Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 86 (2022),

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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ÁLVAREZ, Eduardo (2021). Las ideas filosóficas de Marx. Madrid: Tecnos, 252 pp.

 

 

He aquí un libro original sobre Marx. ¿Es posible ser original escribiendo sobre él después de la inmensa bibliografía que ya existe? Claro que sí. Considero un gran mérito de Las ideas filosóficas de Marx justamente la originalidad de su planteamiento, pues, además está escrito en un castellano ejemplar por su claridad, lo cual hace que su lectura y contenido sean muy accesibles, y eso a pesar de entrar en temas tan intrincados como la dialéctica y la conexión de Marx con Hegel. Sin duda constituye esta obra una clarificadora contribución al conocimiento del significado de las ideas de Marx. No hay mucha bibliografía escrita originalmente en español sobre éste, y menos todavía sobre sus ideas filosóficas. Por cierto, a diferencia de títulos que no expresan con claridad de qué va el libro, aquí el autor no ha buscado un rodeo que suene bien y que atraiga por lo llamativo. Las ideas filosóficas de Marx, este es el título y es de lo que trata, lo que se desarrolla en él. Es un libro sobre la filosofía de Marx. No espere el lector, por tanto, encontrar una obra de combate político o controversia periodística. Es un estudio de corte netamente académico, pero no farragoso ni recargado de erudición, sino presentado con lo que llamaba Ortega la elegancia del filósofo, la claridad.

El lector nota enseguida que el enfoque no es genético ni histórico en el sentido de analizar la evolución del pensamiento de Marx. Es más bien un enfoque sistemático, no entendido como si Marx hubiese construido un sistema del que Álvarez nos expone su contenido, sus elementos y su articulación, sino en el sentido de analizar sus categorías principales: materialismo (aquí está el núcleo del libro), alienación, relación individuo-sociedad, hombre-naturaleza, la conciencia como mediada por la praxis, la cultura como creación social.

Álvarez destaca de entrada que Marx es filósofo y lo es en toda su obra. No hay un corte epistemológico como el que sostiene Althusser, sino que el planteamiento de Marx sobre teoría y práctica, sobre el sentido de la emancipación humana, la consecución de una sociedad alternativa al capitalismo (el comunismo), es un planteamiento en el que el revolucionario alemán destaca diversos aspectos según su etapa intelectual, pero siempre recalcando que la teoría no es un reino autónomo, no opera separada de la vida social, sino que va ligada a la praxis de los humanos. Cuando Marx afirma en “Sobre la crítica del derecho de Hegel” que “no se puede abolir la filosofía sin realizarla”, a la vez que “no es posible realizar la filosofía sin abolirla”, no se refiere a abolir la filosofía sin más, sino a abolir el modo, invertido, en que la filosofía del idealismo alemán se cree demiurgo de la realidad, que es un modo de encubrir o ideologizar esa realidad. Así que para Hegel, del que Marx aprende y extrae su concepción de la dialéctica, corrigiendo su idealismo, la marcha histórica es un avanzar hacia la libertad, pero como dice el primero, “hacia la conciencia de la libertad.” Para el segundo, se trata de avanzar no sólo hacia la conciencia de la libertad, sino hacia la libertad entendida como liberación de toda opresión, libertad en una sociedad construida bajo dirección racional, esto es, una sociedad que controle, no que sufra como destino, “las innumerables fuerzas ciegas que someten de múltiples formas al individuo”. (p. 26) De manera que Marx aprende de Hegel, pero, a la vez, el esfuerzo de crítica y reconducción de esa filosofía al materialismo, a la praxis social, a las condiciones sociales políticas y económicas en que se desenvuelve realmente la vida de los individuos, es el ejercicio filosófico que Álvarez llama muy certeramente el materialismo de Marx.

