Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 88 (2023), pp. 97-110
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.440891
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Miedo, contemporaneidad y enemistad
Fear, Contemporaneity and Enmity
Resumen. La experiencia del miedo en la Contemporaneidad viene mayormente determinada por un tipo de enemistad que, a diferencia de la que imperaba en la Modernidad, se muestra ilocalizable, virtual, pocas veces visible, dadas las estructuras de deslocalización propias de la globalización. Todo ello remite a una epistemología concreta, ligada a la pérdida de las coordenadas clásicas de la finitud y a la apertura de un paradigma donde la falta de representacionalidad y su aparente despolitización convertirán a los adversarios y combatientes en meros fantasmas, aumentando así su efecto terrorífico. El artículo pretende revisar estas nociones tomando el pavor que ocasiona el terrorismo contemporáneo como punto de partida para construir una reflexión más global que incluye el específico tipo de miedo generado en tiempos de pandemia.
Palabras clave: miedo, terrorismo, Contemporaneidad, enemistad, pandemia
Abstract. The experience of fear in Contemporary times is mostly determined by a type of enmity that, unlike the one that prevailed in Modernity, shows itself untraceable, virtual, rarely visible, given the delocalization structures of globalization. All this refers to a specific epistemology, linked to the loss of the classic coordinates of finitude and to the opening of a paradigm where the lack of representation and the apparent depoliticization will turn adversaries and combatants into mere ghosts, thus increasing their terrifying effect. The article tries to review these notions taking the dread that contemporary terrorism causes as a starting point to build a more global reflection that includes the specific type of fear generated in times of pandemic.
Keywords: fear, terrorism, Contemporaneity, enmity, pandemic
Recibido: 27/08/2020. Aceptado: 12/10/2020.
* Doctora en Filosofía cum laude y con Mención Europea por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es Profesora Ayudante Doctora en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Filosofía y Sociedad. Cuando este artículo fue aceptado era Profesora en las universidades CIS-Endicott International, Madrid y Saint Louis University, Madrid. Líneas de investigación: filosofía política, filosofía de las relaciones internacionales e historia de la filosofía moderna y contemporánea. Publicaciones recientes: “Geopolítica de un nuevo orden mundial: Carl Schmitt y las fronteras de la globalización”, Daimon Revista Internacional de Filosofía, nº 87, pp. 219-234; “El terrorismo contemporáneo a la luz del pensamiento de Carl Schmitt: la metamorfosis del partisano”, Revista Historia y Política, nº 39, 2018, pp. 327-357.
Email: lyousef@ucm.es
1. Introducción
“El cobarde es, pues, un desesperanzado, pues lo teme todo”.
(Aristóteles, 2007, 72-1116a)
El miedo, ya sea entendido de manera aristotélica como disposición negativa del alma a evitar,1 esto es, vicio, o como vivencia existencial inextirpable de la especial constitución del Dasein, si recurrimos a términos heideggerianos, ha sido un topos de la reflexión filosófica. La universalidad de este sentimiento no impide, empero, localizar las condiciones epocales concretas de su experiencia. El ser humano siempre ha tenido miedo, y quizás casi siempre por lo mismo, pero no de la misma manera. La muerte y el sufrimiento causados por la guerra, la enfermedad y la violencia no han desaparecido como fuentes de pesar, pero sí la manera de entenderlos, las coordenadas de comprensión que inscriben ese dolor en marcos de interpretación concretos. Los conflictos bélicos de la actualidad siguen generando miedo, pero como distan de ser como los de otras épocas, cambia la manera de concebir la figura del enemigo.2 El objetivo de este artículo es señalar la especificidad que adquiere la vivencia fenomenológica del miedo en la actualidad. Tomaremos como máximo exponente de la misma el miedo al terrorismo, pues este condensa los rasgos que permiten hablar de un cambio respecto a las formas de enemistad tradicionales que se van quedando atrás. La hipótesis principal a desarrollar llevaría a afirmar que la particular manera de vivir hoy el terror responde a los mecanismos propios que pone en juego la Contemporaneidad a la hora de establecer relaciones de enemistad y que sólo se explican a partir del marco universal que ofrece la globalización. Estableceremos un paralelismo entre el miedo producido por el terrorismo y el generado por la pandemia de la COVID-19, evento no político, en principio, y en nada comparable al primero, pero sí inscrito en la lógica de la globalización contemporánea. En ambos casos, terrorismo y pandemia, la falta de límite, su propagación y funcionamiento víricos y su tendencia a la universalización, dificultan acotar el terror que generan.
Es necesario echar una mirada a la época moderna precedente y otra al tipo de experiencia terrorífica que se está gestando con la crisis de la COVID-19. ¿Dónde radica la relevancia del tránsito Modernidad/Contemporaneidad en lo tocante a la enemistad y al miedo? Lo que el paradigma westfaliano aportó como novedad respecto al Medioevo fue la nueva luz con la que se consideró al adversario, que pasó de ser odiado por motivos confesionales (el inimicus, en términos schmittianos),3 en el contexto de las guerras entre católicos y protestantes, a ser concebido como un “otro” enemigo que, al menos, se merecía un cierto reconocimiento político (iustus hostis). La relación de enemistad, disminuidas las pasiones imperiales de las querellas religiosas —que conducían a la destrucción total del adversario— se transforma en la Modernidad en un vínculo que, aunque basado en la oposición y manteniendo las pulsiones imperiales, está desprovisto de trascendentalidad. La epistemología mecanicista de la época, aplicada a la política, troca al enemigo en una pieza estratégica en el juego de pesos y contrapesos en que se convirtieron las relaciones interestatales, a partir del siglo XVII con la instauración del Ius publicum europaeum tras la Paz de Westfalia.
