Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 89 (2023), pp. 83-98

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.465411

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Figuras de la ironía romántica. La recepción filosófica del Romanticismo más allá de la modernidad

Figures of romantic Irony. The philosophical Reception of Romanticism beyond Modernity

GERMÁN GARRIDO*

Resumen. El artículo trata la recepción filosófica de la ironía romántica centrándose para ello en tres momentos fundamentales: la crítica de la ironía como negatividad infinita en Hegel y Kierkegaard, su vínculo con la inhibición política en Carl Schmitt y Georg Lukács y, finalmente, su reapropiación por el pensamiento deconstructivista. El estudio propone que sólo el cuestionamiento de ciertas premisas de la modernidad filosófica ha permitido recuperar la dimensión estética del primer romanticismo.

Palabras clave: Romanticismo, Ironía, Modernidad, Deconstrucción.

Abstract. This paper deals with the philosophical reception of romantic irony. It focuses on three main points: (1) the critic of irony as a negative infinity by Hegel and Kierkegaard; (2) the linkages of irony with an apolitical attitude in Carl Schmitt and Georg Lukács; and (3) the apropiation of irony by deconstruction theory. As the paper proposes, only the reconsideration of some some main aspects from the modernity allowed the recognition of the romantic aesthetic dimensión.

Keywords: Romanticism, Irony, Modernity, Deconstruction.


Recibido: 27/01/2021. Aceptado: 23/03/2021.

* Profesor titular de Filología alemana en la Universidad Complutense de Madrid. Doctor en filología alemana por la Universidad de Barcelona. Líneas de investigación: estética, literatura y filosofía, romanticismo, géneros literarios. Recientemente ha publicado Entre el organismo y el artefacto. Una poética kantiana (Comares, 2020) y una edición crítica de los Cuadernos literarios de Friedrich Schlegel (Akal, 2021). Contacto: gegarrid@pdi.ucm.es

 

En La crítica al romanticismo (1989, con traducción de Verónica Galfione aparecida en 2017) Karl Heinz Bohrer expone los testimonios que han condicionado la interpretación histórica del primer romanticismo alemán; unos fomentando su rechazo como corriente hostil al proyecto de la modernidad, otros en cambio reivindicando la modernidad de su orientación estética. Discutible en algunos de sus presupuestos (Menke 2011, 57-59; Galfione 2018, 82), el libro de Bohrer constituye ante todo un estudio excepcional sobre la transmisión y asimilación de una categoría que es estética a la vez que historiográfica. La suerte del Romanticismo no difiere en ese sentido de la que han conocido otros conceptos como el barroco o las vanguardias; lamentar su supuesta adulteración (como en ocasiones parece hacer Bohrer) resulta en consecuencia menos apremiante que evaluar en la medida de lo posible el alcance de ese proceso y columbrar sus múltiples implicaciones. Solo así puede empezar a cumplirse el objetivo que Peter Bürger atribuye a una teoría crítica cuando fija este en la relación entre la validez de una categoría y el desarrollo histórico del ámbito al que se refiere (Bürger 2009, 24-2). Bürger entiende que la racionalización del proceso creativo propia de las vanguardias permite “comprender los estadios previos del desarrollo del fenómeno arte en la sociedad burguesa” (Bürger 2009, 27). Del mismo modo cabe preguntarse en qué momento del desarrollo histórico de la conciencia estética se dan las condiciones para una plena distinción de la validez de la categoría Romanticismo. A tal efecto partiremos de un concepto central del pensamiento romántico, la ironía, por ser el que ha tenido una recepción filosófica más continuada y fecunda. La exposición se centrará concretamente en tres momentos identificados con tres figuras de la mediación romántica. Hablaremos pues del demonio de la ironía en relación a la crítica filosófica que Hegel y Kierkegaard promovieran hace dos siglos, del fantasma de la política que Carl Schmitt y Georg Lukács vincularon también con el discurso irónico y, por último, de la apropiación de la ironía como una máquina del lenguaje en el pensamiento deconstructivista de los años setenta. Mientras las dos primeras figuras parten del panorama trazado por Bohrer, la tercera prolonga su alcance temporal hasta el punto que lo desborda. Recorriendo la recepción crítica de la ironía más allá del ámbito comprendido en el estudio de Bohrer podremos comprobar nuestra hipótesis de partida: que la categoría del Romanticismo solo comienza a mostrar su validez con el cuestionamiento de algunos principios de la modernidad filosófica.

El demonio de la ironía

La crítica de Hegel al Romanticismo1 se centra fundamentalmente en tres documentos: el examen del alma bella que plantea el sexto capítulo de la Fenomenología, el ataque al concepto de ironía de las Lecciones sobre estética y su ampliación a la obra de Karl Wilhelm Ferdinand Solger en la reseña que dedica a este autor. Estos textos encuentran continuidad en otros (la figura del alma bella en la Filosofía del derecho, la ironía socrática en las Lecciones sobre la historia de la filosofía,…) pero bastan para dar cuenta de la consideración que merece el Romanticismo en el pensamiento de Hegel y son por ello los habitualmente invocados por la crítica para referir este conflicto. De entrada llama la atención la acritud de los calificativos que dedica a la generación del primer romanticismo y en especial a quien reconoce como su teórico de cabecera, Friedrich Schlegel. Para valorarlos en su justa medida conviene empezar contextualizando la confrontación que promueve Hegel en la introducción a la Estética. Las páginas iniciales de este libro (que como es sabido no fue concebido como tal por Hegel, sino que resultó de los apuntes editados por su discípulo H. G. Otho) empiezan descartando aquellas concepciones de la belleza artística que considera erradas, como la que fija el interés de lo bello en la sensibilidad o su fin en la instrucción moral. Hegel define en cambio la belleza artística como lo que desvela la verdad en forma de configuración sensible (GW 13, 44). Este “despertar” de la conciencia estética que quiere comprender la belleza a partir de su finalidad interna se aprecia ya en los autores que Hegel comenta a continuación: Kant, Schiller, Winckelmann o Schelling. Mientras lamenta que en Kant el nexo entre sensibilidad y concepto sea solo de naturaleza subjetiva, celebra en Schiller su reconciliación objetiva en el arte clásico y la educación estética. Y es aquí, “en la vecindad del nuevo despertar de la filosofía”, donde hace finalmente su aparición el grupo de Jena. “En la vecindad” (in der Nachbarschaft), esto es, ni dentro del nuevo paradigma ni totalmente ajeno a él. El Romanticismo constituiría una suerte de intento fallido, de desvío o callejón sin salida, que asume las premisas de la recién fundada disciplina estética pero que es incapaz de llevarlas a buen puerto. ¿La razón? Hegel lo deja claro desde el principio, su falta de fundamentación filosófica. Concede talento crítico a los hermanos Schlegel, pero, faltos de rigor especulativo, su criterio termina mostrándose “indeterminado” y “fluctuante”. Como destaca Heinz-Bohrer (2017, 175), la crítica de Hegel obedece por tanto a una perspectiva filosófica antes que estética.

