Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 91 (2024), pp. 85-100
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.478471
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¿Una oración común a las tres grandes religiones? Diálogo leibniziano apócrifo en dos escenas y un prólogo*
A prayer common to the three great religions? Apocryphal Leibnizian dialogue in two scenes and a prologue
Recibido: 28/04/2021. Aceptado: 30/10/2021.
* Trabajo llevado a cabo en el marco del proyecto “Leibniz: Obras filosóficas y científicas” (PGC 2018-094692-B-I00) financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.
** Catedrático del Departamento de Lógica y Filosofía Teórica de la Universidad Complutense de Madrid. Correo electrónico: rrovira@ucm.es. Líneas de investigación: metafísica, filosofía de la religión, filosofía moderna (Leibniz, Kant). Publicaciones recientes: Rovira, R., 2021, Kant, crítico de Aristóteles, Madrid, Tecnos; Rovira, R., 2021, Kant y el cristianismo, Barcelona, Herder.
Resumen. G. E. Guhrauer, uno de los primeros biógrafos de Leibniz, atribuyó erróneamente al filósofo de Hannover la composición de una oración que podría rezar todo el que reconoce la existencia de un Dios único, sea cual sea su religión. La oración, expuesta en una reunión en casa de Antoine Arnauld, fue desaprobada por el filósofo francés. Investigaciones posteriores demostraron que la oración la compuso en realidad el Landgrave von Hessen-Rheinfels. Sobre la base de estos datos históricos, y apoyándose en pasajes de las obras de los citados autores, en el presente artículo se construye un diálogo ficticio –un «diálogo leibniziano apócrifo»– entre el Landgrave von Hessen-Rheinfels, Arnauld y Leibniz, que puede contribuir al planteamiento más riguroso de algunos de los problemas que presenta el hoy llamado «diálogo interreligioso».
Palabras clave: Dios único, religión natural, revelación, diálogo interreligioso.
Abstract. G. E. Guhrauer, one of the earliest biographers of Leibniz, mistakenly attributed to the philosopher of Hannover the composition of a prayer that could be recited by anyone who acknowledges the existence of a unique God, whatever the religion professed. The prayer, presented in a meeting in Antoine Arnauld’s home, was frowned upon by the French philosopher. Later research showed that the prayer was actually composed by the Landgrave von Hessen-Rheinfels. On the basis on these historical data, and relying on passages from works of the aforementioned authors, in this paper a fictitious dialogue –an «apocryphal Leibnizian dialogue»– is built up between the Landgrave von Hessen-Rheinfels, Arnauld and Leibniz, which may contribute to a more rigorous approach to some of the problems posed by what is now called «interreligious dialogue».
Keywords: Unique God, natural religion, revelation, interreligious dialogue.
1. Prólogo
En su biografía de Leibniz, publicada en 1846, Gottschalk Eduard Guhrauer refiere esta anécdota (Guhrauer 1846, I 118-119). Hallábase Leibniz alrededor de 1670 en París, en casa del célebre filósofo y teólogo, y destacado jansenista, Antoine Arnauld, en docta reunión. Asistían también a ella Pierre Nicole, otro famoso seguidor de Jansenio, y Saint-Amand. En un determinado momento, Leibniz propuso a la consideración de los reunidos una oración, dirigida al «Dios único, eterno y todopoderoso», que, según él, podría rezar no solo todo cristiano, sino también todo judío y todo musulmán, o mahometano, según la denominación usual en aquella época. Apenas terminó Leibniz de recitar la oración, Arnauld saltó de su silla y expresó vehementemente su disconformidad, alegando que una plegaria semejante no era digna de un cristiano. Sorprendido por la apasionada protesta de su anfitrión, Leibniz conservó, sin embargo, la presencia de ánimo y aun encontró buenas razones que oponer al parecer de Arnauld. Los argumentos tuvieron efecto inmediato y, tras un momento de perplejidad por parte del filósofo francés, salieron todos «un rato a tomar el aire», según se nos narra.
La anécdota es, sin duda, significativa de los afanes de Leibniz por lograr lo que Jean Baruzi, en su estudio ya clásico, llamó «la organización religiosa de la tierra» (Baruzi 1907). Sin embargo, por mucho que podamos lamentarlo, la anécdota es apócrifa. El mismo año en que Guhrauer publicó su biografía, Carl Ludwig Grotefend editó la correspondencia de Leibniz con Arnauld y con el Landgrave Ernst von Hessen-Rheinfels. En el prólogo a su edición, el estudioso leibniziano mostró, con razones que ahora no hace al caso exponer, que Guhrauer había cometido un error: el protagonista del suceso no fue Leibniz, sino el Landgrave von Hessen-Rheinfels. El biógrafo del filósofo de Hannover tomó, en efecto, un memorandum privado del mencionado Landgrave por una genuina carta de Leibniz a este noble señor (Grotefend 1846, XI-XII). Conviene saber que el Landgrave von Hessen-Rheinfels, educado en el calvinismo y convertido a la fe católica al rondar los treinta años, mantuvo un extenso intercambio epistolar con Leibniz, con el que compartía el interés por las cuestiones religiosas y políticas1.
Precisamente la edición de la correspondencia inédita de Leibniz con el mencionado Landgrave «sobre materias religiosas y políticas», como dice su título, preparada por Christoph von Rommel, aportó nuevos datos a esta cuestión (Rommel 1847, I 111-114). Rommel publicó esta correspondencia en 1847, el año siguiente al de la aparición de la biografía de Guhrauer y de la colección epistolar de Grotefend. En su «detallada introducción», como la titula, Rommel, por una parte, confirmó al Landgrave como autor de la oración dirigida al Dios único eterno y todopoderoso. Nos informa, en efecto, de que en 1674 se publicó un libro titulado Verus, sincerus et discretus catholicus contractus. Se trataba de una traducción latina abreviada de una obra en alemán aparecida anónimamente unos años antes, debida, sin duda, a la pluma del Landgrave von Hessen-Rheinfels. El Extractus, como también se hace llamar el libro en su larguísimo título2, da comienzo con la versión latina, ligeramente más breve, de la oración sobre la que se debatió en casa de Arnauld a tenor de los informes de Guhrauer. Por otra parte, Rommel consigna que esta oración encontró las reticencias no solo de Arnauld, sino también de un oponente del noble, el superintendente luterano Kühnen. Pero, para satisfacción del Landgrave, nos asegura el editor de su correspondencia con Leibniz, el mismo Papa Alejandro VII otorgó su aprobación a la plegaria3.
