Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 92 (2024), pp. 131-143

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.458871

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El embrollo causal del naturalismo biológico*

The causal muddle of biological naturalism

ASIER ARIAS DOMÍNGUEZ**


Recibido: 04/12/2020. Aceptado: 15/04/2022.

* Este artículo fue redactado en el marco del Proyecto de Investigación Institución y Constitución de la Individualidad (PID2020-117413GA-I00/AEI/10.13039/501100011033), del Ministerio de Ciencia e Innovación de España.

** Profesor de Lógica y Filosofía de la Ciencia en el Departamento de Lógica y Filosofía Teórica de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Miembro del grupo de investigación Filosofía del lenguaje, de la naturaleza y de la ciencia (UCM). Sus principales líneas de investigación se ubican en el área de la filosofía de las ciencias cognitivas. Publicaciones recientes: Introducción a la ciencia de la conciencia: El estudio de la experiencia subjetiva en filosofía, psicología y neurociencias (Los Libros de la Catarata, 2021); “¿Es la conciencia fenoménica una condición necesaria para la intencionalidad? Limitaciones del inseparatismo fenomenalista” (Agora: Papeles de filosofía, 2019, 38, pp. 15-35). email: asarias@ucm.es

 

 

Resumen. La ontología de lo mental del naturalismo biológico depende decisivamente de la noción de causalidad. No obstante, Searle no incardina dicha noción en su ontología en diálogo con la literatura científica y filosófica relevante, sino antes bien orientado por cierta suerte de verosimilitud intuitiva. Sobre el trasfondo de la ontología general de Mario Bunge, discutimos las dificultades derivadas del somero tratamiento searleano de la causalidad, poniendo el foco en las relativas a su intento de presentar la relación de emergencia en términos causales y de postular, por tanto, a las propiedades emergentes como candidatas a relata causales.

Palabras clave: emergentismo, reduccionismo, causalidad, mente, conciencia

Abstract. Biological naturalism’s ontology of the mental decisively depends on the notion of causality. However, Searle does not embed this notion in his ontology in dialogue with the relevant scientific and philosophical literature, but rather guided by a certain sort of intuitive verisimilitude. Taking Bunge’s general ontology as a background, we discuss the difficulties arising from Searle’s shallow treatment of causality, focusing on those related to his attempt to present the relation of emergence in causal terms and, therefore, to postulate emergent properties as candidates for causal relata.

Keywords: emergentism, reductionism, causality, mind, consciousness

1. Introducción

En el núcleo de la filosofía de la mente de John Searle encontramos la solución al problema mente-cuerpo que el estadounidense viene defendiendo desde los años ochenta (cf. Searle, 1983, cap. 10), a la que denomina «naturalismo biológico» (Searle, 2004, 113-114; 2007a, 327-328; 2007b, 170-172; 2009). De acuerdo con la misma, los fenómenos mentales ―y particularmente la conciencia fenoménica, meollo de la reformulación contemporánea del tradicional problema mente-cuerpo (cf. Arias Domínguez, 2021, 91)― son causados por procesos neurofisiológicos en el cerebro y, además, son propiedades de dicho órgano (Searle, 1992, 1). La solución de Searle depende crucialmente, pues, de la noción de causación.

La mayoría de la literatura filosófica publicada cada año sobre causalidad tiene por objeto la cuestión de la conexión causal. Son muchas aquí las discusiones abiertas y las propuestas vigentes, de las nomológicas ―en la línea de Donald Davidson―, las contrafácticas ―en la línea de David Lewis― o las estadísticas ―en la línea de Patrick Suppes― a las procesuales ―en la línea de Wesley Salmon―. No obstante, Searle no desarrolla su concepción del nexo causal en diálogo con las propuestas en liza en el debate contemporáneo.

