Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 89 (2023), pp. 23-35
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.459341
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Inmortalidad e indestructibilidad en Leibniz. Comentario crítico al §89, I, de sus Essais de Theodicée
Immortality and Indestructibility on Leibniz. Critical Lecture of the §89, I, of his Essais de Théodicée
Resumen. De acuerdo con la ontología monadológica de Leibniz, decir que todo ser vivo es imperecedero implica que no existe en sentido estricto la muerte, o, mejor dicho, que ésta es sólo aparente. Leibniz no sólo va a sostener que las mónadas no pueden perecer por medios naturales, sino también que aquello que llamamos muerte no implica la separación del cuerpo y el alma. En el presente trabajo de investigación pretendo realizar un comentario crítico al §89, I de sus Essais de Théodicée, uno de los pasajes emblemáticos en los que el hannoveriano desarrolla la distinción entre dos formas de subsistencia.
Palabras clave: Leibniz, muerte, inmortalidad, aturdimiento, identidad personal.
Abstract. According to Leibniz’s monadological ontology, to say that every living being is imperishable implies that death does not exist in strict sense, or rather that death is only apparent. Leibniz is not only going to argue that monads cannot perish by natural means, but also that what we use to call death does not imply the separation of body and soul. In this research work, I intend to make a critical commentary of §89, I of his Essais de Théodicée, one of the emblematic passages in which the Hanoverian develops the distinction between two kinds of subsistence.
Keywords: Leibniz, death, immortality, daze, personal identity.
Recibido: 09/12/2020. Aceptado: 23/04/2021.
* Profesor investigador y director académico de la Facultad de Filosofía de la UPAEP (Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla). Contacto: roberto.casales@upaep.mx. Líneas de investigación: filosofía moderna, particularmente Leibniz y Kant; teoría de la acción intencional; el problema de la identidad personal y su relación con la agencia moral; antropología filosófica, ética y filosofía de la mente.
I. Introducción al problema de la muerte en Leibniz
§٨٩. Pero la traducción y la educción son igualmente inexplicables, cuando se trata de hallar el origen del alma. No sucede lo mismo con las formas accidentales, porque no son más que modificaciones de la sustancia, y su origen se puede explicar por la educción, es decir, por la variación de las limitaciones de la misma manera que el origen de las figuras. Pero es otra cosa cuando se trata del origen de una sustancia, cuyo comienzo y destrucción son igualmente difíciles de explicar. Sennert y Sperling no se han atrevido a admitir la subsistencia y la indestructibilidad de las almas de las bestias o de otras formas primitivas, aunque las reconozcan como indivisibles e inmateriales. Pero es que ellos confunden la indestructibilidad con la inmortalidad, por la que se entiende que en el hombre no sólo subsiste el alma sino también la personalidad; o sea, al decir que el alma del hombre es inmortal, se hace subsistir lo que hace que sea la misma persona, la cual guarda sus cualidades morales, al conservar la consciencia o el sentimiento reflexivo interno de lo que ella es, y esto la hace capaz de castigo y recompensa. Pero esta conservación de la personalidad no tiene lugar en el alma de las bestias y por esto yo prefiero decir que ellas son imperecederas a llamarlas inmortales. Sin embargo, este error parece haber sido causa de una gran inconsecuencia en la doctrina de los tomistas y de otros buenos filósofos, que han reconocido la inmaterialidad o la indivisibilidad de todas las almas, sin querer reconocer su indestructibilidad, con un gran perjuicio para la inmortalidad del alma humana. Johannes Scotus, es decir el escocés (lo que significa en otras ocasiones el hibernés o el erígenes), célebre autor del tiempo de Luis el Piadoso y de sus hijos, era partidario de la conservación de todas las almas; y no veo por qué ha de haber menos inconveniente en hacer durar los átomos de Epicuro o de Gassendi, que en hacer subsistir todas las sustancias verdaderamente simples e indivisibles, que son los únicos y verdaderos átomos de la naturaleza. Y Pitágoras tenía razón al decir en general con Ovidio: Las almas carecen de muerte. (OFC X, 148-149; GP, VI, 151-152)1.
Más allá de que este pasaje se circunscribe a la discusión sobre el origen del alma y, en concreto, de las formas –tema que Leibniz discute desde el §86 de sus Essais de Theodicée en relación al problema del pecado original (OFC X, 145 y ss.; GP, VI, 149ss.)–, la tesis central de este parágrafo, y que es lo que más me interesa, consiste no sólo en afirmar la subsistencia de toda sustancia simple, sino también en distinguir la inmortalidad del alma racional de la indestructibilidad de las almas no-racionales. Curiosamente, se trata de un pasaje que Leibniz relaciona con el §4 de su Monadologie, donde establece que “tampoco hay que temer disolución alguna ni es concebible manera alguna por la que una sustancia pueda perecer naturalmente” (OFC II, 328; GP, VI, 607). Esto se debe, en principio, a que las mónadas poseen una naturaleza simple, argumento que aparece tanto al inicio del §2 de sus Principes de la nature et de la grâce fondés en raison (OFC II, 344; Robinet I, 27), como también en sus anotaciones de 1696 sobre la conversación de F. van Helmont con la electora Sofía, donde afirma que “toda alma es incorruptible” dado que “lo que no tiene partes no puede corromperse” (Andreu II, 161; GP, VII, 540; véase también: Andreu II, 172, GP, VII, 552-553).
