Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 88 (2023), pp. 111-124

ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.444841

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El escepticismo salvaje de Chantal Maillard

 

The Wild Skepticism of Chantal Maillard

 

VICENTE ORDÓÑEZ ROIG*

 

Resumen. El principal objetivo de este artículo es ahondar en la obra inclasificable de la poeta y pensadora Chantal Maillard, obra que no encaja con una escuela o tradición determinada, no pertenece a un grupo de pensamiento ni puede asignársele desde fuera la adhesión a un autor o a una corriente filosófica pero que, sin embargo, tiene el sello del escepticismo filosófico: inclinación por la paradoja, negación de las doctrinas positivas, desintegración de las imágenes y juicios que la mente articula o tendencia irrevocable al silencio. Hemos querido, además, analizar sus poemas desde esta clave hermenéutica dado que la palabra poética de Maillard se articula como pensamiento en torno a sus propias posibilidades y límites de representación. Para ello, nos hemos servido de algunos motivos recurrentes en su obra (suspensión del juicio, anulación del yo, mutismo, límites del lenguaje, etc.) que permiten referirse a su pensamiento como escepticismo salvaje.

Palabras clave: Escepticismo, epojé, filosofía oriental, poesía, infinito, vacío

Abstract. The main goal of this work is to delve into the work of the poet and thinker Chantal Maillard—a work that does not fit into a particular school or tradition, does not belong to a group of thought nor can it be assigned from outside to point out to an author or a philosophical current but which, nevertheless, has the mark of philosophical scepticism: the paradox, the denial of positive doctrines, the disintegration of images and judgements that the mind articulates or the irrevocable tendency towards silence. We also wanted to analyze her poems from this hermeneutic framework since Maillard’s poetic word adjusts itself as a bridge between her thought’s own possibilities and the limits of representation. Tellingly, we have used some leitmotivs in her work (withholding of assent, self-extinction, silence, limits of language, etc.) that allow us to refer to her thought as wild skepticism.

Keywords: Skepticism, epoché, Eastern philosophy, poetry, infinite, voidness

 


Recibido: 21/09/2020. Aceptado: 24/11/2020.

* UNED. Profesor Ayudante Doctor de Filosofía Moral y Política. vordonez@fsof.uned.es. Sus últimos artículos publicados en 2020 son “The Law Above the Law: Benjamin and Kafka” en TRANS-. Revue de littérature générale et comparée nº 25, pp.1-14 y “Acción directa contra la codicia y el despojamiento: una aproximación desde la tradición libertaria” en Pasajes. Revista de Pensamiento Contemporáneo. El autor quiere dejar constancia de su agradecimiento tanto a Salvador Cuenca Almenar, con quien discutió algunos de los puntos que se tratan en este artículo, como a Chantal Maillard, que leyó el texto y sugirió algunas enmiendas y cambios.

 

 

Introducción

 

Ver (σκοπέω), avistar nítidamente y aguzar la mirada con la que se examina una cosa, se delibera sobre un asunto, se contempla un espectáculo o la misma realidad, son acciones que pertenecen al campo semántico del verbo deponente sképtomai. De la supervisión concreta del vigilante (σκοπός) surge tanto la facultad abstracta para oponer lo percibido a lo pensado como la capacidad de análisis de un problema cualquiera o de duda (σκέψῐς), sustantivo del que deriva el término skeptikoí con el que, al menos desde Sexto Empírico (1993, I 3), se designa a esos pensadores obstinados en examinar cuidadosamente todos los aspectos del ser. De dicha actividad espectadora resulta la suspensión del juicio, la indiferencia, la imperturbabilidad, la afasia o la indecisión porque esa duda vigilante libera la energía necesaria para distinguir entre acontecimiento y accidente, oír la multitud de voces que nos habitan y poder describirlas.

La obra de Chantal Maillard, poliédrica y magmática, inclasificable, no encaja con una escuela o tradición determinada, no pertenece a un grupo de pensamiento ni puede asignársele desde fuera la adhesión a un autor o a una corriente filosófica y, sin embargo, la lectura de sus poemarios y ensayos, diarios, libros de viaje, cuadernos y críticas tiene algo de ese escepticismo que uno encuentra en Enesidemo, Sexto, Montaigne, Sánchez, Hume o Cavell, a saber, una inclinación por la paradoja, una negación de las doctrinas positivas, una desintegración de las imágenes y juicios que la mente articula o una tendencia irrevocable al silencio (Cavell 1979, 343). En todo caso y a diferencia del escepticismo filosófico, el pensamiento de Maillard ni pretende curar por medio del discurso ni persuadir con argumentos ni mucho menos exponer el método del saber o provocar placer en quien sea que se acerque a su obra. Al contrario, el suyo es un (anti-)discurso, una exhortación negativa a desprenderse de toda certidumbre, una llamada a erradicar las creencias y reemplazarlas por el respeto a todo lo que sufre, una apuesta, en fin, por una soledad radical: “no aprendáis de mí (…). No sigáis mis pasos, desatended mis palabras. No sea que os arrepintáis de haber perdido algo por el camino” (Maillard 2016, 115). Por eso, quizá, la filosofía de Maillard parece un instrumento exclusivamente negador, pero lo decisivo en ella, sin embargo, estriba en que funciona como la vela que ilumina una instancia sombría: nítidamente y produciendo haces de luz que ofrecen reposo incómodo.