Searle rechaza, por incompleta, la interpretación de la causalidad habitual en dicho debate. En esa interpretación, la causalidad se presenta como una relación entre eventos discretos y consecutivos en la que la causa antecede necesariamente al efecto, siendo así que ambos «ocupan regiones espacio-temporales diferentes» (Kistler, 2018, 119). Searle, por su parte, sostiene que puede y debe hablarse, adicionalmente, de una forma de causalidad en la que la causa no antecede en el tiempo al efecto, sino que ambos ocurren simultáneamente, en una y la misma región espacio-temporal. En particular, entiende que al menos algunas de las propiedades de los objetos materiales han de concebirse en términos de un tipo simultáneo y ascendente de causación que iría de los elementos del micronivel a las propiedades del macronivel. En esta clase de causalidad, a la que Searle denomina causalidad «abajo-arriba», los elementos del micronivel causan efectos simultáneos en el macronivel, de forma que esos microelementos servirían, ex hypothesi, para «explicar causalmente» (Searle, 1992, 87; 2004, 124) determinadas macropropiedades de los objetos: sus propiedades emergentes. La congruencia de este emergentismo causal será, justamente, el objeto de este artículo.

Antes de ocuparnos de esa congruencia convendrá, no obstante, explicitar el marco de referencia a la luz del cual la evaluaremos, bajo la comprensión de que sólo la ontología general puede servir de brújula para las ontologías regionales. Searle no inserta su ontología de lo mental en la trama de una doctrina ontológica general. En lugar de ello, se adhiere a una serie de principios genéricos, entre los que destacan el realismo externo (Searle, 1991; 1997a), el monismo (Searle, 1992; 1995a; 1997b; 1998; 2002a; 2004), el naturalismo (cf., v. g., Searle, 1984; 1992; 2006), el emergentismo (Searle, 1992; 1997b; 1998; 2000) y la convicción de que la ontología debe «concordar con los hechos» (Searle, 2007a, 325) y ser así coherente con el desarrollo de las ciencias naturales (Searle, 1992, 86; 2005). Mario Bunge elaboró de forma sistemática una ontología general acorde con dichos principios, y será la que emplearemos como telón de fondo de nuestra evaluación de la ontología searleana de lo mental. Bunge trazó asimismo las coordenadas del engarce de su ontología de lo mental en el seno de su ontología general (cf. Bunge, 1980/1988; 2010; Bunge & Ardila, 1987), pero no se detuvo a perfilar dentro de esos lineamientos una crítica detallada del emergentismo causal.

En la ontología de Bunge (cf. Bunge, 1977; 1979; 1980/1988; 1981; 2010), el mundo se compone de cosas: tanto los campos como las partículas son cosas, y todas las cosas son sistemas o partes de sistemas. Un átomo, una molécula o una célula son ejemplos de sistemas. Tanto las cosas como los sistemas poseen propiedades y se encuentran en estados. Las propiedades se presentan en conjuntos interrelacionados y satisfacen leyes, al igual que lo hacen los tránsitos de estado a los que denominamos eventos y procesos. Así pues, las categorías fundamentales de la ontología de Bunge son las de cosa, propiedad, estado, evento y proceso (en este orden).

Bunge contribuyó decisivamente a revitalizar el debate en torno a la causalidad a finales de los años cincuenta (Bunge, 1959/2009). Sus aportaciones a ese debate en las décadas posteriores se caracterizaron por una minuciosa atención a las diferentes disciplinas científicas y filosóficas implicadas en el mismo. El aspecto que nos interesa retener aquí de la concepción de la causalidad que Bunge integrara en su ontología es un principio general que goza de amplia aceptación en la ontología y la filosofía de la ciencia contemporáneas: el de que los términos de la relación causal son eventos o procesos, no cosas, ni propiedades, ni estados. «La relación causal se produce entre eventos (cambios de estado a través del tiempo), no entre cosas o sus propiedades» (Bunge, 2006, 90). Ésta es, de hecho, la «concepción estándar» de los relata causales (Schaffer, 2016).

Hagamos desembocar este último comentario en una apreciación no por obvia intrascendente: si bien no acudimos a los márgenes exóticos de la heterodoxia en ontología y filosofía de la ciencia en busca de nuestro telón de fondo, tan claro es que cabría cuestionar o defender su adecuación como que éste sería un texto enteramente diferente si a esa tarea nos aplicáramos ―con todo, volveremos sobre ella al final del artículo.

