Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 86 (2022)

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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VALLEJO, I. (2019). El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo. Madrid: Siruela.

 

 

La autora y el libro

 

El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo es un ensayo de Irene Vallejo publicado en septiembre de 2019 donde se narra la historia de aquellos fascinantes artefactos que han sobrevivido al paso de los siglos, los materiales y las culturas, pero siempre fiel a su propósito, que en palabras de Borges —citadas por la misma autora— es el de ser “extensión de la memoria y de la imaginación” (p. 126): los libros.

Irene Vallejo es una escritora española, doctorada en Filología por las universidades de Zaragoza y Florencia. De su obra literaria se destacan novelas como La luz sepultada (2011) y El silbido del aquero (2015), ensayos y libros infantiles. Escribe también artículos periodísticos y colabora con los diarios Heraldo de Aragón y con El país semanal; y lleva a cabo una continua labor de divulgación del mundo clásico a través de conferencias y cursos. En 2020 fue galardonada con el Premio Nacional de Ensayo, modalidad del Premio Nacional de Literatura de España, por El infinito en un junco.

Este es un libro acerca de la invención de los libros, es decir, acerca de su historia, y con ella, sus sentidos, su importancia, sus batallas y sus problemáticas. Vallejo, de un modo atrapante, va entretejiendo con su narración la historia política, social, religiosa, filosófica y poética de los libros. El ensayo abarca casi treinta siglos de historia, y propone la invención del libro como la historia de una guerra contra el tiempo “para mejorar los aspectos tangibles y prácticos —la duración, el precio, la resistencia, la ligereza— del soporte físico de los textos” (p. 76). A lo largo del tiempo, los libros fueron de humo, de piedra, de arcilla, de juncos de papiro, de seda, de piel de animales (es decir, de pergamino), de árboles, y, finalmente, los que nos acompañan hoy en día, lo más nuevos: de plástico y luz. Así, hemos variado la forma de tomarlos, de leerlos, de almacenarlos, de catalogarlos. Pero el libro, nos asegura la autora, permanece gracias a su simpleza, porque en esencia ha sido diseñado con perfección desde el principio, como una cuchara, un martillo o una silla.

Con un total de 449 páginas, El infinito en un junco se divide en dos grandes partes: I. Grecia imagina el futuro, y II. Los caminos de Roma. Estas partes son antecedidas por un Prólogo de ocho páginas que comienza con el relato de unos misteriosos hombres a caballo recorriendo los caminos de Grecia, allí cuando no existían aún mapas de regiones extensas, enviados a cumplir las órdenes del rey de Egipto: buscar libros; reunir las obras, todas las posibles, de todos los autores y de todos los tiempos. De esta forma, avecinando una prosa aventurera e interesantísima, Vallejo nos da la bienvenida a la historia de los cimientos de nuestro mundo.

En las partes I y II recorremos el camino histórico desde Alejandro hasta Google y Kindle, siempre en torno al libro, salpicando de tanto en tanto alguna anécdota pertinente de la vida de la propia autora. Al final, un breve pero poderoso Epílogo le da lugar y reconocimiento a “los olvidados y las anónimas” (p. 399). Allí, para terminar, otro relato a caballos; pero esta vez los jinetes son mujeres, y no van a robar libros, sino a ofrecerlos. Las bibliotecarias hípicas del Works Progress Administration (Estados Unidos, 1935-1943) representan, además de a ellas mismas, a todas esas otras personas anónimas que en la historia de los libros lucharon por la transmisión, la perduración y el futuro. La autora las saca del anonimato y el olvido nombrándolas: “narradoras orales, inventores, escribas, iluminadores, bibliotecarias, traductores, libreras, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, viajeros, monjas, esclavos, aventureras, impresores, lectores” (p. 402).

Al final leemos los Agradecimientos, las Notas, la Bibliografía y un Índice onomástico. En cuanto a las notas, el ensayo no tiene ninguna referencia gráfica a ellas, lo cual vuelve más cómoda la lectura, sino que en el apartado correspondiente al final, las hallamos todas organizadas en cuatro secciones (Prólogo, I. Grecia, II. Roma —estas últimas dos divididas según los capítulos— y Epílogo). Las notas son solo bibliográficas, y entre paréntesis junto a cada referencia encontramos un breve comentario de la autora que remite a la parte del libro en cuestión (por ejemplo: “falsificaciones” o “Alejandro declara en un decreto que considera suya toda la tierra”, pp. 405-406). No hay notas donde la autora desarrolle marginalmente alguna idea o profundice alguna discusión. Esto lo hallamos todo oportunamente tratado en el texto propiamente dicho.

