Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 89 (2023), pp. 163-178

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.475901

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Teoría estética y feminismos: respuestas inclusivas y globales a la experiencia en el arte y la sociedad actual*

Aesthetic theory and feminisms: inclusive and global responses to the experience in art and current society

ANA MARTÍNEZ-COLLADO**

Resumen. El artículo analiza los procesos deconstructivos propuestos por la estética feminista desde la reivindicación de la experiencia y la defensa de un pluralismo interpretativo que reevalúe el proyecto moderno. Se revisan, de este modo, los conceptos de subjetividad, creatividad, genio, estética pura del placer y las categorías de lo bello y lo sublime para visibilizar perspectivas estéticas tradicionalmente silenciadas. Perspectivas necesariamente inclusivas que concilian la afirmación de la diferencia en un mundo global donde identidades, cuerpos y sexualidades habiten y coexistan en el espacio de lo público y lo privado en tanto testigos de la diversidad de nuestro tiempo.

Palabras clave: Estética, feminismo, arte contemporáneo, modernidad, belleza, sublime, cotidiano.

Abstract. This paper analyses the deconstructive processes proposed by feminist aesthetics from the claim of experience and the defence of an interpretive pluralism that re-evaluates the modern project. In this way, the concepts of subjectivity, creativity, genius, pure aesthetics of pleasure and the categories of the beauty and the sublime are reviewed to make visible aesthetic perspectives traditionally silenced. Necessarily inclusive perspectives that reconcile the affirmation of difference in a global world where identities, bodies and sexualities inhabit and coexist in the public and private space as witnesses of the diversity of our time.

Keywords: Aesthetics, feminism, contemporary art, Modernity, beauty, sublime, everyday.


Recibido: 06/04/2021. Aceptado: 08/07/2021.

* Este artículo es resultado de las estancias realizadas en el Department of Media, Culture and Language de la University of Roehamptom (Londres) entre 2013 y 2018, de las investigaciones promovidas por el Grupo de Investigación Consolidado (desde 1997) de la UCLM “Visu@ls. Cultura visual y políticas de identidad”, y del “Archivo ARES. Estéticas, identidades y prácticas audiovisuales en España” (https://aresvisuals.net), financiado por los Proyectos de I+D+i MINECO (Ref.: HAR2013-45747-P) y MICIU (Ref.: PGC2018-095875-B-I00).

** Catedrática de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad de Castilla-La Mancha (ana.martinez@uclm.es). Crítica de arte independiente, comisaria de exposiciones y autora de numerosos ensayos de Estética y Teoría de las Artes, Estética de la Modernidad, Teoría y Arte Contemporáneo, Estudios Visuales, Nuevos Medios y Feminismo.

 

1. Introducción

El feminismo crea nuevas formas de pensar, nuevos significados y nuevas categorías de reflexión crítica; no es simplemente una extensión de viejos conceptos a nuevos dominios.

Hilde Hein (1990, 281).

Con la eclosión de un arte global, el marco que delimita el espacio de la representación evidencia una multiplicidad de puntos de vista unidos en la diferencia (Oñate, 2019, 62) que revelan otras realidades y experiencias –tanto personales como políticas– que, a fin de cuentas, elaboran “un lugar limítrofe donde poder advenir y morar” (62). En este contexto, el desarrollo de los feminismos tanto desde las prácticas artísticas como desde la reflexión teórica, con especial atención a los roles que el género desempeña en la formación y aplicación de ideas sobre la percepción, el arte, la creatividad y las categorías estéticas, ha abierto caminos de comprensión y expresión, de narración de la realidad y la existencia contemporánea. Ya en 1990 la teórica Hilde Hein en su texto pionero “The Role of Feminist Aesthetics in Feminist Theory” mantiene: “haciendo nuevas preguntas, forjando un nuevo lenguaje, conociendo nuevas equivalencias similares dibujadas desde los márgenes, nos encontramos con caras nuevas, y eso seguramente es alentador” (1990, 289). Un desarrollo que no implica exclusivamente a la mujer, sino que abre la puerta a colectivos y posibilidades identitarias veladas por el discurso hegemónico de entonces (Martínez-Collado, 2008, 249).

Una de las mayores estrategias en este sentido ha sido profundizar en el micro-relato de la cotidianidad, de las vivencias del día a día, para desentrañar sus políticas (Pollock, 1988). Hein partió de la definición de Jeffner Allen e Iris Marion Young sobre la teoría feminista como una “reflexión en la circunferencia de la experiencia” (Hein, 1990, 282) e insiste en que es la referencia experiencial la que vincula la teoría feminista a la estética, “ya que la estética es la transformación paradigmática de lo inmediato, múltiple y cualitativamente diverso, incluso la más monolítica de las teorías estéticas clásicas esta obligada a aceptar la multiplicidad y, a veces, dejarlo sin reconciliar” (282). Sumamos aquí la evolutiva concepción de la belleza y lo sublime y el camino del arte hacia el límite de la experiencia, donde arte y vida están cada vez más próximos: “una conexión directa y literal con la vida cotidiana” (Saito, 2010, 8). Por ello, en este espacio de inmediatez, la perspectiva feminista –en tanto cuestionamiento de toda epistemología– irrumpe desmantelando fronteras intensamente desde las últimas décadas del siglo XX.