Marx niega, pues, esa supuesta autonomía de la conciencia. No es que haya descubierto por sí solo esa falsa autonomía. La historia entera de la filosofía ofrece ejemplos innumerables de desenmascaramiento de ídolos, creencias, mitos, pero Marx incide de forma especial en la conexión de tales ídolos con la realidad de la que surgen y en la consiguiente necesidad de cambiar esa realidad para desterrarlos definitivamente de ella, aspecto que no señalaban los ilustrados. El acento reiterado del autor en este materialismo me parece una de las aportaciones más destacables del libro, un materialismo con el que Marx se distancia del idealismo y que Álvarez analiza desde diferentes esferas: la económica, la moral, la política, la estética, pero sobre todo desde una consideración del sujeto humano como creador mediante el trabajo. De manera que los humanos no sólo producen los medios que necesitan para vivir, sino que se producen a sí mismos. Claro que justamente aquí, en el trabajo, dentro del marco capitalista en el que ese sujeto se realiza, en la producción de mercancías y su intercambio, es donde surge la explotación, el dominio de clase, y donde el liberalismo ha conseguido colonizar las conciencias hasta el punto de que explotación, desigualdad, y en definitiva la lógica capitalista, son vistas como una necesidad que conlleva la economía sin más.

Álvarez señala que es incorrecto incluir a Marx entre quienes niegan que exista una naturaleza humana. La niega, efectivamente, pero en el sentido de rechazar que el hombre sea simplemente una naturaleza biológica. Los humanos tenemos, por supuesto, una naturaleza biológica, como todos los seres vivos, pero, a diferencia de los animales, tenemos “cultura”, somos capaces de crear herramientas, lenguaje, símbolos, toda una esfera que no es explicable por la biología. Las páginas que el autor dedica, en el capítulo 2, a lo que llama “el materialismo filosófico” constituyen una clarificadora exposición de ese materialismo, que en realidad vertebra todo el libro, desarrollándolo a través de una confrontación en la que se muestra como Marx se diferencia de las posiciones surgidas del dualismo cartesiano y del absolutismo hegeliano, pero también de posiciones como la de Feuerbach. Éste quiere convertir la teología en antropología, cosa que acepta aquél, pero Marx quiere ir más allá, no simplemente desterrar la religión como construcción ficticia de un mundo de felicidad, sino mostrar que ese ultramundo de felicidad es una vía de escape derivada de la opresión, la miseria, la subyugación en que se desarrolla la vida humana en las condiciones de la producción capitalista. Para Marx son esas condiciones las que hay que cambiar, lo cual es una manera de insistir en que “lo original del enfoque de Marx consiste en recuperar para el materialismo ese principio de actividad como forma esencial característica de la relación humana con el mundo.” (p. 48). Es el lado activo del sujeto humano lo que él subraya, pero no al modo del idealismo, sino destacando la praxis, la actividad objetiva y transformadora. Será transformadora cuando la sociedad generada por la actividad humana no sea una naturaleza que impone opresión, desigualdad y explotación, sino una sociedad bajo control racional humano: “Marx señala contra Hegel que no es el espíritu, sino la sociedad como conjunto de prácticas (la praxis social) con toda su inercia material la que ofrece la clave de este fenómeno, de modo que el núcleo esencial de este proceso no es la dialéctica del espíritu sino el trabajo y el resto de las prácticas sociales.” (p. 72). No es, pues el espíritu el que construye el mundo, el objeto, recuperándose después de haberse enajenado en él, sino que ese mundo se reproduce por la praxis, vehiculado, eso sí, por la conciencia. Álvarez subraya en este punto que, a diferencia de Fichte y de Hegel, “no toda objetivación es necesariamente alienante, pues cabe imaginar un modo de organización social sin clases en el que la producción de objetos no implique para los individuos la pérdida de sí como sujetos.” (p. 73).

Fundándose en este materialismo, Álvarez considera incorrecto situar a Marx en una línea humanista, una línea que sería “más bien propia de una antropología filosófica de tipo esencialista, de la que Marx siempre huyó por su insistencia en la historicidad de lo humano.” Sin duda hay posiciones, en lo que llamamos muy genéricamente humanismo, que caen en tal esencialismo, pero hay humanistas, como Korsch, Gramsci, Sánchez Vázquez, Mariátegui, que tienen poco que ver con principios de tipo intemporal. Quizá tiende aquí Álvarez a recalcar tanto, con toda razón, el tipo de materialismo marxiano, que algunos marxistas, siendo buenos lectores e intérpretes de Marx, se sienten bien calificados cuando se los llama humanistas. Es más, en la historia del marxismo, los más inclinados a renegar de la filosofía en nombre del materialismo (Mehring, Lafargue, Kautsky, Bujarin, Althusser) no suelen ser el mejor modelo de lectura de Marx.

