Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 53-67

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.469961

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Desencantamiento y post-fotografía:
apuntes sobre la imagen contempor
ánea y la muerte*

Disenchantment and Post-Photography:
notes on Contemporary Image and Death

ANTONIO FERNÁNDEZ VICENTE**


Recibido: 22/02/2021. Aceptado: 27/02/2022.

* Este artículo ha sido escrito en el marco del proyecto de investigación “Archivo Español de Media Art”, HAR2016-75949-C2-2-R, financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.

** Profesor en la Universidad de Castilla-La Mancha. Investigador en filosofía y sociología de la comunicación y teoría crítica de la tecnología digital. Autor de Ciudades de aire, la utopía nihilista de las redes (Catarata, 2016) entre otros libros y artículos. Antonio.FVicente@uclm.es

 

 

Resumen. El artículo traza una reflexión teórica de la post-fotografía desde la conceptualización genealógica de la imagen, con el objetivo de problematizar el actual estatuto de la imagen en el marco de los patrones culturales contemporáneos, condicionados por la tecnología digital. Serán tres los ejes principales de reflexión: el poder simbólico de la imagen, su relación con la mortalidad y el carácter religioso de la imagen en el sentido weberiano de encantamiento. En torno a tales ejes de discusión, el artículo tratará de vincular las problemáticas tradicionales de la ontología de la imagen y la fotografía con las derivas actuales, en el marco de prácticas post-fotográficas. Será preciso, pues, una contextualización de las nuevas formas de mirada condicionadas por la fragmentación, la saturación y la aceleración. El aparato crítico del texto partirá de un enfoque multidisciplinar, donde los trabajos de Joan Fontcuberta acerca de la post-fotografía y la reflexión sobre la imagen de Régis Debray, servirán de núcleo vertebrador en la ilación de ideas. El punto de vista será ensayístico, por lo que el artículo se plantea como una invitación a cuestionar la problemática abordada.

Palabras Clave: Filosofía de la imagen, post-fotografía, desencantamiento, estética, muerte, tecnología digital.

Abstract. This article deals with a deep and theoretical thought on post-photography from the point of view of image’s genealogical approach. It is our aim to problematize the current image’s Statute throughout the cultural pattern’s context, mediated by digital technology. There will be three main axes in our research, namely the image’s symbolical power: it must be taken connected with mortality and the religious side of image, according to the Max Weber concept’s Disenchantment. Around these conceptual axes, our article will try to link the ontology traditional subjects on image with the current photography practices, into the contemporary framework of the so-called post-photography. Therefore, it is needed to articulate a conceptual background around the new forms of gaze, conditioned by fragmentation, saturation, and acceleration. The critical apparatus will be based on a multidisciplinary focus. The works of authors like Joan Fontcuberta on post-photography and Régis Debray on life and death of image will vertebrate our article. We will take an essayistic point of view problematizing the subjects developed in the article as an invitation to deep thoughts.

Keywords: Philosophy of the Image, Post-photography, Disenchantment, Aesthetics, Death, Digital Technology.

1. Introducción

Este artículo pretende cuestionar el estatus actual de la imagen en lo que concierne a la fotografía digital en la era smartphone, en tanto modifica las relaciones del ser humano con su mundo (Wagner, 2015). Se trata de un dispositivo que bascula entre el dominio racionalista del espacio-tiempo y una aprehensión que podríamos llamar mágica (Katz, 2005). Se trasluce aquí la dicotomía planteada por Max Weber entre un mundo encantado y otro desencantado, en lo que se refiere a las formas de relación con el mundo y por extensión con el universo de imágenes.

El carácter simbólico de la imagen, en el sentido de una fetichización de la tecnología entendida como una nueva religión (Noble, 1999), nos lleva a vincular su conceptualización clásica y la fotografía con el orden post-fotográfico, que Fontcuberta define como marcado por “la inmaterialidad y la transmitabilidad de las imágenes; su profusión y disponibilidad; y su aporte decisivo a la enciclopedización del saber y de la comunicación” (Fontcuberta, 2016, p. 9).

En efecto, ante la emergencia de las tecnologías digitales y la omnipresencia de las cámaras en la vida cotidiana, se acelera el Iconic Turn y el consecuente Pictorial Turn que teóricos como William Mitchell (1992 y 1994) y Gottfried Boehm (2006) han delineado en sus discursos sobre el cambio de paradigma de la imagen. Nos encontramos ante una transformación tecnológica en su estatuto ontológico, tanto en el campo estético como en el antropológico y epistemológico.

Con cada una de las innovaciones, se modifica lo que Martin Jay (1988) llamaba Scopic Regime, haciéndose eco de las corrientes de la Historia Cultural que atribuyen a los medios la cualidad de mensaje (McLuhan, 2009; Ong, 1987). De una época histórica como la oralidad, donde predominan la pentasensorialidad y el oído como sentido nuclear, pasamos a la centralidad de la visión y ocularización (Jay, 1988, p. 3) en la cultura alfabética. Y, hoy en día, a una suerte de oralidad secundaria en el marco de una civilización de la imagen digital concebida como segunda piel (De Kerckhove, 2009).

