Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 91 (2024), pp. 23-36

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.477341

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El misticismo fisiológico de Georges Bataille, o sobre el cumplimiento del espíritu trágico

Georges Bataille’s physiological mysticism, or on the fulfillment of the tragic spirit

JOAQUÍN ESTEBAN ORTEGA*


Recibido: 20/04/2021. Aceptado: 22/07/2021.

* Profesor en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Valladolid: joaquin.esteban@uva.es. Líneas de investigación: Antropología hermenéutica, literatura y arte en el marco del pensamiento contemporáneo. Publicaciones recientes: El escorzo melancólico de lo real. Ensayo sobre el decrecimiento hermenéutico y los límites de la desnudez, Granada, Comares, 2020; Antropología hermenéutica de la gran salud, Granada, Comares, 2021; Surcos antropológicos de arte y literatura, Granada, Comares, 2023.

 

 

Resumen. Como sabemos Nietzsche quiso afirmar la vida en su totalidad sin prescindir ni de la alegría misma de la afirmación, ni de la energía trágica de lo más terrible que ello implica. Sin embargo, una tarea de esa magnitud requiere la afinidad de otros espíritus que sean capaces de recorrer otras vías distintas a las del ascenso. El misticismo inmanente de Bataille sabe bien que en la soberanía del exceso la ilimitación del gasto nos permite descender a los espacios sagrados de la maldición. La afirmación nietzscheana parece querer consumarse de este modo.

Palabras clave: Afirmación trágica; Nietzsche; Bataille; Parte maldita; Misticismo inmanente; Soberanía

Abstract. Nietzsche wanted to affirm life in its totality without dispensing with either the joy of affirmation or the tragic energy of the most terrible that it implies. His thought and his life bore witness to this. However, a task of such magnitude requires the affinity of other spirits who are capable of traveling other paths than those of ascent. Bataille’s immanent mysticism knows that in the sovereignty of excess the limitlessness of expenditure allows us to descend into the sacred spaces of the curse. The present work wants to delve into such a physiological inner experience to see whether the Nietzschean affirmation can be consummated in this way.

Keywords: Tragic statement; Nietzsche; Bataille; Damn part; Immanent mysticism; Sovereignty

Introducción

“Si Nietzsche esperaba ser comprendido después de cincuenta años, no podía decirlo solamente en sentido intelectual. Aquello por lo que vivió y se exaltó exige que se pongan en juego la vida, la alegría y la muerte, y no la atención fatigada de la inteligencia” (Bataille, 2003, 181). En estos términos expresaba Georges Bataille la exigencia de llevar las intuiciones nietzscheanas hasta sus últimas consecuencias. La alegría trágica de la vida y la muerte como continuidad ha de ser afirmada aún a sabiendas de las terribles consecuencias que tiene realizar el regreso infinito más acá de la inteligencia. Muy pocas veces se ha podido hablar de continuidad a partir de un cuerpo considerado corrupto, lastrante y pecaminoso. La mística continuidad siempre ha sido hija del alma y de las ideas. Por lo que creemos intuir, ahora al principio de nuestra indagación, la intención de una fisiología hermenéutica que abra las vías de aquella gran salud nietzscheana no es la de renunciar a rescatar la continuidad en la materialidad corporal del espíritu. Bataille supo ver con gran claridad, hasta el punto de determinar todo su pensamiento, que es el cuerpo del espíritu y el espíritu del cuerpo, simultáneamente, lo que se encuentra en juego si queremos dar cuenta de la profundidad más íntima de la existencia humana. Como Nietzsche, Bataille tiene bien claro que a los hombres les toca bailar con la vida y con la muerte en el presente y de manera sincrónica, sin la remisión de la tarea a un mundo aplazado de trabajo, de utilidad, y de trascendencia inmutable. “Ningún término es lo bastante claro para expresar el dichoso desprecio de quien ‘danza con el tiempo que lo mata’ frente a quienes se refugian en la espera de la beatitud eterna” (Bataille, 2003, 225). Bataille, como Nietzsche, estuvo también sometido a la condena de quien tiene que danzar hasta la extenuación porque no hay refugio. Ahora bien, si en el caso de Nietzsche la danza de la vida hablaba siempre del ascenso y la elevación, de las “altas cumbres”, y de la sobreabundancia de luz y de poder, en el caso del Bataille la energía de la vida se expresaba también en las olvidadas inercias de los fondos negros de las grutas más profundas y de la propia caída. Bataille hace suya también la absoluta afirmación y el radical asentimiento de la alegría que se muestra en los excesos del presente, pero no nos oculta nunca la maldición del camino del descenso que conlleva quemarlo todo. Nos dice expresamente: “Sin duda me incliné más que Nietzsche hacia la noche del no-saber. Él no se demora en esos pantanos donde yo paso el tiempo, como hundido. Pero no vacilo más: el mismo Nietzsche sería incomprendido si no llegáramos a esa profundidad”. (Bataille, 2016, 50). Dar cuenta de esta profundidad fisiológica y de esta ausencia de vacilación hermenéutica es lo que nos compromete en el presente trabajo.

La carne de la vida se mete para dentro, pero no como entidad etérea sino como un cuerpo cargado de deseo y de corrupción, un cuerpo erotizado y cadavérico, un cuerpo desnudo pero acéfalo, con el que se tapa la grieta de la discontinuidad abismal de los mundos. Ese cuerpo que se mete para dentro con todo es la experiencia interior. Es de esta fisiología trágica e inmanente de la “experiencia interior” de quien deberemos servirnos para rescatar la continuidad de la parte maldita sobre cuya pista ya nos pusiera Nietzsche sin que él pudiera abarcarla en su totalidad1. Y lo haremos abriendo tres vías: en primer lugar, la del carácter absolutamente profundo del dentro íntimo de la experiencia; en segundo lugar, la de la herida y la de la desnudez acéfala del cuerpo escindido y sus consecuencias; y, en tercer lugar, el reconocimiento sagrado de esa fuerza interna que alberga la vida y la muerte de manera simultánea en la hierofanía comunitaria del erotismo.