Es de justicia reseñar estos datos eruditos, por más que, a nuestro pesar, desmientan a Leibniz como protagonista de una anécdota tan sabrosa. Pero es también legítimo señalar que los hechos históricos consignados, en cuanto tales, no iluminan lo más mínimo el problema filosófico que subyace al suceso narrado. Dicho problema no es otro que el que Pascal, coetáneo de los protagonistas reales y apócrifos del relato, legó en una forma radical, a los filósofos y teólogos cristianos que le sucedieron. ¿Se opone el Dios de la fe al Dios de los filósofos? ¿Son radicalmente incompatibles el Dios vivo, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y el Dios abstracto de los sabios y pensadores? Planteado de modo tan concreto como exige la anécdota referida: ¿Es legítima una oración que puede rezar todo el que afirma la existencia del Dios único, sea cual sea la particular confesión religiosa que profese o aun cuando no profese ninguna? La trascendencia y la dificultad del problema se ponen especialmente de relieve cuando se repara en que la pregunta, según el relato transmitido, se plantea entre pensadores que comparten la fe cristiana. Para esta fe es esencial proclamar, como es sabido, que Jesucristo es el único Salvador de toda la humanidad y el que nos ha revelado quién es el único Dios verdadero.
El desmentido de la autenticidad de la anécdota atribuida a Leibniz no nos impide, por tanto, tomar ocasión en ella y utilizarla como marco para reflexionar sobre tan enrevesado problema. Cabe, pues, fingir un diálogo dividido en dos escenas. Ambas tienen lugar en París, en la casa donde vivía Arnauld en el Faubourg Saint Marceau. En ese pobrísimo barrio de la capital de Francia, en efecto, había logrado establecerse Arnauld en una casa perteneciente a unas monjas, situada a las espaldas del Hospicio de la Piedad.
La primera escena recrea sencillamente la conversación de la que nos informa Guhrhauer en su biografía de Leibniz, pero restituida a sus verdaderos protagonistas. Por tanto, en esa parte del diálogo imaginario, pero basado en lo que se nos ha narrado, el Landgrave von Hessen-Rheinfels expone la oración que ha compuesto al Dios único, escuchamos la razón principal de Arnauld para negar su validez para los cristianos y atendemos, en fin, al contraargumento que logra elaborar el Landgrave.
En la segunda escena —sin contar ya con apoyo histórico alguno y sin arredrarnos lo más mínimo por incurrir en todos los anacronismos que sirvan al fin propuesto de la mera reflexión sobre un problema— dejamos que Arnauld tome de nuevo la palabra y ofrezca nuevas razones para recusar la oración propuesta. No consta, en verdad, que el filósofo francés haya seguido objetando la oración del Landgrave, pero muy bien cabe hacer pasar por suyos reparos plausibles. A continuación nos tomamos la libertad de hacer intervenir a Leibniz –ausente realmente de la histórica reunión– para que responda, con su entera filosofía, a las nuevas objeciones de Arnauld. Esta intromisión nos dará ocasión de presentar los principios y las distinciones fundamentales de la filosofía de Leibniz, así como sus ideas básicas sobre la esencia de la religión, sobre las relaciones entre la fe y la razón y sobre el cristianismo y las religiones monoteístas, apoyándonos en los textos, y aun en las palabras literales del propio filósofo, provenientes de todas las épocas de su pensamiento4. En el mosaico de citas de Leibniz con el que construiremos su discurso, el conocedor de la obra del pensador de Hannover no tendrá dificultad en reconocer como teselas fragmentos de cartas de Leibniz a la Electriz Sofía o a André Morell, o pasajes de los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano o de los Ensayos de Teodicea, entre otras fuentes, algunas muy poco conocidas, a las que se recurrirá. El lector agradecerá acaso esta presentación sistemática de la concepción que se formó Leibniz de la religión y las grandes religiones del único Dios, recompuesta a partir de las enseñanzas dispersas y fragmentarias que nos ha dejado el filósofo. Arnauld servirá de nuevo de contrapunto a la exposición del pensamiento leibniziano, pues haremos que el pensador francés pida aclaraciones u oponga reparos, y en ellos el lector avisado no dejará de encontrar ecos de algún muy reciente estudio sobre estas cuestiones. En cualquier caso, las fuentes utilizadas serán reseñadas en notas a pie de página.
El entero diálogo resultante, en fin, no será, desde luego, vero, pero esperemos que esté ben trovato y nos ponga delante un problema de filosofía de la religión que, lejos de preocupar tan solo a los pensadores del siglo XVII, sigue siendo objeto de encendidos debates entre nuestros contemporáneos. No está por ello de más recordar el modo en que se planteaban siglos atrás los diversos problemas filosóficos que entraña la diversidad de las religiones, y especialmente el modo en que Leibniz, incansable buscador de la unidad religiosa del género humano, formula y trata estas complejas cuestiones. No cabe, en verdad, eludir esta pregunta fundamental: ¿Es posible el llamado «diálogo interreligioso» si las concepciones de lo divino de las distintas religiones resultan ser, a la postre, no solo diversas, sino radicalmente contrapuestas entre sí? Es de esperar que la reflexión sobre las cuestiones que plantean las enseñanzas de Leibniz sobre la esencia de la religión, sobre las relaciones entre la fe y la razón y sobre las concepciones de lo divino propias de los tres grandes monoteísmos, sea fructífera para el fomento del diálogo entre las religiones.
2. Diálogo: primera escena
Habla el Landgrave von Hessen-Rheinfels:
— Permitidme, señores, que no entre ahora a discutir la concepción que habéis expuesto sobre la tolerancia respecto de los protestantes ni que debata vuestras opiniones sobre cuestiones de política religiosa. Es verdad que la ruptura de la unidad entre los cristianos, como nos ha recordado mi amigo el señor Arnauld, ha sido una gran calamidad, tanto religiosa como política, y que es nuestro deber tratar de recomponerla con todas nuestras fuerzas, excogitando los mejores medios para semejante fin. Ahora, sin embargo, quisiera, con vuestro permiso, mirar más allá de las fronteras de nuestras naciones cristianas y fijarme en el hecho, muy digno de meditación, a mi parecer, de la existencia de tantas y tan diversas religiones. ¿No os parece que es también deber nuestro tratar de comprender la diversidad de las religiones de la tierra, y que, sin esta comprensión, se dificulta extraordinariamente la labor misionera de llevar el mensaje de Cristo a todos los confines del orbe?
— Sin duda tenéis razón –habla ahora Arnauld–. Pero si ya es difícil lograr la unidad entre los que profesamos la misma fe en Cristo, pues hay muchas graves cuestiones dogmáticas que nos separan, ¿cómo lograr entendernos siquiera con aquellos que adoran a un Dios, o a un supuesto dios, diría más bien, tan alejado del Dios verdadero en quien creemos y quien solo Él puede salvarnos? ¿No es esta una tarea imposible desde el comienzo?