Es en este sentido en el que hay que situar el rol de la tecnología en los procesos de transformación de la percepción y la mirada (Crary, 2008). Podríamos considerar una determinada forma de mirar para cada época histórica, en tanto influenciada por los patrones culturales que la contextualizan. Así, una mirada fragmentada como la contemporánea (Soriano, 2010, p. 90) corresponderá a una cultura que también conceptualiza y aprehende la realidad como fragmentos. No de otra manera habría que comprender el posicionamiento de John Berger en Ways of Seeing, cuando sostiene que las creencias y corrientes culturales de una época se inscriben en las formas de aprehensión perceptual (2016, p. 13). Las maneras de ver y, por extensión, la imagen, se transforman en confluencia con los cambios de tipo estructural. Desde esta perspectiva, la aceleración en los ritmos de vida (Rosa, 2016; Wajcman, 2017) y lo que Zygmunt Bauman ha denominado como “modernidad líquida”, contribuyen a generar modos de mirar y de apropiación de las imágenes más fugaces. Una existencia vivenciada a través de las pantallas pasa a constituir un factor de desencanto:

Las imágenes poderosas, “más reales que la realidad”, de las ubicuas pantallas establecen los estándares de la realidad y de su evaluación, y condicionan la necesidad de hacer más agradable la realidad “vivida”. La vida deseada tiende a ser como la vida “que se ve en la TV”. La vida en la pantalla empequeñece y quita encanto a la vida vivida: es esta última la que parece irreal, y seguirá pareciendo irreal en tanto no sea recuperada en imágenes filmables. (Bauman, 2002, p. 90-91).

Así, habría que inscribir la conceptualización de la imagen en el contexto de su tiempo, en un ejercicio de lo que Wright Mills llamó totalización (1999). Es decir, habría que relacionar una práctica concreta, como la deriva post-fotográfica, con las corrientes culturales que la engloban en el marco de culturas postmodernas, que operan una “compresión espacio-temporal” que modifica “nuestra representación del mundo” (Harvey, 1998, p. 267). Este artículo tratará de situar la post-fotografía en el escenario cultural y teórico de la filosofía de la imagen. Será una aproximación ensayística y multidisciplinar, que sirva para problematizar la relación entre el actual régimen escópico post-fotográfico y la ontología originaria de la imagen.

En consecuencia, el texto se estructura en torno a tres ejes de investigación:

a) Para comprender el mundo de las imágenes en la actualidad, no sólo debemos preguntarnos por sus efectos, sino también por las razones que movieron al ser humano a rodearse de representaciones. En la génesis de las imágenes podríamos hablar, sirviéndonos de términos de Max Weber (1979), del Entzauberung der Welt, en el que las imágenes significan una trascendencia, un perpetuar la existencia de ese fragmento de la realidad que viene representado (Zunzunegui, 1992, p. 22). Conocer los orígenes nos proporciona anclajes semánticos para comprender qué es una imagen. Y, además, nos desvela el valor simbólico y performativo en que se puede cifrar el carácter “encantado” de la imagen, que a su vez nos remite a pensamientos míticos y sagrados relacionados con la conciencia de la mortalidad. Existe en la contemporaneidad una nostalgia de lo sagrado (Maffesoli, 2020) destinada a recuperar el aura simbólica de las imágenes.

b) En confluencia con ese desencantamiento del mundo descrito por Weber (2006), debido a la mecanización y el cálculo, la burocratización y el progresivo dominio de la naturaleza por la ciencia y la tecnología, la imagen y su relación con la muerte se ha visto alterada en su propia ontología. Es así como la automatización de la percepción y el pretendido objetivismo de la fotografía se presentan como tendencias de desvalorización simbólica de las imágenes, que pierden parte de su poder performativo. El sentido etimológico de la voz desencantamiento alude a un mundo de imágenes que “dejan de cantar”, es decir, que pierden su valor significativo y simbólico volviéndose “mudas y frías” al convertirse en meros instrumentos de previsión y cálculo.

c) ¿En qué medida la profusión y ubicuidad (Fetveit, 2013) de imágenes y la post-fotografía añaden o despojan de valor simbólico a las imágenes? Esa realidad estetizada se articula como factor de reencantamiento del mundo, en la línea de lo que George Ritzer (2000) señalase como contracorriente cultural ante la carencia de misterio y trascendencia.

2. Imagen, poder simbólico y muerte

¿De qué forma podemos asociar la génesis de la imagen y el mundo del pensamiento mítico y sagrado? Una anécdota abre la monografía de Régis Debray (1994) titulada Vie et mort de l’image. Un emperador chino ordena borrar una pintura al fresco de una cascada porque el ruido de las aguas le impide dormir a solaz. Quien mira, no hace distingos entre imagen y referente: es rica y fértil en consecuencias prácticas porque afectan del mismo modo que la realidad directa. En otra anécdota, el arquitecto renacentista León Battista Alberti advierte del bien que procuran las imágenes de fuentes y ríos a los febriles, que alivian en tanto producen efectos de realidad.

