Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 84, 2021

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico)

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ARAGÜÉS, Juan Manuel (2020): De idiotas a koinotas. Para una política de la multitud. Madrid: Arena Libros.

 

En su último libro, Juan Manuel Aragüés retoma, para profundizarla, una reflexión que ya había empezado a perfilar en su Deseo de multitud (2019) sobre la urgencia de construir un sujeto político antagonista que sea capaz de hacer frente a esta nueva configuración —depredadora— del capitalismo que lleva por nombre «neoliberalismo». Levantando acta de la «insuficiencia planificada» de la democracia parlamentaria para poner freno a la «pulsión suicida» de este nuevo régimen de acumulación, cuya voracidad ya no conoce límites, especialmente —como ha mostrado Piketty en El capital en el siglo XXI (2013)— desde la disolución del socialismo burocrático y autoritario de Estado, y cuyo modo de funcionamiento se puede entender a la luz de este proceso tematizado por Marx en El Capital bajo el rótulo de «subsunción real del trabajo en el capital», se le antoja a Aragüés que la lucha contra el capitalismo neoliberal y su lógica de apropiación privativa de los comunes consiste ante todo en un «combate por la democracia»: pues se trata de (re)conquistar la soberanía popular, de devolver al pueblo su voz y palabra; en suma, de restituir a la ciudadanía este poder de decidir y deliberar colectivamente sobre el futuro que le ha sido arrebatado por todo un dispositivo jurídico, político y mediático (tratados, forma-partido, medios de comunicación, etc.) que, al operar como codificador ideológico y orden institucional de lo que Laval y Dardot, en La nueva razón del mundo (2013), han denominado la «racionalidad neoliberal», parece haber sembrado por doquier el «silencio plebeyo» y convertido así al ciudadano de a pie en una suerte de «Tersites [del] siglo XXI».

Sin embargo, acontecimientos como la Primavera Árabe, Nuit Debout, Occupy Wall Street o el propio 15-M (con su célebre eslogan: «¡No nos representan!») están aquí para recordarnos que el deseo de «democracia real ya», lejos de haberse esfumado, sigue latiendo en el seno de la ciudadanía y que resulta preciso «materializar el acontecimiento», el anhelo de transformación social, si lo que se pretende es que la democracia, de meramente formal, pase a ser plenamente efectiva; o lo que, dicho con la terminología spinoziana, viene a ser lo mismo: que la ciudadanía, de plebs o vulgus (muchedumbre), pase a convertirse en multitudo (multitud). Esto implica reconocer ante todo que democracia y conflicto, lejos de ser antinómicos, son más bien términos coextensivos: pues frente al giro deliberativo de la filosofía política, encarnado por autores como Rawls o Habermas, los cuales tienden a reducir la democracia a un mero proceso de pacificación de los conflictos, a promover correlativamente una cierta concepción del consenso (como acuerdo razonado entre voluntades libres) y por ende a reconducir las «falacias del liberalismo» que le hacen el juego al capitalismo postfordista, cabe destacar el carácter profundamente agonístico de la misma y comprender por consiguiente que el conflicto, como tiene a bien señalar Lazzeri en Conflits et démocratie. Quel nouvel espace public? (2010), no designa otra cosa que no sea la «antinomia constitutiva de la democracia». Una democracia a la que, por otra parte, sería un craso error achacar —como desgraciadamente hace Badiou en tono platónico— una serie de características (infantilización, embrutecimiento, egoísmo, etc.) que son más bien las que le confiere el capitalismo en «su forma consumista neoliberal». Para Aragüés —que se vale aquí de las puntualizaciones de Sousa Santos—, antes de abandonar el concepto de democracia se trata más bien de resignificarlo, ya que en última instancia el objetivo es engendrar, no una alternativa a la democracia, sino una «democracia alternativa».

Ahora bien, la construcción de una democracia alternativa, que dé cabida a voces discordantes, restituya a la ciudadanía su correspondiente soberanía y se inscriba en una estrategia de defensa de lo común, es a su vez indisociable —insiste Aragüés— de la construcción de un sujeto político alternativo que sea lo suficientemente «plural, abierto y múltiple» como para poder aunar en su seno las diferentes reivindicaciones de las que dichas voces son portadoras. Punto en el que nuestro autor se ve conducido a polemizar, por un lado, con los promotores del populismo, y por otro, con los críticos de las políticas de la diversidad (feminismo, ecologismo, postcolonialismo, etc.), es decir, con quienes entienden dichas políticas como una «trampa» insidiosamente tendida por el neoliberalismo para acabar con el marxismo. Con los promotores del populismo, porque si bien Aragüés comparte con ellos la idea de desarrollar una política lo más transversal posible, no por ello deja de considerar que el de «populismo» es un «concepto tóxico» por cuanto recuerda a formas de poder no democráticas, además de carecer de una amplia base social que se identifique con él. Y con los críticos de las políticas de la diversidad, porque la lucha económica atinente a la «posición de clase», por muy importante que sea, no es en absoluto la única lucha que el sujeto colectivo antagonista deba emprender y con la que haya de identificarse exclusivamente: pues si no cabe duda de que existe cierta tendencia a «glorificar la diferencia por la diferencia» —tendencia que, al fragmentar las luchas, contribuye indiscutiblemente a mermar la expresión política unitaria de la multitud—, resta que no se da solución a este problema embarcándose en la estrategia inversa consistente en reificar identidades bien circunscritas. En efecto, como bien recuerda Aragüés: «las identidades [sociológicas] no implican posición política»; y agrega acto seguido: «ser obrero no implica ser revolucionario».