— La tarea es, en verdad, dificilísima –contesta el Landgrave–, pero no creo que sea imposible. Me parece que, entre las religiones, al menos entre las que profesan la fe en un Dios único, hay puntos de acuerdo que no debemos pasar por alto. Por lo demás, nuestros deseos y necesidades más profundas son los mismos en todas partes. De ahí que se me haya ocurrido componer una breve oración, de una extensión aproximada a la del Padrenuestro, que contiene implícitamente, en un cierto orden, todo lo que conforma nuestra relación con Dios. Por ello creo que podría rezarla no solo todo cristiano, sino también todo judío y todo mahometano. He aquí la oración:
¡Oh, Dios único, eterno, omnipotente, omnisciente y omnipresente!, tú eres el Dios único, verdadero e ilimitadamente dominador; yo, pobre criatura tuya, creo y espero en ti, te amo sobre todas las cosas, te doy culto, te alabo, te doy gracias y me entrego a ti. Perdona mis pecados y dame, como a todos los hombres, lo que, según tu voluntad presente, es útil para nuestro bien temporal así como para nuestro bien eterno, y presérvanos de todo mal. Amén5.
— ¡Eso no vale para nada! –exclama con vehemencia Arnauld, levantándose a un tiempo de su asiento, que cae con estrépito al suelo–. ¡Ningún cristiano puede rezar una oración semejante, en la que no se menciona el nombre de Nuestro Señor Jesucristo ni se dirige al Dios único trino en personas!
Tras unos momentos de sorpresa ante tan impetuosa censura, toma de nuevo la palabra el Landgrave von Hessen-Rheinfels, haciendo gala de un admirable dominio de sus emociones:
— Si lo que decís, mi querido amigo, fuera cierto, entonces, por la misma razón que aducís, tampoco podríamos rezar la oración que el mismo Jesucristo nos enseñó, ni valdrían asimismo para nada muchas oraciones conservadas en los Hechos de los Apóstoles y en las Epístolas de san Pablo. Recordad, por ejemplo, la oración que eleva san Pedro con ocasión de la elección del apóstol que habría de ocupar el puesto de Judas. En el capítulo primero de los Hechos se nos dice que oró así: «Señor, tú que penetras el corazón de todos, muéstranos a cuál de los dos has elegido para que ocupe el puesto de este ministerio y apostolado, del que ha prevaricado Judas para marcharse a su propio puesto»6. Ni en esta oración ni en muchas otras del Nuevo Testamento se encuentra el nombre de Cristo ni se menciona a la Trinidad. ¿Diríais también que no sirven para nada?
Ante el evidente desconcierto de Arnauld, uno de los presentes propuso salir un rato a tomar el aire.
3. Diálogo: segunda escena
Arnauld toma de nuevo la palabra:
— Perdonad, querido Landgrave, y también todos los presentes, el apasionamiento de mi rechazo a la oración que habéis propuesto. El aire fresco no solo ha apaciguado mis ímpetus, sino que ha traído claridad a mis ideas. Por eso quiero reformular mi objeción en términos más precisos.
Sostengo que vuestra oración es inadmisible para un cristiano, porque no se dirige al Dios revelado por Jesucristo. Es verdad que algunas o, si queréis, muchas oraciones contenidas en los Hechos de los Apóstoles y en las Epístolas no mencionan explícitamente al Dios uno y trino. Pero todas ellas de manera sobreentendida se dirigen sin duda alguna a Él. La oración que citáis del príncipe de los apóstoles es precisamente un claro ejemplo de ello. Sin nombrarlo, tiene como destinatario al Dios de Jesucristo, porque le pide a Dios Padre que complete la misma obra que Jesucristo, en obediencia al Padre, ha querido llevar a cabo al encargar a unos hombres determinados el ministerio apostólico. Es por ello una oración genuinamente cristiana. Pero no veo que esto se pueda decir de la que vos habéis compuesto. Trataré de mostrarlo con toda brevedad.
Comparáis vuestra oración con el Padrenuestro en cuanto a su extensión. En verdad, creo que este es el único respecto en el que se pueden comparar. Pues las diferencias que hay entre ellas son abismales.
Ante todo, vuestra oración se dirige al Dios único otorgándole atributos puramente filosóficos y, por ello, abstractos: eterno, omnipotente, omnisciente, omnipresente, ilimitadamente dominador… Así lo ha hecho, y con toda razón, me gustaría añadir, nuestro «sabio filósofo» el señor Descartes, en el artículo vigésimosegundo de la primera parte de los Principios de la filosofía, al mostrar que esos atributos divinos son, por así decir, el despliegue de la idea que tenemos naturalmente de Dios (Arnauld 1683, vol. 38, 543-544). Sin embargo, el Dios al que Jesús nos enseña a rezar es, antes que nada, «Padre». Y «Padre» en un sentido concreto y real: como aquel que cuida a sus hijos y quiere lo mejor para ellos. Esta verdad no nos la puede descubrir la razón natural. Bien sabéis que algunos pueblos antiguos llamaban a Dios «padre», pero con ello querían decir que Dios es la fuente o el origen del género humano. Ni siquiera los judíos se dirigían a Dios llamándole «Padre». Solo Jesucristo lo hace con pleno derecho, pues solo Él es, antes de todos los tiempos, el Hijo unigénito del Padre eterno. Al invitarnos también a nosotros a llamar a Dios «Padre», nos otorga un don inmenso: no somos solo criaturas de Dios, sino que podemos considerarnos, en verdad, hijos adoptivos suyos. Este don es lo que nos distingue de los demás creyentes en el Dios único.
Además, vuestra oración es la oración de uno solo, de un individuo: yo creo y yo espero en ti, yo te amo, yo te doy culto, yo te alabo, yo te doy gracias, yo me entrego a ti… El Padrenuestro, por el contrario, es la oración de una familia. Precisamente porque somos hijos de Dios, somos hermanos unos de otros y, aunque estemos solos, rezamos en comunidad, en común unión con los hermanos: venga a nosotros tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal. No niego que, al final de vuestra oración, el orante pide, no solo para él, sino también para los otros hombres, lo conveniente para el bien temporal y el bien eterno, así como la preservación de todo mal. Pero me parece que estas peticiones nacen más del deseo de benevolencia hacia los que comparten la misma naturaleza humana y tienen la misma procedencia, que del amor que profesamos a quienes son nuestros hermanos.