Ese uso inadecuado de la filosofía al que se refiere Hegel corresponde por supuesto a la lectura de Fichte y su dialéctica trascendental. Friedrich Schlegel adopta la dialéctica del yo absoluto que se desdobla en el yo limitado y el no-yo. Lo hace sin embargo, según Hegel, reduciendo este esquema a una fórmula vacía que relativiza a la postre todo contenido de experiencia y concepto ético (GW 13, 94). El planteamiento de Fichte se traslada al yo particular del artista, que de ese modo pasa a convertirse en único garante de certeza. La dinámica destructora de la ironía cuestiona indiferentemente valores, creencias y costumbres sumiéndose en una “falsa infinitud” (Hühn 1996, 571) que sitúa tan solo la subjetividad del artista por encima de cualquier contingencia. Por la misma razón, la existencia de los demás individuos le parece fútil, no habiendo conducta ni palabra cuyo sentido no quede cuestionado por el genio creador. Pero al proceder de ese modo el artista romántico comete un doble error. En primer lugar, el arte del genio está llamado a compensar la vanidad de todo contenido vivencial. Sin embargo, un espíritu que cuestiona la realidad de cualquier contenido solo puede producir un arte falto de entidad y trascendencia, donde ni los temas, ni los argumentos, ni los personajes logran persuadir el ánimo del lector. Con su rechazo a esta literatura (pues Hegel está pensando en ejemplos literarios como el de Ludwig Tieck) el público de su tiempo habría pagado como se merece la insolvencia filosófica de esta generación. Por otro lado, el sujeto no puede renunciar al anhelo secreto de un fundamento permanente. Como la ironía le priva de antemano de toda esperanza, el artista deviene un alma desdichada. El individuo ansía alcanzar la verdad pero se sabe incapaz de abandonar su círculo de soledad y retraimiento. En este punto, la ironía descubre su vertiente condenatoria, la suerte aciaga que inevitablemente aguarda a quien intenta convertir su vida en arte (GW 13, 98). El tono de Hegel pasa de recriminatorio a compasivo al dar cuenta de este destino desgraciado. Con todo, lo llamativo es que ese padecimiento se atribuya en última instancia a un razonamiento erróneo antes que a un determinado temperamento o sensibilidad. La hostilidad a la ironía romántica no se limita a la introducción de la Estética. La primera parte, dedicada al ideal artístico, retoma casi obsesivamente su alegato ya sea para señalar su falta de contenido sustancial, para destacar su insolvencia en la construcción de caracteres o para tildarla de falsa originalidad (GW 13, 289; 315; 382). Resulta difícil determinar las causas últimas de un dictamen tan severo; como señala Bohrer (2017, 178), Hegel parece haber tenido más presente el escándalo suscitado por la novela Lucinda que los escritos críticos de Friedrich Schlegel. Del mismo modo pasa por alto la evolución intelectual de Schlegel tras su marcha a Paris.2

En mayo de 1827, Hegel publicó una extensa reseña sobre los escritos póstumos de Karl Ferdinand Solger, un teórico rezagado del primer romanticismo. Hegel lamenta su empleo reiterado de esa huera abstracción que es a su entender la ironía (GW 11, 232), como lamenta que vea en Kleist y Novalis figuras que crearon “algo vivo” (etwas lebediges) en un tiempo menesteroso (GW 11, 266). Una vez más la aportación romántica se mide exclusivamente a partir de su competencia filosófica (Hegel resulta inclemente con las lagunas que Tieck descubre en su correspondencia con Solger). En su tramo final, la reseña recupera la mala estrella del irónico en la figura de Novalis, cuyo padecimiento se atribuye a la consciente aceptación de una “tuberculosis espiritual”: Novalis habría sido en última instancia responsable de su trágico destino e incluso, parece insinuarse, de su enfermedad mortal. Su doble condición de víctima y culpable le vale finalmente el calificativo de alma bella. Las Lecciones sobre Estética habían apuntado ya la existencia de un vínculo entre ironía y alma bella. Se afirmaba allí que la frustración propia de quien sabe inaccesible el absoluto “engendra el alma bella y la languidez enfermizas” (GW 13, 96). El sentimiento de la propia impotencia frente a la vanidad de todo lo dado se traduce en una ansiedad enfermiza cuya identificación con el alma bella debe no obstante ser matizada.3

Dos décadas antes, Hegel había determinado el lugar que corresponde al alma bella en el despliegue del espíritu absoluto. Concretamente, el sexto capítulo de la Fenomenología describe los tres momentos que participan en el desarrollo del espíritu antes de dar paso a la religión: derecho, moral y ética. La moral corresponde al espíritu cierto de sí mismo, la certeza moral donde el deber ha dejado de ser una mera convicción abstracta para encontrar realización efectiva. El alma bella aparece aquí como la incapacidad de distinguir entre la certeza de sí y la verdad inmediata pura, entre el deber y la inclinación, entre libertad y naturaleza. Asume la plena coincidencia del ser en sí y el ser para ella. Pero en el momento de actuar comprende que ese deber es también para otros, que por tanto pueden reclamar una idéntica concordancia con su propia convicción. La coincidencia entre el sí mismo y el en sí queda de este modo desenmascarada como hipocresía (GW 3, 484). Puede ocurrir entonces o bien que el alma bella se inhiba de actuar para reafirmarse en su propio juicio o bien que cobre conciencia de la diferencia entre su acción y el deber ser; una diferencia en la que reconoce el mal. En ambos casos, la experiencia conlleva sufrimiento:

El alma bella, carente de realidad efectiva, cogida en la contradicción entre su sí mismo puro y la necesidad que este tiene de despojarse y exteriorizarse en el ser y mudarse en realidad efectiva, cogida en la inmediatez de esta oposición retenida, (…) el alma bella, pues, en cuanto conciencia de esta contradicción que hay en su inmediatez no reconciliada, queda sacudida hasta la locura y se deshace en una nostálgica tuberculosis (GW 3, 490).