1. La experiencia interior como voluntad de poder/suerte

La tensión simultánea, generadora y destructora, que constituye la fuerza íntima de la voluntad de poder nietzscheana no resulta ser unidireccional. Sin duda las lecturas sociales o políticas de la tensión de fuerzas habrán de hacerse en un momento posterior, pero en el nivel fisiológico en el que nos hemos instalado el anuncio debe ser el de la fuerza múltiple instintiva ejercida por todas las discontinuidades corporales entre sí. Bataille, a su modo, podría participar también de esta concepción de la voluntad de poder. Hablando de la insuficiencia de los seres, y de manera muy gráfica, escribía en este sentido: “En el primer movimiento en que la fuerza de que dispone el amo pone al esclavo a su merced, el amo priva al esclavo de una parte de su ser. Mucho después, como contrapartida, la ‘existencia’ del amo se empobrece en la medida en que se aleja de los elementos materiales de la vida. El esclavo enriquece su ser a medida que somete esos elementos mediante el trabajo al que su impotencia lo condena” (Bataille, 2003, 215-216). Insistimos que no ha de buscarse ahora con este ejemplo, y en este nivel en el que nos encontramos, una alienante legitimación de la esclavitud al afirmar el poder del sometido en la fuerza que genera su sometimiento. Únicamente si tenemos en cuenta esta advertencia podremos percibir el alcance de cualquier fuerza, incluso la que genera la represión del sometimiento.

A lo que ha de atenderse ahora es propiamente a aquello que le sobra a todo ser: aquel excedente que habita en toda intimidad que no renuncia nunca a desparramarse, aún a sabiendas de que en ello se encuentre implícita la propia destrucción. Nos referimos entonces a la energía del amo y sus pérdidas, a la fuerza diferencial del esclavo en su resistencia, y a la de la tensión misma provocada por la diferencia. En este sentido sería de interés ponerlo en relación. Cualquier ser es fuerza en la medida en que es susceptible de ser afectado por el deseo. Es en este momento de exceso en el que estalla el sujeto donde cabe conectar la voluntad de poder nietzscheana con la experiencia interior de Bataille. Cuando el poder, como nos explicó Deleuze, es el poder de verse afectado (Cf. Deleuze, 2003, 59 y ss), y cuando constatamos que es mayor la potencialidad cuanto mayor es la afectación, descubrimos en esa potencia el magma incandescente de la energía improductiva: aquello excesivo de lo que se constituye la peculiaridad maldita de las cosas humanas. Nietzsche concibió un hombre que no huyese de su destino trágico, pero, a pesar de tematizar también la pesadumbre, no pudo evitar la preponderancia ascendente y positiva de la voluntad de poder. Es precisamente aquí donde continúa Bataille ayudando a radicalizar la afirmación en lo que asciende, pero también, y, sobre todo, en lo que desciende. Bataille transforma la voluntad de poder en voluntad de suerte. “La suerte eleva, en efecto, para precipitar desde más alto; la única gracia que en último término podemos esperar es que nos destruya trágicamente en vez de dejarnos morir de alelamiento” (Bataille, 1972, 126). Intenta ir más allá de esa sensación de que el poder, aunque sepamos ya que en Nietzsche no es imposición, en simbiosis con la voluntad, termina presentándose como un destino excelso de realización humana. La suerte, la voluntad de suerte, impide la proyección porque siempre está en disposición de juego, de riesgo y de incertidumbre. Con el desgarro de la extrema potencialidad consumiéndose no se puede acabar nunca. En la suerte se confía, pero no como un destino. No es respuesta. Es la incertidumbre del juego mismo. La voluntad de suerte es búsqueda sin fin, deseo de perdición, ansia de sutura de la grieta discontinua que abre los abismos del mundo, pero no incluye ninguna esperanza. La voluntad de suerte se expresa como una fisiología trágica porque le recuerda al cuerpo el gasto que no siempre puede ser contenido y su pérdida constante de ser.

Antes de dotar de orden discursivo este asunto del exceso azaroso de la voluntad sobre el que se sustentará la concepción crítica de una economía general frente a una economía productiva en su libro de 1949, titulado La parte maldita (Bataille, 2007b), Bataille ya nos había hablado de la importancia que tenía para su pensamiento la noción de gasto improductivo en 1933 en un artículo sobre el tema2. La clave del asunto se encuentra en la constatación de la gran renuncia a la exuberancia obrada culturalmente a causa del horror que supone derrocharlo todo absolutamente siempre debido a la relación con la destrucción que ello implica: todos somos bien conscientes de lo poco que dura el fulgor de un fósforo. Al ser reprimida esta tendencia constitutiva y soberana de los seres humanos, en tanto que inercia natural, quedaríamos situados en una posición de subdesarrollo ontológico: “Es triste decir, señala Bataille, que la humanidad consciente ha seguido siendo menor de edad: se otorga el derecho a adquirir, a conservar o a consumir racionalmente, pero excluye en principio el gasto improductivo” (Bataille, 2003, 112). Es decir, que la utilidad productiva del ahorro, proyectada sobre el futuro mediante múltiples variantes sociopolíticas, se impone sobre el principio de pérdida y derroche que hay detrás de los cultos, la fiesta, el juego, la perversión, los monumentos suntuosos, las artes, la transgresión, el erotismo, los sacrificios, etc. Es sabido que el sacrificio, por ejemplo, para serlo, ha de estar referido a algo valioso. Todo el derroche de víctimas, animales y humanas, en los cultos ancestrales, y no tan ancestrales, supone la producción misma de lo sagrado; es decir, que de la excesiva energía material y espiritual que habita en la fuerza interna de la existencia, de la voluntad de poder, brota la soberanía sagrada de la vida antes de ser aplazada por alguna de las modalidades de ahorro que niegan la muerte. En lo sagrado está el poder siempre exuberante y potencial del derroche inconsciente, a la vez que la afirmación del horror más extremo. Para Bataille, sin el concurso de la sinrazón que habita en la fuerza incontrolada de lo sagrado los seres humanos gritamos nuestra carencia. La materia se tensa a causa de su inconsistencia y reclama la explosión de su impotencia. El arte, la ebriedad de la danza, la fiesta, el erotismo, etc., liberan todo ese hueco de negatividad sagrada de lo que sobra apareciendo la fascinación de lo excedente, lo oscuro, lo perverso: la potencialidad de lo sagrado es entendida aquí como la interioridad mística de la experiencia.