2. Estética de la modernidad y perspectiva de género. Hacia una estética global

Como expone Mary Devereaux, “en el debate sobre el feminismo están en juego suposiciones profundamente arraigadas sobre el valor universal del arte y la experiencia estética” (1990, 339). Estos valores se encuentran tan incardinados en los imaginarios colectivos que quienes detentan su monopolio se resisten a este “derrocamiento” que las teorías feministas pretenden (339). El arte contemporáneo ha contribuido a la visibilización de estos cambios en tanto campo abierto de posibilidades creativas de difícil síntesis tanto por la diversidad de las propuestas conceptuales y productivas como por el abanico interpretativo que despliegan (Appadurai, 2001, 46). Herederos de la experiencia estética de la Modernidad, ya sabemos de sus logros –como proyecto de realización positiva, emancipador y autónomo– y reconocemos sus “líneas de sombras” –un tiempo ya en el cual “la modernidad está decididamente desbordada” (6)–. Un tiempo en el que lo sólido no es reemplazado por formas más sólidas “mejoradas”, sino que es “susceptible a la disolución”, de ahí el concepto de “modernidad líquida” (Bauman, 2000, 17). Un estado de la experiencia en el que es definitivamente espúrea la imposición de cualquier modelo universalizante.

La más fuerte crítica que el proyecto moderno de construcción de una identidad emancipada recibió provenía de todo aquello que la definición de este modelo dejaba fuera como desde los ochenta escribieron John L. Taylor (1996) y Hal Foster (2001). El propio paradigma moderno se reconoce como un modelo abierto a distintas concepciones del mundo, en un orden de necesaria atención hacia las diferencias, impulsando el reconocimiento de su pluralismo interpretativo. Arthur Danto tomó conciencia de este gran logro que permitió “por fin hacer filosofía del arte de un modo transhistórico” (2005, 28), consolidando una tendencia que evitaba la legitimación de la experiencia estética a través de una narrativa maestra. Así, el trabajo realizado por la estética feminista desde la década de los setenta del siglo XX interviene y hace posible esta transformación de los paradigmas interpretativos al señalar la importancia en que el género influye en la formación de ideas sobre el arte, los artistas y el valor estético: “el arte es el campo privilegiado en que se ha estudiado al sujeto en proceso, y, además, el arte ha sido considerado como el campo principal en que tales brechas del orden simbólico pueden producirse con mayor probabilidad” (Ecker, 1986, 16).

De ello se sigue que la construcción social del género se entienda como un sistema de cultura y conocimiento cuya deconstrucción desoculta los artificios que encubren su supuesta neutralidad (Hein y Korsmeyer, 1990; Korsmeyer, 2017). Excluyendo de esta perspectiva la posibilidad de recoger cualquier esencialismo metafísico, Hein indica que no se pueden negar “las situaciones diferentes que separan radicalmente las vidas de los hombres y las mujeres y conducen a sus formas de comportamiento característicamente diferentes” (1990, 282). En “Modernity and the Spaces of Feminity” Griselda Pollock (1988) ya insistía en estos aspectos respecto a las diferencias en la perspectiva temporal de la construcción social y cultural, y abogaba por aceptar esa otra modernidad, una deconstrucción de “los mitos masculinos de la modernidad” (50), que nos permita reconocer esos otros espacios en los cuales se encuentran las mujeres. En este mismo sentido, Janet Wolff en “Feminismo y modernismo” (1990) reclamaba que para evitar la exclusión de las mujeres era necesario evidenciar las grandes diferencias entre el hombre y la mujer en cuanto a la “experiencia de lo que constituye lo moderno” (156), así como “examinar críticamente ese canon, y no limitarse a aceptar que el modernismo resultó inaccesible a las mujeres” (158). Desde entonces este trabajo ha reelaborado categorías estéticas como la belleza, lo sublime, el genio, la creatividad y el desarrollo de nuevas perspectivas de análisis respecto al placer, al cuerpo, al sexo.

A pesar de la importancia de los cambios que supone para la reflexión estética la consideración de la perspectiva de género, la resistencia a asumirlo ha sido lamentablemente más intensa que en otros ámbitos de conocimiento, una exclusión frente a la transformación del paradigma epocal. Todas las autoras pioneras se hacían eco de esta dificultad. Gisela Ecker en 1986 recoge ya una serie de ensayos de autoras alemanas, escritoras, teóricas de la literatura, el arte y la sociología bajo la premisa de responder cómo es posible la participación en el discurso y la producción estética cuando hasta el momento había sido teorizado y producido desde la autoconciencia masculina (Ecker, 1986, 17-18). Y en 1990, Peggy Zeglin Brand y Carolyn Korsmeyer señalan que mientras que otras disciplinas comenzaron a asumir una relación con las prácticas artísticas realizadas por mujeres –un compromiso que modifica sus análisis ya desde la década de los años 70, como la historia del arte, la teoría fílmica, la crítica literaria, incluso la filosofía ética– “la estética filosófica ha permanecido relativamente poco representada en esta revolución” (Zeglin Brand y Korsmeyer, 1990, 277).