A partir de lo cual se sigue que la corruptibilidad o disolución es algo que sólo compete a los seres compuestos y no a los seres simpliciter, de modo que, para que algo se pueda corromper, en efecto, es necesario que pueda des-componerse o disolverse en las partes que lo componen (OFC II, 328; GP, VI, 607; véase también: OFC VIII, 510; GP, VI, 539)2. Esto ocurre, por ejemplo, como las máquinas artificiales y otros cuerpos no orgánicos, los cuales, “por muy organizada que pudiera(n) estar”, a estos sólo los podemos considerar “como un ejército o un rebaño, o como un estanque lleno de peces, o como un reloj compuesto de resortes y de ruedas” (OFC II, 245; GP, IV, 482; véase también: OFC II, 355; GP, VI, 625). Para Leibniz, de hecho, todo cuerpo, sea orgánico o no, constituye un agregado de sustancias que, si bien pueden conformar otra serie de cuerpos u órganos de menor dimensión, como ocurre con las máquinas naturales, suponen la existencia de sustancias simples o mónadas (OFC VIII, 550-551; Couturat, 13-14), sin las cuales carecerían de toda realidad: “si no hubiera algunas sustancias indivisibles los cuerpos no serían reales, sino sólo apariencias o fenómenos como el iris, puesto que quedaría suprimido, ciertamente, todo fundamento de la composición” (OFC II, 220; AA, VI, 4B, 1668). Leibniz sostiene, en efecto, que “si no hubiera otro principio de identidad en los cuerpos que el que acabamos de señalar, nunca un cuerpo subsistiría más de un momento” (OFC II, 172; AA, VI, 4B, 1545). De ahí que toda mónada, incluidas las almas y los espíritus, sean subsistentes, y que incluso el animal sea subsistente, aunque en este caso, como señala Leibniz en el §77 de su Monadologie, “su máquina a menudo perezca en parte y pierda o adquiera despojos orgánicos” (OFC II, 339; GP, VI, 620).
II. Generación y corrupción de las máquinas de la naturaleza
Si las mónadas son los verdaderos átomos de la naturaleza que entran en los compuestos, y éstas no están sujetas a disolución o des-composición, como se sugiere en los primeros parágrafos de su Monadologie (OFC II, 328; GP, VI, 607), se sigue que, “en rigor, no hay ni generación ni muerte, sino”, como afirma en el primer boceto de su Système Nouveau, “sólo desenvolvimiento o envolvimiento, aumentos o disminuciones de animales ya formados y siempre subsistentes en vida, aunque con diferentes grados de sensibilidad” (OFC II, 235; GP, IV, 474; véase también: OFC X, 150; GP, VI, 152). Con esto Leibniz se refiere no a un tipo de disolución del alma, sino a un desenvolvimiento o envolvimiento prioritariamente del cuerpo –aunque también afecta al alma en lo que respecta a su naturaleza perceptual y apetitiva–, de manera que “el alma sólo cambia de cuerpo poco a poco y por grados, de modo que nunca está despojada en un solo instante de todos sus órganos”, ni “se produce nunca en sentido estricto ni una completa generación ni una muerte perfecta, a saber, la que consiste en la separación del alma” (OFC II, 338-339; GP, VI, 619). Esta caracterización de la generación y la muerte como desenvolvimiento o envolvimiento, tal y como resume en sus Considérations sur les Principes de Vie, et sur les Natures Plastiques, par l’Auteur du Systeme de l’Harmonie preétabile de 1705, supone que:
… no hay parte de materia que no esté dividida actualmente y que no contenga cuerpos orgánicos: que hay asimismo almas por doquier, como hay por doquier cuerpos; que las almas y los mismos animales subsisten siempre; que los cuerpos orgánicos no están nunca sin almas, y que las almas no están nunca separadas de todo cuerpo orgánico; aunque sea verdad, sin embargo, que no hay porción de la materia de la que se pueda decir que esté siempre asignada a la misma alma. (OFC VIII, 516; GP, VI, 545).