2. El embrollo del emergentismo causal

Como indicábamos, Searle no entra en las discusiones en curso en torno a la causalidad, y es así comprensible que se hayan alzado voces solicitando aclaraciones y sugiriendo que seguiremos sin saber cómo interpretar la ontología del naturalismo biológico mientras Searle no especifique qué entiende por causación (Pérez Chico, 1999, 130). Esta ambigua parquedad en el tratamiento de la causalidad puede concebirse como el origen de una amplia colección de problemas que la ontología de lo mental de Searle no logra orillar. Así, por ejemplo, en su intento de demostrar la irreductibilidad de la conciencia desde un punto de vista ontológico ―diverso del punto de vista epistémico habitual en este contexto (cf. Nagel, 1974; Kripke, 1980; Jackson, 1982)―, Searle sostiene que la conciencia es causalmente reductible pero ontológicamente irreductible, estableciendo una distinción discutible (cf. Churchland, 1996, 224) y elaborando sobre la base de la misma un argumento que, finalmente, se desentiende del deseado punto de vista ontológico (Searle, 1992, 117) al hacer depender la irreductibilidad de la conciencia no de su peculiar ontología, sino de nuestras prácticas epistémicas (cf. Nida-Rümelin, 2002, 218). Del mismo modo, se ha discutido ampliamente la verosimilitud del conato searleano de maridar la postulada reductibilidad causal de la conciencia con la tesis de la clausura causal del mundo físico (Searle, 1997b; 2002a; 2004): a pesar de los esfuerzos de Searle por eludir el epifenomenalismo (cf., v. g., Pineda, 1999), es difícil disociar esta doctrina metafísica del señalado maridaje. Análogamente, se ha puesto en duda que el problema de la sobredeterminación causal (Kim, 1993; 1998), al que conduce la conjunción de la tesis de la clausura causal del mundo físico y la de la eficacia causal de lo mental (Searle, 2000b; 2001), pueda esquivarse con sólo alegar que uno y el mismo sistema admite descripciones causales a diferentes niveles (Searle, 1995b, 219). Searle defiende, de hecho, la existencia de un tipo vertical descendente de causación, de lo mental a lo fisiológico (cf., v. g., Searle, 2004, 210) ―típico de versiones fuertes del emergentismo―, que encaja ciertamente mal con este intento de evitar el problema de la sobredeterminación causal mediante el expediente de invocar distintos niveles de descripción causal.

Sea como fuere, no serán éstas las falencias causales del naturalismo biológico de las que aquí nos ocuparemos: nos limitaremos, como anunciábamos, a las relativas al núcleo de su propuesta emergentista.

La aludida idea de que los elementos del micronivel fisiológico causan efectos simultáneos «abajo-arriba» en el macronivel mental es la que lleva a Searle a hablar de la conciencia como una propiedad causalmente emergente (Searle, 1992, 111; 1998, 385), y debe señalarse que no es sencillo distinguir con claridad el significado del que en los textos de Searle se dota a las locuciones «causación abajo-arriba» y «propiedad emergente»: los estados de agregación de la materia y la conciencia son, en ambos casos, los ejemplos aducidos (Searle, 1992; 1997b; 1998; 2000a), pero la delimitación del significado de dichas locuciones apenas excede la enunciación de estos ejemplos.

Hemos de preguntarnos, en primer lugar, qué tiene en mente Searle al presentar a la conciencia como una propiedad emergente. Las propiedades emergentes se introdujeron en la filosofía británica de la segunda mitad del siglo XIX como una tentativa de solución de compromiso a la disyuntiva entre la especificidad de ciencias como la química o la biología y su reductibilidad a disciplinas más básicas, como la física. Con ellas trató de abrirse, pues, un espacio intermedio entre las posturas reduccionistas del mecanicismo y las antirreduccionistas del vitalismo (cf., v. g., McLaughlin, 1993; Kim, 1999, 4), un proyecto de integración armoniosa de antirreduccionismo y monismo metafísico que casa a la perfección con el de Searle, cuyo concepto de propiedad emergente contiene una defensa implícita del antirreduccionismo al que su planteamiento del problema mente-cuerpo está orientado.