Creo que no hace falta que me extienda más y que compare las peticiones de una y otra oración, haciendo notar, por ejemplo, la ausencia en vuestra plegaria de la condición que Jesús nos enseña para poder esperar que Dios nos perdone. Las diferencias que he señalado bastan para mostrar que vuestra oración no puede ser rezada por quienes aceptamos la revelación de Jesucristo.
Así concluye Arnauld su intervención, y esta vez la perplejidad se pinta en el rostro del Landgrave von Hessen-Rheinfels, que no parece saber qué oponer a su interlocutor. En ese momento toma la palabra Leibniz, cortesano y filósofo, que a lo largo de toda la conversación había permanecido en silencio, diríase que ausente de la reunión. Tras un leve carraspeo, dice así:
— Permitidme, os lo ruego, que intervenga en vuestra conversación, que toca cuestiones sobre las que, de un modo u otro, he meditado largamente. Ante todo, quiero manifestar al señor Landgrave mi admiración por el noble y elogiable propósito que le ha guiado en la composición de la oración que nos ha presentado. Ocurre, en verdad, muchas veces, que «a fuerza de religiones, se destruye la religión más fundamental, que es la de honrar y amar a Dios»7. Al proponer el señor Landgrave una oración para que podamos rezarla juntos los cristianos, los judíos y los mahometanos, nos vuelve a poner ante nuestros ojos «la religión natural, que casi hemos perdido»8, al creernos, acaso, los únicos amados o elegidos de Dios.
Pero también quiero señalar el acierto del señor Arnauld al mostrar con tanta agudeza las diferencias que separan la plegaria propuesta por el Landgrave de la oración que nos enseñó Nuestro Señor. Si es cierto que casi hemos perdido la religión natural, no es menos cierto que «la revelación ha sido necesaria» y que el fin de Jesucristo fue «hacer volver a los hombres al verdadero conocimiento de Dios y del alma y llevarles a la práctica de la virtud, que da origen a la verdadera felicidad»9. No obstante, el argumento por el que el señor Arnauld se opone a que un cristiano rece la oración compuesta por el señor Landgrave no me parece concluyente. Así como «respecto del Paternoster no veo nada que un pagano no pueda decir también»10, así respecto de la oración de Landgrave tampoco veo nada que un cristiano no pueda asimismo decir. Sostengo, pues, que acepto las premisas del razonamiento del señor Arnauld, pero no su conclusión.
En este punto interrumpe Arnauld, delatando en sus palabras cierta impaciencia y aun algo de impertinencia:
— Os ruego, señor, que expongáis claramente qué hay de erróneo, según pensáis, en mi objeción. Y que me expliquéis ese misterio de que se acepten las premisas de un razonamiento y se rechace su conclusión. Si me lo mostráis, tendré que pedirle al señor Nicole, aquí presente, que reformemos profundamente el libro que ambos escribimos y que publicamos con el título de La lógica o el arte de pensar (Arnauld y Nicole,1662). También agradeceré, en fin, que nos expliquéis a todos con mayor detalle lo que entendéis por «religión natural» y por «revelación» y cómo concebís la relación que sin duda ha de haber entre ambas.
Retoma la palabra Leibniz:
— Trataré de hacer lo que me pedís lo mejor que pueda. La comparación que habéis hecho entre la oración compuesta por el señor Landgrave y el Padrenuestro constituye, por así decir, el fundamento de las premisas de vuestro argumento. Como bien advertís, las diferencias que señaláis entre ambas plegarias se apoyan en la afirmación explícita de que el Dios revelado por Jesucristo no es el Dios que nos descubre nuestra razón. Pero en la conclusión de vuestro razonamiento dais un paso más, porque la aseveración según la cual la oración del señor Landgrave no puede ser rezada por los que aceptan la revelación de Jesucristo solo puede apoyarse en la afirmación, que esta vez dais por sobreentendida, según la cual el Dios revelado por Jesucristo se opone al Dios descubierto por nuestra razón. De que una cosa no sea la otra no se sigue que ambas se opongan entre sí. Tal es el non sequitur que advierto en vuestra objeción, porque estaréis de cuerdo conmigo en que «dos verdades no pueden contradecirse», pues nos lo habéis enseñado en vuestro admirable «art de penser». Y si esto es así, ha de haber, por tanto, «conformidad de la fe con la razón»11.
Os agradezco asimismo vuestra demanda de una explicación más detallada de la concepción que me he formado sobre la religión, porque ello me da ocasión de fundamentar mi posición ante la oración que nos ha propuesto el señor Landgrave. Paso, pues, a exponer mi parecer sobre este asunto con la mayor brevedad posible.
Alguna vez he definido la religión como el culto a la potencia invisible inteligente o Numen, como la llamaban los romanos, o Dios, como preferimos llamarla nosotros12. Entiendo que Dios es la «primera razón de las cosas». Por ello estoy «de parte de los que reconocen en Dios, como en todos los demás espíritus, tres formalidades: poder, conocimiento y voluntad». Es patente que «toda acción de un espíritu exige posse, scire, velle». De este modo, podemos decir que «la esencia primitiva de toda sustancia consiste en el poder, y dicho poder, en Dios, determina que Él sea necesariamente y que todo lo que existe emane de Él». Después del poder «viene la luz o la sabiduría, que comprende todas las ideas posibles y todas las verdades eternas». Finalmente, el querer o, mejor, «el amor o la voluntad, que elige entre los posibles lo que es mejor, y tal es el origen de las verdades contingentes y del mundo actual»13. A esta definición de religión suelo añadir que ni lo que pensamos de Dios ni el culto que le damos ha de ser contrario a la razón. Esta nota esencial nos permite distinguir, me parece, la religión de la superstición.
— Lo que no acabo de entender bien de vuestra definición –interviene Arnauld– es el calificativo de «invisible» que dais al poder divino. ¿Es realmente necesaria esta precisión? ¿No damos culto a Jesucristo, Dios encarnado y, por tanto, visible?
— Digo que el poder divino es invisible –contesta Leibniz–, porque es una propiedad espiritual y que, por ello, no se puede captar con los sentidos del cuerpo. Aunque es verdad que Cristo fue visible a los que vivieron con Él, su poder o su divinidad, si preferís, permanece siempre invisible, también para sus contemporáneos.
— Conforme. Recuerdo ahora, en efecto, ese pasaje de san Pablo en que dice que «lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo» (Rom 1, 20). Proseguid, os lo ruego –dice Arnauld–.
