Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 85 (2022)

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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SANDEL, Michael. (2020). La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común? Traducción de Albino Santos Mosquera. Barcelona: Penguin Random House.

 

¿Es la meritocracia un ideal regulador deseable a la hora de organizar nuestra sociedad? En La tiranía del mérito, el profesor Michael Sandel explora las aristas de esta problemática, planteando un debate que atañe a cuestiones nucleares de las teorías de la justicia distributiva y apela señaladamente a las particularidades del escenario político estadounidense, aún resacoso del mandato de Donald Trump. El célebre profesor de filosofía política de Harvard presenta un texto a caballo entre una pretensión de intelectual público decidido a influir en el debate político actual y una vocación teórica de crítica incisiva al concepto de mérito.

La edición en castellano a cargo de Penguin Random House (Debate) es correcta y la traducción de Albino Santos es sólida, rigurosa y respetuosa con el texto original. El presente libro se divide en siete capítulos, además de una breve introducción y conclusión.

En el primer capítulo, Sandel presenta la brecha entre “ganadores y perdedores” (p. 27) que la lógica meritocrática ha trazado en el panorama sociopolítico estadounidense. Desposeída de su pretendida aura inspiradora, la meritocracia ha fomentado actitudes “poco atractivas desde la perspectiva moral” (p. 37): entre los ganadores promueve la “soberbia” (p. 37) de quienes se saben privilegiados por derecho propio; entre los perdedores inocula la “humillación” (p. 37) resultante de ser los responsables de su propio fracaso, además de un “resentimiento” (p. 37) contra las élites. Esta división dañina entre ganadores y perdedores ya fue propuesta por Michael Young en El triunfo de la meritocracia, libro que el autor referencia en varias ocasiones.

De acuerdo con la naturaleza divisoria de la meritocracia, Sandel propone la tesis de que la victoria electoral de Trump en 2016 tiene mucho que ver con haber sabido capitalizar la humillación y el resentimiento de los perdedores de la globalización y haberles prometido una reparación moral ante los “agravios legítimos” (p. 28) del sistema meritocrático que los ha relegado a la marginación. La potencia sugestiva de esta explicación es considerable, y aunque no creo que se trate de una afirmación del todo exhaustiva respecto a la realidad poliédrica a la que se refiere, logra revestir la idea de mérito con una carga de significación suficiente para justificar su rol central en el análisis.

En el segundo capítulo, se realiza un breve y selectivo recorrido por la historia de la idea de mérito. Sandel se centra en relacionar la idea contemporánea de mérito con los debates teológicos entorno a la salvación del alma y la obtención de la gracia divina, en especial con la concepción protestante del trabajo analizada por Max Webber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Sandel, siguiendo a Webber, sugiere que el modelo de laboriosidad y acumulación que propició el surgimiento del capitalismo en la Europa septentrional nace de un deseo de reconocimiento moral de las propias obras más allá del “suspense insoportable” (p.54) ofrecido por el ideal calvinista de predestinación extrema. Así, el trabajo duro y vocacional sería un signo de favor divino; “el éxito terrenal es un buen indicador de quiénes están destinados a la salvación” (p. 56). La meritocracia actual recupera esta noción de merecimiento de forma secularizada, asociando el éxito socioeconómico (y la ausencia de este) con una dura noción de merecimiento (o no merecimiento) moral, análoga a la visión puritana de la salvación a través del trabajo duro. Se configura así una “noción providencialista” (p. 60) de la brecha meritocrática, mediante la cual cada uno obtiene lo que genuinamente se merece.

Sandel defiende que este discurso ha calado hondo no solamente en un plano interpersonal, sino también en la consideración misma de que la hegemonía política de los Estados Unidos va ligada a su superioridad moral; “el tropo retórico consistente en explicar el poder y la prosperidad de Estados Unidos en términos providencialistas” (p. 66).

En el tercer capítulo, Sandel vuelve sobre el trasfondo tóxico del mensaje meritocrático y las condiciones diversas que hacen de él una “tiranía del mérito” (p. 96). La “retórica del ascenso” (p. 85) (quien trabaje y tenga talento, tendrá éxito) y la “retórica de la responsabilidad” (p. 85) (el individuo se autodetermina, por tanto, es responsable de su situación, ya sea esta privilegiada o desfavorecida), conforman una mezcla explosiva que caracteriza “la faceta cruel de la meritocracia” (p. 98), culpabilizando a los desfavorecidos de su propia situación y consolidando la justa superioridad de los exitosos. El autor destaca el cinismo del mensaje meritocrático en el panorama estadounidense, a la luz de la desigualdad económica galopante y de lo estadísticamente infrecuente que es el ascenso social fulgurante prometido por el sueño americano. Este capítulo se presenta a modo de recopilación ampliada de las ideas presentadas en los anteriores, ahondando tanto en la crítica normativa a la meritocracia como en la relación de esta con la reacción populista-trumpista.