Las propiedades emergentes serían pues aquéllas que determinados sistemas poseen en virtud de su específica articulación, la cual da lugar en el nivel macro a propiedades del todo que no pueden hallarse en las partes y que escaparían al más minucioso escrutinio del micronivel. De este modo, la intención de Searle al definir a la conciencia como una propiedad emergente es la de defender su irreductibilidad y su autonomía ontológica: a pesar de la insistencia de Searle en que su ontología de lo mental difiere de la propia del dualismo de propiedades (Searle, 2002a), la conciencia aparece en su propuesta como algo diferente de su substrato biológico, como una novedad respecto de los fenómenos neurobiológicos del micronivel dotada de un estatuto ontológico propio e irreductible a dichos fenómenos (cf. Kim, 1995, 192).

En segundo lugar, hemos de preguntarnos qué tiene en mente Searle al presentar a la conciencia como una propiedad causalmente emergente. De acuerdo con la ontología del naturalismo biológico, la conciencia es una propiedad física del cerebro causada por fenómenos neurobiológicos en el micronivel. Searle avanza en este punto la escasamente controvertible idea de que resultaría por principio imposible inferir si un organismo se encuentra o no en un estado mental consciente atendiendo, meramente, a la disposición o configuración espacial de sus partes componentes en el micronivel neurobiológico: sería a tal fin necesario, nos dice, tomar en consideración las interacciones causales entre las mismas. Lo mismo sucedería con el resto de sus ejemplos de propiedades emergentes: ellas, a diferencia de las propiedades aditivas, no podrían ser calculadas o deducidas a partir de las propiedades de los microelementos, pero podrían, en cambio, «explicarse causalmente» a partir de ellas (Searle, 1992, 87; 2004, 124). Searle se distancia así de las doctrinas emergentistas al uso, en cuyo marco la impredictibilidad de las propiedades emergentes a partir del más exhaustivo conocimiento relativo a sus bases de emergencia aparece naturalmente ligada a su inexplicabilidad en base a ese conocimiento. Una forma tal de «explicación causal» habría de remitir, en cualquier caso, a alguna clase de estructura nómica asociada a un tipo de causalidad abajo-arriba en virtud del cual los fenómenos del micronivel producirían determinados efectos simultáneos en el macronivel, a saber: sus propiedades emergentes ―los emergentistas británicos rechazarían, por cierto, esta propuesta: desde su punto de vista, no sólo resulta por principio imposible explicar las propiedades emergentes de un todo en términos de sus elementos constituyentes en el micronivel, sino que la idea de explicarlas «causalmente» les hubiera resultado incomprensible, dado que rechazaban expresamente que la relación de emergencia pudiera concebirse como una relación causal (cf. Broad, 1925; Morgan, 1923).

El problema de este emergentismo causal searleano es que no viene de la mano de una clara elucidación del tipo de relaciones habidas entre macropropiedades y microelementos. Searle propone que se trata de relaciones causales, pero delimita de forma ciertamente vaga esas hipotéticas relaciones causales que explicarían la emergencia de la conciencia. ¿Se trata de relaciones causales horizontales entre los propios elementos del micronivel? ¿O más bien de relaciones causales verticales entre aquéllos y la conciencia entendida como una macropropiedad? La ontología del naturalismo biológico obliga a responder que se trata de este segundo tipo de relaciones causales, aunque, curiosamente, Searle aluda explícitamente al primero: «la existencia de la conciencia puede ser explicada por las interacciones causales entre elementos del cerebro en el micronivel» (Searle, 1992, 112).