Esto no ha sido por la inexistencia de investigaciones relevantes al respecto, sino por su falta de reconocimiento en el discurso hegemónico. Por ello, aquella primera publicación pionera de Ecker fue celebrada con un número especial, “Feminism and Traditional Aesthetics”, en The Journal of Aesthetics and Art Criticism (1990), que coincide con la publicación de un primer número monográfico en Hypatia: Journal of Feminist Philosophy (Hein y Korsmeyer, 1990). Cuando Peggy Zeglin Brand y Carolyn Korsmeyer publican el volumen Feminism and Tradition in Aesthetics (1995), reelaborado a partir del número de la revista mencionada, vuelven a insistir en esta demora del discurso feminista en el ámbito de la estética, señalando la perplejidad y disgusto frente a este hecho. A pesar de sus diversas posturas, esta denuncia es una constante en las autoras, las cuales insisten en la paradoja de esta exclusión en un campo de conocimiento que se define como interdisciplinar. Señalando, además, que la “contribución a la perspectiva feminista en la Estética no ha sido efectuada sólo por filósofas sino también por historiadoras, teóricas de la música, de la literatura, del cine y de la performance, además de por las propias artistas”, y valorando especialmente “la aportación de la perspectiva feminista en áreas colaterales a la tradición estética” (Korsmeyer, 2017). El volumen colectivo de Hilary Robinson Feminism, Art, Theory: An Anthology (2001), evidencia esta incorporación a través de la participación de distintas artistas y teóricas, además de destacar la revolución política de las aportaciones que proponen1.

Katthleen Marie Higgins defendió de forma apasionada en “Global Aesthetics –What Can We Do?” (2017) la necesidad de implicar a la Estética como disciplina en la diversidad de tradiciones culturales que podrían “alentar un enfoque más inclusivo” (341). Si vivimos en un mundo global y plural es imprescindible comprender otras perspectivas que no estén bajo el patrón de los criterios de universalidad occidental. Como ejemplo de esta ignorancia o ausencia en el discurso –pero sobre todo para explicar las causas de esta resistencia– las compara con las dificultades de la perspectiva feminista. Recuerda a través de la explicación ofrecida por Mary Devereaux en “Oppressive Texts, Resisting Readers, and the Gendered Spectator: The ‘New’ Aesthetics” (1990) que la ignorancia o la resistencia del campo dominante respecto a la estética feminista estaba fundamentada en el desafío al status quo sobre los supuestos de la “disciplina”.

Actualmente estamos más preparados para asumir la tolerancia respecto a los diferentes enfoques y perspectivas que abordan los conceptos estéticos, obligados por las transformaciones de la vida cotidiana y su expresión a través del arte y la cultura en general (Oñate, 2019, 23-24). En este sentido, el feminismo ha recorrido un largo camino en poco tiempo asumiendo una nueva metodología y una epistemología para dar testimonio del acontecer de la experiencia, alternativas a la construcción del discurso común, capaces de aplicar nuevas perspectivas de análisis (Hein, 1990, 282). Han sido imprescindibles la interdisciplinaridad (múltiples ramas científicas) y la transversalidad (diversidad de posiciones) así como el posicionamiento y las perspectivas parciales de la mirada que implican responsabilidad y compromiso político. Escribía Donna Haraway: “Lucho a favor de políticas y de epistemologías de la localización, del posicionamiento y de la situación, en las que la parcialidad y no la universalidad es la condición para que sean oídas las pretensiones de lograr un conocimiento racional” (1995, 335).

Estas son en sí mismas personales, condicionadas por la situación global y local desde las que se plantean, dialogan y cuestionan los referentes establecidos e incitan nuevas preguntas. La necesidad de la irreverencia hacia el sistema provoca, como desarrollan las autoras Caroline Ramazanoğlu y Janet Holland, que “en lugar de luchar para encajar en una categoría particular, nuestros esfuerzos se empleen mejor para hacer que los objetivos, suposiciones, políticas y éticas sean claras y justificables” (2002, 148). Así, nos podemos sumar a la propuesta de Higgins de buscar un objetivo que no debe ser el domino de una única forma de contar el mundo, ni posible ni deseable: “En cambio, deberíamos aspirar a volver a imaginar nuestro trabajo concibiendo la amplitud de la estética como global y nuestra tarea relacional. La estética global en este sentido es posible” (2017, 346-347).

3. Estética pura del placer y subjetividad genérica. De la creatividad y el genio

Los obstáculos para el feminismo frente a la estética clásica, como teoría de la percepción desarrollada en el siglo XVIII, han sido un reto para las teóricas y artistas de finales del XX. Celia Amorós define el “discurso filosófico” como “patriarcal”, un discurso “elaborado desde la perspectiva privilegiada a la vez que distorsionada del varón, y que toma al varón como su destinatario en la medida en que es identificado como ‘el’ género en su capacidad de elevarse a la autoconciencia” (1991, 26-27). Como señalaban Peggy Zeglin Brand y Carolyn Korsmeyer, al basarse la Filosofía en una cierta visión de la percepción, “asumieron que la mente humana debería considerarse en sus componentes básicos como una especie de subjetividad genérica, que funciona de manera similar en todas las criaturas racionales” (1995, 15). De esta forma, aunque los juicios de gusto varían según el periodo histórico y la cultura, el placer estético trascendía estas diferencias accidentales. La estética pura del placer es una capacidad básica de la percepción humana que subsume bajo cualquier diferencia la pretensión de similitud perceptiva.