— Así, pues, «la religión» –continúa Leibniz– «consiste en dos cosas, en la creencia y en el culto»14. Ahora bien, ¿de qué modo nos hace saber Dios qué debemos creer de Él y cómo debemos darle culto? Creo no separarme del sentir común de los filósofos y teólogos al afirmar que Dios se sirve, por así decir, de dos voces: la natural y la revelada. «La razón es la voz natural de Dios»15, pues esta voz natural es «como una irradiación de la razón suprema a la nuestra»16. La religión de la razón, la religión que nos enseñan los filósofos y los sabios, es, por ello, «eterna, y Dios la ha grabado en nuestros corazones»17. Pero Dios se sirve también de otra voz, de su voz revelada. En efecto, «Dios ha enseñado a los hombres, no solo a través de hombres sabios, sino también especialmente a través de Moisés y del modo más magnífico a través de Cristo, las supremas verdades y reglas de la plena felicidad mediante el cumplimiento de su voluntad»18. Esta voz se funda, pues, en la autoridad misma de Dios, que nos transmite una enseñanza «con toda la fuerza de un legislador»19. Moisés, otros buenos legisladores, los sabios fundadores de las órdenes religiosas y sobre todo Jesucristo han logrado que el dogma se convierta en ley20. Creo que el señor Arnauld no tendrá nada que oponer a esta distinción.
— En efecto, así es –responde Arnauld–. Y ya que me nombráis, añadiré que en una obra que compuse sobre las reglas de lo que aquí llamamos el bon sens, yo mismo establecí como primera regla que si la cuestión sobre la que se debate es teológica, debe decidirse principalmente por la autoridad, pero que si es una cuestión filosófica, es principalmente la razón la que la debe decidir. Dije «principalmente» porque nada impide usar la autoridad en la filosofía, aunque únicamente como ilustración de la tesis o del argumento, no para decidir la verdad del asunto (Arnauld 1693, vol. 40, 153-154). Pero permitidme que os pregunte: ¿Por qué pensáis vos que Dios se sirve de esas dos voces de la razón y de la autoridad para instruirnos? ¿No bastaría con una sola de ellas?
Contesta Leibniz:
— En esta cuestión, como en tantas otras, se muestra, a mi parecer, la infinita sabiduría de Dios. Y haríamos bien, mi querido señor Arnauld, en tratar de comprender esa sabiduría hasta donde seamos capaces. Por mi parte, encuentro rasgos de ella en los tres hechos siguientes, que creo que no cabe negar: las dos voces aludidas son necesariamente conformes entre sí, se requieren mutuamente y están, en fin, en una relación progresiva. Permitidme que me explique, aunque sea con brevedad.
«La cuestión de la conformidad de la fe con la razón ha sido siempre un gran problema»21. Sin entrar ahora en las innumerables cuestiones que este asunto plantea, creo que lo mínimo que se puede decir sobre la armonía que hay entre voz de la revelación y la voz natural se apoya en un principio que ya he señalado antes y con el que vos estáis completamente de acuerdo, a saber, que dos verdades no pueden contradecirse. ¿Cómo cabe siquiera pensar que la fe pueda ordenar echar abajo el principio de contradicción, es decir, «un principio sin el cual toda creencia, afirmación o negación resultaría vana»22? No es extraño que cuando «algunos filósofos aristotélicos del siglo XV y XVI» «quisieron defender dos verdades opuestas, una filosófica y la otra teológica, encontraran con mucha razón la oposición del último concilio de Letrán, bajo León X»23. Y si atendemos no ya al contenido de las verdades, sino a la fuente última de todas ellas, el acuerdo entre ambas voces se hace también patente: tanto la razón como la revelación proceden en último término de Dios, y Dios no puede oponerse a sí mismo.
Para ver este asunto más claramente, consideremos, si os parece, las verdades «que el espíritu humano puede alcanzar de forma natural, sin ser ayudado por la luz de la fe»24, cuestión que he rozado al proponeros mi definición de «religión». Como dije y todos sabemos, «las verdades de la razón son de dos tipos: unas son las que se llama las verdades eternas, que son absolutamente necesarias, de modo que lo opuesto implica contradicción»25. Son las verdades que rige el principio supremo del pensar, el principio de contradicción. A diferencia de vuestro sabio maestro, el señor Descartes, y de vos mismo, querido señor Arnauld, que le seguís en este punto, yo sostengo que estas verdades eternas no son fruto de la voluntad de Dios, sino consecuencias de su entendimiento26. Pero, en cualquier caso, es cosa patente que estas verdades que alcanzamos con nuestra razón proceden del mismo Dios que nos propone las verdades que nuestro espíritu no puede saber, sino creer. Pero hay otras verdades de la razón «que podemos llamar positivas, porque son las leyes que ha tenido Dios a bien dar a la naturaleza o porque dependen de ella»27. Son las verdades gobernadas por el gran principio que dice que nada se hace sin razón. Por ello estas verdades, que son fruto de «la elección libre de Dios», no pueden estar en contradicción con Dios mismo, que ha considerado conveniente escogerlas. E incluso si Dios «dispensa a las criaturas de las leyes que les ha prescrito y produce en ellas lo que su naturaleza no lleva, haciendo un milagro», «sigue siendo cierto que las leyes de la naturaleza están sujetas a la dispensación del legislador»28.
Pero entre la razón y la fe no solo hay concordia, sino también necesidad mutua. La razón necesita de la revelación porque, aunque «la religión de la razón es eterna y Dios la ha grabado en nuestros corazones», «nuestras corrupciones la han oscurecido»29. Por ello, «fue conveniente a la bondad y sabiduría divina que el género humano se enmendara con la religión revelada y que los ánimos se despertaran para abrazar cosas mejores», y así «distingamos lo que la razón no puede enseñar» y «se añadiera mayor autoridad a la razón». Naturalmente, «esta religión enviada por inspiración divina es sin lugar a dudas la cristiana, que tiene tantas y tan grandes rasgos de verdad que estamos obligados a reconocer el designio de la divina providencia en su consolidación»30. En definitiva, «como los hombres usan mal de la razón, la revelación pública del Mesías se hizo necesaria»31.
Pero, por su parte, la revelación también necesita de la razón. Y ello por un motivo bien fácil de entender: «La razón es la voz natural de Dios, y solo por ella se debe justificar la voz revelada de Dios, para que ni nuestra imaginación ni ninguna otra ilusión nos engañe»32. Ya le dijo Niso a Euríalo en el libro IX de la Eneida de Virgilio: sua cuique Deus fit dira cupida, cada cual se forja un dios de sus ciegos apetitos (Eneida, IX, v. 185). La razón, por oscurecida que esté, es guía común de todos los hombres al Dios único, no, como los apetitos perversos, guía de cada uno al diosecillo propio de cada uno. Además, si la fe no se fundara en la razón, «¿por qué íbamos a preferir la Biblia al Corán o a los libros de los brahamanes?»33.