 

De Grecia a Roma

 

En la primera parte del ensayo —Grecia imagina el futuro— se nos relatan las conquistas de Alejandro, impulsado por la inspiración que en él despertaba su siempre compañera Ilíada. La autora imagina que la idea de crear una biblioteca universal nació en la mente de Alejandro: “El plan tiene las dimensiones de su ambición, lleva la impronta de su sed de totalidad” (p. 40). Desde allí, transitamos variados escenarios: la influencia de Aristóteles y su legado escrito, el reinado de Ptolomeo, los palacios de Cleopatra, el crimen de Hipatia, el comienzo de la literatura “difícil” con Heráclito, los primeros soportes físicos del libro, las primeras bibliotecas, los primeros catálogos.

En esta parte se nos narra también lo desconocido de la biblioteca más conocida del mundo. No sabemos con exactitud, pues, cómo lucía y cómo se organizaba la Biblioteca de Alejandría. En realidad, tenemos información más precisa sobre el Museo de Ptolomeo, aquel recinto sagrado que hacía honor a las musas, hijas de la Memoria y diosas de la inspiración. La autora explica que este museo era una primitiva versión de nuestros actuales centros de investigación, y así estaba siempre concurrido de los mejores poetas, científicos y filósofos de la época. Probablemente entre esta atmósfera de reflexión y movimiento, los libros no estaban en salas bellamente diseñadas como en actualidad, sino más bien en algunos estantes dispersos por el espacio común.

Poco a poco, sin embargo, estos lugares asilados se fueron volviendo cada vez más colectivos, a medida que crecía el hambre de aprender, y así es que hacia el siglo V a. C. tenemos registro de las primeras escuelas (p. ١٣١), donde cada vez más jóvenes se reunían ansiosos por saber. Quienes estaban a cargo de la enseñanza organizaban y utilizaban diversos textos, pero fueron los filósofos los que, en su afán amoroso por el conocimiento, comenzaron a acumular libros. Como señala la autora, la Academia de Platón tuvo sin duda una biblioteca propia, pero fue Aristóteles el primero en “coleccionar” libros (p. 143).

Mientras avanzaba la época helenista, la paideía griega (traducida luego al latín por los romanos como humanitas) fue cobrando cada vez más fuerza. Y junto con la fuerza de la educación, se fortalecieron también los libros. Desde los más cercanos parientes y amigos, los libros comenzaron a circular cada vez más lejos de su autor, y a llegar a lugares y personas lejanos y desconocidos. Ya en Roma, el teatro, copiado de Grecia, ayudaba a las multitudes a comprender la nueva realidad que se estaba transformando (en todos sus aspectos). Los romanos poderosos, por ejemplo, consideraban el ocio intelectual como uno de los privilegios más valorados. En esta atmósfera se desarrolla la filosofía de Séneca, cuyo concepto de “ocio” es conocido por referir no a un tiempo dedicado a la holgazanería, sino más bien, precisamente, a la búsqueda y la estimulación de la sabiduría. Pero también, los libros se volvieron físicamente más resistentes. En la Roma antigua comenzó, a la par de las anteriores versiones, la encuadernación de los códices, con lo cual los libros comenzaron a parecerse más a los que conocemos hoy en día. Allí también —en Roma—, esquivando las llamas que otrora dejó solo tristes “mariposas negras” (cenizas de los libros quemados), los libros encontraron refugio en los monasterios, con sus escuelas y bibliotecas. Cada abadía, sugiere Vallejo, “alberga un destello del Museo de Alejandría” (p. 392).

Entre todas las batallas políticas y la más letal, la del tiempo, así ha sobrevivido por milenios el libro. De Grecia a Roma, el libro ha superado todas las pruebas para dilatar su existencia. Esto, a la autora, le inspira un profundo respeto (p. 317). Y cómo no. Con su ensayo respiramos de alivio al ver resucitada la Academia en las primeras universidades en Bolonia y Oxford, allí donde otra vez se buscan las palabras de los clásicos, y se abren las puertas a la lectura y al pensamiento. Y el libro vuelve a sobrevivir. Imagina la autora, si el poeta Marcial pudiera hacerse de una máquina del tiempo y visitara una tarde su hogar, encontraría pocos objetos conocidos; se espantaría con el ascensor, el microondas, la radio y el pintalabios. Pero no con los libros. Entre sus libros se sentiría cómodo. “Sentiría alivio —algo queda de su mundo entre nosotros—” (p. 316).