En el cuarto capítulo, Sandel se centra en desgranar cómo el éxito social se ha ido asociando de manera creciente a un nivel elevado de estudios, siendo los títulos superiores una fuente de soberbia meritocrática que denigra a aquellos que no los poseen, al tiempo que respalda las pretensiones de merecimiento y superioridad moral de los titulados. El así llamado “credencialismo” (p. 107) designa esta obsesión y veneración por los títulos universitarios. En el plano político, este credencialismo ha ido de la mano del auge de la tecnocracia a través de la consideración de que las decisiones políticas han de dejarse en manos de los más preparados; se afianza el paradigma de oposición simplista entre lo “inteligente” (p. 121) y lo “estúpido” (p. 121), íntimamente relacionado con el marco general de oposición entre ganadores y perdedores. A Sandel, como ya mostró en Justicia: ¿hacemos lo que debemos? (2011), su anterior trabajo, le sigue inquietando especialmente esta tecnocratización de la esfera política, que desaloja el debate moral en favor de una aplicación omnipotente del criterio experto, lo cual resulta no solo en un “desempoderamiento de los ciudadanos” (p. 141), sino también en un “abandono del proyecto de persuasión política” (p. 141). En este punto, el autor dialoga implícitamente con el panorama desolador dibujado por Colin Crouch en Post-Democracy (2004), sin acabar de articular una propuesta clara de salida.

El quinto capítulo marca un punto de inflexión en el libro, pues deja atrás el intento de asociar el auge del populismo con las consecuencias de la meritocracia y se dispone a presentar el grueso de la carga teórica de la obra. Sandel examina las críticas a la meritocracia que se formulan desde el “liberalismo de libre mercado (p. 164) de la mano de Friedrich Hayek, y desde el “liberalismo del Estado de Bienestar(p. 167) por parte del omnipresente John Rawls. La tesis principal que defiende es que, pese a que ambos autores rechazan explícitamente la idea de que el éxito tenga que ver con un mayor merecimiento (sobre todo en lo que respecta a la arbitrariedad moral de los talentos naturales), ninguno de ellos puede escapar finalmente de “una inclinación meritocrática” (p. 194) en lo referido a las actitudes de humillación y soberbia que caracterizan a los privilegiados y los menos favorecidos.

En el caso de Hayek, se critica que la disociación entre “el mérito y el valor” (p. 165) deja intacta una asociación igualmente peligrosa: la del valor de mercado con el valor aportado a la sociedad. Esto hace que los exitosos puedan justificar ufanamente su privilegio aduciendo el mayor peso de sus aportes al conjunto de la sociedad, dejando de nuevo a los menos afortunados en una posición de desnudez moral. En el caso de Rawls, la estricta neutralidad liberal de “la prioridad conceptual de la justicia sobre el bien” (p. 187) es impermeable al reparto desigual de la estima social, la cual fluye igualmente hacia los más talentosos y exitosos que, para más inri, ostentan su posición desigual en beneficio de los más desfavorecidos y en estricta observancia del Principio de Diferencia.

A pesar de la relevancia teórica que reviste la cuestión del mérito y de la arbitrariedad moral de los talentos a través del liberalismo igualitario rawlsiano, el tratamiento que se hace de este asunto es demasiado sucinto. Quizá hubiese sido provechoso un desarrollo ampliado de esta polémica teórica en perjuicio del peso que tiene en los primeros capítulos el análisis pseudo-empírico del auge del populismo.

Tras esta crítica ambiciosa, entramos en la parte final del libro, que consta de dos capítulos propiamente propositivos. El sexto capítulo se centra en el recurrente tema de la admisión a la universidad en Estados Unidos y en cómo el sistema universitario se ha convertido en una “máquina clasificadora” (p. 199) cuya función consiste en separar los aptos de los no aptos. Sandel critica la doble tiranía del mérito (p. 236) que un sistema así conlleva, tanto para los que no son admitidos en las universidades de élite (víctimas de la humillación meritocrática) como para los que sí lo son (“ganadores heridos” (p. 227), desgastados psicológicamente por los estándares de perfección que se les exigen). Ante este panorama, el autor lanza una propuesta no carente de audacia: una “lotería de los cualificados” (p. 237), de suerte que todos aquellos que alcancen un nivel mínimo de competencias, entren en un sorteo para obtener una plaza. Esto permitiría tratar el mérito “como un umbral para la cualificación, y no como un ideal que haya que maximizar” (p. 238), además de insistir en la corrección de la soberbia a través del azar, resquebrajando la exigente noción de autorresponsabilidad que encumbra la meritocracia. En cierto sentido, aquí Sandel está recuperando el afán de crítica al mejoramiento sin límite que vertebra su libro Contra la perfección (2007), en esta ocasión centrándose en la crítica aspiracional a lo perfecto en el plano del mérito, en vez de en el ámbito de la ingeniería genética.

Pese a su atractivo inicial, parece que la lotería preuniversitaria hace más por remediar el sufrimiento psicológico de aquellos que optan a la perfección que el de los que son humillados por el sistema de selección y no consiguen siquiera llegar al umbral mínimo del sorteo. Quizá reparando en esto, Sandel finaliza el capítulo reivindicando una mayor inversión en la formación profesional, para hacer posible “que el éxito en la vida no dependa tanto de poseer un grado universitario de cuatro cursos”. Esto permitiría “valorar diferentes tipos de trabajo” (p. 246) y, además, romper con el monopolio de la educación ético-cívica en las universidades, creando así las bases para un diálogo en común clave en el ideal comunitarista que Sandel propone.

