Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 85 (2022)

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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MIYARES FERNÁNDEZ, Alicia (2021). Distopías patriarcales. Análisis feminista del «generismo queer». Madrid: Cátedra. 253 páginas.

 

La filósofa Alicia Miyares aborda en esta obra la actual reacción patriarcal que enfrenta el feminismo. Con claros ecos orwellianos, describe nuestro presente como una realidad distópica en la que la manipulación del lenguaje y el cuestionamiento de la realidad material juegan un papel esencial.

Esta distopía a la que refiere no es fortuita, sino resultado de varios aspectos que describe en el primero de los cuatro capítulos que componen su obra. Comienza advirtiendo de que, si bien el feminismo siempre se ha desarrollado en sociedades democráticas y las nuestras lo son, no es menos cierto que algunos fenómenos como el neoliberalismo y sus productos —relativismo, anomia política y la apuesta por el pragmatismo frente a las convicciones políticas sólidas— están dificultando el progreso y el bienestar social, amenazando especialmente las conquistas de igualdad entre los sexos. Al respecto, concluye que dichos factores han desembocado en misoginia y misantropía (p.44). Es decir, en una despreocupación por contribuir al bien común y al progreso de la humanidad, lo que era una máxima moderna e ilustrada que ahora recibe los envites de las nuevas ideologías postmodernas y neoliberales. Y también en una reacción patriarcal de gran calado, propiciada por dicho clima regresivo ideológico, como explicará a lo largo de la obra.

En el segundo capítulo, se ocupa del análisis de las reacciones patriarcales precedentes a la actual que se han producido a lo largo de la historia después de cada ola feminista, incluida la presente descrita en el párrafo anterior. Siguiendo la cronología clásica de la historia de la teoría y el movimiento feminista expuesta por Amelia Valcárcel, establece una primera ola, de corte ilustrado y vindicativa de derechos civiles muy básicos para las mujeres, que sitúa entre finales del siglo XVII y finales del siglo XVIII.

Tras esta primera ola, emerge un periodo de reacción que dura casi medio siglo. Esta “contrarreforma”, si lo expresamos en los términos de la filósofa Alicia Puleo, se caracterizará —según Miyares— por las “trampas conceptuales” de la “diferencia sexual” y la “complementariedad de los sexos”. Esto es: cada sexo tendrá, por naturaleza y de forma necesaria, sus virtudes propias que le harán asumir funciones específicas; pero justamente por ser distintas, también serán complementarias entre sí. Eso obliga a que cada sexo se ajuste a las destrezas que se le presuponen, contribuyendo así —sin abjurar de la diferencia— a la buena marcha de la sociedad.

Tras este periodo regresivo, que ocupa el final del siglo XVIII y casi la primera mitad completa del siglo XIX, surge la segunda ola feminista. Tomando como referencia la declaración de Seneca Falls, se iniciará hacia 1848 y se ocupará de la agenda sufragista y de la ampliación de los derechos civiles de las mujeres apenas inaugurados en el periodo ilustrado. Esta agenda, con la consecución del derecho al voto en la mayoría de países europeos al filo de la II Guerra mundial, se dará por concluida entonces, al filo de la primera mitad del siglo XX. En ese momento, surgirá una nueva reacción que Miyares caracterizará como aquella cuya baza es la “construcción de la identidad biológico-sexual contra el feminismo sufragista.” (p.76) Emergerá un discurso biologicista que determinará como natural y necesaria la inferioridad y debilidad física, mental, intelectual y ética de las mujeres. Tanto en la producción científica como en la literaria, aparecerán innumerables títulos que sustentarán la idea de que las mujeres son incapaces de gestionar los asuntos público-políticos con la racionalidad que exigen. Con dichos textos, promovidos por la medicina y la psicología —cabe hacer especial mención a las teoría psicoanalíticas— se insiste en lo nefasto que resulta que las mujeres ocupen un lugar que no sea el hogar, donde deben permanecer dedicadas al matrimonio y la maternidad. Todos estos discursos reaccionarios a la segunda ola será lo que nuestra autora denominará como la denuncia patriarcal del supuesto “histerismo sufragista.” (p.91). La “mística de la feminidad” (p. 95) —tan bien descrita por Friedan— junto con la ridiculización de las mujeres que tomaron partido en causas político-sufragistas, servirá para revalidar los supuestos beneficios de la vuelta masiva de las mujeres al hogar para disfrutar las mieles de ser, de nuevo, discretas y entregadas madres y esposas.

Tras este periodo de reacción, en las décadas de los 60-70 del siglo XX, emerge el feminismo radical, que reactivará la agenda feminista añadiendo nuevos objetivos. Se tematizan aspectos como la violencia sexual, con especial hincapié en la denuncia de la prostitución, la pornografía y las violaciones dentro del matrimonio. De esta etapa, Miyares destaca el lema “lo personal es político” que precisamente englobó todos estos asuntos.