La ontología monadológica de Leibniz, así, comprende un vitalismo3 radical en el que no sólo “no hay nada inculto, ni estéril ni muerto en el universo”, ya que “hasta en la parte más pequeña de la materia” encontramos “un mundo de criaturas” (OFC II, 338; GP, VI, 618), sino que, además, como sostiene en su Discours de métaphysique, “suponiendo que los cuerpos son sustancias y poseen formas sustanciales, y que los demás animales tienen alma, se está obligado a reconocer que estas almas y estas formas sustanciales no podrían perecer totalmente”, es decir, que “ninguna sustancia perece, si bien puede convertirse en otra enteramente distinta” (OFC II, 200; AA, VI, 4B, 1583). No es raro, en consecuencia, que el hannoveriano caracterice a las mónadas como principios de vida (OFC VIII, 510; GP, VI, 539) o entelequias primeras que constituyen la fuerza primitiva de la acción (OFC II, 143; AA, VI, 4B, 1508; véase también: OFC VIII, 455; GP, IV, 511), así como tampoco es raro que, siguiendo los descubrimientos realizados por Anthon van Leeuwenhoeck con su microscopio, conciba a cada porción de materia “como un jardín lleno de plantas” o un “estanque lleno de peces” en el que no sólo “cada rama de planta, cada miembro del animal, cada gota” es, a su vez, otro mundo de criaturas, sino que esto mismo se da también en “la tierra y el aire interpuestos entre las plantas del jardín”, o en “el agua interpuesta entre los peces”, aunque estos “no sean en absoluto planta ni pez” (OFC II, 338; GP, VI, 618).
Acorde con Leibniz, el mundo es un todo dinámico compuesto por una infinidad de criaturas repartidas por toda la naturaleza, las cuales, sin embargo, dada su sutileza y tamaño, “para nosotros resultan imperceptibles” (OFC II, 338; GP, VI, 618), “casi como podría parecer en un estanque colocado a una distancia desde la que se viera un movimiento confuso y un hervor, por llamarlo así, de peces del estanque, sin distinguir los peces mismos” (OFC II, 338; GP, VI, 619). Esto no significa, sin embargo, que cada porción de la materia esté animada y que, por tanto, constituya un cuerpo orgánico, pues, como señala en sus Considérations sur les Principes de Vie, “no decimos que un estanque lleno de peces es un cuerpo animado, aunque el pez lo sea” (OFC VIII, 511; GP, VI, 540). Si bien es cierto que Leibniz admite que hay vida por doquier, de modo que una simple gota contiene una infinidad de criaturas (Echeverría II, 69), sólo podemos decir en sentido estricto que un cuerpo es orgánico, de acuerdo con el §3 de sus Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, “cuando forma una especie de autómata o máquina de la naturaleza, que es máquina no solo en el todo, sino incluso en las partes más pequeñas que quepa notar” (OFC II, 344; Robinet I, 31), es decir, cuando una serie de órganos, compuestos a su vez de otra infinidad de pequeños órganos (Phemister, 2011: 41), “concurren con la mónada primaria para la formación de la substancia corpórea orgánica, sea animal o planta” (OFC XVI B, 1200; GP, II, 252)4.
Si mi lectura de Leibniz es correcta, esto último es fundamental para comprender el pasaje en cuestión, en especial para entender el primer tipo de subsistencia al que alude el hannoveriano, i.e., a la indestructibilidad de las almas y de otras formas primitivas de vida que escapan a nuestra percepción. Que la generación y la corrupción en Leibniz sean entendidas como meros desenvolvimientos o envolvimientos de los vivientes, y no como un comienzo y término radical –actos que sólo competen a Dios y no a la naturaleza (OFC II, 175-176; AA VI, 4B, 1549-1550)–, significa que la máquina del viviente, en cuanto que “consta de infinidad de órganos implicados unos en otros”, “no puede ser destruida en absoluto ni tampoco nacer en absoluto, sólo disminuir y crecer, involucionar y evolucionar” (OFC VIII, 503; GP, IV, 396). Esto se hace patente en el nacimiento de un ser vivo, el cual supone, según Leibniz, tanto la existencia “de semillas preformadas” como “la transformación de los vivientes preexistentes” (OFC II, 346; Robinet I, 41) en éstas. Mientras que lo primero supone “la preformación orgánica completa en las semillas de los cuerpos que nacen, contenidas en las de los cuerpos de los que han nacido, hasta llegar a las semillas primeras” (OFC X, 24; GP, VI, 40), lo segundo implica que “hay pequeños animales en las semillas de los grandes que, por medio de la concepción, toman un nuevo revestimiento, del que se apropian, que les proporciona medio para alimentarse y crecer a fin de pasar a un teatro mayor y producir la propagación del animal grande” (OFC II, 346; Robinet I, 41), “como cuando las mariposas nacen de los gusanos de seda” (OFC X, 25; GP, VI, 41).