Esta ambigüedad no es casual, sino un síntoma de las dificultades que Searle encuentra a la hora de presentar como causales las relaciones entre micronivel y macronivel. Veámoslo a través del ejemplo habitual de Searle de propiedad emergente: los estados de agregación de la materia. Abordar la cuestión en los términos en que Searle la plantea ―que no dejan de ser los convencionales― exige obviar varias discusiones previas, como las relativas al estatus ontológico de los estados de agregación1 o a las implicaciones de los trazos gruesos de nuestras fronteras conceptuales, ciegas a la proliferación de interfases y casos límite (de los fluidos supercríticos a las mesofases o cristales líquidos). Siguiendo la norma, las dejaremos de lado de cara a centrar nuestra atención en el ejemplo de la solidez qua propiedad causalmente emergente.

Un catálogo exhaustivo de las relaciones causales entre los microelementos que compongan un objeto sólido no hará mención alguna de la solidez, sino que lo presentará, de hecho, como algo prácticamente vacío. La solidez aparece en otro nivel: al describir interacciones macro-macro (no micro-macro) cuya naturaleza puede, en último término, explicarse sin salir del micronivel (micro-micro: no micro-macro, nuevamente)2 ―el famoso ejemplo de la clavija cuadrada y el agujero redondo de Putnam puede servir para ilustrar este extremo (cf. Putnam, 1973).3

Si hemos de formular, pues, la decisiva pregunta acerca de qué se supone que hacen las propiedades emergentes (Kim, 2006, 548), parece claro que la analogía con los estados de agregación, central en la argumentación de Searle, no puede llevarnos muy lejos: para el caso de cada una de las interacciones en las que cabría alegar que intervienen, su intervención podría «explicarse causalmente» a) sin hacer referencia alguna a ellos; b) sin salir, como apuntábamos, del «micronivel»; y c) sin necesidad de postular una nueva clase vertical sincrónica de causalidad4 ―hechos que, sorprendentemente, Searle no se toma la molestia de impugnar:5 «las características de los objetos sólidos (su impenetrabilidad, su capacidad para soportar otros objetos sólidos, etc.) se explican causalmente por el comportamiento molecular, y la solidez no tiene poderes causales más allá de los poderes causales de las moléculas» (Searle, ٢٠٠٤, ١١٩).

En la ontología de Searle, sin embargo, los estados de agregación de la materia forman parte de «la estructura causal del universo» (Searle, 1998, 383; 2002a, 59). De otro modo, la idea de causación vertical perdería sentido: si las propiedades emergentes no contaran como efectos, el emergentismo searleano no sería un emergentismo causal ―pero si esos efectos carecen de poderes causales adicionales a los de su base de emergencia, parece claro que estamos ante la única clase de efecto que no puede ser causa a su vez y, por tanto, ante una propuesta epifenomenalista: «¿y por qué habríamos de insistir en la existencia de propiedades emergentes si ellas fueran meros epifenómenos sin relevancia causal?» (Kim, ١٩٩٩, ١٩).

Sea como fuere, y dando por supuesto que los estados de agregación de la materia son propiedades (cf. supra, notas 1-3), su inserción de en «la estructura causal del universo» sólo puede deberse a la confusión entre el estatus ontológico correspondiente a los eventos o procesos y el correspondiente a las propiedades. El tipo de causación vertical que postula obliga a Searle a introducir a las propiedades en «la estructura causal del universo», dotando así a sus propiedades emergentes de un estatus ontológico que no les corresponde, a saber, el de los procesos mediados por transferencias de energía a los que nos referimos como causales (Bunge, 2006, 91; 2010, 130). Anotemos de pasada que tampoco a Searle se le escapa el vínculo que une la noción de causa con la de procesos mediados por transferencias de energía (cf. Searle, 2002b: 73; 2008: 61-62).