Ambas anécdotas dan cuenta del poder performativo y sagrado de la imagen, en tanto desencadena efectos reales en el mundo material y no es solamente una mera representación (Bolt, 2004, p. 8). Es una ilustración de su sacralidad arcaica y de ese poder descrito por Freedberg (1991), capaz de suscitar respuestas pragmáticas. Eran las señaladas por Émile Durkheim en Les formes élémentaires de la vie religieuse a propósito del culto a las imágenes totémicas:

La idea de la imagen está asociada en los espíritus a la del modelo; en consecuencia, los efectos de la acción ejercida sobre la estatuilla se comunican contagiosamente a la persona cuyos rasgos reproduce. La imagen desempeña, en relación con el original, el papel de la parte en relación con el todo; es un agente de transmisión. (Durkheim, 2000, p. 559).

Podríamos decir que las imágenes son performativas porque provocan cambios en el mundo, por lo que estarían dotadas de un valor de fetiche que trasciende las particularidades de la vida material. Es una especie de traslación de lo que Christoph Menke llamaba “fuerza del arte” (2017), que posee cualidades transformadoras y provee de una relación resonante entre el sujeto y el mundo no sólo el representado, sino también el encarnado en la imagen (Rosa, 2019, p. 362 y ss.). En el poema de Rilke, Torso de Apolo arcaico, queda plasmada esta fascinación de la “mirada encantada”: en la relación entre sujeto e imagen, ésta toma vida y no sólo “nos mira”, sino que además provoca transformaciones fundamentales en el observador: “Porque aquí no hay un sólo
lugar que no te vea. Debes cambiar tu vida”. En cierto modo, las imágenes estarían animadas, de ahí proviene su poder (Freedberg, 1991, p. 1).

Habría que preguntarse si hoy en día la imagen es capaz de suscitar tales efectos, de aliviar las fiebres. O si puede llegar a alcanzar tal grado de realidad que la imagen de una cascada nos lleve a oír las aguas que caen. Es lo que se ha llamado agency (Gell, 1998), en tanto el arte se entiende como un sistema de acción que, antes que transcribir el mundo en representaciones, lo cambia: “El objeto artístico es algo animado, igual que una persona: es una cosa que actúa. Su poder de fascinación y de encantamiento no es separable de quien la ha creado” (Perniola, 2016, p. 47).

Partimos de la constatación de una cultura visual (Howells y Negreiros, 2012) determinada por el hecho de que “todo ver es, entonces, el resultado de una construcción cultural” (Brea, 2005, p. 9). En una época que, podríamos denominar, de encantamiento de la imagen, los patrones culturales inducen a imbuirla de un carácter sagrado, como un objeto de culto (Belting, 1990 y 2000) y de fascinación. Lo que ha cambiado no es la imagen en sí misma, sino la mirada del espectador:

Nosotros, en verdad febriles, preferimos un analgésico a la visión de una marina. Nuestras imágenes sagradas ya no sangran ni lloran. Si les hablamos todavía a media voz, solos, en la penumbra, es por inadvertencia. […] Salvo para los iluminados, los efectos de la imagen tienden a caer en el ámbito común: buenas costumbres y malas influencias. (Debray, 1994, p. 14).

Las imágenes no provocan una simple percepción, sino una acción y reacción. Son performativas y generan emociones en forma de “fuerzas psicológicas”, como señalaba Rudolf Arnheim:

La vida de un percepto -su expresión y su sentido- dimana enteramente de la actividad de las fuerzas perceptuales. Cualquier línea trazada sobre una hoja de papel, la forma más sencilla modelada en un trozo de arcilla, es como una piedra arrojada a un estanque: perturba el reposo, moviliza el reposo. Ver es la percepción de una acción. (Arnheim, 2006, p. 31).

Pero el poder de las imágenes, su prestigio y su aura cambian con las épocas. No hay más que considerar la profusión de imágenes desprovistas de todo misterio, como es la transparencia obscena y absoluta de lo que muestra todo sin dejar lugar para la imaginación, como ocurre con la imagen pornográfica (Gubern, 2005). O en esa banalización de la imagen televisiva, con implicaciones no sólo cognitivas en forma de empobrecimiento de la capacidad de razonamiento, sino democráticas y culturales (Sartori, 2002). O la explosión de imágenes compartidas a través de los social media y los smartphones. La sobreabundancia de imágenes, paradójicamente, las convierte en objetos en cierto modo despojados de significado: desencantados.

Es así como comprendemos el encanto de la imagen desde su genealogía. La voz “imagen” proviene del latín imago. Nos traslada a la máscara de cera usada en las ceremonias mortuorias, la reproducción del rostro del difunto por la cual sobrevivía en efigie a su propia muerte. Las estatuas funerarias representaban la forma de trascender el tiempo: imágenes para pervivir más allá de la propia vida. Y transformarse en imagen era un signo de poder y un privilegio social. Sólo las personas más influyentes podían transfigurarse en una efigie, en imagen inmune al paso del tiempo. Y en esta ansia de trascender el tiempo, Morin señalaba dos actitudes fundamentales, o bien la exposición o bien la ocultación:

El hombre, o bien renuncia a la muerte, la pone entre paréntesis, la olvida, como se termina por olvidar al sol, o bien por el contrario la mira con esa mirada fija, hipnótica que se pierde en el estupor y de la que nacen los milagros. El hombre, que ha olvidado demasiado a la muerte, ha querido, igualmente demasiado, mirarla de frente, en lugar de rodearla con su astucia. (Morin, 2003, p. 17).