 

¿Cómo comprenderéis al que comete el crimen

si no os sentís capaz de cometerlo?

Si os prohibís la entrada a las regiones más oscuras

y os creéis inmunes a sus extravíos. Desde

el territorio iluminado en el que os acomodáis

¿cómo comprenderéis al que habita las tinieblas?

Si queréis conocerme acercaos:

contemplad lo que sois. Oíd

la multitud de voces que os habitan

desde el principio de los tiempos.

¡Escuchadlas!

Se contradicen. Se atropellan. Se

superponen. Raras veces coinciden (Maillard 2020, 79).

 

La filosofía de Maillard y, ligada a ésta y como brotando de un mismo tallo, su poesía, deconstruye tanto el mundo sensible como el inteligible, disuelve las certidumbres, principios y axiomas de la lógica en hilos y husos, desmitifica la ontología común a ambas y desoculta las falsedades sobre las que se asienta el orden de lo real, dejando absorto, en una suerte de estupor balbuciente, a quien se acerca a su discurso o a su canto. Y no es en absoluto fortuito afirmar que tanto una como otra remiten en última instancia al silencio, es decir, que si bien la palabra que fija su poesía es una sucesión de letras que concluyen en la depresión en blanco de un espacio que es tanto un enmudecer como un abismarse en el vacío, su filosofía lleva en un simple movimiento del rechazo a la perplejidad y de ahí, tal vez, a los márgenes del mutismo, esa topografía de lo absoluto en relación al lenguaje que tanto interesó a Wittgenstein. Es, por tanto, la ausencia de anclajes o asideros, es debido a ese feroz desasimiento, a su pensamiento no domesticado por ninguna tradición ni cosmovisión, es, en definitiva, a causa de su provocativa aspereza y su proximidad con el silencio más radical, que cabe referirse a su pensamiento como escepticismo salvaje.

 

El círculo del Hambre

 

Lo primero que, quizá, llama la atención en la filosofía de Maillard es su particular universo epistemológico influido fuertemente por su recepción de los presocráticos, del primer escepticismo filosófico, de los heterodoxos reformistas y la mística occidental, de la gran tradición metafísica centroeuropea que comienza con Eckhart y Nicolás de Cusa, aunque también por su relectura de Beckett, Camus, Deleuze o Serres, y no menos importante, por su interpretación de la literatura védica, de los upaniṣads o la poesía devocional hindú. En concreto, en los comentarios a la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad (1.2, 1) encontramos uno de los conceptos nucleares que se repiten a lo largo de su obra: nos referimos al círculo del hambre.

 

“En el principio no existía nada aquí. Esto estaba cubierto solamente por la muerte, o el hambre, puesto que el hambre es la muerte” (…). El caso es que la muerte de la que aquí se habla es también, con otros nombres, el principio cosmogónico de otras grandes tradiciones indias, como todas las que giran directa o indirectamente en torno a la Diosa Madre, a la vez destructora y creadora. De hecho, la única diosa que aparece en los primeros textos arios, incluida la upaniṣad Bṛhadāraṇyaka, es Aditi, otro nombre de la muerte: la infinita devoradora, la que va creando mundo para saciar su hambre perpetua, exhalando el verbo, la palabra y los seres (Maillard 2014a, 691-692)1.

 

Hambre y muerte van de la mano en la producción filosófico-poética de Maillard. Efectivamente, toda forma viva necesita alimentarse de otra forma viva para sobrevivir, desde los grandes mamíferos a los microorganismos unicelulares sin núcleo diferenciado, desde las aves y reptiles hasta los agentes acelulares submicroscópicos compuestos básicamente de ácidos nucleicos y proteínas que, al no poder asegurarse por sí mismos las síntesis que necesitan para sobrevivir y reproducirse, deben realizar dichas síntesis mediante las células a las que parasitan. “Todo lo que vive se sostiene sobre el hambre”, señala Maillard; y añade: “el hambre es el otro, la depredación del otro, la muerte del otro” (Maillard 2019a, 12). En todo caso es la voracidad, no ya de un organismo cualquiera, sino del ser humano de carne y hueso, el que nace, sufre y muere mientras se va alimentando al tiempo que trata de aplacar esa hambre voraz que nunca concluye porque es sin término, la que le interesa subrayar a Maillard2. Fundamentalmente porque el hambre humana, siempre renovada e insatisfecha, hambre atroz que comienza con la primera dentellada y acaba en la excreción para volver a comenzar de nuevo, es lo que envenena el aire, las aguas, la tierra y hasta la misma sangre, poniendo de ese modo en riesgo el nicho ecológico: “cuando las orugas procesionarias se instalan en los pinos y se alimentan de su savia hasta dejarlos exhaustos lo llamamos plaga. Cuando los seres humanos extraen la savia del planeta hasta dejarlo exhausto, lo llamamos necesidad” (Maillard 2019a, 55). No obstante, en el círculo del hambre ni hay justicia ni ética, ni hay víctimas ni culpables porque allí todo es ajeno a normas, leyes o códigos. Sólo importa alimentarse al precio que sea: todo predador es inocente. Ahora bien, Maillard, tomando una idea inspirada en Derrida3, intuye al animal que habita en los estratos más profundos del ser humano y, pese a constatar que el sapiens ha olvidado esta ley fundamental de la naturaleza4, la recupera para la reflexión. “Si le hicieseis caso al animal que sois (…) comprenderíais el sentido de la armonía, su terrible, temible engranaje y la incorruptible conexión de todas las especies en el círculo del hambre” (Maillard 2019a, 33-34). Pero ya el animal agoniza y Maillard constata, como ya hicieran Kierkegaard (2015, 54) y Walter Benjamin (1972, 122) en otro contexto, que una nueva era se aproxima.