Sabemos bien que este misticismo de Bataille es un misticismo inmanente y sin dioses que se refiere a la potencia de lo afirmativo, a la aceptación valiente de la continuidad entre la vida y la muerte, entre los excesos del deseo y el extremo horror. Será en la trilogía más tarde titulada Suma ateológica, compuesta por El culpable, La experiencia interior y Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, donde intente dar cauce a esta intensión de su pensamiento.

En El culpable el tono poético del pensamiento se pone al servicio de la imposibilidad de las palabras para expresar lo que está en el límite. Bataille aquí ofreció el testimonio de su vida, sin prescindir de la muerte de su querida Laure y del terror de la guerra, para corroborar que poco se puede decir de aquello que se mantiene indiferente y callado. Lo único que le queda al culpable de tal anuncio es arrojar su cuerpo desnudo sobre las palabras a ver qué pasa.

En La experiencia interior, el tono de soledad se mantiene, pero se intenta hablar a todas aquellas discontinuidades que han caído en la cuenta de que lo son justamente por tomar conciencia de sí. Se arroja el grito, comprimido en palabras, a todos aquellos para los que el yo era una pasión inservible y requerían arriesgar la vida ofreciéndola sin esperanza a una nada exterior. Como dice Silvio Mattoni en su presentación de El culpable: La experiencia interior procura hablarles a otros, a la comunidad secreta de los que salieron de sí para encontrar el vacío absoluto” (Bataille, 2017, 6). Solo puede obrarse este nivel de comunicación mística de una intimidad continua e inmanente si se establece alguna suerte de reducción de las analgésicas lógicas delimitadoras. En este sentido, aunque la experiencia interior no tiene nada que ver con la vivencia fenomenológica, bien delimitada por la experiencia del mundo, sí que podría hablarse de una peculiar especie de reducción fenomenológica trágica que renunciara a toda clase de delimitación y que no pudiera gestionarse más que en el mismo sobrepasamiento: una reducción trágica que viene a remitir a una desnudez interior que no oculta nada y que, por ello, tiene que soportar el desgarro de lo que se oculta. De nuevo la desnudez. “El hombre es su propia ley, si se desnuda ante sí mismo” (Bataille, 2017, 54). La desnudez implica soberanía al reconocer la profundidad de las grietas de la tierra y de las propias heridas. Es esta desnudez la que se ofrece en sacrificio ante la discontinuidad de las cosas y de lo que hay. Este misticismo fisiológico es el que nos libera. “El místico ante Dios tenía la actitud de un súbdito. Quien pone el ser ante sí mismo tiene la actitud de un soberano” (Bataille, 2017, 54). Para el culpable de haber anunciado la muerte haciéndose dueño soberano de su miedo la soledad es una soledad que ya no puede tener refugio. Ya no puede habitarse en la piel sino en las entrañas.

Esta lectura encarnada que realizamos de la experiencia interior de Bataille no evita las dificultades de tematización. Se trata, como decía Blanchot, de aquello que es imposible describir (2021, 60). En sí misma se trata de una experiencia que abomina del utilitarismo de las tematizaciones y, por ello, alude a una experiencia anterior a la historia que no concierne a ningún sujeto subyacente ni a ningún fin que no sea ella misma (Bataille, 2016, 29). No hay exterioridad que legitime, ni sujeción posible; en ello se especifica su carácter trágico. La estructura interna de la experiencia trágica persiste a las disyunciones de la racionalidad. A esta experiencia trágica pertenecería lo excluido, los sueños, la sexualidad, la locura. Sobre la negación irónica de estas derrotas de la ebriedad se ha construido la cultura occidental. El exiguo latido que se mantiene en estas estructuras inmóviles de lo trágico reaviva la necesidad de expresar lo inexpresable; ese dato interior ausente y presente al mismo tiempo donde nos reconocemos todos. En este sentido, la peculiaridad de la experiencia interior con respecto a la mística se encuentra en el absoluto desinterés por devenir todo, inclinándose más bien hacia las implicaciones que tiene dejar de ser algo (Cf. Bataille, 2016, 45). Desde un presupuesto tal de la desaparición y de la imposibilidad se entiende bien que se trate de una experiencia ligada al no-saber. Podemos hablar de ella. No parece haber reticencia en ello, pero las palabras, el lenguaje, terminan abrasando todo lo que nombran y, por ello, no se revela nada quedando siempre sustraída. “Esa experiencia surgida del no-saber permanece decididamente allí. No es inefable, no se la traiciona si se habla de ella, pero ante las preguntas del saber, le sustrae incluso a la mente las respuestas que aún tenía. La experiencia no revela nada y no puede fundar la creencia ni partir de ella” (Bataille, 2016, 25). Decir algo tiene que ver únicamente con la negatividad. Se dice siempre lo que no es: la experiencia interior no es un plan de acción, un propósito de sentido; no puede ser acogida por un yo que se autoconstituye y se somete a procesos de formación; tampoco puede asimilarse sin más con lo inconsciente; la filosofía no puede dar cuenta de ella ya que es ella misma la energía del pensamiento. El ser humano reconoce en este arrasamiento interior el haberse situado en el límite de esa indiferencia cruel de lo real a la que no se puede dejar de someter tras el reconocimiento de la total dejación. Solo somos una pregunta que se repite constantemente; por eso, como también supo ver bien Blanchot, “la experiencia interior es la respuesta que el hombre espera cuando ha decidido no ser más que interrogante” (Blanchot, 1977, 45). Es la consecuencia ineludible por sustraer a la vida del engaño del ocultamiento y de liberar la devastadora energía de eso maldito que lo consume todo en el momento mismo de afirmarlo.