La naturaleza patológica del mal que aqueja al alma bella, ya sea como conciencia actuante o como conciencia que juzga, queda refrendada con la alusión a la “nostálgica tuberculosis”, que nos devuelve al Novalis de la Estética. Las similitudes entre el alma bella y el ironista parecen por lo tanto claras: ambas toman la convicción particular como única norma y en ambas la frustración que supone ver desmentida esta identidad se traduce en desdicha. Sin embargo, las diferencias resultan también palmarias si atendemos a las indicaciones de la Fenomenología. En el ama bella, la conciencia que decide actuar aprecia el malentendido de tomar su inclinación por el deber y ese reconocimiento supone el primer paso para superar la uniteralidad y reconciliarse con la conciencia juzgante (Alfaro 2019, 60). El irónico en cambio atisba la limitación de su juicio pero no reconoce ningún deber superior a él. Se limita a igualar en su contingencia todos los pareceres descartando la posibilidad de una norma que los trascienda. Por ello se identifica menos con el alma bella que con el escéptico, tal y como se define esta figura en el capítulo cuarto de la Fenomenología. Hegel explica allí el tránsito de la célebre dialéctica amo-esclavo a la libertad autoconsciente, dentro de la cual diferencia tres figuras. En el estoicismo la libertad de la autoconsciencia se mantiene en el nivel formal del pensamiento puro que admite como racional solo aquello que se ajusta a la razón y como esencial solo aquello que para la conciencia es verdadero. El estoicismo no alcanza por ello el contenido singular de lo existente ni termina de incorporar lo que supone el ser para otro. Su contrapartida negativa se da en el escepticismo, que reconoce la pluralidad de lo contingente solo para aniquilarlo. Su sistemático desvelamiento de lo inesencial recuerda por fuerza la huera mecánica destructiva de la ironía. Como el irónico, el escéptico reconoce también en su conciencia la falta de realidad; como él no puede prescindir en cambio de una cierta aspiración de sobreponerse a lo limitado. Para el escéptico, en efecto, la libertad continúa residiendo en la posibilidad de elevarse sobre lo contingente, pero su condena consiste en terminar descubriendo indefectiblemente la contingencia allí donde su conciencia recae. Esta duplicidad desemboca en el surgimiento de una tercera figura, el alma desdichada, donde estoicismo y escepticismo se confrontan y contradicen sin alcanzar una auténtica mediación. En su escisión la conciencia queda así reducida al dolor de existir.

La coincidencia entre el irónico y el escéptico queda ratificada en un pasaje que, a diferencia de los anteriores, se pasa habitualmente por alto en la confrontación de Hegel con el Romanticismo. La tercera parte de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, “La filosofía del espíritu”, plantea de nuevo la progresión del espíritu subjetivo al absoluto pasando por el objetivo, que a su vez se despliega en la serie arte-religión-filosofía. En su versión de 1830, la Enciclopedia entiende ya la religión exclusivamente como religión verdadera (la cristiana) y Dios como subjetividad infinita. Hegel distingue en el interior de la religión el triple silogismo de universalidad, particularidad y singularidad que permite a la religión alcanzar la mediación absoluta del espíritu consigo mismo abriendo el camino al espíritu absoluto. Ahora bien, acto seguido, el 571 plantea la posibilidad de que la dinámica propia de la subjetividad infinita se reduzca a su mera formalidad. Erigida en única instancia autorial, convierte en fútil todo contenido, lo que a la postre equipara su capacidad inhibidora a la ironía:

(…) es la ironía que sabe aniquilarse todo saber y hacerlo vano, con lo cual es ella misma la carencia de todo haber y la carencia que da como determinación un contenido que, tomándolo de sí, es por tanto contingente y caprichoso. Sigue siendo dueña de tal contenido, no está atada a él y con la aseveración de que está en la cima suprema de la religión y de la filosofía, recae más bien en la hueca arbitrariedad (GW 10, 377).

Así pues. desde la Fenomenología hasta la Enciclopedia, Hegel contempla en todo momento la ironía como un modo improcedente de pensamiento. Cuando el escéptico sobrepasa la crítica del dogmatismo para terminar desvalorizando sistemáticamente todo contenido, la filosofía deviene un juego de trileros, un juego que habría tenido en Schlegel a su principal valedor y en Novalis a su víctima propiciatoria. Destacados miembros de la escuela hegeliana como Arnold Ruge dieron continuidad a la crítica de la ironía como subjetivismo vacío. Pero es sin duda Kierkegaard quien aporta la más interesante revalidación de esta tesis. El texto que presentó como tesis doctoral en 1841 aborda en su primera parte el concepto de la ironía socrática desde los testimonios de Platón, Eurípides y Aristófanes. Kierkegaard adopta de Hegel la concepción de la ironía como negatividad infinita y absoluta, pero a diferencia de él sí identifica su empleo en la figura de Sócrates (Kierkegaard 2000, 265,). En efecto, Sócrates puede ser a la vez el padre de la moral y de la ironía porque, como recuerda el propio Hegel en la Filosofía del derecho, el individuo moral es solo negativamente libre: “Es libre porque no está atado a otra cosa, pero es negativamente libre, precisamente porque no está limitado por otra cosa” (Kierkegaard 2000, 260). Para Hegel, trascender esta libertad negativa supondría pasar de la esfera de la moralidad a la de la eticidad. Consecuente con esta premisa, Kierkegaard sitúa la moral propia de la ironía socrática en una zona limítrofe acotada entre la denuncia de verdades infundadas y el refugio en un huero solipsismo. Esta ironía limitada o dominada permite al individuo despojarse de todo atributo real antes de embarcarse rumbo al reino de la idea como se despojaban de sus ropajes los pasajeros de Caronte. La ironía socrática no termina sin embargo de fondear en la orilla de la idea porque su destino es estar permanentemente alcanzándola por la vía de la negatividad. Kierkegaard aprecia no obstante en ella una virtud crítica que no va a reconocer en la ironía absoluta. La segunda parte de su tesis abunda en este planteamiento partiendo de Hegel, quien había reconocido ya en la ironía la negación de toda realidad histórica. Quien carece de realidad solo puede ser libre negativamente y tal es en efecto como hemos visto la libertad impotente del irónico. El ironista se mantiene suspendido en una infinitud de posibilidades que permanecen irrealizadas. Esta situación le procura por un lado embriaguez ante el inagotable reservorio de lo potencial y por el otro consuelo frente al estado menesteroso en que se encuentra su realidad (Kierkegaard 2000, 287).4 El pleno desarrollo de la ironía requiere sin embargo su toma de conciencia por una subjetividad, de tal modo que ironía y subjetividad forman un binomio indisociable.