Además de la concordia y complementariedad de la fe y la razón, todavía observo un signo más de la sabiduría divina al enseñarnos lo necesario para la salvación mediante estas dos voces. Y es que advierto una maravillosa progresión en la revelación divina que ha de ser justificada por la razón. «De todos los pueblos antiguos, los únicos que conocemos que hayan tenido dogmas públicos de su religión son los hebreos». Abrahán, del que no solo los judíos, sino también los cristianos y los mahometanos se reclaman hijos en la fe, y Moisés, el gran legislador, «establecieron la creencia en un solo Dios, fuente de todo bien, autor de todas las cosas». Habréis sin duda comprobado que «los hebreos hablan de una manera muy digna de la sustancia soberana, y es sorprendente ver a los habitantes de un pequeño rincón de la tierra más ilustrados que el resto del género humano». En verdad, «los sabios de otras naciones dijeron quizá otro tanto alguna vez, pero no tuvieron la dicha de hacerse seguir lo suficiente y de hacer que el dogma se convirtiera en ley»34.
Si ahora comparamos esta revelación con la cristiana, observamos este hecho, que creo innegable. «Moisés no había hecho entrar en sus leyes la doctrina de la inmortalidad de las almas». Es verdad que «había dado ya las hermosas ideas de la grandeza y de la bondad de Dios en las que convienen hoy muchas de las naciones civilizadas», pero fue Jesucristo quien «estableció todas sus consecuencias, e hizo ver que la bondad y la justicia divinas resplandecen a la perfección en lo que Dios prepara a las almas». No entro ahora «en los demás puntos de la doctrina cristiana», sino que «me limito a hacer ver cómo Jesucristo acabó de convertir la religión natural en ley y de darle la autoridad de un dogma público»35.
Si consideramos también la otra gran religión que afirma que hay un solo Dios del que nace todo bien, hemos de reconocer que «Mahoma, después, no se apartó de estos grandes dogmas de la teología natural»36. A decir verdad, el mahometismo es «una especie de deísmo unido a la creencia en ciertos hechos, y a la observación de ciertas prácticas, que Mahoma y sus secuaces han añadido, a veces muy inapropiadamente, a la religión natural»37. Cuando el cristianismo se cargó de supersticiones de toda laya, haciéndose así vulnerable, Mahoma «surge para establecer una religión que se aproxima bastante a la judía y no se aleja enteramente de algunas sectas cristianas, lo que bien pronto le hace tener un gran número de partidarios»38. Fueron precisamente estos seguidores quienes difundieron los dogmas de la religión natural «incluso entre las naciones más apartadas de Asia y África, a donde no había llegado el cristianismo»39. Por lo demás, «en muchos países abolieron las supersticiones paganas, contrarias a la verdadera doctrina de la unidad de Dios y de la inmortalidad de las almas»40.
Estas consideraciones me llevan a fundamentar con nuevas razones mi aprobación a la oración del señor Landgrave. Nuestro noble amigo ha conseguido cifrar en fórmula breve y rotunda el núcleo mismo de la religión natural, en el que no pueden sino coincidir la religión de Moisés, la de Cristo y la de Mahoma. Ciertamente, si infiel es todo aquel que rechaza la fe en Cristo, infieles son no solo los paganos, sino también los judíos y los mahometanos41. Pero los judíos y los mahometanos comparten con los que profesamos la fe en Cristo la misma religión que nos enseña la razón. «Se envían misioneros a China a predicar la religión cristiana, y se hace bien», «pero nos harían falta misioneros de la razón en Europa, para predicar la religión natural, sobre la cual está fundada la propia revelación, y sin la cual la revelación siempre será mal entendida»42. El señor Landgrave, al proponernos esta oración para que los cristianos la recemos en común con los hebreos y los mahometanos merece el título, que si me permitís quiero otorgarle ahora mismo, esta misma tarde, de «misionero de la razón en París». Nos ha enseñado una verdad que no debemos olvidar: el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob es el mismo que el Dios de los sabios y de los pensadores.
Un largo silencio sigue a estas palabras. No cabe ocultar que los asistentes a la reunión se encuentran algo aturdidos y perplejos ante las razones y los datos históricos desplegados por el cortesano Leibniz. Al cabo de un rato, Arnauld vuelve a romper el ya incómodo silencio:
— No seré yo, desde luego, el que niegue que Europa necesita, hoy más que nunca, de la razón, del buen uso de la razón, del noble arte de pensar. Y no seré yo tampoco quien le dispute al Landgrave el título que le habéis otorgado. Necesitamos, es verdad, misioneros de la razón. Pero me acojo a vuestras mismas palabras: habéis incluido entre los infieles no solo a los paganos, sino también a los judíos y a los mahometanos. Yo he dedicado mucho tiempo a excogitar las razones, sacadas de la razón y de la Escritura, y algo tengo escrito sobre ello entre mis papeles, de la necesidad de la fe explícita en Jesucristo para ser salvo (Arnauld 1710). Considero, en verdad, que lo que erróneamente se ha llamado «la fe implícita en Jesucristo», es decir, el mero conocimiento natural de Dios y de su Providencia, que tienen o pueden llegar a tener los paganos, no es suficiente en modo alguno para la salvación. Dejemos, no obstante, esta cuestión a un lado y, por no alargarme en demasía, permitidme que me refiera particularmente a las últimas razones que habéis presentado. Porque he de deciros, mi querido señor Leibniz, que no acaban de convencerme los argumentos que aducís para dar vuestra aprobación a la oración del Landgrave.
Si no os he entendido mal, veis la progresión de la revelación del modo siguiente. Los hebreos descubren los dogmas de la religión natural, que también otros pueblos de la Antigüedad habían hallado, con la sola diferencia de que empiezan a convertir la verdad en ley de vigencia social. Jesucristo extrae las consecuencias definitivas de lo que había enseñado Moisés y termina de concluir el proyecto político iniciado: cuando los cristianos vencieron en el imperio romano, la religión de los sabios pasó a ser definitivamente la religión de los pueblos. Por tanto, todo lo que enseña el judaísmo está también, y en mejor manera, en el cristianismo. Mahoma, en fin, no es sino el que difunde la religión natural a aquellos pueblos a los que no había llegado el cristianismo y suprime la vigencia del culto supersticioso de los paganos. Nada enseñan, pues, los mahometanos que no haya enseñado ya Nuestro Señor Jesucristo, y aun mucho mejor43. Pero, señor mío, esto es una visión de las cosas muy parcial y desacertada.