La experiencia interior es, por tanto, éxtasis dionisiaco y exceso que se encuentra por todas las partes, pero al mismo tiempo es negación de cualquier plan, de cualquier proyectar. Con esta tensión trágica de la intimidad queda todo vacío, inmóvil, y, precisamente por ello, termina rebosando la posibilidad de lo imposible. La experiencia interior es experiencia límite que no ahorra en sobrepasamientos y transgresiones sacrificiales en las que el propio impulso vital termina por descomponerse en su ejercicio radical de soberanía.

2. Cuerpos sin cabeza

Desde nuestra parcial lectura del pensamiento de Bataille la experiencia interior diluye la diferencia entre lo espiritual y la carne. Lo interior en Bataille puede tocarse. Entre otras consideraciones cabe hacer referencia a su carácter visceral y entrañable, instintivo y material. La cercanía de lo sagrado con la sexualidad y con el erotismo hace que constantemente estemos recibiendo muestras, muy intencionadamente sepultadas, del vínculo estrecho de los humanos con su animalidad implícita. “En cada hombre hay un animal encerrado en una cárcel, como un preso, y hay también una puerta, y si entreabrimos la puerta, el animal se abalanza hacia afuera como el preso que encuentra la salida; entonces, provisoriamente, el hombre cae muerto y el animal se comporta como animal, sin preocupación alguna por suscitar la admiración poética del muerto” (Bataille, 2003, 54). La fisiología mística de Bataille da cuenta, con Nietzsche, de que el encierro que realiza el cuerpo no es para el alma, sino para la fuerza incontrolable y excesiva de la visceralidad. En el interior se cuece toda la energía sagrada de la continuidad de la vida. Es a partir de la piel, en la frontera de la exterioridad y en el juego productivo de los cuerpos instrumentales, cuando el magma matérico deviene conciencia y se fragmenta de manera discontinua en el bálsamo regulador del yo. A partir de ese momento la razón se encarga de generar la conjura contra la informidad del universo poniéndole un traje a lo que existe (Cf. Bataille, 2003, 54).

Bataille mantiene la tensión de su pensamiento sobre la base de una voluntad material inmanente. Es claro que, del mismo modo que la corporalidad de la experiencia interior no remite a ningún en sí legitimante, el materialismo del que nos habla, referido especialmente al lado oscuro y de tiniebla, no implica una ontología, ni tampoco el reduccionismo de que la materia sea la cosa en sí (Cf. Bataille, 2003, 62). La bajeza material, la degradación de lo impuro, no puede someterse al poder liberador de la razón. Cuando la razón sujeta a la materia la dignifica convirtiéndose en algo externo y, por tanto, en principio superior impositivo que impide la transgresión de las fuerzas oscuras. Se trata del excesivo peso macrocefálico de la paternidad externa. Se requiere, como en Nietzsche, la fórmula de la decapitación para poder establecer con fluidez fisiológica el tránsito del fuego de lo exuberante a los hielos gélidos de lo insoportable. Decapitar traerá como consecuencia habitar permanentemente en las fronteras de la transgresión. Propiamente hablando habría que decir que la transgresión se convierte en el único hábitat de la existencia y de la comunidad acéfala.

Probablemente Nietzsche vería con buenos ojos la radicalización mutilante y sacrificial de la fisiología de Bataille al proponernos la mística inmanente de una comunidad sin cabeza regida por el filtro sacro del arte y sus excesos. Expresamente, el escritor francés, identificaba la acefalia con la muerte de Dios y con lo sobrehumano. “6. El acéfalo, decía, expresa mitológicamente la soberanía destinada a la destrucción, la muerte de Dios, y en esto la identificación con el hombre sin cabeza se mezcla y se confunde con la identificación con lo sobrehumano que ES íntegramente ‘muerte de Dios’. 7. El superhombre y el acéfalo están unidos por un mismo destello a la ubicación del tiempo como objeto imperativo y libertad explosiva de la vida” (Bataille, 2003, 186). En Bataille el Dios dionisiaco en el que se encarna la voluntad de poder y la exuberancia destructiva de la vida, al habitar en la tragedia hace que pueda trascenderse la mera individualidad de los impulsos corales en esa comunidad “sin cabeza”, resultado de la decapitación de la divinidad. Su gran empeño fue hacer compatible la aspiración nietzscheana de libertad individual más radical con los propósitos más extremos de igualdad social del comunismo (Campillo, 1998, 24).