 

Memoria y Olvido

 

Hay un tema que, podemos pensar, atraviesa el ensayo de comienzo a fin, erigiéndose como problemática inherente a la historia del libro. Este es el de la memoria y el olvido. La autora nos narra y explica las dificultades que en la antigüedad implicó el pasaje de la oralidad a la escritura. Muchas personas (al menos, con seguridad, los rapsodas) conocían de memoria los versos de Homero. La poesía era en principio oral, musical, compartida siempre en voz alta. En voz alta se desarrollaba también la filosofía. Para esta última, la época en la cual se abre paso la palabra escrita significa un momento de grandes preguntas y reflexiones. Vallejo manifiesta, por ejemplo, cómo Sócrates y sus contemporáneos eran todavía hijos de la palabra oral, aquella herramienta divina y liviana que no se volvería hábito tangible hasta los tiempos de Aristóteles (p. 124). Para Sócrates, los libros servían de ayuda a la memoria, pero la verdadera filosofía ocurría en la discusión oral y en las acciones de todos los días. Por eso no dejó su filosofía por escrito, y solo la conocemos en voz de otros filósofos, principalmente, Platón. Lo irónico de Platón es que mantuvo la crítica a los caracteres escritos, pero se encargó deliberadamente de dejar asentada esta crítica en sus textos.

A propósito de esta discusión, Vallejo traduce un pasaje del diálogo platónico Fedro donde el personaje Sócrates le narra a Fedro un mito en el cual el dios Theuth le asegura al rey egipcio Thamus haber conseguido con la escritura un remedio para la memoria y la sabiduría. Pero Thamus, poco convencido, cree que, contrariamente, las palabras escritas causarán olvido en las almas, porque el recuerdo de las cosas llegará externamente, y no desde dentro de los individuos; entonces, la escritura no sería más que un mero recordatorio, apariencia de sabiduría, pero nunca la verdad. Fedro queda encantado con el mito, y Sócrates aprovecha entonces para afirmar su propia opinión (la de Platón): la escritura —dice— es en este sentido como la pintura: sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida, pero si se les pregunta algo, no tienen para responder más que el silencio. Estas palabras plasmadas son indefensas sin ayuda de su padre, el escritor, y además, pueden llegar a cualquiera y cualquiera puede juzgarlas justa o injustamente. Este argumento critica las palabras escritas por no conservar nada de la oralidad, dinámica y latente, y apuntar en cambio siempre a lo mismo.

Vallejo, un poco enojada con Platón por algunas de sus drásticas afirmaciones —como esta acerca de las palabras escritas— hace suya la discusión inscribiéndola en la historia del libro. Y se pregunta: entre todos los datos y la información que nos rodean hoy en día (una cantidad que tiende al infinito): ¿dónde queda el saber? (p. 125). Este es, en esencia, el mismo problema que se gestaba en la época del Sócrates histórico y que Platón discute en su filosofía. Pero en el diálogo Fedro, Platón hace seguir reflexionando a Sócrates: cuando alguien, sugiere, se toma con seriedad el asunto, y hace uso de la dialéctica, puede plantar y sembrar palabras con fundamento, y estas no son estériles sino portadoras de simientes, de las que surgen otras palabras, y esta es una excelente ocupación para el hombre. Finalmente, Platón no es tan drástico, siempre y cuando la escritura mantenga viva el diálogo que sembrará una semilla inmortal en cada individuo. Más amiga de Platón en este sentido, Vallejo concluye que aunque las letras pudieran ser solo signos fantasmales, los lectores le insuflan vida (p. 127). Es decir, que aunque la palabra escrita no pueda contestar, el lector puede, quizás de alguna manera algo mágica, dialogar con ella, problematizarla, compartirla, difundirla y criticarla. Es por eso que es importante disponer de todos los libros (“los mejores, los peores, los ambiguos, los problemáticos, los de doble filo”), sin censura ni amputaciones; porque esto, nos asegura la autora, es bueno para pensar, y nos provee de la libertad de elegir (p. 396). En definitiva, y contrariamente a como pensaba el rey Thamus en el mito, Vallejo cree que “Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido” (p. 397).

 

 

Abril Sain

(Universidad de Buenos Aires)