Para empezar, la religión revelada no puede consistir en el descubrimiento, que hacen los judíos, la profundización, que llevan a cabo los cristianos, y la difusión, que realizan los mahometanos, de la religión natural. El fundador de una religión no pretende, ciertamente, sacar de su caletre sus propias doctrinas y ocurrencias sobre Dios y el destino del hombre tras la muerte. Pero tampoco pretende enseñar lo que todo hombre podría llegar a saber sobre esos asuntos consultando a su razón. El fundador de una religión pretende comunicar un mensaje que viene de Dios mismo, que ni el propio fundador ha inventado ni sus seguidores podrían descubrir dejados a sus solas fuerzas. Tal es el caso de Moisés con la Torá y de Mahoma con el Corán. De ahí su genialidad política: los dogmas se convierten en ley porque tal es la voluntad de Dios, comunicada a ellos, Moisés y Mahoma, y recogida en los libros tenidos por santos en sus respectivas religiones.
Caso distinto es el de Jesucristo: la fundamental verdad que revela no es otra que Él mismo. Recordemos, en efecto, las palabras del Evangelio de Juan: «Yo soy la Verdad» (Jn 14, 6). Cristo es la revelación de la divinidad en persona, la divinidad habitando corporalmente en un hombre. La Verdad que es Cristo «ni la carne ni la sangre nos la pueden revelar, sino el mismo Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). ¿Pensáis, en verdad, que el «Dios único, eterno y todopoderoso» al que se dirige la oración del Landgrave es concebido del mismo modo por estas tres religiones? ¿Creéis que estas religiones se reconocen mutuamente como adoradoras del mismo Dios? Maimónides reprochaba a los cristianos, basándose en una fórmula del Corán, haber hecho de Dios «el tercero de tres». Juan Damasceno responde al reproche que los «ismaelitas» hicieron a los cristianos de que adoran la Cruz con la acusación de que ellos adoran la Piedra Negra de la Kaaba44. ¡Y cuántas veces no nos han acusado unos y otros a los cristianos de triteístas! ¿Dónde está el núcleo mismo de la religión natural que creéis descubrir en la oración del Landgrave y que compartirían estas tres religiones?
Leibniz se mueve inquieto en su asiento y, sin poder contenerse más, contesta de este modo a su anfitrión:
— Os ruego que no toméis, mi señor Arnauld, por diferencias esenciales en la concepción del verdadero y único Dios lo que no pasan de ser errores de interpretación debidos, sobre todo, a las «prevenciones mal fundadas de los mahometanos»45. Ciertamente, «lo primero que hay que remover es la opinión que tienen de que nosotros multiplicamos la divinidad»46. Y en este punto se echa de ver la necesidad de una sólida filosofía. Así, respecto de la acusación de triteísmo, es preciso mostrar que el razonamiento…
Leibniz interrumpe su discurso al oír el agudo repiqueteo de una campanilla. En ese momento, Arnauld toma apresuradamente la palabra:
— Señores: lo lamento profundamente. ¡Estoy desolado! Tan interesante y apasionada conversación me ha hecho olvidarme de la cena, cuya hora ha pasado largamente, y me ha hecho cometer, por añadidura, la imperdonable descortesía de no invitaros a compartir mi frugal colación. Pero esa campanilla que oís me llama insistentemente al rezo de Completas, al que no puedo dejar de asistir. ¿Podríamos volver a reunirnos mañana al caer la tarde y proseguir esta conversación?
Dándole seguridad de su asistencia el próximo día, los invitados se despiden de su anfitrión y abandonan lentamente la estancia en la que habían estado reunidos.
4. Obras citadas
Almond, I., 2010, «Leibniz, Historicism and the Plague of Islam», en The History of Islam in German Thought From Leibniz to Nietzsche, New York-London, 6-28.
Arnauld, A., 1775-1781, Oeuvres de Messire Antoine Arnauld, Paris et Lausanne, 42 vols.
Arnauld, A., 1683, Défense contre la Réponse au Livre des vraies et des fausses Idées, vol. 38.
Arnauld, A., 1693, Régles du bon sens, ed. cit., vol. 40.
Arnauld, A., 1710, De la nécessité de la Foi en Jesus Christ pour être sauvé, ed. cit., vol. 10.
Arnauld, A. y Nicole, P., 1662, La logique, ou l’art de penser, contenant, outre les règles communes, plusieurs observationes nouvelles propres à former le jugement, ed. cit., vol. 41.
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Gerhardt, C. I., ed. cit., 1704 (1765), Nouveaux Essais sur l’entendement humain, vol. V.
Gerhardt, C. I., ed. cit., 1710, Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme et l’origine du mal, vol. VI.
Gerhardt, C. I., ed. cit., 1714, Monadologie, vol. VI.
Grotefend, C. L. (Hrsg.), 1846, Briefwechsel zwischen Leibniz, Arnauld und dem Landgrafen Ernst vom Hessen-Rheinfels. Aus den Hanschriften der Königlichen Bibliothek zu Hannover. Hannover.
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1 No hay que confundir a este corresponsal, Ernst, Landgrave von Hessen-Rotenburg-Rheinfels (Kassel, 1623-Colonia,1693), con Karl, Landgrave von Hessen-Kassel (Kassel, 1654-Kassel,1730), con el que Leibniz también mantuvo correspondencia.
2 El título, con algunas supresiones, es el siguiente: Verus, sincerus et discretus catholicus contractus, id est, libri cujusdam idiomate Germanico conscripti, paucis visi, pluribus expetiti (…) sub hoc Titulo excusi: von Einigen, so ganz raisonabeln und freyen, als auch moderirten Gedancken (…) über den heutigen Zustand des Religions-Wesens in der Welt. Postea verò A.C. 1673 in Germ. Lingua epitomati, et nunc Latinitate donati Extractus.
3 Por lo que parece, la reunión en la que el Landgrave expuso su oración tuvo lugar en torno a 1670, mientras que la correspondencia editada por Rommel comienza en 1680.
4 Frente a interpretaciones que ponen en duda el papel que desempeña lo divino y lo religioso en el pensamiento de Leibniz, el conocido estudioso Donald Rutherford señala inequívocamente: «Un estudio cuidadoso de los escritos de Leibniz muestra que es un filósofo preocupado con la tarea de comprender la realidad en función de su relación con un Dios trascendente, dotado de los atributos esenciales de la sabiduría y la bondad. Además, la filosofía de Leibniz está indisolublemente unida a su aceptación del cristianismo como una tradición viva de fe a través de la cual Dios es interpretado y adorado» (Rutherford 2002, 523).