Los Estudios de Género han cuestionado la aplicación de conceptos clásicos como los del “genio” o la “genialidad” a partir de la participación de las mujeres artistas en el contexto público del arte. El problema consistía en dónde colocar desde el terreno de la historia a las mujeres, pues ellas no entraban en las categorías de los “grandes maestros”. Griselda Pollock y Rozsica Parker marcaron un precedente cuando escribieron Old Mistresses, Woman, Art and Ideology (1986), planteando el juego de lenguaje entre “antiguas maestras” que en inglés también alude al concepto de “viejas amantes”, reconociendo que era imprescindible considerar, al tiempo, la dependencia de su estatus artístico con el social, económico y cultural. Una de las aportaciones más célebres fue el libro de Christine Battersby, Gender and Genius: Towards a Feminist Aesthetics (1989), que recorre el término desde el mundo clásico para señalar cómo incluso en el Romanticismo se consideran “valores femeninos” la emoción y otras características no racionales, excluyendo, sin embargo, a la mujer de la posibilidad de acceder a la creación artística. Pero no se trata de reivindicar un genio femenino, sino de reconocer a las mujeres artistas. Julia Kristeva en su trilogía El genio femenino, Hannah Arendt, Melanie Klein y Colette (1994) plantea la deriva en la historia del genio al héroe, para preguntarse: “¿y las mujeres?, ¿tendrán ellas talento y género?” o “¿sólo para la mano?”, en referencia a las actividades de la vida doméstica y cotidiana, que requerían paciencia, ya que “el estilo estaba reservado a los hombres” (2000a, 11). La clave de esta dificultad de su reconocimiento vuelve a fundamentarse en el peso del concepto de artista, del creador ideal masculino. “¿No es el concepto de genio una noción manipulada desde la mirada del poder, enraizada con el mundo clásico en el que los mitos paganos asocian divinidad con capacidad procreadora masculina?”, se preguntaba Estrella de Diego (1996, 350).

Una enriquecedora reconstrucción de la solidez de esta resistencia es la realizada por Carolyn Korsmeyer, Gender and Aesthetics: An Introduction (2004), quien explica la dificultad de su disolución a pesar de su debilitación progresiva ante las recientes prácticas artísticas y análisis teóricos. El tópico está basado en la presunción genérica de que la “belleza es un término que se asocia con la feminidad tanto como se aplica a la apariencia física de las personas y a las cualidades de ciertos tipos de obras de arte” y “la sublimidad connota tanto el poder rebelde de la naturaleza como la amplitud de la visión del genio artístico” (Korsmeyer, 2004, 7). ¿Cómo es posible explicar esta distinción de género en los conceptos de creatividad? “Aunque a menudo no es explicita, la racionalidad tiene importancia para la idea de creatividad y la capacidad de ser entrenado en habilidades artísticas, así como para la autonomía de la mente que es necesaria para la inventiva y la originalidad” (12). Es en el género masculino en el que se despierta esta fuerza racional capaz de desarrollar la creatividad artística. La mujer no sólo carece de esta fuerza, sino que es imposibilitada para rebelarse y ser independiente, resulta físicamente disminuida y psíquicamente propensa a lo locura, pero no a la supuestamente creativa sino a la histérica (30). Este patrón devalúa así las capacidades de la mujer para el ejercicio de la razón, confinándola al ámbito doméstico (Panea, 2020, 566).

Siglos de reafirmación de un discurso dificultan la crítica a los estereotipos que la propia Filosofía desde el siglo XVIII apoya, aunque veladamente, excluyendo a la mujer de toda autoría y participación pública. Rousseau, Kant o Hegel avalan estos posicionamientos; la misoginia romántica en Schopenhauer, Kierkegaard, o Nietzsche y Otto Weininger afianza aún más esta diferenciación sexista de la cultura moderna en el contexto de aquel fin de siglo. La filosofía del siglo XX recibe esta estructura patriarcal y sexista e incluso Simmel y Ortega y Gasset mantenían un esencialismo basado en la justificación de las diferencias y desigualdades, así como las aportaciones del psicoanálisis freudiano en tanto formuladores de la constitución de la identidad del sujeto o las reflexiones en torno a lo femenino de Lacan (Martínez-Collado, 2008, 30-74).

4. De lo bello y lo sublime

Desde la década de 1980 hasta nuestros días venimos asistiendo a un paradigma estético que compromete las nociones de arte, belleza, sublimidad o creatividad, releyendo los tópicos de la modernidad. Como expone Peggy Zeglin Brand:

La promesa de la belleza puede no implicar la felicidad nostálgica de antaño, pero sus placeres poco convencionales (…) pueden proporcionar al menos una forma de escape, (…) una nueva ventana al mundo, a través de la cual podemos vernos a nosotros mismos como otros y ver a los demás como parte de nosotros mismos (2013, 22).