En el séptimo capítulo, se plantea una defensa republicana de la “dignidad del trabajo” (p. 263) en tanto que contribución al bien común y aportación de valor a la comunidad, rompiendo con el encaje meritocrático. En este sentido, una solución basada únicamente en la “justicia distributiva” —“un acceso más equitativo y completo a los frutos del crecimiento económico” (p. 265)— no puede dar respuesta plena a la problemática del “desplazamiento cultural” (p. 262) al que se ven abocados los trabajadores, más allá de la “privación material” (p. 262). Se pone en el centro la necesidad de alumbrar una “justicia contributiva” (p. 265) como la “oportunidad de ganarse el reconocimiento social y la estima que acompañan al hecho de producir lo que otros necesitan y valoran” (p. 265). Este paradigma (que probablemente sea una de las aportaciones conceptuales más potentes del libro) realza la valoración comunitaria de los esfuerzos de contribución productiva al acerbo colectivo, censurando la correspondencia hayekiana entre valor de mercado y valor social.

En el pasaje conclusivo, Sandel aboga por comprender su propuesta como una vía intermedia entre la “igualdad de oportunidades” y la “igualdad de resultados”: “una amplia igualdad de condiciones” (p. 288) que permita a todo el mundo vivir una vida digna en la que el bienestar material vaya acompañado de una “estima social” (p. 288) relacionada con la contribución al “bien común” y a la deliberación colectiva y moral de los “asuntos públicos” (p. 288). A través de esta lente, la justicia contributiva se aleja de la neutralidad moral que impone la tecnocracia meritocrática, puesto que valora la satisfacción mutua de necesidades como un ideal deseable para el “florecimiento humano” (p. 272). Este ideal requiere una toma de conciencia en cuanto al papel de la suerte en la posición que ostenta el individuo, cuyo resultado sería una “cierta humildad” (p. 293) como condición sine qua non para la solidaridad y el reconocimiento recíproco.

Sin perjuicio de la calidad general del libro, se puede observar una distancia preocupante entre la honda crítica que se plantea a la meritocracia y las propuestas que de facto se nos presentan. Sandel, o bien propone soluciones parciales (admisión por sorteo, impuestos al sector financiero…) que, aun siendo interesantes y dignas de una fructífera reflexión, no alcanzan a superar las propias objeciones maximalistas que él mismo ha delineado; o bien nos enfrenta con una reivindicación demasiado general, monumental y precipitada de un comunitarismo surgido a modo de deus ex machina, el cual solo convencerá plenamente a aquel que ya venía de antemano convencido.

Por otro lado, resulta insatisfactorio el escaso tratamiento crítico que se da a la reformulación del sistema económico para atajar la tiranía del mérito. Desde un punto de vista un tanto malintencionado, pudiera parecer que el énfasis en el reconocimiento-estima de los empleos productivos acaba por desarticular la dimensión material del debate, relacionada con la crítica o la justificación de la desigualdad económica necesaria en un sistema capitalista. Por si fuera poco, no queda claro desde qué marco se ha de construir esta comunidad de reciprocidad y qué redes de cooperación social sería necesario reformular o incluso destruir. Sin un tratamiento profundo de estas incertidumbres, la propuesta comunitarista de solidaridad codependiente parece incompleta y su presentación como una alternativa real al statu quo es problemática.

A pesar de estos apuntes críticos, el valor que tiene el texto es reseñable. Sandel se muestra lúcido al poner la largamente negligida cuestión del mérito en el centro del debate, y en hacerlo de tal manera este libro resulte atractivo para un amplio abanico de lectores, recubriendo las reflexiones más punzantes, fecundas y abstractas de un manto de actualidad con relevancia propia. Asimismo, la parcial inconcreción de sus propuestas no excluye la agudeza con que estas se articulan, dialogando sagazmente con algunas de las deficiencias políticas más notables de la esfera de deliberación pública: la menguante relevancia de la moral en el discurso, la brecha de reconocimiento o el exilio del papel cohesor del azar.

La idea central que vertebra el texto nos enfrenta a un viejo dilema liberal-comunitarista, reeditado desde un punto de vista fresco y novedoso. Recuperando las palabras del propio Sandel en la introducción: “Tenemos que preguntarnos si la solución a nuestro inflamable panorama político es llevar una vida más fiel al principio del mérito o si, por el contrario, debemos encontrarla en la búsqueda de un bien común más allá de tanta clasificación y tanto afán de éxito” (p. 25).

 

Referencias bibliográficas

 

Crouch, C. (2004). Post-Democracy. 1ª ed. Cambridge: Polity Press.

Sandel, M. (2007). Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética. ١ª ed. Barcelona: Marbot Ediciones.

Sandel, M. (2011). Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? ١ªed. Barcelona: Penguin Random House.

 

Héctor Jiménez García

(Universitat Pompeu Fabra)