Tal y como es ampliamente aceptado en la filosofía de la ciencia contemporánea, cuando «el tipo de dependencia del que se trata es el de macropropiedades sobre micropropiedades», nos encontramos ante un caso de «dependencia simultánea entre diferentes propiedades del mismo objeto» y, por tanto, «la noción de causalidad no entra en juego» (Kistler, 2018, 104). Los desbarajustes de la ontología de lo mental de Searle dimanan así de su incapacidad para incorporar en su seno el hecho de que el nexo causal pone en relación eventos o procesos, no propiedades (Bunge, 2010, 34).6

Surge en este punto la pregunta acerca de los motivos con los que contamos para concebir como causal la relación de emergencia, y las dudas al respecto no son nuevas (cf., v. g., Fodor, 1987). Una reacción frecuente ha consistido en conceptualizar esa relación como una relación de constitución. Así, se ha propuesto, «los microelementos de Searle en el ejemplo de la solidez no causan la solidez, [sino que] son la solidez misma» (Mora Teruel, 2001, 142). Con todo, incluso aunque encontráramos razones para rechazar que ésta sea, efectivamente, una relación de constitución o de dependencia contingente no-causal (Sabatés, 1999), seguiríamos careciendo de argumento alguno en favor de la tesis de la existencia de un tipo de causación sincrónica vertical ascendente, es decir, de microelementos a macropropiedades (cf. Beauchamp & Rosenberg, 1981; Le Poidevin, 1991; Mellor, 1995).

Searle admite que las propiedades emergentes no tienen poderes causales adicionales a los de su base de emergencia (Searle, 2002a, 61),7 y ello debiera invitarle a deshacerse de la idea de la causalidad sincrónica vertical y conducirle a la conclusión de que todas las relaciones causales en las que puede intervenir cualquier objeto, analizado en cualquiera de sus posibles niveles de descripción, son relaciones causales horizontales, que los relata causales son eventos o procesos y que, por lo tanto, la relación de emergencia nada tiene de causal.

Negar la existencia del tipo vertical de causación en torno al que Searle articula su propuesta no equivale a negar que existan las propiedades emergentes (cf., v. g., Bunge, 2003, 139; 2010, 149 y ss.; v. et. Wong, 2020). Lo único que ello implica es que las propiedades son propiedades y los procesos, procesos. Podemos hablar, si queremos, de cosas que causan propiedades, de propiedades que causan cosas o de propiedades que causan propiedades, pero sólo a costa de dar cuerpo a una ontología desestructurada y difícil de compaginar con las ciencias naturales.

Searle asegura que no hay nada extraño o misterioso en el tipo vertical de causación en virtud del cual emergerían macropropiedades como la conciencia (Searle, 1992, 126; 2002a, 57). Sin embargo, no ofrece ninguna pista que nos permita identificar ese tipo de causación, nada que sirva para determinar cuándo, en el recuento de las interacciones causales pertinentes, abandonamos el ámbito de las relaciones causales horizontales para adentrarnos en el de las verticales. No en vano, resulta ciertamente complicado trazar esa divisoria: «de entre todos los efectos de los procesos causales acaecidos en el micronivel, son éste, ése y aquél los que ya no cuentan como efectos dentro del micronivel, sino como propiedades en el macronivel». La dificultad, repitámoslo, radica en un error categorial entre eventos o procesos y propiedades, un error consistente en introducir a las propiedades en «la estructura causal del universo», concibiéndolas así como candidatas a relata causales. Cabe atribuir este error al uso corriente del lenguaje, en el que se habla de causas tanto en referencia a eventos como a propiedades u objetos, aunque para el caso de las sentencias causales de los dos últimos tipos cabe siempre formular una del primero de la cual no serían aquéllas sino variantes elípticas (cf. Menzies, 1989, 60). Es en cualquier caso este error el que hace que hablar de «efectos emergentes» sea un contrasentido ―hecho desatendido incluso por quienes comprenden la situación de dependencia en que los compromisos ontológicos se encuentran respecto de las concepciones del vínculo causal (cf. De Landa, 2009).