Así como la generación supone en Leibniz la preexistencia de pequeños animales en las semillas, como ocurre con los animales espermáticos, de la misma forma sucede con la muerte, que es sólo aparente, ya que “es razonable que lo que no comienza naturalmente no acabe tampoco naturalmente en el orden de la naturaleza. Así, quitándose su máscara o sus harapos, vuelven tan sólo a un teatro más sutil, en donde pueden ser, sin embargo, sensibles y estar bien regulados como en el teatro mayor” (OFC II, 347; Robinet I, 43). Para Leibniz, en efecto, la muerte “no es más que una contracción del animal” (OFC XVI A, 514), “pues ninguna sustancia incorpórea”, como reitera en su correspondencia con H. Conring, “puede destruirse” (OFC XVIII, 64; AA, II, 1, 606), aunque el cuerpo del animal se encuentre “en un flujo perpetuo”, cuyas “partes entran y salen de ahí continuamente” (OFC II, 338; GP, VI, 619). Vemos, por tanto, que este flujo perpetuo no implica que el animal se pierda, ya que su máquina, según su Système Nouveau, “sigue siendo siempre esa misma máquina que ha sido, transformándose únicamente por los diferentes pliegues que adopta, unas veces extendida, otras replegada y como concentrada cuando creemos que ha desaparecido” (OFC II, 244-245; GP, IV, 482). A partir de lo cual podemos sacar cuatro consecuencias:
1. En primer lugar, como sostiene en su De método Botanicâ de 1701, que “las plantas y animales o, por decirlo en una palabra, los cuerpos orgánicos que produce la naturaleza son máquinas aptas para perpetuar ciertas funciones” (OFC VIII, 490; Dutens II, 171).
2. En segundo, que esto sólo es posible en la medida en que los animales son inengendrables e imperecederos, de modo que estos “tan sólo se desenvuelven, se envuelven, se revisten, se desnudan, se transforman” (OFC II, 347; Robinet I, 43).
3. En tercer lugar, que esto último implica que tanto en la generación como en la corrupción “no hay metempsícosis, sino metamorfosis”, i.e., que “los animales cambian, toman y dejan sólo partes, lo cual ocurre poco a poco y por pequeñas partículas insensibles, pero continuamente, en la nutrición; y de un solo golpe, de manera notable, aunque raramente, en la concepción y en la muerte, que les hace adquirir o perder mucho de una vez” (OFC II, 347; Robinet I, 45)5.
4. Finalmente, tal y como señala Leibniz en una carta a Des Bosses fechada el 16 de octubre de 1706, que “la Entelequia cambia su cuerpo orgánico o materia segunda, pero no cambia su materia primera”, de forma que podemos afirmar que esta última es la que acompaña al alma tras la muerte, pues “la materia primera es esencial a cualquier Entelequia y no se separa nunca de ella, ya que le da completud y es la misma potencia pasiva de toda la substancia completa” (OFC XIV, 199; GP II, 324)6. Leibniz, en este sentido, afirma en su correspondencia con De Volder que la mónada completa se forma tanto de la “entelequia primitiva o alma”, como de su “materia prima o potencia pasiva primitiva” (OFC XVI B, 1200; GP, II, 252).
Ahora bien, a pesar de que el alma de todo vivientes es indisoluble y, por tanto, imperecedera o indestructible –razón por la cual afirma Leibniz que “las almas o los principios de vida no cambian nada en el curso ordinario de los cuerpos” (OFC VIII, 511; GP, VI, 540-541)–, esto no significa que el alma no sufra ningún tipo de alteración interna cuando alguna de estas transformaciones ocurre con su cuerpo. Esto se debe, en principio, a su sistema de la armonía preestablecida, en virtud del cual se afirma que “cada sustancia ha sido creada en su origen de tal manera que todo le sucede en virtud de sus propias leyes o inclinaciones de un modo que concuerda perfectamente con lo que sucede en todas las otras” (OFC II, 236; GP, IV, 476), de manera que, incluso cuando “las almas siguen sus leyes, que consisten en un cierto desenvolvimiento de las percepciones según los bienes y los males, y los cuerpos siguen también las suyas, que consisten en las reglas del movimiento” (OFC VIII, 510-511; GP, VI, 541), ambas actúan “como si el uno influyese en el otro” (OFC II, 340; GP, VI, 621). De ahí que Leibniz repare en dos cosas: en primer lugar, en el estado de aturdimiento o adormecimiento en el quedan sumidas las almas con “la muerte o algún otro accidente” (OFC II, 349; Robinet I, 53; véase también: OFC II, 329; GP, VI, 609), estado en el que “el alma no difiere de una simple mónada”, pero que, como sostiene en el §20 de su Monadologie, “no es duradero” (OFC II, 330; GP, VI, 610); en segundo lugar, en el tipo de cambio que experimentan los espíritus, ya sea en la transformación que tienen sus animales espermáticos tras la concepción, los cuales, al ser elegidos, “se elevan al grado de la razón y a la prerrogativa de los espíritus” (OFC II, 340; GP, VI, 621), o sea en la muerte, donde no sólo se conserva su sustancia, sino también su cualidad moral.