Como reacción a esta tercera ola, destaca el giro conservador de algunas potencias como es el caso de Estados Unidos e Inglaterra. Tras algunas décadas, en las que la socialdemocracia había construido los llamados Estados del bienestar, estos son engullidos por los dictados de un incipiente neoliberalismo. Junto a dicho sistema, un sello característico para desactivar la tercera ola del feminismo fue lo que Miyares denomina como “sociobiología y política del resentimiento” (p. 96).

Si la reacción a la segunda ola se alimentó de teorías científicas que pretendieron ser sustento lógico y racional de la desigualdad entre los sexos, en esta reacción a la tercera ola, también se apostará por sustentar científicamente la necesidad de que los sexos ocupen diferentes lugares, relegando a las mujeres a una posición subordinada. En este caso, la sociobiología será la encargada de lograrlo, y emergerá como decantado del darwinismo social. Desde ella, se argumentará que si existe una división del trabajo y de los roles entre hombres y mujeres es porque, gracias a esa distinción de ocupaciones y comportamientos, se logra una ventaja evolutiva al asegurarse la mayor y mejor reproducción de la especie (p. 97).

Esto se combinó con el esfuerzo de las administraciones conservadoras, especialmente la estadounidense, para que — en base a dichos corpus pseudo-científicos— se alentase la vuelta de las mujeres, una vez más, a su papel de madres y esposas privándolas de proyectos vitales propios y de relevancia en el ámbito del trabajo remunerado, político y social. Con todo, esta tercera ola siguió situando en la agenda política sus objetivos, llegando a la década de los noventa con una significativa producción teórica sobre sus grades temas y con unos nada desdeñables avances en paridad en cargos públicos y privados. Miyares sitúa el fin de esta tercera ola asumiendo la Conferencia de Pekín en 1995 como su colofón.

Dedicará el tercer capítulo a conceptualizar lo que denomina la cuarta ola del feminismo esta se caracterizará por lo que la propia autora define como “lucha contra la distopía transfeminista o el feminismo emocional (p.109). Caracterizará estos postulados transfeministas por el desprecio a la producción teórica feminista, privilegiando el activismo y, también, por hacer prevalecer las emociones y deseos subjetivos frente a las vindicaciones de igualdad y bien común (pp. 112-116).

Parece que el germen de la distopía denunciada está en el término género y las distintas definiciones que ha recibido. La autora explica que, si bien en la Conferencia de Pekín de 1995 ya se detectó su problemática, al evidenciarse sus múltiples y confusas acepciones, no se logró una definición satisfactoria pese a ser fijarse como uno de los propósitos. Sexo y género se definían entre sí de modo impreciso, profundizando en los errores que ya se advertían entonces (p. 117).

En este sentido, la autora observa una confrontación entre quienes asumen el género como “categoría analítica” crítica y herramienta feminista para señalar e impugnar las desigualdades entre los sexos y quienes lo asumen como “fuerza causal”, naturalizándolo y esencializándolo como identidad del individuo (p.121). Respecto a tomarlo como categoría analítica, explica que supone tomar conciencia de las relaciones sexo-género, es decir, de que existe una jerarquía sexual en la que las mujeres se encuentran subordinadas en tanto que son inferiorizadas por el hecho de serlo. (p. 125). Sin embargo, asumir el género como fuerza casual llevaría a esencializar la feminidad y la masculinidad. Por ello, no tendría el papel de impugnar el género sino de describirlo y asumirlo como un hecho, e incluso como algo positivo y necesario que la diferencia sexual implique una diferencia de roles y estereotipos. En esta lectura positiva del género centran sus esfuerzos —aunque con diferentes matices— la sociobiología, el psicoanálisis, el pensamiento de la diferencia y lo que en la actualidad la propia Miyares ha conceptualizado como generismo queer.

Precisamente, respecto a la esencialización del género, la autora señala a Butler (p.132) que, mientras que decreta el carácter construido y no necesario del sexo, impugna toda posibilidad de análisis crítico respecto al género, pues si bien lo considera artificial en tanto que proliferación paródica sin original, lo cierto es que —como subraya Miyares— imposibilita cualquier posibilidad de abolirlo, invitando a resignarnos a reproducirlo constantemente y, en el mejor de los casos, teatralizarlo, pero afirma que nunca podremos liberarnos de él. No obstante, Butler tampoco identifica claramente su carácter opresor, por lo que lejos de angustiarse ante el carácter necesario del género que ella misma decreta (en contra de lo que sostiene la teoría feminista), considera innecesaria cualquier impugnación del patriarcado, cuya existencia y carácter universal pone en duda. Critica con dureza que el feminismo pueda y deba reivindicar a las mujeres como sujeto político, pues cualquier categorización (incluida la de que engloba a la totalidad de hembras humanas bajo el concepto referido) le parece opresora, excluyente y, por tanto, indeseable.