Acéphale, como proyecto, iba más allá de la revista. Incluía una suerte de realización esotérica, mística y trágica de esta extensión política de la que hablamos. Poco se sabe de esta sociedad secreta que quería concebirse como la comunidad generadora de una nueva religión (Cf. Surya, 2012, 290 y ss.): una religión que incluyera la presencia más intensa del hombre en el mundo, tanto desde el punto de vista erótico como tanático. Acéphale se quería presentar como la comunidad fisiológica de la tierra donde la muerte consigue liberarse del cielo. El cuerpo se convertía en entraña terrestre en su jugo vital y biológico, pero también en la sequedad cadavérica de su descomposición. Más allá de aquellas oscuras intenciones de la secreta comunidad lo que aquí nos interesa más es el hecho de llevar hasta sus últimas consecuencias el rumor nietzscheano de la rehabilitación de la muerte para la vida. Es la muerte recuperada la que establece el vínculo más esencial entre los vivos. Como ratifica el comentario de Surya: “La muerte, al igual que el sacrificio, (…) une a los supervivientes que quedan suspendidos del cadáver. Lo que enlaza la muerte es la angustiada comunidad que experimentan conjuntamente los vivos en el desgarramiento de su superación” (Surya, 2012, 285). En el tercer artículo de Acéphale del número 5 de 1939, Bataille habla expresamente de “La práctica del gozo ante la muerte”. Comienza advirtiendo que en cualquier hermosa claridad de algo feliz que acontece se encuentra presente el más desgarrador de los espantos. El verdaderamente feliz es quien no mide la caída y es capaz de convertir la agonía siempre presente en un gozo porque ya no hay nada excluido, porque ya tiene acceso a todo. “El místico del gozo ante la muerte no puede ser considerado como un acorralado, ya que está en el estado de reírse con total ligereza de cualquier posibilidad humana y de conocer cualquier embeleso accesible” (Bataille, 2015, 106). La muerte implica despertar del embeleso y repetir siempre la afirmación de la experiencia interior. De nuevo el misticismo inmanente, porque el gozo ante la muerte únicamente le corresponde a aquel para quien no hay más allá. Ningún más allá puede servir a aquel que “baila con el tiempo que le mata”. Es la apoteosis de lo perecedero, la risa ebria de la carne, en la que se recupera el júbilo trágico del presente. Para Bataille ahora las fuerzas de la voluntad de poder celebran también el aniquilamiento de la vida al desaparecer dentro: “Permanezco en ese aniquilamiento y a partir de ahí me represento la naturaleza como un juego de fuerzas que se expresa en una agonía multiplicada e incesante” (Bataille, 2015, 109). El sol y el cielo desenfrenados existiendo en el momento mismo de destruirse y consumirse. “Yo mismo destruyéndome y consumiéndome sin cesar en mí mismo dentro de una gran fiesta de sangre” (Bataille, 2015, 112). El amor más inconcebible. La vida y la muerte juntas cayendo hacia dentro. “Una pura caída interior en un abismo ilimitado” (Bataille, 2015, 114).

Mucho debe esta radicalización tanática de la vida a Nietzsche, pero también a la remisión constante a las ancestrales fuerzas sagradas de la vida arraigadas en la experiencia de las grietas terrestres y cavernarias. La iconografía del acéfalo, diseñada por Masson con sugerencias del propio Bataille, no puede dejar de mostrar la herida procedente de la mutilación. El dibujo representa el cuerpo de un hombre con el cuello seccionado y los brazos extendidos. En una de las manos lleva un “sagrado corazón” en llamas, abrasándose, consumiéndose, y, en la otra, una daga. El vientre abierto al aire muestra la carnalidad efímera y excrementicia de las vísceras. Músculos llenos de energía que conviven con la corrupción y la impureza. La cabeza no obstante no se ha perdido del todo ya que su calavera se ha instalado en el sexo confundiendo, o asimilando, la vida con la muerte. Propiamente no hay confusión, sino el reconocimiento de un orden moral atravesado por la contradicción y por la ausencia de límites. Como apunta Ginés Navarro al respecto: “El acéfalo ‘ignora la prohibición’, vive en el mundo de la transgresión y lo heterogéneo; consagra las tendencias bajas como principios de la vida y con ello arruina el aspecto humano del cuerpo y la humanidad del sujeto; pierde la cabeza y abolidos los límites entre el afuera y el adentro, deviene sagrado” (Navarro, 2002, 159). Deviene sagrada, como vemos, esta fisiología trágica de Bataille. Su sacralidad se encuentra en la energía comunitaria que se despliega al perderse la entidad sustancial de una cabeza rectora. La soberanía se encuentra ahora en todas las partes, pero especialmente en el asentimiento del mysterium tremendum. Pero, además de esta sacralidad del sacrificio de la parte-una en beneficio de la integración de la parte-múltiple, el acéfalo tiene que ver con la ausencia del fundamento de la identidad, con la destrucción de la autoridad racional, con la instauración de un des/orden sustentado en la autonomía de las pulsiones (analogía clara con el des/orden de las fuerzas de la voluntad de poder nietzscheana), con la inconveniencia de lo porvenir ante la falta de previsión implícita en la combustión absoluta e inmediata del corazón, con la violencia originaria e instituyente de comunidad implícita en la decapitación misma, con el resurgimiento de las grandes madres internas y terrestres de lo más detestable3.

Ahora bien, además de este estallido de la corporalidad trágica, la acefalia adolece de otras consecuencias para nuestra fisiología hermenéutica de esta gran salud soberana. Sin cabeza, hay que hablar también de la seducción terrestre de otras partes del cuerpo: el dedo gordo del pie, los pies (Bataille, 2003, 44 y ss.), la hipocresía por la repulsa de los mataderos (Bataille, 2003, 50), el ojo (Bataille, 2003, 37), la boca (Bataille, 2003, 67). Todos ellos son huecos, espacios horadados, por donde se escapa el excedente de la parte maldita.

La boca, por ejemplo, es el “orificio de los impulsos físicos profundos” (…) “un hombre puede liberar esos impulsos al menos de dos maneras diferentes, con el cerebro o con la boca, pero apenas se tornan violentos se ve obligado a recurrir a la forma bestial de liberarlos” (Bataille, 2003, 68). Para Bataille, la humanidad de la boca cerrada nos deja sin recursos para el regreso interior, profundo y carnal, hacia la hierofanía fisiológica de lo real. De nuevo el misticismo fisiológico de Bataille.