En relación a lo primero, tal y como Leibniz observa en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain, a pesar de que “ningún trastorno de los órganos visibles puede llevar al ser vivo a una completa confusión de las cosas o a destruir todos los órganos y privar al alma de todo su cuerpo orgánico y de los residuos imborrables de todas las impresiones precedentes” (Echeverría I, 48), la muerte produce por cierto tiempo en el alma un efecto parecido al vértigo, donde “se da una gran multitud de pequeñas percepciones en las que no se distingue nada” (OFC II, 330; GP, VI, 610), de modo que el alma incluso “carece de placer y dolor, pues éstas son percepciones captables” (Echeverría I, 117). Para Leibniz, en efecto, que el alma se distinga de las meras entelequias en virtud de que su percepción “es más distinta y va acompañada de memoria”, i.e., que se eleva al grado de la sensación e incluso, en ciertos casos, al de la apercepción sensible –como ocurre en el caso del jabalí que “advierte a una persona que le grita, y va derecho hacia dicha persona, aunque hasta entonces no había tenido de ella más que una percepción pura, pero confusa, como de todos los demás objetos que caían en su campo visual y cuyos rayos hieren su cristalino” (Echeverría I, 197)7–, no significa que ésta sólo posea percepciones distintas o sensaciones.
De acuerdo con el §64 de sus Essais de Theodicée, en el alma “hay no solamente un orden de percepciones distintas, que constituye su poder, sino también una serie de percepciones confusas o de pasiones, que forman su esclavitud” (OFC X, 132; GP, VI, 137) y que son el tipo de percepciones que el alma tiene cuando sus órganos se contraen con la muerte. En efecto, dado que “por su propia naturaleza una sustancia no puede existir sin acción” (Echeverría I, 41), y que esa acción interna de la mónada consiste no sólo en tener percepciones, sino también en tender de una percepción a otra –donde la percepción es aquel “estado transitorio que envuelve y representa una multitud en la unidad” y el apetito es “la acción del principio interno que realiza el cambio o paso de una percepción a otra” (OFC II, 329; GP, VI, 608-609)–, se sigue que “en todo momento existen en nosotros infinidad de percepciones”, incluso cuando muchas de estas percepciones sean tan pequeñas y no tengan “nada que permita distinguirlas por separado” (Echeverría I, 42). De ahí que incluso en ese estado de aturdimiento temporal el alma siga percibiendo, aunque esas percepciones insensibles no sean susceptibles de ser apercibidas. La muerte, en este sentido, produce en el alma un estado de aturdimiento temporal, donde el alma sólo posee este segundo tipo de percepciones insensibles, tal y como se puede observar en su correspondencia con Arnauld:
En una gota de agua llena de pimienta se ve una cantidad prodigiosa de animales; supongamos que todos están dotados de un alma irreductible, ¿qué mal habría? Es verdad que podrá hacer morir en un momento un millón de millones de estos animales y que no habrá reparo en quemar o deshacer estas almas; pero ya que se tolera bien a los átomos indestructibles, ¿por qué enfadarse contra estas pobres almas inocentes? Pero ¿en qué se transforman ellas? Respondo que van allá de donde han venido. Quizás ya animaban algún cuerpo desde la creación del mundo, pero muy pequeño, que ha aumentado poco a poco, y al haber pasado por muchos cambios, ha llegado a aparecer sobre un gran teatro en el que, tras haber interpretado su papel, se fortalece en la oscuridad de un pequeño mundo, entre unas criaturas proporcionadas, donde no deja de actuar y padecer, y tener alguna percepción, aunque menos clara; hasta que le toca quizás reaparecer en el escenario. (OFC XIV, 97; Finster 237-238).
III. Inmortalidad e identidad personal en Leibniz
Si bien el alma conserva siempre trazos o huellas de sus percepciones pasadas (Echeverría I, 43-44) y, por tanto, también “trazos de lo que siempre ha sido y marcas de lo que siempre será” (OFC XIV, 37; Finster 84), para Leibniz sólo los espíritus poseen el privilegio de “mantener su personalidad propia” (Echeverría I, 44), en cuanto que algunas de esas huellas “para un espíritu superior resultan cognoscibles, aun cuando el propio individuo ya no las sienta, es decir, cuando ya no tiene un recuerdo expreso de ellas” (Echeverría I, 44)8. De ahí que, en relación con lo segundo, “el alma inteligente, conociendo lo que es ella, y pudiendo decir ese YO, que dice mucho, no solamente permanece y subsiste en sentido metafísico mucho más que las otras cosas, sino que además pertenece la misma en sentido moral y constituye el mismo personaje” (OFC II, 200; AA, VI, 4B, 1584). Así, mientras que los animales y los demás vivientes experimentan una infinidad de transformaciones a lo largo de su existencia, como afirma en el §XXXIV de su Discours de métaphysique (OFC II, 200; AA, VI, 4B, 1583), los espíritus “se crean en el tiempo y están exentos de estas revoluciones tras la muerte, pues tienen un vínculo muy particular con el ser soberano, un vínculo, digo, que deben conservar” (OFC VIII, GP, I, 391). Los espíritus, en este sentido, aunque también experimentan un tipo de generación y corrupción aparente, ambas, además de que sólo se dan una sola vez, son de una naturaleza distinta a la de los animales, tal y como se puede apreciar respecto de la primera en el §397 de sus Essais de Theodicée:
Incluso he mostrado un cierto término medio entre una creación y una preexistencia completa, al encontrar conveniente decir que el alma preexiste en las semillas desde el comienzo de las cosas, no era más que sensitiva, pero que ha sido elevada al grado superior, que es la razón, cuando el hombre, al que esta alma debe pertenecer, ha sido concebido, y que el cuerpo organizado, que acompaña siempre a esta alma desde el comienzo, pero bajo muchos cambios, ha sido determinada a formar el cuerpo humano. (OFC X, 360; GP, VI, 352).