 

De la inexistencia del yo

 

El pensamiento occidental está basado en la noción del yo, supuesto de toda aspiración, acción, responsabilidad, creencia, de todo ser y de las relaciones con los demás seres, pues cada uno es un yo determinado, singular e intransferible. “El yo pienso”, escribe Kant en la Crítica de la razón pura, “debe poder acompañar todas mis representaciones” (B 131). La legislación, la ética o la salud psíquica se fundan en el yo. La personalidad es el yo. Toda terapia y toda educación del carácter se centran en el fortalecimiento del yo. Estas constataciones entran en conflicto con diversos hechos actuales que parecen evidenciar la veracidad del dogma del yo y la seguridad que tal dogma aporta. Ya desde finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve la llegada a Occidente del pensamiento oriental pone en tela de juicio la primacía del yo. En efecto, las escuelas budistas consideran que el yo es algo inexistente, un trampantojo o ilusión, además de una ficción perjudicial para el equilibrio de individuos, comunidades y ecosistemas: el yo es la principal fuente de deseo y el deseo es la causa del sufrimiento (Bonardel 2005, 111). Por tanto, abolir, no sólo el deseo, también el sufrimiento, supone desarrollar un método con el que erradicar y, en última instancia, extinguir el yo. ¿Es posible algo así? ¿Cómo desprenderse del yo? ¿Cómo eliminar ese principio fundamental absolutamente primero que, desde Descartes a Fichte, desde Hegel a Husserl, representa el punto arquimédico a partir del cual se construye el pensamiento occidental? ¿Será que la fuerza del engaño en Occidente consiste en hacernos creer que, por debajo de los sentimientos y pensamientos, de las ilusiones, angustias y sueños, hay un yo unitario e inexpugnable cuando, en realidad, el yo es simplemente un espejismo, una narración tranquilizadora, sólo una imagen que a fuerza de repetirse se ha creído en su verdad?

 

Disponer las imágenes

formando galería. Despojarlas

del yo, una a una. El yo que el tema

conlleva y que la mente requiere. —O

no hay mente, sólo imágenes

o temas que se ofrecen para serlo.

Se ofrecen mendigando un yo,

como soporte. Porque sin yo no tienen

existencia. Y quieren existir.

O es el yo el que quiere y necesita

ser contado. El yo que no es nada

sin una historia que lo cuente.—

El caso es desprender al yo

de su tema. Colgar la imagen,

formando galería con las otras.

Digo no me compete —¿digo?, ¿quién

dice?—; al menos, me desprendo (Maillard 2019b, 47-48).

 

Maillard elabora en sus escritos una filosofía del yo no tanto lógica cuanto introspectiva que abre algunas grietas inquietantes, hilos desflecados, pequeños puntos de fuga en la misma filosofía que le sirve de soporte y, de soslayo, termina por cuestionar la primacía del yo, su aparente consistencia y su inquebrantable unidad (2001a, 251). ¿Hay realmente un yo unitario o esa aparente unidad genera sobre todo incertidumbre y sospecha? ¿Lleva uno mismo el control de lo que ocurre en su interior? ¿O algo escapa al yo? ¿Puede la autoexploración revelar aspectos desconcertantes de la propia psique? La postura epistemológica dominante en la historia de la filosofía occidental ha sido el absolutismo en alguna de sus formas: este supone dogmáticamente que el conocimiento se erige desde un cimiento sólido, ya sea interno (yo como sustancia), ya externo (el mundo es algo fijo y está dado antes de nuestro conocimiento). Por lo general, quienes habitan el espacio de la filosofía tienen un fuerte apego y una irrenunciable necesidad de fundamento, tendencia que quizá no ha sido tematizada hasta sus últimas consecuencias. ¿Por qué? Porque en cuanto se tambalean estas creencias apaciguadoras se siente uno atravesado por la angustia, como si una espada desgarrara, de dentro a fuera, el corazón todavía palpitante del sujeto filosófico. Sin embargo, frente al absolutismo se entretejen otros discursos que, como el de Maillard, contrarrestan las pulsiones totalizadoras y los reflejos sustancialistas: “[el yo] se consolida con la repetición (…); nada hay bajo el velo, ningún yo”. Y más adelante añade: “ningún yo, sólo pliegues” (2016, 23/95). ¿Qué es, entonces, lo que hay? ¿Una suerte de res cogitans o, empleando terminología propiamente budista, cetanā, la intencionalidad o volición, es decir, una actividad psicológica que dirige la mente hacia una dirección determinada, un objeto específico o un objetivo concreto? ¿Simplemente un cúmulo de procesos iterativos? Se desea encontrar a toda costa algo sólido y permanente, alguna continuidad, unos cimientos desde los que orientarse, pero el análisis minucioso del yo desbarata tales presunciones. Maillard sugiere en sus escritos que no hay tal fundamento y desbarata la pretensión de quienes creen que los pilares del conocimiento se asientan sobre un terreno ontológico firmemente afianzado y el irrenunciable apego a tal supuesto. “Yo no soy los contenidos que buscan dueño en mi mente. Algo dice yo, se pega a un contenido, inicia la acción. Sin la conciencia-yo no hay acción. Y la vida, la prosecución la requiere. Soy todos aquellos que no soy, en el pensamiento y en el acto. Recibo el universo. Soy universo. Nada hay en mí ajeno a ello, nada hay” (Maillard 2006, 41). Observamos, además, un matiz que concreta la experiencia del yo en Maillard: si en sus primeros ensayos y poemarios el contenido que se adhiere al yo lo hace en forma de imagen, en sus últimos escritos esas imágenes son verbales, es decir, la concepción representativa de la realidad se matiza al convertir Maillard las imágenes que se ofrecen al yo en resonancias semánticas. “Imágenes, resonancias. El ver, al fin y al cabo, es una escucha” (2016, 190).