En la antigua Grecia ver era el equivalente a vivir. No se decía “el último suspiro”, sino “la última mirada”. De ahí que en el mito de Edipo la muerte en vida sea la de quien, desesperado, se arranca los ojos ante una sucesión de acontecimientos insoportables. La palabra “ídolo”, que remite a su vez a imagen, proviene de la voz griega eidôlon, que quiere decir “fantasma de los muertos”. El eidôlon es el alma del difunto que emerge del cuerpo en forma de sombra, de doble. Una imagen es una sombra, un doble de alguien que ya no se cuenta entre los vivos: alguien ausente y, no obstante, aparecido ante nosotros. Pero el eidôlon también era la aparición en sueños y una imagen suscitada por los dioses.

Es la angustia de la precariedad de la vida, de un destino inexorable como es el de la muerte, al que desea escapar el ser humano en su conversión a imagen. Lo que está amenazado por la desaparición, se transforma en imagen para disponer, al menos, de un trazo en su ausencia más pronta o tardía. Tras una vida repleta de dolorosas peripecias, como las retratadas en Éxodos (Salgado y Wanick-Salgado, 2000) el fotógrafo Sebastião Salgado hacía ver las miserias más inimaginables del ser humano, para perpetuar lo que no ha sido tocado en exceso por su mano. En la serie Génesis (Salgado y Wanick-Salgado, 2020), trató de dejar testimonio de la belleza de ese mundo natural que la explotación indiscriminada de la Naturaleza deja en vías de extinción. En estas ilustraciones podemos apreciar lo que constituye el patrón común a toda ontología de la imagen en tanto promesa de eternidad, con la “fuerza de abrir para nosotros un mundo de esperanzas, de creencias” (Brea, 2010, p. 9).

La imagen nació de esta intuición de “días contados”, de una desaparición inminente. No en vano, las primeras manifestaciones de arte también se relacionan con la muerte, como los sudarios egipcios y las momias, donde el cadáver se convierte en obra y sobre las telas los coptos dibujaban sus escrituras para vencer a la muerte. Lewis Mumford, en Technics and Civilization, sugería en particular la capacidad de trascendencia de la fotografía que “nos abre los ojos”, mediante el efecto de permanencia frente a lo transitorio y una ampliación de las posibilidades de conocimiento y registro:

Es capaz de habérselas y de presentar adecuadamente los aspectos complicados, interrelacionados de nuestro ambiente moderno. Como historias de la comedia humana de nuestros tiempos, las fotos de Atget, en París, y de Stieglitz, en Nueva York, son únicas como drama y como documento a la vez: no sólo comunican la forma verdadera y el toque de nuestro ambiente, sino que con el ángulo de visión y el momento de la observación arrojan una luz oblicua sobres nuestras vidas íntimas, nuestras esperanzas, nuestros valores, nuestros humores. (Mumford, 2002, p. 359).

A la descomposición de la muerte, la imagen contrapone la recomposición de la efigie. Es una argucia contra lo inevitable. Esta imagen protege al vivo de la putrefacción de la muerte. Así, el retrato profano y anónimo nació en Fayum, Egipto, como una forma de democratizar la supervivencia a la muerte. Una figura, una imagen, el ornato: todas ellas manifestaciones de prolongación, de ampliación de la vida y lucha contra lo efímero. Como lo era el artefacto de imágenes retratado en la novela de Bioy Casares La invención de Morel: un juego de “sosias inverosímiles” que se toman por verdaderas y acaban por extender la vida de los proyectados:

Todos los aparatos de contrarrestar ausencias son, pues, medios de alcance (antes de tener la fotografía o el disco hay que tomarla, grabarlo). Asimismo, no es imposible que toda ausencia sea, definitivamente, espacial… En una parte o en otra estarán, sin duda, la imagen, el contacto, la voz, de los que ya no viven (nada se pierde…). (Bioy Casares, 2003, p. 114-115).

En las culturas arcaicas, la imagen nació de la voluntad de hacer presente lo invisible. Nuestros ancestros buscaban representar a los dioses y a los muertos para obligarlos a interceder en su favor. Ya sea como estatuillas o como dibujos, las imágenes se crearon para conseguir un mundo más propicio gracias a esas fuerzas invisibles que ahora, hechas imágenes, nos miran y velan por nosotros. En italiano, guardare significa mirar, que a su vez nos remite también al cuidado, a la guarida, a guarire, que quiere decir curar. En este sentido, la imagen no es un fin en sí mismo, sino que es un medio para sobrevivir. Ernest Cassirer, en su Filosofía de las formas simbólicas, advertía esa centralidad de la imagen en el pensamiento mítico, en tanto alejado de las abstracciones y racionalidades de la modernidad (Cassirer, 1955, p. 38).