Todo ello gracias a las derivas posestructuralistas, deconstructiva y el psicoanálisis –como Roland Barthes, Hélène Cixous, Jaques Derrida, Gilles Deleuze, Luce Irigaray o Julia Kristeva– y la crítica de arte feminista. Este conjunto de circunstancias intensifica una visión crítica de la cultura que amplía el concepto de arte debido a la intención de cuestionar, socavar, reutilizar o incluso rechazar los valores clásicos del arte. La autora Marsha Meskimmon en Women Making Art. History, Subjectivity, Aesthetics afirma que las prácticas artísticas de las mujeres han contribuido a renovar los conceptos estéticos en el proceso de incorporar nuevas historias de sujetos en el mundo (2003), un desafío a las representaciones culturales y una confección de relatos alternativos (Méndez Baiges et al., 2017). A pesar de todo, constituye un hecho no sólo la revisión de los modelos tradicionales de la representación, sino la propuesta de nuevos modelos interpretativos (Martínez-Collado, 2012, 131-151). Si bien “el género influye en la formación de ideas sobre el arte, los artistas y el valor estético”, una estética feminista ha de estar “en sintonía con las influencias culturales que ejercen poder sobre la subjetividad”, indisociables de otros factores como la etnicidad, el “origen nacional, la posición social y situación histórica (…) desde los primeros análisis de las normas que rigen la apariencia femenina” hasta “la consideración del cuerpo discapacitado y de las identidades transgénero” (Korsmeyer, 2017).

Por otro lado, Janet Wolff en “Groundless Beauty. Feminism and the aesthetics of uncertainty”, propuso una “estética de la incertidumbre” que rechazara tanto el nuevo universalismo del “retorno a la belleza” como la tentación de abandonar los criterios de juicio basados en principios” (2006, 143). Una reevaluación política del concepto de belleza que suponga que, aunque las normas de belleza son diferentes actualmente desde las perspectivas de las distintas comunidades en que se den, se encuentran, sin embargo, inmersas en el marco de la belleza. La ruptura de dicho canon permite que se pueda replantear dicho concepto, incitando otra perspectiva acerca de la percepción, reconocimiento e interpretación de las imágenes producidas como ejemplos de belleza: “dado que tales imágenes impugnan nociones filosóficas centrales como la distancia estética, el desinterés y las nociones simplistas de placer, la belleza pide una nueva evaluación para impulsarse hacia adelante con intención y resolución” (Zeglin Brand, 2013, 3). Una noción que integraría los conflictos identitarios de nuestro mundo actual: “la belleza como ejercicio interdisciplinario complica rápidamente los supuestos simplistas que subyacen a la experiencia estética y la reacción placentera” (3). Y, de esta forma, incluiría las transformaciones que afectan a las cuestiones éticas y políticas, de género, etnia o clase social, la moda o los nuevos iconos culturales.

Otra de sus consecuencias sería la ruptura con la concepción utópica de que existe un placer estético desinteresado y contemplativo pensado para un sujeto universal. El valor del disfrute estético desinteresado ha sido objeto de un intenso escrutinio crítico por parte de las feministas. Laura Mulvey en “Placer visual y cine narrativo” evidenciaba el placer visual escondido en las representaciones: “ella” es el sujeto pasivo de observación; “él”, sujeto activo que mira (1975). En su análisis sobre las producciones cinematográficas de Hollywood, utilizando argumentos del psicoanálisis lacaniano demuestra la institucionalización de un tipo de mirada sexista que ha hecho de la relación masculina con la representación un canon, supuestamente universal. Tanto Griselda Pollock y Rozsika Parker (1987, 261), como posteriormente, Laura Cottingham (1994, 54-64) cuestionaban la dificultad de la propia representación cuando siempre han sido las representadas y no el sujeto y las productoras de las mismas.

La cuestión de la autonomía de arte constituye parte de un proceso que legitimó el valor de la producción artística como un espacio ficcional independiente y efectivo para el conocimiento, pero tanto el pensamiento marxista como el pensamiento feminista han señalado los peligros de no asumir su transformación epocal que deslegitima la expresión de la diferencia, las condiciones de vida reales y el compromiso social y político del arte contemporáneo. Mary Devereaux en “The Philosophical and Political Implications of the Feminist Critique of Aesthetic Autonomy” reclama una distancia respeto a esta aplicación de los criterios estéticos en tanto que parte de un “vocabulario patriarcal de opresión” (1992, 166). Asimismo, expone cómo el arte ha sido históricamente misógino, sexista, alienante y excluyente (1998). Posteriormente, la crítica Katy Deepwell –quien ya desde los noventa reivindica una postura feminista específica (1998)–, en “Beauty and Its Shadow: A Feminist Critique of Disinterestedness”, insiste también en la revisión de estos criterios universalidad, desinterés y neutralidad de género al “marginar a las mujeres como sujetos de análisis o productoras de cultura” (2019). Del mismo modo, reconoce la importancia de la estética feminista para demostrar “la contribución significativa de estas mujeres artistas a los principales desarrollos en el arte contemporáneo” (2019).