Un hilo etimológico puede ayudarnos a comprender la imagen convertida en “voz”, término procedente del latín vox, emparentado a su vez tanto con el griego ops (ὄψ) como con el sánscrito vac. Vac resuena, murmulla, como todas las voces juntas, como la imagen de todas las voces, la voz como totalidad. Frente a la primacía occidental de la representación, en la cosmovisión India la preeminencia la detenta el oído. Efectivamente, lo que se escucha —śruti— es más importante que lo que se ve. Lo que se escucha es OM, un OM que le vacía a uno y le dice que “eso no eres tú”; le murmulla “no eres, no eres” (Avadhūta Gītā 1. 25). Mediante frases como “eso eres tú” se afirma el yo. De lo que no es verdad y de lo que se compone de los cinco elementos “śruti” se dice: “no es eso, no es eso”.

Para comprender la inexistencia del yo y desprenderlo de su tema, de sus imágenes verbales, hay que abandonar los hábitos de ausencia o de tumulto porque lo que está en juego es fundamentalmente un desaprendizaje: las técnicas de presencia plena nos llevan a ser conscientes del curso de nuestra mente, a estar alertas a sus cambios. La circularidad que se da entre yo y mundo —el entre-deux que sugiere Merlau-Ponty (1989, 20)— da vida y significado a una pregunta incluyendo tanto al que la formula como al proceso de formularla. Mas, ¿qué tipo de conocimiento articula esta reflexión? Maillard es tajante en este punto: “nada sé salvo que más allá del pensar todo es silencio. No hay conocimiento al otro lado, no puede haberlo: todo lo que hay es percibido y el conocimiento se funda en el decir” (2016, 147). Lo decisivo, por tanto, estriba en comprender que se es sin una sustancia permanente, reconocer como falsas las cosas que ligamos al yo y desidentificarse de ellas. Así, toda vez que se ha entendido que ningún fenómeno es sin depender del resto de fenómenos, desubstanciados, vacíos de yo, es posible aprehender que no hay individuos particulares, tampoco eso que denominamos personalidad o subjetividad. Sólo, quizá, una serenidad o sosiego a la que la filosofía budista se refiere con el término passaddhi.

Así las cosas, el conocimiento del yo no es conocimiento sobre nada, no es conocimiento de una experiencia sino la experiencia misma: la reflexión del yo debe llevar a ser uno con la propia experiencia. Maillard no rechaza la reflexión como modo de aprendizaje, pero no debe ser reflexión sobre la experiencia sino la experiencia misma o una forma de experiencia en sí, i.e., lo que podríamos llamar reflexión alerta y vigilante. “Presos en el logos. Sus límites, los del pensar, infranqueables. Moverse en el filo tiene un precio: el vértigo. Y una recompensa: descubrir la farsa, la ilusión, tan sólo para volver a internarse en ella, más lúcidos (des-ilusionados), aunque quizá más tristes. El logro: reírse” (2014a, 765). Se trata, por tanto, de alcanzar esa realidad más amplia, más abarcante, menos exclusiva que conduce, en definitiva, a la extinción del yo.

 

La huella escéptica

 

Como ocurre con la filosofía, no dogmática ni académica, sino escéptica, Maillard describe lo que ve sin enjuiciarlo. “El juicio es el viento que sopla sobre la superficie del lago y levanta las olas. Juzgamos: el juicio pone en marcha el pensar, el pensar nos lleva al sentir, el sentir a la acción, y toda acción conlleva sus efectos: nuevos juicios, nuevos pensamientos, nuevos sentimientos, nuevas acciones, y así sucesivamente. No se afana quien no enjuicia” (2019a, 149). En sus escritos Maillard invita a suspender el juicio, es decir, se abstiene de considerar nada como verdadero o falso, bien sea de la mano de algunas tradiciones de pensamiento oriental —la ‘no-mente’ del budismo Mahāyāna o la no-acción (wu-wei) del taoísmo—, bien sea a través de técnicas occidentales como la que propone el escepticismo filosófico a partir del recurso de la epojé (Cossutta 1994, 88). La suspensión del juicio o ἐποχή en Maillard es pre-fenomenológica: no hay estrictamente apropiación del mundo, pues a lo que alude, más bien, es a un aplacamiento de la actividad mental que es fruto tanto de la indiferencia como del silencio. Lo que persigue, en definitiva, es aquietar la mente para lograr, de un lado, la ataraxia, i.e., la ausencia de perturbación y quietud (Machuca 2006, 112); de otro, la serenidad de ánimo o apatheia (Maillard 2019a, 149). Con esta metodología suspensiva Maillard trata, no de dar cuenta intelectiva de lo que pasa, sino que se limita a reconocer pasivamente lo que hay o es para negar a continuación cualquier certidumbre que pudiera derivarse de ese análisis. Así, de Maillard bien podría decirse que sintetiza el programa básico del escepticismo pirrónico: el sabio suspende el juicio sobre todas las cosas (Sexto Empírico 2012, I 158).