Régis Debray apuntaba asimismo a la coincidencia de las palabras “imagen” y “magia”: es lo que acude en nuestra ayuda para exorcizar y ahuyentar los peligros. Pero lo mágico no es una propiedad del objeto, sino de la mirada. Y así lo ilustra Fontcuberta a propósito de las prácticas de vudú, que requieren de imágenes-cosa fetichizadas:

El temor a que la imagen nos robe el alma se halla enormemente extendido, incluso más allá de la superstición y la magia negra, y puede adoptar múltiples variedades, desde las estatuillas del vudú hasta los espejos como objetos maléficos. (Fontcuberta, 2011, p. 25).

La imagen es una exclamación de socorro, es la respuesta a una amenaza. Los fetiches no son tanto el testimonio de una libertad, como de la sumisión a un mundo incomprendido:

La imagen no pretende hechizar el universo por placer sino liberarlo. Donde nosotros vemos capricho o fantasma gratuito, sin duda había angustia y súplica. El fetiche primitivo, en el que hoy vemos un “poema-objeto”, de funcionamiento simbólico, no da testimonio tanto de la libertad de espíritu como del sometimiento de nuestros antepasados a la noche, con sus dioses, sus monstruos, y sus sombras errantes, todos ellos acreedores sangrientos de la sangre de sus deudores, los vivos. (Debray, 1994, p. 32).

3. Lo visual y la post-fotografía

Hoy en día, esa vinculación entre la muerte, lo invisible, el misterio y la imagen parece haberse difuminado. Al igual que se escamotea la muerte, la innombrable, y se ocultan los sufrimientos y el destino inexorable de toda vida, lo que acontece es un flujo de imágenes que Debray denomina “lo visual”. Algo sin contenido, sin consecuencias y sin significación ulterior más allá de la mera circulación.

La belleza de la imagen proviene de ese terror domesticado por parte del arte, del ejercicio técnico. Y quien dice que algo es bello está reconociendo que pervivirá, y que esa belleza será igualmente admirada mucho después. Porque lo bello es perenne y eterno, con independencia de las épocas históricas y las transformaciones de la mirada. Es la respuesta a nuestros miedos existenciales, miedos que el ser humano comparte por el hecho de haber nacido. En el plano fotográfico, Fontcuberta nos recuerda que en el álbum se da una cierta función totémica y balsámica, “ya que funciona como refugio de la memoria al que acudimos para obtener estabilidad y sentimiento de arraigo” (2016, p. 206).

Cuando la seguridad que nos confiere el dominio técnico suprime esa situación de precariedad contra la que se construyen las imágenes, comienza la época de “lo visual”. Ya no domina el miedo, que es origen tanto de lo mejor como de lo peor del ser humano, esto es, la urgencia de saber y la voluntad de poder. La imagen se trivializa cuando en la mirada del espectador ya no se halla presente ninguna emoción profunda, y “ya no es un objeto suntuario y escaso sino banal” (ibidem). Lo visual remite a una mirada indiferente a aquellas imágenes que son objeto de delectación. Es un recorrido superficial donde las imágenes circulan de forma incesante.

“Representar es hacer presente lo ausente” (Debray, 1994, p. 34). No es, por tanto, un mero ejercicio de evocación, sino un reemplazo. Una imagen viene a nosotros en lugar de para llenar un vacío. ¿Aún existe una necesidad de imagen en ese sentido primigenio que la vincula a la ausencia? En el sentido de imago o eidôlon, las imágenes precisan de silencio y atención, justo la disposición contraria a la que ocurre en un mundo saturado de estímulos que provocan una fragmentación de la atención (Wu, 2020; Patino, 2020 y Twenge, 2017). Ante ellas, se baja la voz, se las mira con reverencia porque son la huella de algo que trasciende, de algo misterioso cuya función no es simplemente la de documentar una existencia. El caudal de imágenes de la post-fotografía tiende al olvido mientras la imagen es memoria viva.

La post-fotografía privilegia la cantidad y proliferación de imágenes en una especie de culto a la instantaneidad por la que el prosumer fotográfico (Sarvas & Frohlich, 2011) ha de documentar su propia existencia. La perfecta ilustración de este giro reside en la multiplicación de los llamados selfies, donde el narcisismo fotográfico aparta la mirada del mundo de afuera (Walsh y Baker, 2016; Barry et al., 2017). La primacía no es la de guardar testimonio de algo que ha sido, sino la de registrar el he estado allí para compartirlo en tiempo real (Kaida, Moira & Oka, 2020). Esto es, una suerte de sincronización de afectos y de sensaciones que “permet d’installer, un peu partout à la fois, cette communauté d’émotion des individus” (Virilio, 2009, p. 62). Y ese acto de compartir, se convierte en una práctica pervasiva (Sarvas y Frohlich, 2011) que hace de la totalidad del tiempo de vida un escenario fotográfico, merced al smartphone como cámara ubicua (Kindberg et al., 2005).