Kierkegaard hace suya la condena de Hegel a los protagonistas del primer romanticismo, aunque se muestra más benévolo con Tieck.5 Atribuye también como él el uso equívoco de la ironía socrática a una mala lectura de Fichte. El déficit de realidad histórica que aqueja a la ironía romántica se compensa con el refugio en lo legendario, lo maravilloso y lo fantástico. Hasta aquí Kierkegaard sigue con matices las huellas del planteamiento hegeliano. Su principal aportación se hace patente cuando trasciende la crítica filosófica “profesional” de Hegel para apreciar en el irónico un síntoma epocal, una figura singular de su tiempo. El irónico considera los roles sociales tan falaces como los principios morales en que se erige una sociedad. En consecuencia, opta por vivir él mismo artísticamente, interpretando de manera indistinta uno u otro papel sin asumir ninguno de forma consecuente (Kierkegaard 2000, 304). Esta existencia descreída y desrealizada, libre por lo que rechaza y no por lo que posee, termina reduciéndose a una sucesión alternante de estados anímicos. Como no responden a una instancia personal unitaria ni a la expresión de una realidad, los estados de ánimo se limitan a oscilar arbitrariamente entre los extremos (la sucesión abrupta de lo trágico, lo sentimental y lo grotesco en los relatos de Tieck o Hofmann). Pero si hay un estado de ánimo que prevalezca finalmente sobre los demás es el aburrimiento: el cambio incesante de estados anímicos opuestos termina desembocando en la lasitud extrema. De este modo, Kierkegaard empareja la ironía con el mal del siglo: “El aburrimiento, esa eternidad sin contenido, esa beatitud sin goce, esa superficial profundidad, esa hambrienta saciedad” (Kierkegaard 2000, 306).

La dolencia del irónico, que en Hegel se expresaba como la desazón de un anhelo irrealizable, muta con Kierkegaard en apatía existencial. Importa resaltar que, aunque atribuye este mal al tipo humano prefigurado por el protagonista de Lucinda, Kierkegaard lo hace extensivo al hombre de su tiempo. Pues, en efecto, al ver abortada toda posibilidad de realización, el irónico termina equiparándose a quien más detesta: el hombre prosaico, el mediocre. Como él, nunca llega a nada “pues vale para el hombre lo que no vale para Dios, que de la nada nada proviene” (Kierkegaard 2000, 303). La figura del Taugenichts (el que no sirve para nada), de largo arraigo en la literatura alemana,6 ratifica esta similitud. La única diferencia importante radica en que el artista irónico poetiza en torno a ese fracaso. En este punto la tesis de Kierkegaard se abre a posibles ramificaciones que no terminan de concretarse. Por un lado, es evidente que la ironía confluye en el spleen con la melancolía, afección que también ocuparía intensamente a Kierkegaard en textos posteriores. Pero además, esta coincidencia anticipa en buena medida la visión masificada y alienada del spleen que Baudelaire hará célebre.7 En cualquier caso, Kierkegaard no se contenta con descalificar al irónico; aprecia en él un hijo de su tiempo y en su sensibilidad una forma específica de lidiar con él. En su obra ulterior se referirá a esa forma específica como la existencia estética, inevitablemente superada por la ética y la religiosa. En Kierkegaard, lo “estético” no designa solo lo relativo a las bellas artes, sino también un modo genuino de experiencia marcado por la inmediatez que, como destaca Adorno (2006, 23), encierra toda una demonología. El individuo estético convierte su vida en un baile de máscaras al que no fue ajeno el propio Kierkegaard con sus diversos pseudónimos. Como señala Jean Starobinski, este planteamiento presume sin embargo la existencia de un yo auténtico, una singularidad genuina olvidada que debe recuperarse desde el yo ético (Starobinski 2016, 315). En Lo uno o lo otro Kierkegaard desarrolla esta oposición marcando el camino que permitirá al autor ir despojándose de su yo estético. Ello no le impedirá sin embargo recurrir a la ironía en su variante controlada, aunque solo sea para denunciar la existencia estética. No de otro modo sucede en In vino veritas, donde varios pseudónimos del autor son convocados en un banquete platónico con el propósito de ver puesta en evidencia la vacuidad de su discurso: el demonio de la ironía solo puede ser cuestionado por su propia dinámica interna.

El fantasma de lo apolítico

Aunque adquiere especial relevancia en el pasado siglo, la crítica política del Romanticismo arranca ya a mediados del siglo XIX con la izquierda hegeliana. El manifiesto El protestantismo y el Romanticismo, aparecido en los Anuarios de Halle (1839-1840), llevaba la crítica filosófica de Hegel al campo de batalla ideológico. El déficit de realidad y el huero subjetivismo denunciados por el maestro se traduce para sus discípulos en una renuncia al espíritu de la época y en una clara complicidad con las fuerzas reaccionarias. Para entender esta polarización de posturas es preciso tener presente el paisaje cultural de la Restauración. Como muestra un desconsolado Heinrich Heine en su Viaje a Alemania, Prusia había adoptado como parte de su política cultural el imaginario legendario, medievalizante y telúrico comúnmente asociado al Romanticismo nacionalista. Tras la paz de Viena de 1815, los principados alemanes promovieron las tradiciones autóctonas en detrimento del ideario cosmopolita revolucionario, encontrando para ello un importante aliado en el gusto burgués de la época. Heine (que asistió a las lecciones berlinesas de Hegel en 1821) sostiene, como la izquierda hegeliana, la existencia de un acuerdo tácito entre el Romanticismo y el orden de la restauración orquestado por Metternicht. Su escrito polémico La escuela romántica (1836) abunda en esta alianza de intereses que encuentra confirmación en la evolución religiosa y profesional de insignes románticos como Friedrich Schlegel. La condena política del Romanticismo desde una perspectiva liberal-progresista se remonta pues a una antigua controversia. Pero los hegelianos de izquierdas presumen en el Romanticismo una actitud retrógrada contraria a la revolución y las corrientes emancipadoras. El criterio que se abre paso a comienzos del siglo XX entiende en cambio que el Romanticismo se caracteriza no tanto por la militancia reaccionaria como por la renuncia a cualquier forma de praxis política. Y lo destacable a este respecto es que el reproche de lo apolítico procede tanto desde posiciones conservadoras como progresistas.