Por más transformaciones que experimente un animal, el tipo de cambio que esto conlleva no implica nunca que el alma sensitiva de estos vivientes se eleve al grado de la razón, como sí ocurre con los animales espermáticos de los seres humanos: “las almas de los animales espermáticos humanos no son racionales y no lo llegan a ser sino cuando la concepción los determina a la naturaleza humana” (OFC II, 346; Robinet I, 41). Algo semejante ocurre en el caso de la muerte, cuyo estado de aturdimiento no sólo dura relativamente menos tiempo que el de los animales, sino que, además, presupone la conservación de su identidad personal, i.e., “(d)el personaje que les ha correspondido en la Ciudad de Dios, y por consiguiente también el recuerdo” (Echeverría I, 48; véase también: OFC II, 201; AA, VI, 4B, 1583). Dada la peculiar relación que tienen los espíritus con Dios, quien “actúa simplemente como autor y como maestro con las criaturas que no poseen razón, pero actúa como padre y como jefe con las almas que le pueden conocer y querer” (OFC II, 235; GP, IV, 475), se siguen dos cosas: por un lado, que “sólo los espíritus son hechos a su imagen, son como de su linaje o como hijos de la casa, ya que solamente ellos pueden servirle libremente y actuar con conocimiento a imitación de la naturaleza divina” (OFC II, 202; AA, VI, 4B, 1586); por otro lado, que al ser imagen de la divinidad y elevarse al grado de la razón y del conocimiento reflexivo, sólo los espíritus pueden “pensar en eso que se llama yo y considerar que esto o aquello está en nosotros” (OFC II, 332; GP, VI, 612), sin lo cual no es posible atribuirles cualidad moral alguna.
Si bien Leibniz admite que los animales poseen un tipo de apercepción sensible que les permite dar cuenta del contenido de sus percepciones más notables, como lo son las sensaciones de placer o dolor (OFC II, 235; GP, IV, 475), también sostiene que sólo los espíritus poseen la facultad de reflexionar (Echeverría I, 198) y, por tanto, también un tipo de apercepción que les permite dar cuenta de su ser y su obrar. Acorde con Leibniz, esta apercepción reflexiva o conscientia consiste en “la reflexión sobre una acción, o la memoria de una acción que reconocemos como nuestra”, la cual “incluye la verdadera sustancia misma, o sea, al yo” (Andreu III, 70; Couturat, 495). En virtud de esta conscientia, como sostiene el hannoveriano en una carta a Burnett fechada el 2 de agosto de 1704, “no sólo me represento mi acción, sino que también pienso que es mía o que soy yo quien hace o ha hecho esta acción” (GP, III, 299), lo cual es fundamental para que pueda concebirme como un agente moral al que le podemos imputar responsabilidad moral por sus actos. Así, en resumen, dado que sólo los espíritus son conscientes de su ser y su obrar, de modo que pueden adscribirse la causalidad de sus actos, sólo éstos pueden poseer una cualidad moral y “constituir la misma persona, capaz por tanto de sentir castigos y recompensas” (Echeverría I, 270), que es lo que también se conserva cuando hablamos de la inmortalidad del alma humana.
Que Dios conserve no solamente la sustancia de los espíritus sino también su persona, por ende, significa que los espíritus, tras la muerte, que es sólo aparente, conservan no sólo su misma naturaleza individual, como ocurre también con los demás vivientes, sino también aquella cualidad moral o identidad personal, de modo que sepan “siempre lo que son, pues de otro modo no serían susceptibles de recompensa ni de castigo, lo que sin embargo forma parte de la esencia de una república, pero especialmente de la más perfecta en la que nada podría descuidarse” (OFC II, 203; AA, VI, 4B, 1587). Se trata, pues, de una cualidad moral que se conserva idéntica incluso después de la muerte, ya que, si bien la muerte nos sumerge en un estado de aturdimiento en el que no podemos distinguir nada, como cuando “estamos dominados por un sueño profundo y sin ensueños” (OFC II, 330; GP, VI, 610), “para encontrar la identidad moral por sí mismo basta que haya un vínculo medio de conciencia entre un estado próximo o incluso un poco alejado de otro, cuando algún salto o intervalo olvidado se mezcle en ello” (Echeverría I, 270). Para Leibniz, en efecto, “la identidad real y personal se encuentra de hecho con la máxima seguridad, mediante la reflexión actual e inmediata”, ya sea mediante el recuerdo de estos intervalos, o “por el testimonio coincidente de los demás” (Echeverría I, ٢٧١).