En La cámara lúcida, Roland Barthes vinculaba la fotografía con el registro de una ausencia. Algo que ha sido queda reflejado en el objetivo para pervivir como una exteriorización objetivada. En cierto modo, la fotografía representa una violencia ejercida contra la percepción, en tanto llena a la fuerza la vista: “La imagen fotográfica está llena, abarrotada: no hay sitio, nada le puede ser añadido” (Barthes, 2016, p. 102). Nos recuerda a lo que Jean Paul Sartre (1976) denominaba “pobreza esencial de la imagen”, ya que la imagen lo da todo de una vez, en contraposición a otras formas de expresión como la novela, en la que es preciso imaginar la transición de los signos arbitrarios a las imágenes mentales que se construyen en el lector. Con mayor motivo, consideremos la diferencia entre esa imagen que es siempre una selección y recorte de la realidad, y el hecho de estar presente en esa escena. El espectador puede intervenir en el teatro de operaciones, moverse a su antojo para observar y palpar cada elemento de ese contexto. Quien escudriña una fotografía podrá detenerse en cada uno de los detalles, pero siempre será un mundo ya hecho y clausurado, fijado.

A la pobreza esencial de toda imagen, la fotografía añade un grado de automatización. Es lo que señalaba a propósito de la percepción Paul Virilio. Es lo que distingue a las imágenes fabricadas de las creadas (Villafañe y Mínguez, 2002), que se interpone entre esa realidad que se va a evocar y quien la representa, un dispositivo mecánico que uniformiza de raíz las percepciones. De ahí que Virilio señalase cómo Franz Kafka, ante la invención del cinematógrafo, sugería que era como ponerle un uniforme al ojo. Lo que acontece así es una estandarización de las percepciones, aún más radical por cuanto se multiplican ad infinitum las imágenes en forma de fotografías y contenidos audiovisuales: “La visión de la luz en movimiento sobre la pantalla habría reemplazado la búsqueda de cualquier movimiento personal” (Virilio, 2003, p. 120).

En la mirada del ser humano acostumbrado a tal profusión, se acelera la percepción hasta pasar de la mirada atenta, le regard ante objetos únicos al vistazo, al coup d’oeil.

El regard intenta extraer la forma permanente de un proceso fugaz; sus epítetos tienden a cierta violencia (mirada penetrante, aguda, incisiva) y su propósito general parece ser el descubrimiento de una segunda (re-)superficie por debajo de la primera, de la máscara de las apariencias. […] El coup d’oeil es una visión ociosa y apartada de la escena, y su breve incursión al mundo exterior es recompensada con el inmediato regreso a la intransitividad y reposo naturales. (Bryson, 1991, p. 105).

Una vez la forma de sentir, lo que Walter Benjamin denominaba sensorium, viene condicionado por este continuo salto de una imagen a otra en las pantallas, la velocidad de las imágenes que se suceden y se solapan unas a otras crea una suerte de privación sensorial: “Rapprocher du ‘lointain’ éloigne proportionnellement du ‘prochain’, de l’ami, du parent, du voisin” (Virilio, 1995, p. 33).

La sobreexposición a las imágenes se convierte así en la automatización de la percepción, pues la visión ya no es meramente la posibilidad de ver, sino la imposibilidad de no ver. Es a través de las prótesis de visualización, que son los dispositivos digitales, que Virilio denominaba machines à voir (Virilio, 1995, p. 112).

Y era en este sentido en el que Jean Baudrillard hablaba de una nueva forma de nihilismo y de iconoclastia, por la repetición y profusión de imágenes, no ya por su destrucción. Una ilusión inversa que conduce al desencantamiento de la profusión: “L’illusion moderne de la prolifération des écrans et des images” (Baudrillard, 2005, p. 42). El desencantamiento a través del mundo de las pantallas se produce así por el exceso, por la “muerte del signo” y la pérdida de la distancia entre el sujeto que mira y lo observado, entre lo real y lo virtual (Baudrillard, 2004, p. 57).

4. Post-fotografía y muerte

Llegados a este punto, ¿cómo entender el papel actual de la fotografía en la relación entre la imagen y la muerte? Habida cuenta de que incluso ya se podría hablar de la post-fotografía como referida no ya a la realidad, sino a la post-realidad que ella misma construye (Muñoz y Martí Testón, 2018). Y en esta sensación de digamos irrealidad, donde el carácter tradicional de espejo propio de la fotografía se ha roto, la experiencia de la muerte podría adquirir del mismo modo una naturaleza fantasmagórica.

En primer lugar, pongamos el llamado mal de archivo, por utilizar palabras de Jacques Derrida (1997). En On Photography, Susan Sontag (1996) llegó a afirmar que la cámara efectúa un acto de agresión. En el afán de coleccionar el mundo, la fotografía se muestra como una apropiación que evidencia el deseo adquisitivo. En esa inclinación a fotografiar se revela la mentalidad de quien observa el mundo como fotografías potenciales (Sontag, 1996, p. 17). Desde los años setenta del siglo XX, en que Sontag escribiera su ensayo seminal, hasta la actualidad, ese afán de colección se ha visto radicalizado por la omnipresencia de las cámaras en la vida cotidiana. Es lo que Joan Fontcuberta llama “frenesí del Homo photographicus” (2016, pp. 31-32), en tanto la especie ha evolucionado a través de la proliferación de cámaras económicas de bolsillo y, en especial, mediante la integración de la cámara en esa prótesis ubicua que es el smartphone.