Encontramos una muestra singular de la crítica conservadora en El romanticismo político de Carl Schmitt (1918). A diferencia tanto de Hegel como de sus discípulos, Schmitt entiende que el componente distintivo del Romanticismo radica en su dimensión estética, pero destaca esa dimensión para acto seguido cuestionar su pertinencia. Si ya Kierkegaard se había referido a la poetización de la vida que practica el irónico como la causa de su inactividad, Schmitt relaciona la mentalidad estética con la ausencia de todo criterio e iniciativa políticas. El Romanticismo no fue ni revolucionario ni antirrevolucionario, ni republicano ni monárquico (como sostenían los Anuarios de Halle). Si de algún modo puede caracterizarse su comportamiento político es por una ilimitada capacidad para adaptarse a las ideas más dispares sin comprometerse con ninguna.8 Su pensamiento, según Schmitt, se articula en parejas conceptuales de contrarios (orgánico-mecánico, individual-absoluto, cristiano-pagano,…) que tan pronto pueden ponerse al servicio de un principio como del contrario. Cualquier punto le resulta adecuado para trazar desde él el círculo de la totalidad. Schmitt plantea así la ironía como la incapacidad para elegir entre lo uno o lo otro (Schmitt 2000, 134), un juego estéril de paradojas que se acopla a los intereses del mejor postor. Las oposiciones conceptuales se solventan remitiendo siempre a un principio superior que las anula. En la tradición ocasionalista a la que Schmitt remite el Romanticismo ese principio es Dios. Los autores de Jena lo sustituyen por el yo particular conforme a la lectura defectuosa de Fichte que ya lamentaban Hegel y Kierkegaard. Este subterfugio les permite escamotear el juicio frente a toda disyuntiva y abstenerse de cualquier compromiso. La tajante conclusión es que “toda actividad política contradice el carácter esencialmente estético del Romanticismo” (Schmitt 2000, 238).

Este planteamiento permite explicar la deriva ideológica de los autores románticos. En un primer momento el movimiento evidencia una relativa afinidad con la Revolución Francesa asentada en la influencia de Rousseau y la defensa del derecho natural. Schmitt interpreta el famoso fragmento 216 del Athenäum, donde Friedrich Schlegel equipara la Revolución a la Doctrina de la ciencia de Fichte y el Wilhelm Meister de Goethe como una arbitraria identificación entre criterios valorativos históricos, poéticos y filosóficos. Ante la imposibilidad de superar en rango poético al maestro Goethe, el Romanticismo desvía su genio de la facultad creadora a la crítica, donde encuentra espacio para dar rienda suelta a las paradojas que diluyen los límites entre poesía y reflexión (Schmitt 2000, 128).9 Con el mismo arsenal retórico con que mostraban sus veleidades revolucionarias, los románticos se pasan al campo conservador en el nuevo siglo. Pero la deriva al catolicismo no responde tanto a una profunda convicción como al deseo de adoptar instrumentalmente una creencia donde seguir especulando con lo antitético. En cambio, cuando el romántico asume verdaderamente la fe católica deja de ser romántico. Del mismo modo, la proximidad a la cancillería de Metternich no obedece tampoco a una decidida apuesta por la reacción. El punto más problemático en el libro de Schmitt es la elección del pensador y economista Adam Müller como figura representativa del romanticismo político. Schmitt entiende que los resortes argumentativos manejados por el autor en textos como De la idea del estado o el Ensayo de una nueva teoría del dinero no difieren en lo sustancial de los que emplea Schlegel en los fragmentos del Athenäum. Ni la defensa de los privilegios nobiliarios ni los referentes medievalizantes que jalonan su concepción del estado constituyen para Schmitt un corpus doctrinal coherente al servicio de los intereses restauradores. Antes bien, estas ideas responden al juego alternante de opuestos (Teoría de los opuestos es el título de su primera obra) donde Schmitt aprecia el hilo de continuidad del Romanticismo. No parece irrelevante que, décadas más tarde, Jürgen Habermas (1954, 196) continuara apoyándose en este texto para destacar el supuesto carácter ahistórico del Romanticismo. Por todo ello Schmitt concluye que Adam Müller no es equiparable a Friedrich von Gentz, el político prusiano demonizado por la izquierda hegeliana que, como genuino conservador, se implicó hasta el final en la política represiva de Metternich.10 Esta distinción deja no obstante sin explicar sucesos puntuales como el asesinato de Friedrich von Kotzebue por Karl Sand.11 Para Schmitt, iniciativas como la de Sand se entienden diferenciado entre el romanticismo político propiamente dicho y las representaciones románticas que inspiran una determinada acción. Desde esta premisa pueden caracterizarse como románticas conductas de los personajes históricos más diversos (como el emperador Justiniano) sin que ello afecte al fundamento del romanticismo político.

Pero, según Schmitt, el rápido acompasamiento del Romanticismo al clima cultural de la Restauración es además indicio de otra cosa. Aunque el romántico deteste al filisteo, el filisteo se siente fascinado por él, como le demostró canonizándolo tras la paz de Viena. Esta convergencia de pareceres encierra una importancia decisiva para Schmitt porque le permite criticar el Romanticismo como fenómeno propio del liberalismo burgués cuando lo habitual es que esa crítica proceda del propio liberalismo, como cuando Isaiah Berlin vincula el Romanticismo a la paranoia (Berlin 2015, 153). Tanto el enfoque liberal como el marxista abundan en la asociación entre Romanticismo e irracionalismo. En su libro de 1950 La destrucción de la razón, Georg Lukács recorre la corriente de pensamiento que da lugar al irracionalismo moderno. A su entender este no surge casualmente en el contexto cultural que sigue a la Revolución Francesa, cuando la discrepancia entre realidad histórica y razón instrumental inspira la reivindicación de un más allá ajeno al conocimiento discursivo (Lukács 1968, 79). Historia y conciencia de clase planteaba ya esta problemática apuntando a su superación en la dialéctica hegeliana, donde el espíritu se apropia progresivamente de lo que excede a la razón por la mediación histórica (Lukács 1970, 168). En lugar de ello, el irracionalismo convierte esa discrepancia en su bandera y en la prueba que parece refutar el pensamiento filosófico en su totalidad. Con estos antecedentes, Lukács presenta al Schelling del Sistema del idealismo trascendental como la primera muestra plena de irracionalismo. En su temprana filosofía de la naturaleza, Schelling toma la dialéctica de la Crítica del juicio kantiana para desmontar la concepción teleológica de la metafísica. Su propósito es además el de invalidar el idealismo subjetivo con que Fichte cree solventar la quiebra entre naturaleza y razón. Sin embargo, en la confrontación del pensamiento dialéctico con el metafísico, Schelling termina abandonando el primero cuando pretende superar sus contradicciones mediante la intuición intelectual. Schelling ve en la experiencia estética la reconciliación de entendimiento y razón y entiende de hecho la belleza artística como la plena identidad de lo consciente y lo inconsciente. Esta falsa solución no está exenta además de lo que Lukács denomina aristocratismo (la intuición intelectual no es algo que pueda adquirirse), por lo que la experiencia estética queda reservada a unos pocos (Lukács 1968, 120). En el extremo opuesto se situaría la dialéctica hegeliana, que ya en la Fenomenología del espíritu plantea la necesidad de ser accesible a una comprensión universal. Durante el periodo de la Restauración Hegel y Schelling representan en consecuencia la opción filosófica democrática y la aristocrática (Lukács 1968, 132). La postura reaccionaria de Schelling se acentúa cuando su objeto de estudio pasa de la naturaleza a la religión y su crítica a la negatividad hegeliana prepara el camino al irracionalismo de Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche.