Sin cabeza también implica mutilación. En el conocido trabajo titulado “La mutilación sacrificial y la oreja cortada de Vincent Van Gogh” (Bataille, 2003, 74 y ss.), se nos habla del carácter sacrificial de las mutilaciones y las automutilaciones psicológicas y rituales. Estos fenómenos, según Bataille, obedecen implícitamente a la tortura del exceso contenido en la fuerza de la vida y en su ratificación en la muerte. La inercia de separar, de extraer y de lanzar algo de uno mismo, del dentro más carnal, fuera de sí, y que, en algunos casos no puede tener más límite que la muerte, resulta ser un mecanismo psicológico y fisiológico en el que se expresa la ruptura de la homogeneidad con la naturaleza, con lo real, para expiar mediante el dolor la potencia de la continuidad y sujetar la parte maldita con la individualización del orden establecido.

3. El misticismo erótico y tanático

La figura del sol es importante para Bataille. Se trata de un cuerpo que se consume a sí mismo devorándose en el propio acto de conferir vida. Al margen de cualquier ratificación cosmológica de este extremo la analogía implícita en todo orden posible de existencia de las cosas puede extenderse a lo macro y a lo micro. Atendiendo a nuestra perspectiva fisiológica parece claro destacar que, en los cuerpos, en la fuerza inmanente de lo biológico, se produce una constante lucha instintiva de la vida desplegando energía en el mismo momento en el que se produce el deterioro, la degeneración y la muerte. Para Bataille, al margen de cualquier reduccionismo vitalista, es en el erotismo donde se concentra la tensión de estas dos fuerzas; donde se aprueba la vida hasta en la muerte (Cf. Bataille, 2005, 15). El erotismo, en tanto que tránsito de lo animal a lo humano, tiene que ver con lo interior (no con la conciencia); es decir, con lo sagrado. El erotismo está dentro, no fuera, en cualquier suerte de objetivación ajena del deseo. Aparece cuando el homínido toma conciencia de la muerte; es decir, en el momento en el que la vida sexual del hombre, que va más allá de reproducir la vida, se opone a la del animal. Con la conciencia de la muerte quedamos liberados del sexo meramente reproductivo habilitándose, de este modo, la posibilidad del derroche improductivo de fuerza vital y de trascender las previsiones de permanencia. Tal liberación, en todo caso, no implica que lo erótico deje de estar condicionado por lo reproductivo. De hecho, es el abismo que se abre entre las discontinuidades sexuales el que es rellenado con la infinita pasta de la muerte. En tanto que la ‘pequeña muerte’ del espasmódico placer erótico es identificable con la muerte definitiva, quedará anunciado por ello que la risa y el llanto simultáneos de Eros nos llevan y nos traen del delirio y la voluptuosidad al horror sin límites (Cf. Bataille, 2007, 37).

Bataille abrió la posibilidad de convertir la sexualidad, es decir, la erotización de la desnudez, en un adecuado receptáculo para vislumbrar aquel rumor constante de lo indecible en su indiferencia tras el vaciamiento de la divinidad. El erotismo con Bataille nos ha situado en los límites más extremos diseñando la línea de espuma de lo que se puede alcanzar apenas sobre la arena del silencio (Foucault, 1999, 163). Nietzsche fue bien consciente de que él mismo no podría dar alcance a todas las consecuencias del anuncio de la muerte de Dios. Un extremo no concebido fue el del vínculo instantáneo del erotismo, en conexión directa con la muerte, con el descubrimiento de la propia insuficiencia del lenguaje y la abolición del poder de las palabras para expresar la continuidad de la vida (Cf. Bataille, 2016, 45). El erotismo no puede consolidarse ya en nada; queda sometido a los abismos de lo imposible. No puede encontrar su verdad en los cuerpos, sino en esa nada que los estrecha. Por eso cabe concebirlo tentativamente como esa modalidad fronteriza de habitar entre la discontinuidad y la continuidad en la que se aprueba la vida hasta en la muerte (Cf. Bataille, 2005, 15). “Somos seres discontinuos, individuos que mueren aisladamente en una aventura ininteligible; pero nos queda la nostalgia de la continuidad perdida” (Cf. Bataille, 2005, 19). Una nostalgia que se activa en los núcleos más íntimos de la experiencia interior y que, precisamente a causa de esa inmanencia trágica, se abre a la libertad, a la trascendencia y a lo sagrado. El erotismo no es la sexualidad instintiva y reproductiva. Tiene que ver con ese magma incandescente que quiere apagarse siempre sobre la nada. Es el lugar en el que nos perdemos al transgredir lo imposible. En la transgresión es donde se disuelven los seres que se comprometen con la actividad erótica. Disuelta la discontinuidad evocamos nuestra continuidad originaria. La muerte y sus rituales se conectan y se hacen simultáneos a la expresividad erótica de la vida. En ese filtro lo erótico es lo sagrado. En la violencia que late en el sacrificio se produce la revelación de la erótica continuidad originaria en el ofrecimiento y la destrucción de la discontinuidad de una víctima propiciatoria. Lo erótico, como sagrado, exige, por tanto, la violencia, la violación de la cesura. La muerte, de este modo, es reivindicada como la apoteosis más reveladora de la vida. En el pie de foto de una ilustración incluida en El erotismo sobre sacrificios humanos aztecas Bataille anota expresamente: “Suele ser propio del acto del sacrificio el otorgar vida y muerte, dar a la muerte el rebrote de la vida y, a la vida, la pesadez, el vértigo y la abertura de la muerte. Es la vida mezclada con la muerte, pero, en el sacrificio, en el mismo momento, la muerte es signo de vida, abertura a lo ilimitado” (Bataille, 2005, 122 y ss). Sacrificio tiene que ver con excedente de vida y con transgresión. Se sacraliza la trasgresión, por tanto. No se puede olvidar que la muerte ha estado prohibida; o, mejor dicho, que la muerte y su negación para la supervivencia, han sido la energía y el entramado de toda prohibición. Por eso, para comprender bien el alcance de este asunto es preciso anotar, como nos enseñó a ver bien Foucault, que la transgresión requiere aquí ser liberada de las potencias escandalosas del mal, de lo negativo, de lo subversivo. “La transgresión no se opone a nada, no se burla de nada, no busca sacudir la solidez de los fundamentos (…), no es violencia en un mundo dividido (en un mundo ético) ni triunfo sobre los límites que borra (en un mundo dialéctico o revolucionario) (…). No hay nada negativo en la transgresión. Afirma el ser limitado, afirma ese ilimitado en el que salta abriéndolo por vez primera a la existencia” (Foucault, 1999, 168). Solo esta disposición sagrada de la transgresión, prioritariamente de los cuerpos, al arrojar a la vida a lo ilimitado prescindiendo de lo fragmentario, nos permite, desde este misticismo inmanente de la fisiología trágica, una conexión instantánea y eterna, siempre efímera, entre el cuerpo y lo real. De producirse esto es la experiencia interior la que rellena todos los huecos abisales de la discontinuidad y lo afirma en la comunicación. La comunicación, así, es la sacralización erótica de la muerte en la vida y el asentimiento de la continuidad. De entre los ejemplos destacados por Bataille, uno de los que mejor ilustran el asunto desde la perspectiva de nuestra fisiología trágica es el de la orgía.