Paradójicamente, la suspensión del juicio le lleva a Maillard a registrar mediante la escritura todo aquello que (le) pasa sin apenas ser percibido. La escritura viene a ser como la aguja del sismógrafo que registra las oscilaciones o ligeros temblores que provoca el movimiento de lo real: consciente de las trampas que constantemente le tienden los procesos mentales, la escritura se despliega en Maillard como antídoto frente a las ficciones lógicas que torpedean su silencio. “La atención curativa: abstracción de la vida. Abs-tracción. La escritura como abs-tracción. También llenar una botella con abertura pequeña. O limpiar la arena del gato. La voluntad ausente” (2006, 67). Así como Pirrón abandona la corte de Alejandro tras escuchar a los gimnosofistas y regresa a Elis a criar lechones, Maillard renuncia a llevar a cabo ninguna acción dirigida a la consecución de un fin y se limita a dar cuenta de lo que es sin intentar dar respuesta al inevitable ‘qué hacer’. Y es que Maillard practica en su escritura el principio fundamental de la ética hinduista expresado en el Bhagavad-Gita: la renuncia al rendimiento de la acción —karma phal tyag o phalatrishnavairagya (Cuenca Almenar 2013, 282).

 

Escribir

porque es la forma más veloz

que tengo de moverme (Maillard 2019c, 89).

 

Su escritura balbuciente, lenguaje desarticulado que reproduce en ocasiones la sintaxis sincopada, los stacatti y las punzadas incongruentes, las repeticiones, silencios e interrupciones de quien tartamudea, cecea o delira, es el eco de ese desasimiento (Nieto Alarcón 2013, 381). Efectivamente, Maillard escribe, pero al hacerlo sigue el dictado de lo que pasa y, como ocurre hacia el final de El innombrable de Beckett, va encontrando las palabras que dicen lo que acaece —étrange peine, étrange faute—.

La escritura en Maillard es una sima infinita, un abismo desde el que no cabe erigir constructo alguno precisamente porque sus cimientos se asientan en el terreno de lo transitorio e impermanente. “Escritura inútil. Como toda escritura. Para todo lo que importa” (2006, 82). Encontramos en un epígrafe de La mujer de pie titulado “La perfección” una síntesis de lo que estamos diciendo tentativamente. Allí Maillard relata la paradoja a la que se hubo de enfrentar el budismo ch’an, la escuela Mahāyāna surgida en China, en el siglo VII de nuestra era. El Mahāyāna había supuesto un cambio radical respecto al budismo inicial en la medida en que Nāgārjuna y sus abundantes seguidores demostraron el error de creer que hay un ego sustancial y permanente bajo el flujo de causas y ocasiones encadenadas. Lo curioso, en todo caso, es que llegaron a estas conclusiones influidos por el escepticismo epistemológico pirrónico y su método lógico para encontrar contradicciones, como el tropo aporético del círculo vicioso (Kuzminski 2008, 63; Maillard 2014a, 656). Nāgārjuna no afirmaba que las cosas no existen independientemente (sin depender de nada más) ni que existen independientemente (que su identidad trasciende sus relaciones), sino que los seres se originan codependientemente y, por lo tanto, carecen de fundamento, son o están vacíos (2011 XXIV 18-19, 179-181). De modo que Nāgārjuna excluyó la posibilidad de establecer, siquiera tentativamente, una ontología de corte sustancialista: su epistemología es un tipo especial de saber que pone en evidencia las contradicciones sobre las que se asienta la realidad y, más importante, no trata de llegar a ningún acuerdo o componenda que conecte, anulándolas, las diferencias que a su paso encuentra cuando se lanza a hurgar en esa misma realidad. El vacío (śūnyatā) ocupa un lugar preeminente en esta doctrina. Conocer el mundo como śūnyatā no es sensu stricto un acto intencional, sino algo parecido a un reflejo en el espejo, reflejo que carece de realidad o causa ejemplar fuera de sí mismo. Maillard explica cómo el monje Hui-Neng resquebraja la misma idea de vacío y abre una grieta en la lógica Mahāyāna: “si todo es vacío, no hay ningún espejo” (2016, 270). Ya en Husos Maillard había explicado que “todo es vacío. Los pensamientos son vacío. El mí es vacío. La conciencia del vacío es vacío. He dado un largo rodeo para reconocer las palabras de Nāgārjuna. La conciencia del vacío también es un huso. No permaneceré en él mucho tiempo. La existencia consiste en saltar de un huso a otro” (2006, 48). Maillard lleva hasta sus últimas consecuencias la suspensión del juicio, y esta actúa como freno metafísico de todo dogma y pretensión autoritaria: cuando una doctrina está demasiado afianzada hay que subvertirla. De lo contrario, acaba por imponerse como algo categórico y lleva a la sumisión y obediencia acrítica.

 

Desconectar las vías. Interrumpir las conexiones. Liberar.

En el lugar de la pérdida,

destensar. Soltar el hilo.

Entrar en otra soledad.

Dichosa ésta, y sin amarras.