Si el combate por una democracia alternativa, como sostiene Aragüés, pasa pues por la articulación de una «política de la multitud», cuya potencia —y, por tanto, cuyo derecho a decidir sobre su futuro (como bien recoge la fórmula spinoziana: tantum iuris quantum potentiae)— será tanto mayor cuanto más amplio sea su espectro, entonces entendemos por qué nuestro autor considera que la trampa a evitar, de cara a dicha empresa, no estriba tanto en los discursos (postmodernos y «deleuznables») de la diferencia como en los (dogmáticos) de la identidad. Unos discursos que, al pecar —como muestra Aragüés— de un «idealismo conceptual» no confesado, terminan las más de las veces por degradarse en eslóganes identitarios y esencialistas. En efecto, del intento por caracterizar al sujeto colectivo antagonista mediante una combinación fija de rasgos distintivos (compartir espacio en la fábrica, tener las manos manchadas de hollín, etc.) se deriva, a buen seguro, la marginación, cuando no el acallamiento de las diversas reivindicaciones y luchas «minoritarias» (contra el patriarcado, el racismo, etc.) que, sin ser necesaria o estrictamente económicas, no dejan por ello de recorrer el espacio social y político. Piénsese al respecto, y para no citar más que un ejemplo, en la errada actitud del Partido comunista francés quien, en Mayo del 68, se negó inicialmente a secundar las revueltas estudiantiles por considerarlas propias de «burgueses» o «pequeñoburgueses». Al contrario —sostiene Aragüés— participa de la construcción del sujeto colectivo antagonista quien, no en virtud de su identidad o posición sociológica, sino en y por su concreta práctica política, se rebela contra el poder constituido. Así, dice nuestro autor: «clase es todo aquel, aquella, que se une en la lucha contra el capital, independientemente de que sea estudiante, autónoma o trabajadora de fábrica, mujer es toda aquella, aquel, que se enfrenta al patriarcado, minoría étnica, todos aquellos que luchan contra el racismo». Y de concluir: «multitud, o pueblo, es el nombre que podemos otorgar a la coordinación de esas diversas luchas».

Comprender, como hace Aragüés en un gesto que recuerda a lo teorizado por Deleuze y Guattari en Mil mesetas (1980), que el sujeto colectivo antagonista, la multitud, consiste en la articulación y convergencia de una multiplicidad de luchas debe llevarnos a entender, en las antípodas de todo posicionamiento identitario y esencialista, que este mismo sujeto político es forzosamente «plural en su constitución». De modo que «el problema, tal como arguye nuestro autor, no es la diversidad, la diferencia, sino la forma cómo la entendemos y gestionamos»; lo cual implica reconocer y asumir de una vez por todas que de esta pluralidad originaria de la multitud se derivan necesariamente contradicciones con las que hace falta saber componer —de ahí la importancia crucial que Aragüés ya atribuía en su Deseo de multitud a los actos de escucha y traducción con el objetivo de minimizarlas—, y que la búsqueda a todo costa del consenso unánime, por loable que sea, no desemboca sino las más de las veces en una «eternización» de los debates que tiende a mermar la vivacidad del movimiento. Si el discurso de la identidad constituye, pues, la verdadera trampa que obstaculiza la construcción de esta subjetividad política alternativa, es porque no hace otra cosa que no sea recaer en esta «política idiota (de idion, particular, propio)» con todo lo que esto implica en términos de sectarismos y dogmatismos, como dio —y continúa buenamente dando— muestras de ello cierto marxismo ortodoxo, mecanicista y economicista (cuya forma más acabada fue sin duda ese proyecto de «enterrar a Marx» que llevaba por nombre «estalinismo»).

