierda hegeliana, no habría sido necesaria la inversión que Marx hizo de Hegel, pues no habría hecho falta reemplazar la idea hegeliana por la praxis marxista, dado que para Hegel «el concepto es la praxis misma en tanto idea» (Espinoza 2016, 204). Por eso Žižek puede decir que «Hegel es más materialista que Marx» (Žižek 2015, 502) y Espinoza considera tal inversión como un retorno al materialismo hegeliano. Esto tiene que ver con algo que el filósofo chileno no deja de destacar en su libro: que el concepto, la idea hegeliana, que «no tienen nada que ver con una representación de la mente humana [...] es lo más concreto que hay [pues] expresa la realidad en todos sus pliegues» (Espinoza 2016, 305). Se comprende así que la demanda zizekiana de invertir la Tesis XI de Marx es una estricta operación hegeliana. No se trata, entonces, de pararnos y pensar antes de actuar, sino de comprender que el pensamiento es ya la brecha presente en el propio tejido de la realidad y que no puede ejercerse de otro modo que como praxis. Así hay que entender la demanda zizekiana de que deberíamos abandonar esa obsesión compulsiva por cambiar el mundo que opera desde una posición fetichista, propia de gran parte del pensamiento de izquierdas, y centrarnos en la teoría, intentando comprender el funcionamiento del capitalismo tal como hizo Marx.

Esta llamada a comprender el mundo, en lugar de seguir participando en el enloquecido movimiento de su reproducción, es precisamente lo que entendemos aquí por «superación dialéctica», un cambio de perspectiva al que nos hemos referido ya como «cambio de paralaje». No se trata de un retiro del mundo al modo del alma bella, sino de la idea según la cual es precisamente la comprensión lo que nos incluye en el mundo como la clase paradójica de la que habla Milner (1999, 112-118) y que coincide con el universal concreto hegeliano. Por eso la dialéctica no es una mera abstracción, como suele presentarla la crítica marxista, un refugio en una jaula de oro de conceptos, sino que consiste en el mantenimiento de la lucha de clases como el antagonismo social, un trauma que se evidencia a través de nuestro intento de comprensión siempre fallido. Cuando caemos en la cuenta de que la pretensión de encajar en las designaciones abstractas que categorizan lo real evidencia el fracaso de nuestra inclusión, fracaso que debe ser compensado con fantasías fetichistas, es cuando se inscribe simbólicamente el propio antagonismo generando así una nueva imaginación política.

Todo esto nos permite comprender mejor el interés de Žižek por pensar más profundamente la religión, especialmente en sus obras de las últimas dos décadas. El hecho religioso, como hemos visto, presenta esta doble cara que se sostiene sobre una tensión dialéctica entre el fetichismo y la lucha de clases, la religión como ideología y como lamento, una tensión irresoluble, pues su resolución equivaldría a la elección por uno de los dos polos, o lo que es lo mismo, la naturalización de una posición. Se trata justamente de lo contrario: mantenernos atentos a las distorsiones que generan nuestros fetiches, no olvidándolas o dejándolas de lado, justamente para reconocer que es esta tensión dialéctica lo que «desencadena el desarrollo de la cosa. Como Hegel repite a menudo, nada se ajusta completamente a su concepto (inherente), y esta discordia (“autocontradicción”) es el motor de la dialéctica» (Žižek 2009b, 247). En otras palabras, se trata de recorrer profundamente los entresijos de lo que ya estamos siendo, en lugar de embarcarnos en un activismo compulsivo sostenido en fantasías de perspectiva de juicio final, o refugiarnos en la aceptación espiritualista y fetichista de la identidad que somos, al modo New Age. Esta propuesta zizekiana, finalmente, corresponde con la experiencia de lo que Joseph Carew ha llamado, una «catástrofe ontológica» (2014, 283-315), dado que recorrer los límites de la propia posición también coincide con el fracaso inevitable de este «lugar».

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