Una de las teóricas más relevantes en el campo de los Estudios Visuales, como Amelia Jones, también reconsidera la autonomía estética y la importancia de la posición de la mirada. En “Postfeminism, Feminist Pleasures and Embodied Theories of Art” (1994), ya señalaba que aunque sean ellas las que representan, no se puede evitar que sea la imagen la que adscribe a los sujetos a una posición que estructura lo social, económico, político, a la raza, al género, al sexo. Solo a través de reinscripción de la imagen “es posible cambiar las visiones construidas y, por lo tanto, generar otros devenires para la subjetividad y su representación” (Jones, 1994, 28). En Seeing Differently: A History and Theory of Identification and the Visual Arts insiste en la urgencia de “ver” distinto respecto a “una noción de diferencia que es binaria y que se relaciona específicamente con las ideas europeas de estar en el mundo” (2012, 46-47). En Sexuality (2014), una genealogía sobre la sexualidad en el arte contemporáneo, reclama la necesidad de considerar el peligro de la identificación en tanto consecuencia espectacularizada de nuestra cultura:

Aunque no siempre se evidencia claramente, las creencias sobre identificaciones y deseos sexuales y de género (…), son absolutamente centrales en cómo se hace el arte, se distribuye, se expone, se discute, se valora, se recoge, se historiografía y se le da sentido (…) en nuestra cultura (12-13).

Anticipadamente, la producción artística más crítica, pionera en intuir estos cambios, anunciaba estos posicionamientos que comprometen los conceptos de arte y valor estético revisados anteriormente, liderando movimientos desde finales del siglo XX y principios del XXI “que confunden, asombran, ofenden y exasperan” (Korsmeyer, 2017). La representación del cuerpo abyecto, fragmentado, enfermo o anciano sobre todo a partir de la fotografía, las performances que insisten en la absurdez de los roles de género y su imposición cotidiana o el factor documentalista del vídeo en tanto visibilización de los aspectos velados por el objetivo masculinista (como el deseo de todos los cuerpos no pertenecientes a la ecuación hombre-blanco-heterosexual) hablan de una cultura maleable y performativa. A propósito, Rosi Braidotti argumenta un modelo de identidad múltiple y plural, entendido como el desarrollo de “un nuevo nomadismo” (1994, 204). Elizabeth Grosz, quien también se resiste a los términos binarios clásicos, apuesta por reivindicar un cuerpo fluido: “Los cuerpos no son inertes, funcionan de manera interactiva y productiva. Actúan y reaccionan. Generan lo que es nuevo, sorprendente, impredecible” (1994, 11). O indudablemente el reconocimiento de una identidad “performativa”, propuesta por Judith Butler, una (des)ocultación de la sexualidad como una constante en la diversidad de nuestra experiencia vital: “El cuerpo culturalmente construido se liberará entonces, no hacia su pasado “natural” ni a sus placeres originales, sino hacia un futuro abierto de posibilidades culturales” (2001a, 126). Por ello la cuestión de la sexualidad será también, en las últimas décadas, desmontada por las artistas que progresivamente proponen otros modos de relación –sexuales, familiares y de género– en los que se asienta nuestra vida cotidiana y que debate los límites de la “transgresión”, como ya proponía Georges Bataille (1997, 81).

Afrontando la crítica a las categorías binarias, de la misma forma que presentamos un espacio-marco del concepto de la belleza, lo sublime también es un territorio a analizar. Si como Lyotard señalaba, lo sublime es “presentar lo que hay de impresentable” (1988, 21) y lo sublime es ahora (1990, 1), este ya no se da en lo inconmensurable, infinito y transcendente. La crítica feminista manifiesta que lo sublime radica aquí, en el día a día de la experiencia cotidiana, donde conviven desde las imágenes del horror (Kristeva, 1988), la muerte, el miedo, la vida en su sentido más amplio, hasta las imágenes del placer. La autora Bonnie Mann define incluso un presente/futuro de la experiencia estética contemporánea como un “sublime liberador”, en tanto espacio abierto a la multiplicidad: “un espacio abierto, sean hombres y mujeres, o mujeres y mujeres”, que “se enfrentan como personas en lugar del rol que desempeñan” (2006, 158). Así “lo sublime liberador es la experiencia estética de la apertura de las palabras en un espacio intermedio en el que las afirmaciones de una mujer u otra, una persona u otra, se pueden escuchar y vivir” (158).

5. La reivindicación de la experiencia: deconstruyendo fronteras entre lo privado y lo público

La autora Nelly Richard anticipó “que es en el nivel de lo que entendemos como vida cotidiana”, donde la dualidad público/privado “se determina”, siendo “el cuerpo” -punto de encuentro, interfaz porosa- “la fase principal en la que esa división deja su rostro” (1986, 65). La radical separación entre ambas esferas está en la génesis de las funciones de lo masculino y lo femenino, fronteras fundamentadas en un pensamiento dicotómico que se reproducen en las instancias sociales y por ello, la reivindicación de una estética de lo cotidiano (Haapala, 2005; Saito, 2010), interviene superando dicha dualidad para exponer su violencia exclusivista.