Para poner dique a la tentación de subsumir las diversas reivindicaciones en la sola lucha por la posición de clase, Aragüés se vale de lo mejor de la tradición materialista con el propósito de formular un diagnóstico «realista» tanto del mundo social y político al que se ambiciona transformar, cuanto del sujeto que será llamado a hacer las veces de agente transformador de dicho mundo, la multitud. En efecto, «construir el sujeto político desde la conciencia de la diferencia de sus elementos constituyentes es el empeño primero que ha de abordar toda política materialista»; o, como diría Althusser, el primer paso que hace falta dar para «no contarse cuentos» (acerca de pretendidas identidades sociológicas que esperarían pasivamente a ser activadas) y para no caer preso, por consiguiente, del wishfull thinking. A este fin, Aragüés se vale de la ontología deleuziana para recalcar que lo primero en el orden del pensamiento, la acción y el ser no es la identidad sino la diferencia, pues como dice Deleuze en Diferencia y repetición (1968): «la diferencia está detrás de todo, pero no hay nada detrás de la diferencia». Lo que se traduce en el plano de la realidad social por el hecho de que, pese a la acción homogeneizante de las estructuras vigentes, no deja de haber una multiplicidad de individuos plurales, diferentes y con perspectivas distintas. Concepción del sujeto o individuo que ya se puede encontrar —arguye nuestro autor— en los primeros escritos de Marx por cuanto éste, lejos de hacer de la posición de clase la esencia del individuo, recalca más bien, como en sus Tesis sobre Feuerbach, que es el «conjunto de las relaciones sociales» lo que determina dicha esencia. En este sentido, la construcción del sujeto colectivo antagonista se debe llevar a cabo desde la conciencia de que su «materia prima», por así decirlo, son individuos sociales, es decir, individuos cuya conciencia está determinada, no por su sola posición de clase, sino por la totalidad de la vida social en la que se despliega su existencia — totalidad abierta y fragmentaria de la que, para expresarlo con la terminología deleuziana, dichos individuos no son sino pliegues diferenciados, irreductibles por lo tanto a una pretendida identidad previamente dada.

Al proceder de este modo, Aragüés se inscribe ciertamente en una estrategia de descentramiento del marxismo al que ya contribuyeron, para no citar más que ellos, autores como Lukács con su obra póstuma Marx, ontología del ser social (1972), Sartre con su Crítica de la razón dialéctica (1960) o Fanon con Los condenados de la tierra (1961), cuando levantaban acta de la aparición de nuevas reivindicaciones y luchas (como el feminismo, el ecologismo o el anticolonialismo). En pocas palabras, de lo que se trata para Aragüés es, como bien señala José Luis Rodríguez en el prefacio a la presente obra, de operar un «desencapsulamiento de la identidad», en la que ciertos sectores intentan encerrar al sujeto político, para así poder allanar el camino a una «recepción de la(s) diferencia(s)»; vale decir, para convertir la multitud en una suerte de plataforma de encuentro, interseccionalidad y coordinación de todas las luchas en contra del orden establecido. Henos aquí, pues, con un claro llamamiento a desarrollar una estrategia política de transversalidad y de encuentro de las diferencias en pos de lo común; vale decir, una «política koinota» (de koinon, lo común) que, según Aragüés, es la única capaz de empoderar a la multitud en su lucha por desgastar y acabar, si no con el capitalismo, al menos sí con su configuración neoliberal. Plural en su constitución, la multitud ha de ser —lo habremos entendido— «unitaria en su expresión»; lo cual apela forzosamente la puesta en marcha de nuevas formas organizativas, como bien reza el lema del que se hace eco nuestro autor: estonoesunpartido.

En efecto, si el propósito del sujeto colectivo antagonista, especialmente bajo el impulso de acontecimientos como los antes citados, es hacer frente al neoliberalismo y revertir el secuestro de la democracia orquestado por los dispositivos jurídico, político y mediático afines, entonces —señala Aragüés— no le será posible a la multitud «materializar el acontecimiento» sin «desterritorializar la organización» que debe respaldarla. Desterritorialización organizativa que, sin implicar la supresión de todos los procedimientos de corte representativo existentes (vueltos necesarios algunos por la complejidad misma de la comunidad koinota), pasa por la inyección de una buena dosis de horizontalismo (sorteo, revocabilidad, control y rotación de los cargos), cuyo cometido es, por así decirlo, doble: por un lado, se trata de mitigar, cuando no de impedir lo que Sartre ha denominado la «institucionalización», es decir, este momento en el que el grupo se olvida de sus objetivos iniciales para tomarse a sí mismo como fin último; o, si se prefiere la terminología negriana, este momento en el que el «poder constituyente» se degrada en «poder constituido» (con todo lo que esto implica en términos de reactivación de la forma-partido, de restauración de una visión idiota y de desvanecimiento del acontecimiento). Por otro lado, y como corolario de lo que precede, se trata de empoderar el deseo (el conatus, diría Spinoza) así como los afectos comunes que impulsan a la multitud hacia la transformación social, es decir, los resortes pasionales a defecto de los cuales la política entendida como «trabajo de la imaginación volcada hacia el futuro», o «transformación de lo imposible en posible», deja de ser operativa. Porque de lo que se trata en última instancia es de delinear el futuro, por definición abierto e incierto. Este porvenir, o por-ser, como lo llaman respectivamente Negri y Castoriadis, acerca del cual la teoría, instrumento de comprensión del presente (lo que es) y del pasado (lo que fue) de la sociedad que se ambiciona transformar, se revela empero ineficaz a la hora de decirnos de qué estará hecho (lo que todavía no es). Ars imaginandi, ars affectandi: éstas son, pues, las dos alas constitutivas de esta «política de la multitud», o política koinota, que tiene por cometido delinear y quizá —¿quién sabe?— materializar este «fantasma» que, tal como decían Marx y Engels en El manifiesto comunista, «recorre Europa».

 

Julien Canavera

(Universidad de Zaragoza)