Llegado este punto, haríamos bien en cerrar el círculo que bosquejábamos al final del apartado introductorio: no hemos alegado razones en favor de esa «concepción estándar», esa perspectiva ortodoxa en ontología y filosofía de la ciencia de acuerdo con la cual los relata causales son eventos o procesos, y podría argüirse que nuestra crítica del emergentismo causal searleano resta por ello incompleta. Después de todo, es evidente que el predominio de la señalada perspectiva no trae consigo, ipso facto, su verdad, como lo es también que no por más extendida permanece la misma indisputada (cf. Ehring, 2009). Parece asimismo claro, empero, que la carga de la prueba gravitará hacia los hombros del interesado en postular nuevos tipos de causalidad y concepciones alternativas de los relata causales, pero lejos de explicitar nada acerca de ninguno de los extremos debatidos en la literatura, Searle se limita a listar una exigua serie de analogías rodeadas de afirmaciones ambiguas, cuando no directamente contradictorias ―cf. supra: interacciones causales intranivel vs. interacciones causales internivel como resortes efectivos de la relación de emergencia; interacciones causales mediadas por transferencias de energía vs. interacciones causales no mediadas por transferencias de energía; propiedades emergentes como relata causales vs. propiedades emergentes causalmente inertes.

Si hubiéramos, no obstante, de apostar por el argumento adecuado para afianzar la fuerza del consenso relativo a la clase de entidades que contarían como legítimas peticionarias al título de relata causales, optaríamos por el argumento temporal, que cabe remontar, justamente, a los textos de los emergentistas británicos (Broad, 1934). Expongamos brevemente el atractivo de este argumento tomando impulso en algunas ideas del propio Searle. En su obra podemos leer dos definiciones de causación: a) como la noción de algo haciendo que otra cosa ocurra (Searle, 2001: 40), y b) como una relación real entre objetos y eventos en el mundo mediante la cual un fenómeno causa otro (Searle, 1997a: 10). La segunda de estas definiciones, más allá de su circularidad, contradice explícitamente la concepción de los relata causales que Searle debería defender: de entre los candidatos a relata causales discutidos en la bibliografía, las propiedades son uno de los pocos que no intervienen en esta definición. En cuanto a la primera, evita la circularidad sustituyendo el verbo «causar» por el verbo «ocurrir» (en realidad, por la perífrasis causativa «hacer ocurrir»), evidenciando con ello por qué las propiedades son un mal candidato a relatum causal: porque los relata causales, en efecto, ocurren, acaecen, se extienden en el tiempo.8 Las propiedades, por su parte, se poseen, se instancian o ejemplifican, y el propio hecho de que las propiedades deban interpretarse como instancias-de-propiedades de cara a ser consideradas como candidatas a relata causales ha sido empleado con verosimilitud como argumento para descartar su candidatura (Harbecke, 2008, 94). Si pusiéramos el universo en «pause», en fin, las propiedades seguirían ahí, pero no los relata causales.

Como veíamos, el tipo de causación vertical sincrónica que Searle postula acarrea de por sí graves problemas conceptuales, pero sin la posibilidad de recurrir a las propiedades como relata causales resulta sencillamente inviable. Este tipo causación es el quid de la versión searleana del emergentismo, y dado que el principal desafío para cualquier propuesta emergentista estriba en detallar la naturaleza de las relaciones habidas entre las propiedades emergentes y las bases de la emergencia (Symons, 2018, 12), las dificultades de Searle a la hora de presentar como causales esas relaciones afectan al núcleo mismo de su ontología de lo mental.

La única salida para el partidario del naturalismo biológico consistiría en dar con el modo de socavar la «concepción estándar» sin hacer al tiempo lo propio con los supuestos esenciales del naturalismo biológico: recuérdese que nuestro telón de fondo no recoge solamente la solidez del consenso, sino también cada una de las bases de la ontología general que Searle dice abrazar. Hoy por hoy, las versiones intervencionistas de la perspectiva contrafáctica, neutrales respecto del problema de los relata causales, podrían presentársele al partidario del naturalismo biológico como la vía más expeditiva hacia una impugnación de la «concepción estándar» adecuada a sus intereses. Con todo, aventurarse por esa vía le haría más daño a su ontología que a la «concepción estándar»: al hacer pasar la ontología del naturalismo biológico por el filtro intervencionista constataría que, desde el punto de vista de esta concepción de la causalidad, tanto el macronivel mental como el micronivel fisiológico en que aquél «se realiza» deberían ser susceptibles de variar independientemente ante las hipotéticas intervenciones, «pero en la medida en que es necesario que los hechos del nivel físico determinen el nivel mental (superveniencia), ello resulta simplemente imposible» (Raatikainen, 2010, 360) ―a no ser que logre justificarse el abandono del supuesto emergentista cardinal como medio para salvaguardar el emergentismo causal.