Éste generismo queer se caracteriza por fragmentar el sujeto político del feminismo. Lo hace al negar que existan dos sexos y que las mujeres, las hembras de la especie humana, se encuentren oprimidas por serlo. Esto lleva a enmascarar su opresión y, en consecuencia, a impedir una articulación política para exigir su emancipación, por lo que Miyares advierte que dicho generismo provoca, en última instancia, una despolitización del movimiento feminista (pp. 152-153), que pasa a ser asumido no ya como la lucha por la emancipación de más de la mitad de la humanidad sino como una vindicación de una “diversidad” y una articulación de minorías, lo cual, aplicado al grupo humano mayoritario, resulta injusto y absurdo.

En el cuarto y último capítulo del libro, se pone de relieve cómo en los años 80 y 90 la teoría queer adquiere relevancia en las universidades norteamericanas. Sus objetivos comienzan a distanciarse e incluso a oponerse a los del feminismo, estando, de nuevo, en el epicentro de la batalla el concepto de género. Y es que el género comienza a ocupar el espacio del sexo y a cuestionarse la realidad material de éste último lo que —como la autora subraya— no deja de ser paradójico en una teoría cuyos ejes son el cuerpo y la sexualidad.

Tanto así que una de sus precursoras es Gayle Rubin (p. 171), quien elabora una teoría sobre las disidencias sexuales para concluir la idéntica legitimidad de todas ellas, sin atender a las relaciones de poder que operan, justamente, en las que a ella se le rebelan como transgresoras en cuanto a que se alejan de las relaciones “heteronormativas monógamas” con objetivos de reproducción. La pederastia, la prostitución o el sadomasoquismo será lo transgresor y celebrado como tal por esta teórica que en ningún momento impugna el carácter patriarcal, dominador y violento que se ejerce principalmente contra las mujeres y los menores en dichas prácticas.

La teoría queer cuestiona la estabilidad de los deseos, las conductas sexuales, la materialidad e inmutabilidad del sexo y al tiempo que sí vindica el género como identidad, y no como estructura de dominación fruto del patriarcado. Desarticulados los conceptos emancipadores, toda identidad queda reducida a individualidad, imposibilitando un sujeto político que vindique la emancipación, bien de las mujeres como sexo, bien de las minorías sexuales legítimas. (p. 180).

De este modo, el feminismo enfrenta las dicotomías conceptuales que reforzaban los estereotipos sexuales y con ello el desequilibro de poder que se produce entre los sexos, siendo los varones el modelo ideal frente a lo otro inferior y heterodesignado constituido por las mujeres. Pero ahora, todas esas dicotomías patriarcales que producían la heterodesignación se sustituirán por el binomio cis/trans, provocando que la heterodesignación patriarcal clásica sea sustituida por la transdesignación generista, no menos patriarcal que la anterior y con el mismo objetivo de relegar a las mujeres a la irrelevancia y a su borrado político y jurídico (p.200). Por este motivo, las leyes que están reconociendo el género como identidad tienen como objetivo suprimir la noción de sexo y proceder a la supresión jurídica de los derechos de las mujeres cuya conquista especifica han posibilitado avances en la emancipación de las mismas (p. 206).

Así, la autora concluye que se está considerando feminismo lo que en realidad es una vindicación del solipsismo sexual, que no es sino una apuesta por propugnar identidades individualistas y egocéntricas que nada aportan a la emancipación de las mujeres, lo que siempre constituirá el verdadero objetivo del feminismo. En esta confusión consiste, precisamente lo que la autora denuncia como “distopía queer”, que es justo a lo que, a juicio de Miyares, puede y debe enfrentarse el feminismo en la actualidad, como de hecho está haciendo (p. 242).

La obra reseñada es, a mi juicio, un texto claro y didáctico que no por ello abandona el más estricto rigor filosófico. Merece ser considerada como herramienta lúcida y necesaria a la hora de enfrentar los desafíos feministas del presente. Sus líneas nos ponen sobre aviso de cómo el uso manipulador de los conceptos puede servir para apuntalar situaciones de injusticia y despojar a la parte oprimida de los mimbres para su emancipación.

El texto advierte de que la actual reacción patriarcal pasa por el borrado jurídico del sexo, concretamente de las mujeres y la aceptación acrítica del género como identidad subjetiva y solipsista. Advirtiendo al feminismo de los peligros que le acechan —se presenten en clara oposición o como alianza ruinosa— esta obra resulta fundamental para abordar los retos presentes en la agenda feminista sin tropiezos identitarios, ni relativistas ni postmodernos.

 

Ana Cuervo Pollán

(Universidad Nacional de Educación a Distancia)