La postura de Lukács respecto al Romanticismo no se reduce desde luego a las páginas que le dedica en La destrucción de la razón. Si los ensayos premarxistas de El alma y las formas conjugan una crítica furibunda al Romanticismo de Novalis con la proximidad metodológica al concepto de crítica desarrollado por Friedrich Schlegel (Bognar 2014, 57-65), la Teoría de la novela definía la ironía romántica como la “autocorrección de la fragmentariedad” (Hegel 2020, 104). Fortschritt und Reaktion in der deutschen Literatur (Progreso y reacción en la literatura alemana) se centra con mayor detalle en Friedrich Schlegel y la teoría de la ironía para decretar la condena definitiva del Romanticismo.12 En La destrucción de la razón Lúkacs menciona la reseña que Schlegel dedicó al Woldemar de Jacobi y suscribe su condena del salto mortale como procedimiento antifilosófico, para acto seguido atribuir al propio Schlegel una idéntica deriva irracionalista (Lukács 1968, 97). En el escrito de 1947 iba más lejos considerando la crítica de Schlegel nada menos que un autodiagnóstico inconsciente (Lukács 1947, 57). A juicio de Lukács la teoría de la literatura que se propone en el famoso fragmento 116 del Ateneo (“La poesía romántica es una poesía universal progresiva….”) contiene una invitación a convertir la propia vida en arte: la exhortación a la libertad artística y sexual (Lucinda) prefiguraría así la ideología alemana del siglo XIX (Lukács 1947, 58-59). En ese sentido, Lukács entiende la ironía romántica como un ajuste de cuenta con el mundo prosaico del filisteísmo burgués donde la libertad imaginativa pretende triunfar incluso cuando su objeto se revela ilusorio. Para Lukács, es la propia ironía la que descubre así su carácter provinciano renunciando a los grandes desafíos históricos en favor de la huera provocación. Como en Carl Schmitt, el conflicto entre románticos y filisteos oculta una profunda afinidad que el tiempo terminará sacando a la luz y la ironía se agota en un juego de paradojas que renuncia a cualquier iniciativa política (Lukács 1947, 62). El provincianismo, rasgo central de la literatura alemana, marca finalmente la continuidad entre el mundo prerevolucionario y el que se asienta tras la paz de Viena.13 El texto de Lukács sentó cátedra para la recepción del Romanticismo en la RDA. Representa la postura extrema de una concepción que reconocemos mucho más matizada en otros críticos marxistas menos ortodoxos. Así, Terry Eagleton interpretará más adelante la ironía de Schlegel como síntoma del desarraigo del individualismo burgués (Eagleton 2006, 184).

La máquina del lenguaje

La tercera figura mediadora de la ironía romántica nos lleva más allá de la tradición recorrida por Karl-Heinz Bohrer. Bohrer considera la crítica al Romanticismo como un fenómeno contrario al proyecto de la modernidad filosófica en tanto que lastrado por su supuesto carácter solipsista, irracional y reaccionario. Durante las últimas décadas del siglo XX, y coincidiendo con la crisis de los grandes relatos, se abre una nueva perspectiva en la recepción del Romanticismo que no pasa ya por la crítica sino antes bien por la coincidencia programática. Existen desde luego tentativas previas de apoyarse en el Romanticismo como cuando el Nietzsche de las Consideraciones intempestivas lo utiliza para arremeter contra el filisteísmo burgués y la filosofía hegeliana (Bohrer 2017, 113-124). La deconstrucción se hace de hecho eco de los precedentes nietzscheanos al establecer una afinidad que parte del “giro lingüístico” experimentado por el pensamiento desde los años setenta. El testimonio emblemático que inaugura esta dimensión interpretativa es una conferencia pronunciada por Paul de Man en la Ohio State University en 1977 y posteriormente recogida en el volumen La ideología estética. Ya en Alegorías de la lectura, De Man encuentra en Friedrich Schlegel un precursor de los estudios nietzscheanos sobre retórica, entendiendo que había señalado la transducción que producen los tropos en los grandes sistemas metafísicos. La ideología estética inserta esta propuesta en el contexto de una revalorización de la tradición estética desde parámetros retóricos. Lo hace retomando la antigua controversia de la ironía, con la salvedad de que aquello que Hegel y Kierkegaard señalaban como deficiencias teóricas es ahora reivindicado como una singularidad discursiva.

De Man comienza su conferencia constatando la dificultad de conceptualizar la ironía y proponiendo como definición provisional la de un tropo de tropos, la figura que se identifica con la idea misma de “cambio” en sus más diversas acepciones. Mientras Wayne Booth entiende en La retórica de la ironía que el movimiento cuestionador generado en el interior de la ironía puede y debe ser detenido, De Man objeta que esa estabilización resulta ilusoria. La desautorización irónica se propaga indefinidamente a través de los juicios hasta privar al discurso de una última autoridad legitimadora, una circunstancia que los románticos alemanes habrían reconocido con mayor lucidez que los irónicos ingleses del siglo XVIIII. Se intentó domesticar el alcance destructor de la ironía mediante tres procedimientos: reduciéndola a una figura poética que participa del libre juego de la experiencia estética, formulándola como una dialéctica del yo (error en el que el propio De Man habría incurrido en su Retórica de la temporalidad) y trasladando la ironía a la filosofía de la historia (en Hegel o Kierkegaard). A estas lecturas equívocas contrapone De Man una interpretación de la ironía que prioriza su valor disruptivo. A tal efecto comienza aclarando que la Doctrina de la ciencia no constituye en absoluto una filosofía del sujeto. En Fichte el yo y el no-yo marcan solo los dos puntos que presupone cualquier enunciado lingüístico y su dialéctica equivale en realidad a una lógica. Los tres momentos de la auto-creación, auto-destrucción y auto-limitación se corresponden con el juicio sintético, el analítico y el tético (“yo soy”). Juntos forman un sistema cerrado para la circulación de un sentido o propiedad (Merkmal), esto es, una teoría del tropo (De Man 1998, 249). Ese sistema tropológico conforma una narrativa del yo que, en términos de Friedrich Schlegel, cabría entender como arabesco.