Tal omnipresencia de las imágenes fotográficas en la vida corriente conduce a interrogarse por el papel del ansia de coleccionar, así como acerca de la especie de inmortalidad que Sontag atribuía a la fotografía: “El mundo de crear imágenes nos sobrevivirá” (1996, p. 21). Hay que entender la colección como una especie de legado personal, que se extenderá más allá de nuestra persona como si de una obra se tratase (Fontcuberta, 1996, p. 182). No obstante, la sobreabundancia de fotografías despoja de valor a cada una de ellas y atenúa esa propiedad mágica y aurática (Benjamin, 2018) de las imágenes para testimoniar y representar lo ausente. En consecuencia, la fotografía pierde sus cualidades de simbolización y supervivencia a la muerte: “Estos clics sin cesar abolen el principio de trascendencia (la presencia de la cámara para realzar el acontecimiento) y la indiscriminación trivializa irremediablemente el resultado: las imágenes se secularizan” (Fontcuberta, 1996, p. 208).

Roland Barthes se preguntaba sobre la relación entre el auge de la fotografía y la crisis de la muerte de la segunda mitad del siglo XX (2016, p. 104). ¿Existe algún tipo de vínculo antropológico entre la nueva imagen y el modo de concebir y vivir la muerte? Una fotografía podría concebirse como el “advenimiento de yo mismo como otro” (Barthes, 2016, p. 33). Es decir, existe un sujeto que deviene objeto y se convierte en espectáculo, en Spectrum, cuya etimología nos remite al “retorno de lo muerto” (ibidem, p. 50). En cierto sentido, como sugería Barthes, al fotografiar se vive una microexperiencia de la muerte, ya que al objetivar el mundo, cosa que es tanto un certificado de presencia como un interfuit, algo ha estado allí y ha sido inmediatamente separado.

La proliferación de imágenes desimbolizadas, como rastros fantasmales que convierten la experiencia en imagen, hace que estas pseudopresencias radicalicen lo que Guy Debord denominó Société du spectacle. Era la crítica a una sociedad en la que las relaciones vienen condicionadas por la circulación incesante de imágenes que se relacionan con imágenes, un estado de alienación contemporánea “que se concreta en el estado de pasividad contemplativa producido por el neo-capitalismo” (Perniola, 2008, p. 68). El movimiento de banalización de las imágenes conducía a la asunción del rol de vedette, que no existe sino para representar tipos variados de estilos de vida, como leemos en la Tesis 59 (Debord, 2006, p. 785).

En segundo lugar, la relación entre post-fotografía y muerte se cifra en la banalización, que es una consecuencia del mal de archivo. En una época de saturación fotográfica que se corresponde con microexperiencias de la muerte, el modo de aprehender la muerte se caracteriza tanto por la trivialización como por lo que Anthony Giddens llamaba “secuestro de la experiencia”, que alude “a los procesos interconectados de ocultamiento que apartan de las rutinas de la vida ordinaria” (Giddens, 1994, p. 199) fenómenos tales como la locura, la criminalidad, la sexualidad y la muerte. Este secuestro tiene lugar hoy por la paradójica sobre-exposición que familiariza en exceso la muerte y la irrealiza.

En la modernidad, uno de las autocoacciones que marcan el paso a la “civilización” es la renuencia tácita a mostrar y tratar sobre la muerte, como ha señalado Norbert Elias en La soledad de los moribundos, hasta tal punto que afirmaba:

No hay nada más característico de la actitud actual hacia la muerte que el temor que muestran los adultos a familiarizar a los niños con los hechos relacionados con ella. Resulta muy notable como síntoma de la medida y la forma en que se reprime la muerte tanto a nivel individual como social. Se les ocultan a los niños los hechos más sencillos de la vida por un oscuro sentimiento de que su conocimiento podría dañarles, hechos que forzosamente han de acabar por conocer y comprender. (Elias, 1987, p. 27).

La negación de la muerte, por tanto, implica un rechazo de la naturaleza porque escapa a nuestro control. No se domestica el mundo, de modo que volvemos invisible la muerte en su estado más cruento. Se la desplaza de la cotidianidad, como hace notar Phillipe Ariès en su Historia de la muerte en Occidente. De una muerte que era vivida con familiaridad en la Edad Media, tan corriente que acontecía a la vista de cualquiera y, por ello mismo, se hallaba domesticada, hemos pasado a una era en la que se ha convertido en uno de esos arcanos sobre los que no se puede hablar en público sin faltar a la corrección social:

Resulta vergonzante hoy en día hablar de la muerte y de sus desgarros, como lo era en otro tiempo hablar del sexo y de sus placeres. […] El decoro prohíbe ahora cualquier referencia a la muerte. Resulta mórbida, se habla como si no estuviera. Hay simplemente gente que desaparece y de la que ya no se habla -y de la que se volverá a hablar quizá más tarde, cuando se haya olvidado que está muerta-. (Ariès, 2000, pp. 219-220).

Pero esta mistificación de la muerte contrasta con la profusión de imágenes de muerte banalizadas en la postmodernidad (Debrix, 1999; Gibbs, 2014), hasta llegar al paroxismo de una insensibilización de la mirada, como ilustraba Sontag en Ante el dolor de los demás:

En un mundo no ya saturado, sino ultrasaturado de imágenes, las que más deberían importar tienen un efecto cada vez menor: nos volvemos insensibles. En última instancia tales imágenes sólo nos incapacitan un poco más para sentir, para que nos remuerda la conciencia. (Sontag, 2004, p. 47).