La inmortalidad de los espíritus, tal y como afirma en su Discours de métaphysique, “no consiste exclusivamente en la subsistencia perpetua que conviene a todas las sustancias” (OFC II, 200; AA, VI, 4B, 1584), sino en la subsistencia de la conciencia o recuerdo de su identidad personal. Mientras que para la indestructibilidad es necesario que el alma del viviente conserve tanto sus “impresiones precedentes” (Echeverría I, 118) como “la tendencia a lo que será” (OFC II, 275; Grua, 554), la inmortalidad sólo es posible en la medida en que los espíritus pueden recordar sus apercepciones pasadas, “de forma tal que, si alguien nos dirige, o si nosotros mismos nos dirigimos hacia nuestros pensamientos precedentes, sabríamos que los tuvimos” (AA, VI, 4B, 1471). Así como las almas conservan siempre huellas o trazos de sus percepciones pasadas, asimismo la persona conserva el conocimiento de sí y, por tanto, el recuerdo de sus propio ser y obrar, ya que, como Leibniz afirma en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain, “si el hombre moderno no tuviese ningún medio interno o externo de conocer lo que han sido, por lo que atañe a la moral sería como si no lo hubiese sido” (Echeverría I, 274). Tesis que también se puede apreciar en el siguiente ejemplo:
Supongamos que alguien de repente tuviera que convertirse en rey de China, pero a condición de olvidar lo que ha sido, como si acabara de nacer absolutamente de nuevo, ¿no es lo mismo, en la práctica, o en cuanto a los efectos de los que uno puede percatarse, que si tuviera que ser aniquilado y que hubiera de ser creado en el mismo instante en su lugar un rey de China? Ese alguien no tiene razón alguna para desear semejante cosa. (OFC II, 200-201; AA, VI, 4B, 1584).
Más allá de que el sujeto desee o no conservar su misma identidad personal, la inmortalidad así entendida tiene un papel fundamental en lo que respecta a la Ciudad de Dios, que es lo que le da sentido a cada una de las acciones de los espíritus, en la medida en que, según su Système Nouveau, “hay que juzgar que el espíritu debe figurar siempre en este universo del modo más apropiado para contribuir a la perfección de la sociedad de todos los espíritus que constituye su unión moral en la Ciudad de Dios” (OFC II, 248; GP, IV, 486). Para Leibniz, en efecto, la Ciudad de Dios es “el estado más perfecto que sea posible bajo el más perfecto de los monarcas” y como “lo más elevado y divino que hay de las obras de Dios” (OFC II, 340-341; GP, VI, 621-622). De ahí que esta sociedad de los espíritus deba regirse, acorde con su De rerum originatione radicali de 1697, según “la ley misma de justicia, que ordena que cada uno participe de la perfección del universo con la propia felicidad en proporción a la propia virtud, y con su afán por el bien común, afán con lo que se determina eso que llamamos caridad y amor de Dios” (OFC II, 284; GP, VII, 307). Si los espíritus perdieran irremediablemente la conscientia o el conocimiento reflexivo de su propia identidad personal, como si borráramos por completo su cualidad moral, no habría forma de imputarles responsabilidad moral por sus actos ni, en conclusión, modo de restablecer la justicia universal, ya que, como señala Leibniz al final de su Monadologie, “bajo este gobierno perfecto no habrá en absoluto una buena acción que no tenga recompensa ni una mala sin castigo y todo debe suceder para el bien de los buenos” (OFC II, 341; GP, VI, 622)9.
Referencias bibliográficas
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1 Todas las obras de Leibniz las cito siguiendo las abreviaturas y las siglas sugeridas por el proyecto ‘Leibniz en español’ (http://leibniz.es/siglas-de-ediciones-de-obras-leibniz-en-espanol/), donde se hace alusión tanto a la edición del texto en su idioma de origen, como a la edición en castellano. Dado que se ha privilegiado la edición en castellano, citamos primero esta edición, seguida de la edición correspondiente en el idioma de origen.
2 Vale la pena señalar que esta forma se argumentación es una herencia platónica, en cuanto que ésta se asemeja bastante al argumento de la afinidad del Fedón (78b4-84b7). Aunque esta referencia amerita una futura investigación sobre la relación entre el pensamiento de Leibniz y el de Platón, la recepción leibniziana de Platón, de momento dejo ese tema pendiente para otro trabajo.