Si la dialéctica trascendental de Fichte encierra un sistema de traslación metafórica, la ironía según Schlegel supone la abrupta interrupción de ese flujo informativo. De este modo justifica De Man su definición de la ironía como una “permanente parábasis de la alegoría de los tropos” (De Man 1998, 253). La parábasis o alocución directa al espectador pasa pues de mero recurso dramático a mecanismo que disloca el logos discursivo. La parábasis es permanente porque la coherencia interna de la alegoría está en todo momento amenazada de quiebra. Enlazando los fragmentos del Lyceum con el texto Sobre la incomprensibilidad, De Man sostiene que la ironía evidencia cómo el lenguaje termina dando al traste con la expectativa de sentido generada por el hilo narrativo de una idea. Sucede así porque el lenguaje dice siempre más de lo que pretende expresar el autor y cree entender el lector o, conforme a la cita que Schlegel atribuye a Goethe “las palabras se comprenden mejor entre ellas que por quienes hacen uso de ellas”. La ironía descubre en definitiva que el pensamiento queda expuesto a la arbitrariedad (unbedingte Willkür en Schlegel) que rige las dinámicas propias del lenguaje. Resulta llamativo que, para ilustrar esa arbitrariedad, De Man utilice la imagen de la máquina, “una maquina textual, una determinación implacable y una total arbitrariedad” (De Man 1998, 257). En la exposición de De Man, tan rica por otra parte en tropos, lo caótico e impredecible queda así asociado a los engranajes que componen un artefacto construido con un propósito específico. La ironía interrumpe, en definitiva, la dialéctica y la reflexividad consustanciales a todo sistema tropológico. De Man concluye que, si para Schlegel existe algo así como ese lenguaje auténtico (reelle Sprache) perseguido por el Romanticismo en los mitos y las leyendas, este no equivaldría tanto al oro como al dinero, esto es, a la “circulación fuera de control” (Lukács 1998, 256); un significante desatado en su perpetua refutación de cualquier referente estable. Siguiendo la estela abierta por De Man, autores como David E. Welbery, Peter Zima o Christoph Bode abundarán en la deuda de la deconstrucción con la estética romántica desde las premisas del giro lingüístico. Y aunque el propio Derrida no se ocupa directamente del Romanticismo, no faltan tampoco quienes hayan planteado afinidades entre el procedimiento cuestionador de su escritura y el que sigue la crítica romántica.14 Conviene recordar que la máquina del lenguaje es la metáfora que Derrida emplea ya en La diseminación para referirse a la desencadenada dinámica asociativa del lenguaje (Derrida 2007, 432).

Salta a la vista que Paul de Man no es tan buen conocedor de Schlegel como Schmitt o Lukács (lo que se evidencia por ejemplo cuando menciona Lucinda como su única obra “acabada”). Se vale de la figura del autor alemán para desmentir la versión domesticada de la ironía que propone el New Criticism y, más allá incluso, para fundamentar lo que Harold Bloom denomina un “exhaustivo nihilismo lingüístico” (Bloom 2010 14).15 La importancia de la retórica radica a su entender en que los tropos descubren la resistencia del lenguaje a la coherencia discursiva como habrían puesto en evidencia los primeros románticos. Ya en Retórica de la temporalidad, De Man destaca la alegoría sobre el símbolo por su capacidad para mostrar la quiebra de la retórica representativa. Contra la creencia generalizada que asocia el Romanticismo al símbolo y su aspiración de totalidad, De Man quiere ver en Schlegel y Solger una reivindicación de los procedimientos alegóricos. En Alegorías de la lectura Nietzsche y los románticos comparten la intuición de apreciar en los tropos una dislocación de la metafísica. Por último, en La ideología estética, la permanente parábasis irónica da al traste con toda posibilidad de comprensión. Los tres planteamientos parten de la plena indistinción entre filosofía y poesía. Recuérdese que esa confusión era precisamente lo que Hegel y Kierkegaard reprochaban a Schlegel, una deficiente traslación de la filosofía fichteana al terreno de lo poético. En la medida en que la deconstrucción asume de entrada el discurso filosófico como un discurso literario destacando el alcance cognitivo y performativo de la retórica, la crítica romántica pasa a ostentar un valor ejemplar.

Este giro radical en la apreciación del Romanticismo es por tanto coherente con los presupuestos de la deconstrucción, pero ello no implica necesariamente que con él se alcance lo que con Peter Bürger habíamos denominado “el conocimiento de la validez de una categoría”. Manfred Frank recuerda a este respecto que aunque el primer romanticismo cuestiona la posibilidad de remontarse a un conocimiento incondicionado, mantiene la creencia en ese absoluto como premisa irrenunciable o fin ideal (Frank 1997, 28). Como demuestra pormenorizadamente en sus lecciones sobre la estética del Romanticismo, la dialéctica de aniquilación y creación propia de la ironía gira en torno a un punto tan incuestionado como a la postre inalcanzable. Del mismo modo, la incomprensibilidad reivindicada por Schlegel no apunta al naufragio del pensamiento entre los arbitrarios automatismos del lenguaje sino más bien a una hermenéutica capaz de trascender la falacia intencional. Otros autores como Frederick C. Beiser (2018, 26) han sido más contundentes en la condena de lo que cabría considerar incluso una apropiación del pensamiento romántico. Si la crítica filosófica inaugurada por Hegel ignora la dimensión estética de la ironía y si la crítica política reduce esa ironía a un huero juego de paradojas, la deconstrucción reconoce la entidad propia de la ironía romántica como reflexión estética, pero al precio de comprenderla en clave exclusivamente retórica. Al problematizar ciertos principios fundamentadores de la modernidad filosófica, como la tajante separación entre el pensamiento poético y el filosófico o la plena transparencia y fiabilidad del lenguaje lógico-discursivo, el pensamiento postestructuralista adquiere acaso una nueva perspectiva de lo que supuso el Romanticismo, pero no necesariamente una que de cumplida cuenta de su objeto de reflexión.