El potencial de la narración visual a través de las prácticas artísticas de las mujeres artistas desde la década de los 60 y 70 del siglo XX no ha hecho más que innovar y ampliar un imaginario común global. El cuerpo, el género, el sexo, la raza y la nación han sido visibilizados desde distintas perspectivas de la experiencia, desde el nacimiento a la muerte, acompañados de emociones que transitan la ira, el miedo, la tristeza, o aquellas situaciones sociales que nos posicionan, como la familia, la amistad, el trabajo o el hogar (Martínez-Collado, 2017, 42-45). Incluso desde la lógica de la construcción cultural, basada en el imaginario social y asentada en forma de mito como proponía ya en los cincuenta Gaston Bachelard en La poética del espacio se puede explicar porqué lo público y lo privado concentran la “alienación” y la “hostilidad” (1992, 251). Y de este modo, “la simple oposición geométrica se tiñe de agresividad. La oposición formal no puede permanecer tranquila, el mito la trabaja” (251). Hannah Arendt, a pesar de que considera que “nuestra sensación de la realidad” (1993, 72-75) depende de la existencia de la esfera pública, también es consciente de la fragilidad en la que se inscribe dado que como manifestación de un “límite de tolerancia” entre lo apropiado y lo inapropiado, destinados estos últimos al ámbito de lo privado, el pacto social fue rápidamente secuestrado por unos pocos. Para Jürgen Habermas (1981) lo público y lo privado, fruto de los ideales transgresores de los inicios de la Modernidad, evidencia que las sociedades actuales devienen ámbitos de tensión permanente, conflictos irresueltos, reproducción sistémica de la violencia estructural. Consideremos también la posición preventiva hacia lo que Richard Sennett califica como la “tiranía de la intimidad”, una tiranía no obstante “seductiva”, en la que “la medición de la sociedad en términos psicológicos”, conduce a su deformación (1978, 417-418) en las sociedades actuales, basada en la dependencia y en la utilización que nos aleja del compartir y participar en la vida pública y alienta una cultura narcisista.

La crítica feminista ha denunciado la dicotomía estructural de los conceptos de lo público y lo privado, situando siempre a la mujer siempre en el polo subalterno. Agnes Heller (1985) define lo público como un espacio de protección pero también evidentemente de dominación. Para Nancy Fraser en la historiografía revisionista de estos términos, “las exclusiones y los conflictos” (1993, 32) son los elementos constitutivos del debate. Chantal Mouffe (1993) insiste también en este carácter de dominación espacial. Una exclusión que en el terreno creativo Hélène Cixous cuestionaba ya en 1979: “¿Dónde está ella, la mujer, en todos los espacios que él frecuenta, en todas las escenas que prepara en el interior de la clausura literaria?” (1995, 19-20). La afirmación feminista de politizar lo privado ha ofrecido, sin duda, como señalan Nancy Hirschmann y Christine Di Stefano, un

desafío radical a la noción de política en sí misma y ha instigado una redefinición de la política para incluir asuntos que el discurso dominante y la teoría consideran completamente no políticos, como el cuerpo y la sexualidad, la familia y las relaciones interpersonales (1996, 6).

Pero al incluir la categoría de género en este análisis podemos ir más allá y proponer nuevas posiciones, una descentralización de esta categoría. Butler mantiene una postura diferenciada sobre cómo entender otra forma de subversión ya que una simple reversión de las posiciones resultaría contradictoria: la negación o la represión de cualquier principio femenino no queda fuera de las normas culturales que lo reprimen y por ello mantiene que “si la subversión es posible, se realizará desde dentro de los términos de la ley” (2001a, 126). La alteración del sistema estipulado como límite entre lo público y lo privado es posible si se revisa al tiempo la concepción dual del poder. En Mecanismos psíquicos del poder (1997), describe que “el poder no es solamente algo a lo que nos oponemos, sino también algo de lo que dependemos para nuestra existencia” (2001c, 12). Al actuar la alteridad, entra en el discurso, se inscribe en el orden del leguaje y en el del espacio público (2001b).

Lo privado y lo público, por tanto, se copertenecen. Lo personal es político, el lema feminista desde los años sesenta en que Kate Millet escribió en Política Sexual (1995, 68) es ya una de las pautas inexcusables del discurso contemporáneo. Ya en el inicio del nuevo milenio quedamos inevitablemente inmersos en el debate sobre la acción de lo micropolítico que desde los noventa se venía bosquejando. Un pensamiento presente en Gilles Deleuze y Clarie Parnet (1980, 142) y Félix Guattari y Suely Rolnik, quienes proponen una alternativa al programa emancipatorio desde la subjetividad. Se trata de una “producción operada por el deseo” que al manifestarse en otros ámbitos de producción produce una expresión diferente que procura “una voluntad de construir el mundo en el cual nos encontramos” (Guattari y Rolnik, 2006, 21 y 29). El arte contemporáneo ha trabajado en este ámbito promoviendo un imaginario de ficción para encontrar nuevos espacios de reflexión sobre nuestra existencia.