Dejar ir a los muertos. Dejar libres a los vivos.

Suspender

la propia voluntad (2016, 176-177).

 

En su estudio sobre el pirronismo, Marcel Conche indica que Enesidemo “deconstruye el mundo sensible, lo resuelve en apariencias, desintegra y desmitifica la ontología común” (1994, 304). También Maillard efectúa operaciones similares. En cualquier caso, su escepticismo conduce a una suerte de soledad última o a una profundización de la misma: la suya es una filosofía sin doctrina en la que no se impone la verdad o falsedad de ninguna proposición porque Maillard es consciente de la fragilidad del lenguaje y sus limitaciones, de las trampas que urde la mente, de la falsedad de las identidades, del dolor que entraña toda existencia.

 

Desanclajes

 

Tratar de aprehender la esencia de la realidad con utensilios puramente conceptuales es del todo estéril. Hay que indagar, no más, sino de otra manera, escrutando los márgenes y linderos, los pliegues y recovecos del lenguaje, un lenguaje que en Maillard tiende irremisiblemente hacia el silencio. “Atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre” (2006, 29). El silencio ocupa un lugar central en la obra de Maillard porque se articula con independencia del pensamiento. El pensamiento es corte y, por ende, herida. El silencio, sin embargo, está más allá del pensamiento, y es casi una cuestión vital para Maillard desligarlo y distinguirlo de cualquier proceso cognitivo. Ello nos lleva a intuir una suerte de ontología negativa en sus escritos; y es negativa porque carecen de utilidad y pertinencia los enunciados elementales y verificables, las proposiciones lógicas y las reglas gramaticales. La esfera de lo real pertenece en este caso a la meontología, a una ontología del no-ser que, apartándose de los enunciados apofánticos, i.e., de los únicos que tienen valor como juicios lógicos, recurre a hilos o fragmentos poéticos que son maniobras de aproximación, pero siempre tentativas inseguras e impermanentes. ¿Por qué, precisamente, la poesía? Porque la poesía recoge todo aquello que la filosofía arrincona y pierde. De hecho, poesía y filosofía son dos grandes sistemas de símbolos que operan de modo complementario: la segunda, obediente a la necesidad discursiva, deductivista y sucesiva; la primera obedeciendo, a su vez, a otras necesidades no discursivas ni virtuales, de presencia y simultaneidad, y que, por tanto, prefiere figuras y simbolismos presentacionales. 

 

Hoy es un día de esos en que el poema acierta

a despertar el miedo al poema no escrito,

lo que habrá de decir, lo que no ha dicho aún,

ese descenso breve del cuerpo hacia la página

que habrá de dar sentido a la mirada, al gesto,

al vientre dolorido, contaminar lo espeso

punteando los qué, los cómo y sus causas (…).

Hoy el poema acierta a despertarme el miedo

—ese miedo que a un tiempo es sospecha y

            reparo— 

de tener que contar mi historia en las palabras

cuando sé que se fragua carne adentro, en el pulso,

y en el amor que aguarda la destrucción del dique,

la ansiada voladura de nuestras intenciones (2001b, 11).

 

En su relación con el orden de lo real quien poetiza puede, según Maillard, adoptar tres actitudes distintas (2014b, 12). Primeramente, es posible tomar la realidad tal y como se da y, en su mismo desenvolvimiento, ir desocultando o descubriendo lo que esa realidad esconde. Segundamente, puede actuar y, por ello, intervenir sobre la realidad construyendo nuevos patrones o modelos. Por último, existe la posibilidad de tomar la realidad tal cual, es decir, no como algo dado, sólido y estable, sino antes bien como ese elemento de radical inestabilidad en el que las cosas pasan y que, por tanto, no cabe reducir a patrones o modelos fijos. “Hablaríamos de suceso ahí donde creíamos ver objetos y sujetos. La noción de ritmo reemplazaría las de materia y forma (lo que sucede, sucede con un ritmo). Hablaríamos de resonancia. Y de escucha. ¿Y el poeta? El poeta no haría ningún ruido. Abriría la mano, tan sólo, para el poema” (2014b, 13). Abrir la mano: dejarse o desasirse para desanudar el nudo corredizo con el que se ata todo lo que está en curso. Reconocer que no se es sino, al contrario, que siempre se está siendo. “En la singularidad de su estar-siendo, cualquier cosa es infinita. Esa infinitud, la razón no puede abarcarla; cuando, por casualidad, la trama del lenguaje se desgarra, adviene el vértigo, y la náusea (…). Esa infinitud, el hombre racional, el filósofo, no puede considerarla más que como aniquilación” (2014b, 36-37). La filosofía interviene en la realidad para detener el flujo e interrumpir la trayectoria de lo que sólo es en su estar-siendo. Esta experiencia, sin embargo, no puede ocultar el escándalo del infinito. El infinito, aquello que es inabarcable en términos métricos, sin pliegues, confines o líneas divisorias, ¿no trata de abarcarse, de plegarse y confinarse, de dividirse y domesticarse? 