3 Para una caracterización más robusta del vitalismo leibniziano, véase: Nicolás, 2011a, y también: Rodero, 2009. Esta misma caracterización de la ontología leibniziana también es analizada a profundidad por Miguel Escribano (2017).
4 Tal y como señala Juan A. Nicolás, los vivientes constituyen “un sistema de máquinas naturales infinitamente organizadas, tanto individual como colectivamente” (2011: 4), un entramado infinito de órganos cuyas funciones específicas están subordinadas al alma o mónada dominante. Acorde con el §3 de sus Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, “cada sustancia simple o mónada distinguida, que constituye el centro de una sustancia compuesta (como, por ejemplo, de un animal), y el principio de su unicidad, está rodeada de una masa compuesta por una infinidad de otras mónadas que constituyen el cuerpo propio de esta mónada central, que, a tenor de las afecciones de ese cuerpo, representa, a la manera de centro, las cosas que están fuera” (OFC II, 344; Robinet I, 31). Para un análisis más puntual sobre esta temática, véase: Casales, 2018b.
5 Este proceso de metamorfosis se puede entender, tal y como sugiere Markku Roinila, de la siguiente forma: “en la muerte, el cuerpo del animal se envuelve, comprime, concentra o retrae, pero su forma sustancial continúa existiendo y garantiza la identidad y unidad del cuerpo orgánico. De ahí que cuando el animal “despierta” y sus órganos vuelven a crecer sigue siendo el mismo animal a pesar de que su apariencia pueda ser diferente” (2016: 249).
6 Para ahondar en la comprensión de la materia primera y su papel en la ontología monadológica de Leibniz, véase: Fazio, 2018, pp. 30-35; y también: Phemister, 2005, 44.
7 Al admitir la apercepción sensible en los animales, como ya he señalado en otros trabajos (Casales, 2018a y 2019), separo mi lectura de la apercepción leibniziana de propuestas como la de Robert McRae, quien sostiene que la apercepción es patrimonio exclusivo de los espíritus, en cuanto que se relaciona íntimamente con la reflexión (1978: 32), y me decanto más por distinguir dos tipos de apercepción, siguiendo la lectura tanto de Kulstad (1981) como de Barth (2011). A pesar de los diferentes planteamientos de cada uno, ambos coinciden en distinguir dos sentidos de apercepción: en primer lugar, una apercepción sensible o fenoménica que consiste en dar cuentas del contenido intencional de sus propias percepciones; en segundo lugar, una conscientia de carácter reflexivo que, como se verá más adelante, permite al sujeto no sólo adscribirse la causalidad de sus actos, sino también conocerse a sí mismo.
8 Tal y como sugiere Jorgensen, la memoria juega un papel fundamental para la teoría leibniziana de la identidad personal (2011: 889). Esta alusión a la memoria, sin embargo, sólo se entiende al distinguir el recuerdo (souvenir) tanto de lo que Jorgensen llama ‘memoria virtual’ u ‘ontológica’, como de la reminiscencia. Mientras que la memoria virtual alude a aquellos trazos o huellas que almacena o conserva toda mónada de sus percepciones precedentes, la reminiscencia alude a un tipo de memoria reproductiva (Echeverría I, 74), pues permite al alma repetir algunas sensaciones previas “con su contenido intencional original, sin que el objeto intencional esté presente (Jorgensen, 2011: 897). A diferencia de estas dos, el recuerdo tiene carácter netamente introspectivo, de modo que no sólo nos permite reparar en el objeto intencional –y no sólo en su contenido–, sino también en nosotros mismos, en cuanto que “somos, por así decirlo, innatos a nosotros mismos” (Echeverría I, 40). Aunque en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain asocia la identidad personal específicamente con el recuerdo, vale la pena señalar que en su correspondencia con Arnauld, concretamente en la carta del 30 de abril de 1687, Leibniz asocia ésta no con el recuerdo, sino con la reminiscencia: “los Espíritus siguen más bien las reglas de la moral que las de la mecánica y Dios actúa respecto a ellos más bien como soberano que como obrero, los crea cuando es el momento y después de la muerte los pone a cubierto de los cambios de los cuerpos, para hacer siempre ante él la función de ciudadanos en la república universal de los espíritus cuyo Monarca es él; para lo cual se requiere la reminiscencia” (OFC XIV, 97; Finster 238). Lo cual indica, a mi parecer, que el concepto de recuerdo/souvenir es posterior a esta época.
9 De ahí que, como señala acertadamente Josep Olesti, “es pues una razón moral, más que propiamente metafísica, la que obliga a Leibniz a distinguir la inmortalidad de la indestructibilidad, o lo que es lo mismo, a mantener la tesis de la permanencia de la conciencia del yo” (2018: 49).