5 He aquí la versión alemana citada por Guhrauer (1846, I 118): «O einziger, ewiger, allmächtiger, allwissender und allgegenwärtiger Gott: der einzige, wahrhafte und unbeschrankt regierende Gott, ich, dein armes Geschöpft, ich glaube und ich hoffe auf dich, ich liebe dich über Alles, ich bete dich an, ich lobe dich, inch danke dir und ich gebe mich auf an dich. Vergieb mir meine Sünde, und gieb mir, so wie allen Menschen, was nach deinem heutigen Willen nützlich ist für unser zeitliches, wie für unser ewiges Wohl, und bewahre uns vor allem Uebel. Amen». La versión latina del Extractus dice así (Hessen-Rheinfels 1674, initio): «O Unice, aeterne, Omnipotens & Omnisciens, atque Omnipraesens Deus, Tu unicè verum & summum Bonum! Ego creatura tua, super omnia Tibi credo, in te spem & fiduciam colloco. Te diligo, Te adoro, laudo & gratias Tibi ago, atque me do & commendo. Remitte mihi omnia mea peccata, & mihi, omnibusque hominibus largire, quae secundum voluntatem tuam, intemporale et aeternum commodum & emolumentum vergunt, libera quoque nos ab omni malo, Amen».
6 Hch 1, 24-25. El Landgrave pone en boca de san Pedro la oración que, según los Hechos de los Apóstoles, elevaron todos los reunidos bajo su presidencia: «Y rezando, dijeron:».
7 Leibniz à l’Electrice Sophie, 10 septembre 1697 (Grua 1948, 205).
8 Ibíd.
9 Leibniz à l’Electrice Sophie, avril 1709 (Klopp 1873, III 301).
10 Leibniz, Dialogue entre Poliandre et Theophile (Sämtliche Schriften VI, 4C, 2224).
11 Leibniz, Essais de Théodicée, Disc. Prel. 1 (Gerhardt 1875-1890, VI 49).
12 «Religio est cultus potentiae invisibilis intelligentis seu Numinis; quae si rationi contraria sit, superstitio appellatur. Etiam cum Christus esset visibilis, tamen ejus potentia erat invisibilis» (Couturat 1903, 508). Cfr. Paradinas Fuentes 2009, esp. 125-128.
13 Leibniz, Lettre à André Morell, 29 septembre 1698 (Grua 1948, I 140). Cfr. Leibniz, Monadologie, § 48 (Gerhardt 1875-1890, VI 615).
14 Remarques de Leibniz sur les Reflexions [sur les differens de Religion] de Pellison (Klopp 1873, I 88).
15 Lettre à André Morell, 29 septembre 1698 (Grua 1948, I 139).
16 Leibniz, «Von der Weisheit» (Grua 1948, II 585).
17 Leibniz à l’Electrice Sophie, avril 1709 (Klopp 1873, III 300-301).
18 «Von der Weisheit» (Grua 1948, II 585).
19 Essais de Théodicée, Pref. (Gerhardt 1875-1890, VI 26).
20 Cfr. op. cit., Pref. (Gerhardt 1875-1890, VI 25-27).
21 Essais de Théodicée, Disc. Prel. 6 (Gerhardt 1875-1890, VI 52).
22 Leibniz, Nouveaux Essais, IV, xviii (Gerhardt 1875-1890, V 481).
23 Op. cit., IV, xvii (Gerhardt 1875-1890, V 477).
24 Essais de Théodicée, Disc. Prel. 1 (Gerhardt 1875-1890, VI 49).
25 Op. cit., Disc. Prel. 2 (Gerhardt 1875-1890, VI 50). Cfr. Monadologie, § 31 (Gerhardt 1875-1890, VI 612).
26 Cfr. Leibniz, Discours de métaphysique, § 2 (Gerhardt 1875-1890, IV 427-428).
27 Essais de Théodicée, Disc. Prel. 2 (Gerhardt 1875-1890, VI 50). Cfr. Monadologie, § 32 (Gerhardt 1875-1890, VI 612).
28 Essais de Théodicée, Disc. Prel. 3 (Gerhardt 1875-1890, VI 50-51).
29 Leibniz à l’Electrice Sophie, avril 1709 (Klopp 1873, III 301).
30 Leibniz «De Deo et Ecclesia» (Sämtliche Schriften VI, 4C, 2348).
31 Lettre à André Morell, 29 septembre 1698 (Grua 1948, I 139).
32 Ibíd.
33 Nouveaux Essais, IV, xvii (Gerhardt 1875-1890, V 477).
34 Essais de Théodicée, Pref. (Gerhardt 1875-1890, VI 26).
35 Ibid.
36 Essais de Théodicée, Pref. (Gerhardt 1875-1890, VI 27).
37 Lettre de Monsieur de Leibniz à l’Auteur des Reflexions sur l’Origine du Mahometisme (Lacroze 1707, 164-165).
38 Op. cit., 167.
39 Essais de Théodicée, Pref. (Gerhardt 1875-1890, VI 27).
40 Loc. cit. Ian Almond ha señalado la triple oscilación de Leibniz en su valoración del Islam: «A veces, el mahometano de Leibniz es el Erbfeind o enemigo hereditario y secular, a veces se lo eleva al estado de mero bárbaro, mientras que en raras ocasiones se le reconoce a regañadientes que posee una teología natural (aunque aún errante)» (Almond 2010, 6).
41 Cfr. Leibniz, Definitionum Juris Specimen: «infidelis est qui Christi fidem respuit (quales judaei, Mahumetani, pagani)» (Sämtliche Schriften VI, 3, 625).
42 Leibniz à l’Electrice Sophie, avril 1709 (Klopp 1873, III 300).
43 En su estudio del Prefacio de los Essais de Théodicée, Mercer (2014, 26) sostiene que, en último término, para Leibniz, «el cristianismo no tiene más pretensión a la verdad que la que tiene cualquier otra religión y que lo único especial que tiene como religión es que su profeta, Jesucristo, llegó a verdades importantes antes que otros ‘hombres sabios’». Por lo demás, según Leibniz, «tampoco el discernimiento de la verdad –sea por Moisés, Cristo o Mahoma– parece deberse a la revelación».
44 Los dos casos aducidos son citados por Brague (2008, cap. I, 6). El reproche de Maimónides se halla al comienzo de su Tratado sobre la resurrección de los muertos (el aludido pasaje del Corán es: s. V, al. 73). La respuesta de Juan Damasceno se encuentra en su Peri haireseon (herejía 100 [101]). Rémi Brague es acaso el pensador que más insiste en la actualidad sobre las diferencias de «los tres monoteísmos», «las tres religiones de Abrahán» o «las tres religiones del libro», según las designaciones que hoy se suelen usar para referirse conjuntamente al judaismo, el cristianismo y el islam.
45 Lettre de Monsieur de Leibniz à l’Auteur des Reflexions sur l’Origine du Mahometisme (Lacroze 1707, 165).
46 Op.cit., 168.