El ensayo de conjurar el infinito impugna la verdad de las cosas y sus relaciones al ocultar la contradicción viva que late en el fondo de lo real. En teoría de conjuntos es Georg Cantor el que se ve impelido a introducir en la elaboración de su exquisita matemática libre un principio de restricción a los dos principios de generación por los que es posible traspasar cualquier frontera en la formación conceptual de números enteros: el cerco al infinito, en este caso la exigencia de que sólo se proceda a la creación de un nuevo número entero con la ayuda de uno de esos dos principios, envuelve pese a todo una petitio principii, a saber, presupone que en todo conjunto bien definido en el que sus elementos están enlazados unos con otros por medio de una sucesión determinada hay siempre un número α como primer elemento del conjunto (Cantor 2006, 89). Sin embargo, la infinitud no consiste sino en la negación del fin y, por tanto, de los tramos intermedios y del comienzo de la serie, y ese número como primer elemento del conjunto se revela como un artificio que evidencia la obsesión por la fijación, en este caso de una eventualidad contingente. Aún así el cerco continúa y la voz en stacatto de Leibniz —calculemus— redobla la nota final de la cadencia5. La integración, ese proceso exhaustivo por el que puede viajarse hasta el infinito y regresar de él toda vez que se trocea una región curvilínea en pequeños puntos geométricos es, junto con el calculo diferencial, la piedra angular del cálculo infinitesimal. Pese a sus innumerables y destacadas aplicaciones prácticas, algunas de ellas conocidas ya en tiempos de la Academia, el cálculo infinitesimal no deja de ser la expresión de un supraidealismo trascendental que posibilita parcelar aparentemente lo infinito, reducirlo a un suceso, a un intervalo o momento para así poderlo dominar o controlar. ¿Es acaso fortuito que el verbo castellano ‘integrar’ recoja en una sola voz esas dos acciones por las que se hace que seres y cosas y hasta el infinito mismo pasen a formar parte de un todo? La integración es una muestra, otra más, de la intranquilidad que se experimenta al tratar con las cosas en su estar-siendo. Ya en Husos Maillard había subrayado que “el infinito no es más que una inversión lingüística. El precipicio es la negación. Es el miedo” (2006, 73).

En su obsesiva inclinación por encontrar anclajes con los que sujetarse en el trasiego de lo que pasa, el ser humano desarrolla toda una serie de técnicas que en el pensamiento de Maillard cobran un rasgo acusadamente topológico. Para Maillard “la superficie es donde la mayoría de los individuos conviven durante la casi totalidad de su existencia” (2016, 157). La superficie es, además de un espacio de movimientos rápidos en el que las cosas suceden a gran velocidad, el lugar donde se efectúa la detención del inaudito estar-siendo: la sujeción, el punto de amarre. No obstante, aquí es imposible resolver el daño en su raíz, o sea, sanar, cicatrizar la herida que causa la propia existencia. ¿Hay otra u otras extensiones, límites, magnitudes? ¿Es posible estar más arriba o abajo, pero siempre más allá, de ese espacio superficial? Maillard defiende la posibilidad de ubicarse por debajo de la superficie, en una suerte de no-lugar en el que las cosas simplemente ocurren y que, como tal, es inabarcable e infinito. “El abajo no es inconsciente, es simplemente inconmensurable (…). Es comprensión en la unidad, antes de las diferencias, antes del lenguaje. Sólo la voz poética acierta a veces a decir (sin decir) lo-que-ocurre en el abajo. La voz del abajo es el poema” (2016, 159). La poesía entiende el espacio como la manera de percibir la vida a través de la extensión material de los cuerpos y las relaciones de distancia que se dan, no en el plano, tampoco en la intersección entre una recta y una superficie, sino en el lugar cotidiano en el que las cosas suceden. En una entrevista realizada por Maria Silvia Da Re (2000, 17) afirma Yves Bonnefoy justificando y reevaluando su expresión juvenil le coeur-espace que la poesía es lo que comienza en el espacio pero, por una transmutación de éste, se encuentra en esta unidad, este lugar como unidad en que nos hace pensar el corazón. La experiencia poética es la que se tiende o, quizá, se extiende entre el espacio y el corazón, es la que hace de estos dos términos el principio y el fin de la aventura.

La poesía, como lugar de significación cualitativa, provoca un sentido y unas efectivas formas de actuación y expresión y, por fin, abre en las articulaciones de la episteme ocasiones posibilitadoras que señalan en otras direcciones más nutricias y salutíferas. Frente a las áreas de las carencias aplazadas interminablemente por la filosofía y sus ciencias, el poema, esa orilla en la que el pensamiento lógico se desborda, no reconoce contornos, matrices o parcelas, contradice los ajustes incondicionados, denuncia la asimilación de valores heterónimos y señala de soslayo en dirección a la autoridad que quiere domesticar fragmentos deshilachados de vida o suprimirlos —”poema”, escribe Maillard: “aprehensión de lo-que-hay en un modo. Infringiendo los límites” (2014b, 49). Y no les falta la razón a quienes objetan que falta a la poesía un sistema de pruebas que legitime su discurso: la ingravidez de la palabra poética produce de entrada un malestar agudo que proviene de su indefinición, de su desconexión con las pautas establecidas de inteligibilidad, con su insuficiencia congénita. ¿Acaso no gravita la poesía en ningún dónde, en un no-lugar sin complementos circunstanciales, en el limbo de la ausencia de coordenadas cartográficas y vitales? ¿Qué direcciones o sendas ofrece ese vacío, esa carencia de motivación o finalidad previsible? Únicamente el privilegio del ahora por el que el poema abre a una experiencia sobre el ser inaudita. “La poesía es un horizonte expandido, demorado en los infinitos recodos del bosque, un juego sutil, un enramado que a veces se hará nudo, liana, frondosa derivación de hojas inconexas, y otras adoptará en su impulso de ascenso o de descenso la línea suave o rugosa de algún tronco” (2014b, 54). 