La orgía es paradigma de transgresión y de comunicación. Como toda transgresión la orgía adolece de una insoportable ambivalencia que tiene que ver con el reconocimiento de la angustia que acarrea jugar con los límites. Se trata de una angustia que reconoce a carcajadas, pero también entre sollozos, la simultaneidad del extremo placer y del extremo sufrimiento y la completa identificación de la existencia con el no-ser de la muerte. Más allá del desbordamiento de fuerzas con el que la fiesta niega los límites impuestos por la ordenación cotidiana del trabajo, la orgía se presenta como la absoluta inversión del orden. Tal desenfreno supone que el erotismo orgiástico sea un exceso peligroso, ciego y nefasto en acuerdo estrecho con la desmedida e incontrolada proliferación de la vida. Reducido el aislamiento en el que nos deja la interdicción, la transgresión de la orgía supone la fusión ilimitada de los seres en su propia exuberancia interior. Seres de dentro que cuando se tocan dentro se tocan fundidos; es decir, fusionados, pero al mismo tiempo, apagados también. Esta comunión es la comunicación del silencio sin fin; la verdad de un océano, en el que quedan integradas todas las olas, y de un desierto, en el que una duna siempre se monta sobre otra. Ese océano que alberga todas las fuerzas hasta la de la sequedad; donde el sentimiento de comunidad aglutina cada torrente y donde Bataille tomó conciencia del impulso propio que debía imprimir al destino común con Nietzsche. “Hablé de comunidad como si existiera: Nietzsche refirió a ella sus afirmaciones, pero permaneció solo. Frente a él ardo, como con una túnica de Neso, con un sentimiento de ansiosa fidelidad. No me detiene que en la vía de la experiencia interior él sólo avanza inspirado, indeciso (…) De un sentimiento de comunidad que me une a Nietzsche nace en mí el deseo de comunicar, no de una originalidad aislada” (Bataille, 2016, 49-50). Pero, como ya advertimos al principio del trabajo, sabe muy bien que su conexión es la de la hueca profundidad de una íntima oscuridad. “Sin duda me incliné más que Nietzsche hacia la noche del no-saber. Él no se demora en esos pantanos donde yo paso el tiempo, como hundido. Pero no vacilo más: el mismo Nietzsche sería incomprendido si no llegáramos a esa profundidad” (Bataille, 2016, 50).