La post-fotografía como muerte de la fotografía tradicional al mismo tiempo trivializa y despoja de profundidad la propia experiencia de la muerte, que forma parte de la ontología de la imagen y de la fotografía. Para negar la muerte, convertimos la realidad en una sucesión de instantáneas e incluso nos convertimos a nosotros mismos en un espectáculo, como atestigua la obsesión con los selfies. Al querer afirmar la vida in fieri, el está siendo a través de la fotografía, perdemos el sentido profundo de la muerte y la naturaleza originaria tanto de la imagen como de la fotografía. De la fotografía como registro de la muerte pasamos a la muerte de la fotografía.

5. Conclusiones

En The Nostalgia of the Absolute, una serie de emisiones para la radio canadiense, George Steiner expuso con maestría las líneas fundamentales del desencantamiento del mundo, así como de las respuestas ante una suerte de vaciamiento de sentido en virtud de la decadencia de las religiones tradicionales. Surgen nuevas “mitologías” como teologías sustitutivas: “Un conjunto particular de imágenes emblemáticas, banderas, metáforas y escenarios dramáticos. Generará su propio cuerpo de mitos. Una mitología describe el mundo en términos de ciertos gestos, rituales y símbolos esenciales” (Steiner, 2016, p. 18-19).

Una de las mitologías contemporáneas corresponde a la religión tech y su deriva post-fotográfica, en tanto promesas de resonancia que pretenden restituir una relación intensa con el mundo. Registrar la vida en forma de imágenes que serán puestas en circulación y compartidas constituye uno de los rituales que vienen a colmar el vacío de sentido de la tardomodernidad. Pero, paradójicamente, también se desvalorizan las potencialidades simbólicas de la imagen y la fotografía tradicionales.

A) El poder simbólico de la imagen se atenúa a medida que la proliferación de fotografías digitales satura la vida cotidiana. Lo que vendría a explicarse desde la perspectiva de un anhelo de absoluto, por utilizar términos de Steiner, genera el efecto contrario de la banalización y desacralización.

B) El estatuto ontológico de la imagen se transforma en virtud del cambio de paradigma, que se desplaza en la post-fotografía desde la permanencia y trascendencia de lo fugaz hacia la circulación incesante de instantáneas, en un presente vivido y compartido en tiempo real a través de dispositivos de interconexión y registro de imágenes como es el smartphone. La fotografía pasa de ser el registro de un pasado que ya fue a la constatación de un presente continuo que se comparte en redes. No es ya solamente la prueba de que algo ha sido, sino de que algo está siendo. Y tanto más por cuanto la fotografía digital deja de ser un objeto estático para convertirse en un work in progress, moldeable y manipulable por contraposición al carácter más bien fijo de la fotografía analógica. La obligación de hacer visible y mostrar se conjuga con el mal de archivo para despojar a la fotografía de su riqueza simbólica y desencantarla. Al mismo tiempo se fragmenta la experiencia en torno a esas colecciones de vida registradas por las cámaras omnipresentes.

C) En consecuencia, el remedio contra la muerte que es la representación en imágenes puede convertirse en un simulacro que nos hace olvidar la certeza de la mortalidad, en la línea del “secuestro de la experiencia” propia de la modernidad. La mitología de la post-fotografía, que vendría a reencantar el mundo a través de la tecnología, genera un nuevo desencantamiento articulado por la banalización y trivialización de las imágenes. Es la paradoja de la post-fotografía. En un mundo en el que la experiencia de la muerte se ha desfamiliarizado como uno de los tabúes de la modernidad, y por ello mismo se la destierra e irrealiza, esas microexpresiones de la muerte que son las fotografías vienen a colmar de muerte nuestra cotidianidad. Vienen a suplir este vacío de sentido, este deseo de trascendencia que trataba de colmar la imagen y en segunda instancia la fotografía. Pero el exceso de visibilidad empobrece la cualidad óntica de la fotografía, y lo que vendría a colmar el vacío de sentido, la profusión de fotografías alimenta paradójicamente la sensación de desencanto. Las imágenes “dejan de cantar” en la era post-fotográfica. El poder simbólico y performativo de la imagen en su etapa post-fotográfica se ve mermado con tanta mayor intensidad por cuanto mayor sea la saturación. Y finalmente la agresión de la post-fotografía se traduce en la supresión del presente vivido sustituido por una presente imaginado, convertido en imágenes porque está siendo registrado y compartido en tiempo real. Decía Henry David Thoreau que no era capaz de vivir y contar lo que vivía al mismo tiempo. O una cosa u otra. ¿Se es capaz de vivir y de registrar fotográficamente lo que se vive al mismo tiempo sin perder nada por el camino?, ¿sin perder el misterio y enigma de las imágenes y de la experiencia? Para una tentativa de respuesta, invirtamos el célebre verso de Hölderling: donde está lo que salva, crece también el peligro.

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