Por lo que llevamos dicho del materialismo y la naturaleza humana, el hombre se hace en su dimensión histórico-cultural. La historicidad es lo que le permite proyectar y organizar racionalmente la vida, la praxis social. Para Marx este historicismo significa el destierro de todo trascendentalismo, ontológico o moral, para proclamar que la historia es el proceso de producción no sólo de los medios de vida, sino del mismo sujeto humano, lo cual no quiere decir que Marx niegue la existencia de una base natural de partida, así como sus leyes físicas y biológicas, pero, como señala Álvarez, el hombre se desarrolla “de un modo que sobredetermina aquella base natural.” (p. 103). Y es en esta historicidad donde tiene su lugar la dialéctica, que Marx “pone de pie”, invirtiendo el sentido idealista que tiene en Hegel. Pero, como advierte también Álvarez, “no se trata de invertir la metafísica idealista para asumir en su lugar una metafísica materialista en la que, no obstante, se conservan las mismas leyes dialécticas….No hay unas formas de la dialéctica que puedan aplicarse a unos u otros contenidos. La forma no es separable del contenido.” (p. 115) Por tanto, no es que Marx coloque la materia donde Hegel ponía la Idea, sino de ver la praxis social como la acción del sujeto humano sobre objetos, acción que tiene efecto sobre esos objetos, pero también sobre el mismo sujeto.

El autor se extiende en aclaradoras explicaciones acerca de la dialéctica y la contradicción, así como sobre el materialismo histórico, asuntos acerca de los cuales introduce importantes matizaciones, al tiempo que corrige malentendidos que circulan sobre el determinismo económico, que Marx rechaza de forma clara, o sobre lecturas teleológicas extraídas de un pretendido paralelismo entre la escatología judeo-cristiana y el “paraíso comunista”.

En definitiva, Álvarez presenta en este libro a un Marx crítico del capitalismo, sí, pero equipado con todo un bagaje antropológico que lo capacita para analizar con lucidez la sociedad en que vivimos gran parte de los humanos, una sociedad que no es la única posible, contra lo que se nos dice todos los días por casi todos los canales de información. Es cierto que el mercado ha existido siempre, pero el capitalismo es la primera sociedad que está enteramente organizada alrededor del mercado. También aquí, en el análisis del Marx de El capital, ofrece Álvarez una lúcida exposición de la crítica realizada por aquél de la sociedad capitalista y de los resortes que la mueven: la mercancía, el valor de cambio, el plusvalor, el capital, resortes cuyo funcionamiento da lugar a explotación, desigualdad y, sobre todo, opacidad en torno a ambas. El fetichismo de la mercancía, la apariencia del valor como una propiedad física de ella, en lugar de lo que es de verdad el valor, una relación social, son muestras de una falta de transparencia que atraviesa todo el sistema y dificulta el conocimiento claro de la dominación de clase. “Y se trata de una apariencia producida por el propio sistema, que encubre la relación esencial que existe entre capital y trabajo” (p. 184), dando lugar así a la visión mistificada, al fetichismo de la mercancía.

No tienen desperdicio las páginas en las que Álvarez examina el concepto de democracia en Marx, pues no deja de ser chocante que el pensamiento conservador haya hecho de él un enemigo de la democracia, cuando lo que hizo él fue mostrar que ésta, en su sentido propio, es incompatible con el capitalismo. Los lectores agradecerán sin duda que en tan pocas páginas se analice con seriedad y clarividencia el pensamiento filosófico de Marx. No hay divagación en el libro, sino desarrollo preciso de temas con una sobriedad y claridad encomiables.

 

 

Pedro Ribas Ribas

(Universidad Autónoma de Madrid)