Conclusión

Terminamos ya esta reflexión centrada en la expresión soberana de la fisiología trágica de Bataille. De su discurrir hemos aprendido que tenemos que saber leer bien a Nietzsche y que para ello no podemos ser nietzscheanos, como nos enseñara Bataille; y también el propio Nietzsche de manera autorreferencial. Nos toca traspasar los umbrales de algunas puertas que él únicamente dejó entreabiertas. La sugerencia de su gran intuición sobre la decadencia y sobre la necesidad de intervenir directamente en su devenir con la vida misma y con su radicalidad fisiológica se dirige a cada uno de nosotros en nuestra capacidad de reacción crítica y creativa. No se quieren seguidores. El escorzo instintivo de la corporalidad exige la insistencia de la diferencia (Deleuze) y de lo diferente: lo de afuera. No ha lugar a una mera reproducción de su pensamiento, inservible para nuestro tiempo en algunos aspectos si la pretendemos fidedigna, si no es filtrado por las múltiples anarquías artísticas de la libertad o del horror. Escuchar a Nietzsche con utilidad implica actualizar permanentemente la incomodidad de su filosofía para una época cómoda e indisciplinada que se derrite licuada entre los dedos blandos de la indiferencia. La inercia de un hedonismo mal entendido hace que los individuos fragmentados se sometan a las nuevas modalidades de los ideales ascéticos de represión de la energía vital puesta al servicio del vaciamiento y la manipulación. Incluso la corporalidad se instrumentaliza para, de ese modo, inhibir su potencial crítico y auténticamente creativo. ¿Qué podrá implicar verdaderamente la reapropiación de un cuerpo insertado en la voluntad de poder y de suerte, el anuncio de la fisiología trágica como programa ético-político, ante la saturación y el ahuecamiento del espectáculo de la corporalidad? Pensar con el cuerpo, pensar dentro del cuerpo, pensar desde el cuerpo, es no evitar nunca el reto de lo real; no permitir que esta dejación de la productividad siga condicionando la estructura entera de nuestro modelo civilizatorio actual. El cuerpo entramado de la voluntad de poder nietzscheana se reconoce como ese escenario ineludible que se va configurando con cada acción. No se nos da como una prefiguración en la que se acumulan las intenciones. La peculiaridad de este escenario desfundamentador resulta ser análoga a la pintura de Paul Cézanne. No se trata tanto de la dotación de un espacio previo en el que instalar los objetos y modelarlos, como de la modulación del espacio a partir de la modulación propia de los objetos. La pasión artística del cuidado de sí, de la escultura de sí que reclama Nietzsche al espíritu libre del superhombre para afirmarse en cada instante eterno y para ser el que se es, exige que el cuerpo no sea una condición trascendental sino la construcción interpretante y traductora de la vida y su impulso ejecutivo en el momento mismo de ser modulada. Una tarea de esa índole se aleja del pesimismo y reclama para sí la presencia dionisiaca del “artista trágico”: aquel que dice sí incluso a todo lo problemático y terrible (Nietzsche, 2016, IV, 634); a lo negativo, a lo absolutamente terrible. La gran salud que reasumimos implicará, por una parte, la reapropiación de la muerte, es decir, de la diferencia implícita en su fuerza vital. Aunque también, como nos ha ayudado a ver Bataille, y atendiendo a su peculiar espíritu trágico, nos facilitará escuchar el hueco continuo de la hierofanía soberana en la interioridad, al margen del horror que pueda estar allí contenido. Bataille consiguió integrar la discontinuidad nietzscheana, pero para ello tuvo que desnudar a todos los cuerpos con objeto de homogeneizar la profundidad y las extremas diferencias de cada una de las heridas que ahora se hacían visibles. Esta deponencia de la fisiología trágica de Bataille nos ha ayudado a definir algo más ese espacio de la experiencia del cuerpo y del espíritu en la que el sujeto que habla, en lugar de expresarse, se expone, y al exponerse desaparece en la indigencia de su propia finitud, y en la repetida remisión a su propia muerte. El misticismo inmanente de Bataille que hemos rescatado sabe bien que en la soberanía del exceso la ilimitación del gasto nos permite descender a los espacios sagrados de la maldición. La afirmación nietzscheana parecería querer consumarse de este modo.

Referencias

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1 No es intención de este trabajo analizar la influencia de Nietzsche en Bataille. Sin embargo, no es posible dejar de recordar la importancia que tuvo su lectura para la más que significativa recepción francesa posterior de Nietzsche en todo el siglo XX. Escuchando al alma paralela, en lo referido al desasimiento de Dios y sus consecuencias, Bataille comprendió a principios de los años veinte que no le quedaba más remedio que resignarse a la presencia de Nietzsche en su pensamiento y en su destino. Lo que no se podía eludir a partir del desasimiento no solo era la voluntad de poder implícita en la transvaloración del sobrehombre, sino también, y de manera especial, la experiencia psíquica y fisiológica del mal. La afirmación de la risa terminaba remitiendo a la vida, pero también al abismo. Probablemente, tal y como relata Michel Surya en su conocida biografía de Bataille (2012, 78 y ss.), la peculiaridad de este influjo nietzscheano de Bataille no se podría haber producido sin la intermediación de su maestro en anti-idealismo el filósofo ruso afincado en Paris por esas fechas Leon Chestov. Entre los años 1922 a 1925 Bataille asistía regularmente a encuentros con Chestov con quien tomó conciencia de que la filosofía de la tragedia que emanaba de Dostoievski y de Nietzsche abría las puertas de lo irracional con las que se desvelaba todo aquello que había ocultado el fantasma de la felicidad. La demencia, el pesimismo, el mal y el horror debían también ser tenidos en cuenta como consecuencia de la total liberación de la vida. Lo trágico para Chestov tenía que ver con que Dios seguía exigiendo lo imposible incluso después de su muerte. Desde esta perspectiva trágica Bataille tuvo que ingeniárselas para rehabilitar a Nietzsche desde el filtro marxista en el que tuvo que habitar casi ineludiblemente, en debate constante con los surrealistas, y liberarle del uso espurio que había hecho de él el nazismo y el fascismo. En este sentido su proyecto de la Revista Acéphale, a partir de 1936, llevado a cabo con colegas como Masson, Klossowski, Wahl y Caillois, se ocupó, de manera no exenta de dificultades y malos entendidos (¿Por qué alguien de extrema izquierda quería rehabilitar a un protonazi?), de reivindicar y liberar en Francia por primera vez la figura de Nietzsche. En su espíritu, y de manera especial en el segundo número publicado en 1937 y dedicado a Nietzsche íntegramente (Bataille, 2015, 19 y ss.), se cuestiona el antisemitismo y se hace ver con claridad que las fuerzas que se ponen en juego en la voluntad de poder nietzscheana nada tienen que ver con la violencia esclavizante de los nazis; antes bien, se trata de fuerzas liberadoras. La figura del acéfalo nos servirá posteriormente para ilustrar adecuadamente algunos de los aspectos implicados en esta extensión de la fisiología trágica.

2 El artículo se titulaba “La noción de gasto” (1933), y encontraba su inspiración estructural y de contenido en los trabajos de Marcel Mauss, en concreto en su artículo “Ensayo sobre el don” (2009 [1925]).

3 Reelaboramos aquí las claves de lo que para Ginés Navarro representa la figura del acéfalo. (Cf. Navarro, 2002, 160-161).