En el impulso de este desplazamiento, la revolución feminista ha sido clave. Hal Foster ya en 1985, desde la crítica de arte lo señalaba a través de lo que definió como “recodificación de lo político” (2001, 97 y 101). Y en esa transformación del sujeto en las sociedades contemporáneas, para Anthony Giddens la participación de las mujeres ha tenido una transcendencia sin igual al “imaginar situaciones” relacionadas directamente con las “cuestiones de la política de la vida” (1997, 290). Frente a la obliteración del individuo propiciada por el ruido de la sociedad contemporánea de los medios de masas, ya en los ochenta Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano propuso la práctica de “escamoteo” (2000, 29), un desvelar la experiencia de todos los días que actúe como un acto subversivo frente al orden establecido. Y junto con otros autores, Antonio Gramsci, Agnes Heller, Henri Lefebvre, Dorothy Smith Michael, son señalados por Michael E. Gardiner (2000, 31) como partidarios de un enfoque crítico para el estudio de la cotidianidad, implementando transformaciones de las condiciones sociales existentes.

De la misma forma, requerir la revelación de lo íntimo en lo público está cercano a una imposición si realmente queremos hacer real una posible metamorfosis de la sociedad. Desde la Sociología Giddens comprometió a “la posibilidad de la intimidad” con la “promesa de la democracia” (1995, 171). Desde la Semiótica Kristeva no dejó de promover la fuerza subversiva de lo íntimo: “lo imaginario puede resucitar en nuestra intimidad como potencialidades en revuelta” (2000b, 32), aludiendo a la revelación del imaginario como única posibilidad de una nueva ética. Desde la crítica de arte Nicolas Bourriaud frente a la utopía clásica, defiende “una utopía de proximidad” (2008, 8 y 54).

Proximidad que pone en primer plano la política de los afectos, prolongando la relevancia de la intimidad con las tesis que defienden la capacidad del arte para afectar, para explorar las emociones. Desde Deleuze o Brian Massumi viene adquiriendo protagonismo cada vez más este transformar lo social a través del afectar. Como resume Patricia Ticineto Clough en The Affective Turn: Theorizing the Social (2007): “la auto-afectación está vinculada al sentimiento de estar vivo, es decir, el sentir la existencia o la vitalidad” (2). Entre la oposición conflictiva e inestable de lo público y lo privado y la negligencia de la Estética a dejar de lado lo cotidiano y las políticas de la intimidad encontramos una dimensión que podemos pensar como narrativas de la experiencia, que fluye entre ambas y abre tanto nuevas experiencias de placer como de displacer, de conocimiento de la sociedad y del mundo. Caroline Ramazanoğlu y Janet Holland insisten: “El conocimiento no es separable de la experiencia. (…) Lo que las personas hacen en la vida cotidiana, incluida la investigación, la enseñanza o el aprendizaje, no es separable del resto de sus vidas” (2002, 14).

6. Conclusiones

Pensar el mundo, desde cualquier tiempo y lugar, requiere repensar de manera incesante las categorías y genealogías propuestas desde la Estética, la Filosofía y todas las ramas de las Artes y Humanidades. La estética feminista desde su incorporación al discurso público se ha sumado a esta tarea, ampliando y diversificando el horizonte conceptual derivado de la experiencia estética. Si Marsha Meskimmon reafirmaba su “confianza en la capacidad de las mujeres para hacer arte que pueda cambiar nuestra forma de pensar sobre el mundo” (2003, 1), las aportaciones desde la estética feminista, estableciendo el vínculo entre la experiencia de todos los días e incluyéndola en el margen ampliado de los conceptos, se han sumado al igual que las prácticas artistas, a la defensa de estos nuevos imaginarios posibles tanto de la sociedad como del individuo. Del mismo modo, interpretándolos, han contribuido a esta apertura y a este deseo o posibilidad de transformación. La filósofa Susan Buck-Morss describe nuestro mundo como un “mundo-imagen”, ante el cual o bien podemos quedarnos en la superficie de esa globalización, o bien seguir la pauta de los creadores, y sumarnos como teóricos a “una estética, como una ciencia crítica de lo sensible, que no rechaza el mundo-imagen sino que lo habita y trabaja en pro de su reorientación” (2009, 42). El desarrollo de los estudios estéticos feministas ha contribuido a través de esta tarea de revisión y ampliación del margen, en el conocimiento a través de la experiencia de lo sensible, a exponer este “otro” imaginario global que, de hecho, nos pertenece a todos.

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1 En España la reflexión teórica sobre el feminismo en las artes también se desarrolla desde diversos campos de conocimiento como lo ponen de manifesto autoras tan relevantes desde la década de los 80 del siglo XX como Erika Bornay, Estrella de Diego, Helena Cabello y Ana Carceller, Mar Villaespesa, Rosalía Torrent, Patricia Mayayo, Rocío de la Villa, o Lourdes Méndez, entre muchas otras.