3. Conclusión

Searle ha tendido a responder a las críticas de las que ha sido objeto su propuesta aludiendo a un cierto dualismo conceptual del que no habrían logrado deshacerse sus críticos. Desde su punto de vista, el problema de sus críticos reside en que no han sabido zafarse de las categorías con las que la tradición dio forma al problema mente-cuerpo contraponiendo las nociones de lo físico y lo mental de forma excluyente (Searle, 1992, 10-11). Por nuestra parte, al no desempeñar esas categorías papel alguno en nuestro análisis de las falencias causales de la ontología del naturalismo biológico, podemos suponernos al socaire de la señalada contrarréplica estándar.

Sobra incidir en que las razones aquí expuestas contra el emergentismo causal searleano nada pretenden decir acerca de la adecuación de toda posible ontología emergentista. Bien cabe que el actual auge emergentista esté justificado y que se encuentre esta importante corriente de la ontología contemporánea de lo mental en la buena dirección, pero avanzar por ella requerirá de un atento diálogo con la literatura relevante en las diferentes disciplinas científicas y filosóficas implicadas en el debate. Searle se ha abstenido tanto de ese diálogo como de este debate, y es probable que esta abstención subyazca tanto al embrollo causal del naturalismo biológico del que aquí nos hemos ocupado como al resto de los enredos causales de la ontología searleana de lo mental.

Referencias

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1 Existen, ciertamente, propiedades externas, como la presión o la temperatura, y propiedades específicas, como el calor específico o el punto de fusión, de las que, en efecto, dependen los estados de agregación, pero el supuesto de acuerdo con el cual con ellos nos hallaríamos ante «propiedades» ―antes que ante una de las dimensiones necesarias para definir un «espacio de estados» (Bunge, 1973; 1977; 1979), v. g.― no pasa de ser justamente eso.

2 Sin salir de él excepto para especificar las propiedades externas relevantes, pues los estados de agregación son el resultado combinado de una cinética local determinada por propiedades específicas y unas constricciones globales impuestas por propiedades externas.

3 La analogía con los estados de agregación trae consigo, desde luego, dificultades adicionales. Así, por ejemplo, mientras que en la ontología de Searle la forma de existir de la conciencia se presenta como independiente de cualesquiera actitudes, intereses, capacidades o prácticas epistémicas (Searle, 1992; 1995a; 2004), los motivos para avenirse al juicio tradicional de acuerdo con el cual la solidez es una «cualidad primaria» son hoy, cuando menos, discutibles (Campbell, 1976, 62; French, 2019, 264).

4 Resulta ciertamente elocuente en este sentido que sea imposible encontrar discusiones acerca de la causalidad en los escritos de los «nuevos emergentistas» en física de la materia condensada ―autores en la línea de Philip W. Anderson, como Robert Laughlin o David Pines.

5 Hechos, por otra parte, en sí mismos independientes de doctrinas metafísicas del tipo del reduccionismo causal (Kim, 1984a; 1984b) o el eliminativismo causal (Strevens, 2008).

6 Éstos son los términos en los que se discute la noción de causalidad incluso cuando se vuelve hoy sobre la cuestión de si juega dicha noción, en efecto, algún papel en la física fundamental (cf., v. g., Norton, 2009).

7 No entraremos a comentar aquí la obvia dificultad que entrañaría intentar acompasar esta idea con la concepción searleana de la causalidad mental, de acuerdo con la cual existe de hecho un tipo de causación vertical descendente, de lo mental a lo neurofisiológico.

8 Es precisamente el carácter estático del tipo sincrónico de causalidad que el emergentismo causal postula el que hace divergir su concepción de las propiedades emergentes de la propia de las disciplinas científicas en las que dichas propiedades vienen ganando protagonismo (cf. Mitchell, 2012).