Las palabras y las cosas gravitan en el poema según leyes impredecibles y, como los cristales que se apiñan al azar en un caleidoscopio, dan pie a la formación de figuras caprichosas e infinitas en las que uno queda atrapado cada vez que se asoma a su brocal. Contra los anclajes con los que se quiere amarrar el vértigo de lo que ocurre, la poesía dice a veces, con un saber no sabiendo, lo que hay en lo que no es superficie. Dejarse llevar, por tanto, o como explica Maillard en La compasión difícil, derivar, fuera de la superficie, de la hoja en blanco, de la mente: “derivar. Traspasar la frontera, el borde, la rive. Porque fuera del texto es más, todo es más (…). Confiar. El animal conoce las sendas. Mantener erguida la cabeza. Oteando —aprendiz de viento— el lugar, punto o germen, de las deformaciones” (2019a, 210).

 

Conclusiones

 

La escritura, pero también la voz de Maillard, intricada y reticular, asombrosa como las complejas creaciones de la araña a las que se refiere en ocasiones, va entretejiendo mientras habla un (anti-)discurso de largo recorrido y permite, de algún modo, que el agua envenenada pueda beberse. En este breve repaso sobre algunos de los temas que jalonan su extensa bibliografía hemos querido mostrar, sobre todo, cómo Maillard abre una brecha en el tejido de lo real al recuperar la epojé escéptica con la que, de un lado, torpedea los cimientos sobre los que se asienta la realidad construida por la filosofía y sus ciencias; de otro, adquiere una cierta serenidad: suspender el juicio, aplacar la mente, dejarse llevar; abandonar los puntos de vista lógicos, éticos o metafísicos basados en estructuras estables; asumir la falta de fundamento del yo y del mundo. La falta de fundamento se entiende en el pensamiento occidental como algo negativo, como el colapso de un ideal: el de la ciencia, el de la razón en filosofía, incluso el de vivir plenamente. No obstante, Maillard percibe este tema de forma diferente. Ignorar la red de ilusiones y engaños entretejida alrededor de las representaciones mentales provoca en la mayoría la falsa impresión de que esas representaciones son permanentes y, desde ellas, es posible fundamentar un conocimiento estable y fijo. Para romper con esa red de ilusiones y engaños y liberarse de las cadenas de māra, Maillard propone, además de suspender el juicio, contemplar lo que uno es más allá de las diferencias. No juzgar, no interpretar: aceptar la intemperie en la que siempre se está. Vibrar.

Del pensamiento de Maillard, como del escepticismo de Sexto, cabe apostillar que es el informe de una crónica de nuestro tiempo (Sexto Empírico 1993, I 4). Efectivamente, Maillard constata que jamás ha sido testigo de una doctrina que no aparejara dolor, obsesión, pena, sufrimiento y desesperación para quienquiera que se apegue a ella. La vía que propone es otra: suspender tanto el juicio como la voluntad, abandonar la ficción del yo, desasirse de los anclajes porque no hay ningún fundamento, ningún pilar en los fenómenos físicos ni en los mentales que posea entidad autosuficiente. Quien se adentra en la filosofía de Maillard debe, por tanto, desfilosofarse. Sólo así es posible, quizá, no tener apego por nada, no estar agitado porque al fin ha logrado uno desasirse de las fantasías de la permanencia, la sustancia y lo absoluto. Es a partir de este no-espacio que puede cultivarse un espíritu libre de toda fijación con el que trascender las ilusiones sustancialistas o conceptuales y, desde ahí, alcanzar un silencio no reificado con el que captar las cosas más allá de toda expresión.

 

Aceptad mi silencio: lo mejor

de mí. Huid del soplo que pronuncia,

en mi boca,

la amarga condición de lo humano.

Y, entretanto, dejadme contemplar

el vuelo de la ropa

tendida en las ventanas (2019b, 143).

 

Referencias bibliográficas

 

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Notas

 

1 En Husos hallamos lo que cabe leer como una glosa a la Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad: “en un principio fue el Hambre. Y el Hambre creó a los seres para poder saciarse. Y el Hambre era la muerte, para los seres. Inventaron remedios, buscaron curarse, pero el Hambre dijo odiaos y luchad unos contra otros, para poder saciarse. Y el Hambre introdujo el hambre en los seres, y lo seres se mataban entre sí, por causa del hambre. Y el hambre era la muerte, para los seres” (Maillard 2006, pp. 29-30).

2 Las mutaciones que sufren los genes de algunos virus y su transmisión zoonótica, asunto tan debatido hoy día, vienen precedidas por el ansia devoradora del sapiens.

3À passer les frontières ou les fins de l’homme, je me rends a l’animal: à l’animal en soi, à l’animal en moi et à l’animal en mal de lui-même” (Derrida 2006, 17). Sobre este tema y sus ulteriores desarrollos en la obra de Derrida, cfr. Sánchez Gómez (2020, 73).

4 El sapiens es un homo obliviosus escribe Maillard (2019a, 37), retomando así la definición que ofrece Michel Serres (2003, 43), depurada todavía más en la perturbadora imagen del monstre d’oubli.

5 Para la transformación del razonamiento en un calculus ratiocinator cfr. Viñuela (2019, 167).