Conclusiones

La concepción de la ironía como negatividad absoluta en Hegel y Kierkegaard (como patología del alma bella o de la existencia estética) obedece a una crítica de su fundamentación filosófica. Del mismo modo, Schmitt y Lukács presumen también en los románticos una lectura defectuosa de la filosofía idealista al entender la ironía como un indiscriminado juego de paradojas. Para que la sospecha de insolvencia filosófica o de impotencia política dejara de obstaculizar una plena comprensión de la dimensión estética en el primer romanticismo, era preciso dejar de considerar la ironía como un procedimiento filosófico deficiente. Solo entonces podía empezar a apreciarse la ironía que subyace a la equiparación de un elemento filosófico (Fichte), uno político (la Revolución Francesa) y uno literario (el Wilhelm Meister) en el fragmento 216 del Athenäum. Al cuestionar ciertos presupuestos consustanciales al proyecto de la modernidad filosófica la deconstrucción se sitúa en posición de evaluar la ironía romántica desde otra perspectiva, ya no como falacia filosófica sino como alternativa estética al discurso lógico-discursivo. Sin embargo, su postura no puede identificarse sin más con lo que Peter Bürger señalaba como la comprensión de la validez de una categoría para un fenómeno histórico. El nihilismo en el que desemboca la lectura retórica de Paul de Man y la escuela de Yale desborda por completo el marco conceptual en el que se inserta la reflexión estética habilitada por la ironía. Por otro lado, conviene además tener en cuenta que, como ya dejara patente Reinhart Koselleck (1993), los conceptos ligados a una promesa de futuro propios de la modernidad no alcanzan una definitiva estabilización semántica. En el caso de conceptos vinculados a categorías estéticas, como es el caso del Romanticismo, podría añadirse que su cuestionamiento solo aspira a perdurar cuando se apoya en la crítica textual y la laboriosa investigación filológica, pero ni siquiera entonces a ser definitivo. Nuestra conclusión deberá conformarse, por ello, con constatar cómo la crisis de los presupuestos filosóficos y políticos de la modernidad filosófica ha permitido sortear ciertas ideas preconcebidas sobre el Romanticismo recuperando la reflexión estética como principio vertebrador de su interpretación.

Referencias

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1 En las Lecciones sobre estética Hegel denomina “Romanticismo” al periodo postclásico del arte que se inicia con el cristianismo, aquel cuyo “contenido exige, debido a su libre espiritualidad, más de lo que la representación puede ofrecer en lo exterior y corpóreo” (GW 13, 393). Toma esta acepción de los propios autores románticos, reservando el término ”ironía” para referirse no solo a la teoría de Friedrich Schlegel sino a la producción poético-filosófica del primer romanticismo en su conjunto.

2 Hegel coincidió con Schlegel en Jena entre julio y octubre de 1801, donde llegaron a ser vecinos. Probablemente acudió a las clases que impartió ese año en la universidad donde daba cuenta de su particular concepción de la filosofía trascendental. El temprano escrito Sobre las diferencias entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling tiene un apartado dedicado a las nuevas formas de filosofía contemporánea, donde se adivina la referencia a Schlegel y su oposición entre lo clásico y lo moderno (Korngiebel 2020, 119-134).

3 Hegel recupera esta idea en la primera parte de la Estética cuando aborda el carácter como determinación del ideal artístico. Menciona entonces el Woldemar de Jacobi como ejemplo de alma bella donde el convencimiento de la propia excelencia con “una infinita susceptibilidad respecto a todos los demás, que deben en todo momento comprender y venerar esta figura solitaria” (GW 13, 313). Curiosamente, en su reseña sobre Jacobi, el propio Schlegel verá en esta figura la personificación de un subjetivismo contrario a toda razón.

4 El ironista absoluto aniquila su realidad desde la realidad dada porque carece de un fundamento ajeno a ella. Al proceder de ese modo participa él mismo de la ironía que atraviesa la historia universal, donde cada momento termina volviendo contingente el anterior (Kierkegaard 2006, 288 300).

5 Para Karl Heinz-Bohrer (2017, 91-101) esta disparidad de criterio revela que Kierkegaard acierta a reconocer rasgos de modernidad estética en el Romanticismo aun cuando lo critica; la autonomía formal, el juego del arabesco, lo onírico…

6 En el Taugenichts más célebre, el personaje de Joseph von Eichendorff, se concreta la crítica romántica al espíritu filisteo de la sociedad burguesa regida por el interés práctico. Para el protagonista el ocio se convierte en actividad poética, la libertad en pura ensoñación.

7 Siguiendo a Vetter, Adorno apunta en su tesis doctoral esta similitud para recalcar no obstante también las diferencias: aunque Kierkegaard llega incluso a denominarse un flâneur, ignora las condiciones materiales del entorno urbano que dieron lugar a esta figura (Adorno 2006, 17).

8 En la renuncia a toda intercesión se aprecian más similitudes con Kierkegaard: por un lado, el primado de las sensaciones alternantes sobre las acciones, por el otro, la desazón final que resulta de ello termina resultando (Schmitt 2000, 128).

9 No menos injusta parece la acusación de que Schlegel no hubiera aplicado el método cuestionador de la ironía a su propio principio irónico, síntoma de su subjetivismo (Schmitt 2000, 135).

10 El error del manifiesto “Protestantismo y Romanticismo” habría consistido en tomar a Gentz como principal representante de la escuela romántica cuando más bien se le debe vincular a la tradición política del antiguo régimen. (Schmitt 2000, 89).

11 Este acto, considerado el primer atentado político de la historia alemana, tuvo como consecuencia la aprobación de los acuerdos de Karlsbad (Karlsbader Beschlüsse) para la persecución y censura de toda actividad política sospechosa. Karl Sand fue un miembro de las sociedades estudiantil (Buschenschaften) de Erlangen. Convencido de que Kotzebue era un espía ruso le apuñaló en la puerta de su casa el 20 de marzo de 1819 al grito de “¡Traidor a la patria!”.

12 Entre un texto y otro, merece destacarse el valor que concede a la ironía romántica de Solger y Schlegel como precursora del método dialéctico en Historia y conciencia de clases (Lukács 1970, 165).

13 Como Schmitt no reconoce en el romanticismo un claro compromiso con las fuerzas reaccionarios y de hecho admite un cierto componente progresista, que cifra en la valoración de la cultura popular y en el desarrollo de una lengua adecuada para la expresión subjetiva. Es el caso específico alemán lo que, conforme a su lectura, termina descubriendo su vertiente más sombría. La Revolución Francesa fuerza un posicionamiento ideológico que se complica con la ocupación napoleónica. La respuesta patriótica contra los franceses se alinea inevitablemente en una postura contraria a los ideales revolucionarios y una inevitable connivencia con los intereses del Antiguo Régimen (Lukács 1947. 66-67). El destino final del romanticismo en la Restauración se anticipa sin embargo ya en su primera etapa, que no por casualidad está ubicada entre la ejecución de Robespierre (1794) y el golpe de Termidor (1799). Los románticos de Jena se situaban aún en parte bajo la impronta de la Ilustración y el joven Friedrich Schlegel puede considerarse de hecho una figura de transición.

14 Ver al respecto la esclarecedora exposición que ofrece Naím Garnica en su tesis doctoral Romanticismo, modernismo y subjetividad, Universidad Nacional de Catamara, 2019, 200-207.

15 Bloom contrapone esta concepción a la mágica de Benjamin. En “El concepto de ironía”, De Man confirma este juicio al distanciarse de la interpretación de la ironía romántica que ofrecen Benjamin y Szondi (De Man 1998, 258).