En este proceso de aceptación del contrincante la Modernidad llega incluso a exaltar la existencia del enemigo. La presencia del adversario obliga a su rival a reconocerle como su alter ego pues, al verse proyectado en él, consigue otorgarle igual rango. Todo ello permite reconocer el carácter político y territorial de las disputas y ver en la enemistad un juego de espejos barroco en el que los adversarios son conscientes del papel que desempeñan sus oponentes, dando así entidad al suyo. La relativización de la enemistad hizo que la guerra se volviera, en teoría, más contenida, si bien sólo en el continente europeo. Las siguientes palabras de Nietzsche ponen el acento en esta transformación:
Otro triunfo es nuestra espiritualización de la enemistad. Consiste en comprender profundamente el valor que tiene tener enemigos: dicho brevemente, en hacer y deducir a la inversa de como se hacía y deducía antes. La Iglesia quería en todas las épocas la aniquilación de sus enemigos: nosotros, nosotros los inmoralistas y anticristos, vemos que nos beneficia que la Iglesia subsista… También en lo político se ha vuelto ahora la enemistad más espiritual, mucho más prudente, mucho más reflexiva, mucho más considerada. Casi todo partido comprende que va en interés de su autoconservación que el partido contrario no pierda fuerza; lo mismo se puede decir de la gran política” (Nietzsche, 2014, 175-176).
A ello contribuyó, por un lado, la emergencia del paradigma de la soberanía estatal durante el contexto westfaliano, ya que el Estado, desde su limitación y su carácter secular, enfrió las enemistades fundadas en la pasión religiosa; y, por otro, el desarrollo del esquema epistemológico de la representación, que posibilitó el ejercicio de proyección simbólica gracias al cual los sujetos políticos podían reconocer en la figura del adversario la suya propia, que cobraba sentido por comparación y oposición. La presencia, esto es, la visibilidad,4 se convierte en una de las razones por las que la enemistad moderna tiene un efecto tranquilizador, porque lo único que podemos aceptar de nuestros enemigos es que sabemos quiénes son, dónde están y qué quieren y a partir de ahí, en términos nietzscheanos, podemos proceder a su espiritualización, esto es a la reconstrucción de la identidad de dichos adversarios y a su sublimación, labor que resulta beneficiosa para organizar las fuerzas materiales y simbólicas de defensa.
¿En qué radica esta ganancia que se obtiene del discernimiento y confirmación de la existencia del enemigo? La presencia, podemos añadir, la presencia logocéntrica que se muestra una vez conocido el ideario y el argumentario de nuestros oponentes, otorga la tranquilidad de la quiditas, del ejercicio deíctico que se despliega en un señalamiento que asegura que el enemigo está ahí, en frente de nosotros, que no es invisible, que no se va a esconder o que no va a ser tan malévolo como para ni siquiera mostrar qué es. Por otro lado, lo que se pone en juego en el despliegue de lo político en sentido moderno, siguiendo la concepción schmittiana, no es la vivencia privada, el sentimiento interno de mayor o menor temor u odio —que queda reservado a la esfera íntima del sujeto,5 una vez que Hobbes abre la brecha entre el ámbito público y el privado, según sostiene Schmitt en El Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes [1938]6—, sino la relación política de enemistad entendida como hostilidad.
¿Qué ha ocurrido en la Contemporaneidad?, ¿qué clase de cambios epistemológicos se efectúan cuando el enemigo pierde sus rasgos definitorios —típicamente modernos o westfalianos— y sus límites, su figura, su constitución, su número, sus acciones violentas, dejan de ser delimitables? ¿Sigue siendo enemiga aquella entidad que no tiene presencia soberana? Es decir, y siguiendo la lista de atributos weberianos tradicionalmente ligados al Estado, ¿qué cabe esperar cuando el enemigo se ha globalizado y no se deja identificar en sus fronteras, población y monopolio de la violencia porque sus bordes son difusos?
Una de las mayores fuentes de preocupación contemporánea es, no sólo el ser víctimas de un ataque terrorista o de una pandemia, sino también el miedo per se a un evento de este tipo. O lo que es aún peor: no ser capaces de representarlo en su sentido, no atisbar esos contornos que tan claros estaban en la Modernidad, romper el dique de contención entre la vivencia pública y la privada. Las pérdidas sufridas en la transición de la concepción de la enemistad moderna a la contemporánea radican principalmente en la falta de delimitación de aquello que se presenta como enemigo, que se convierte en global, total y criminal, y en el pavor que esa falta de objetivación provoca.
La máxima ejemplificación de dicho proceso fueron los actos terroristas que, muy especialmente a partir del 11 de septiembre de 2001, cambiaron las relaciones internacionales e introdujeron nuevas variables a la hora de experimentar el miedo. El terrorismo global permite entender el temor propio de los tiempos contemporáneos y extrapolar esa explicación a otro tipo de terrores. Precisamente, pareciera que con la crisis de la COVID-19 los miedos producidos por la globalización llegan hasta el paroxismo de una amenaza que no siendo, en principio, política —un virus no puede serlo y, por tanto, no es equiparable a una guerra o a un ataque terrorista, aunque a día de hoy pueden hacer palidecer el miedo que aquellos causan— despliega los mecanismos del terror hasta el punto de hacer pensar a los individuos que están librando una “batalla”, tal y como cierto uso del lenguaje ha puesto de manifiesto. Para tratar todas estas cuestiones planteadas en la introducción (1) será necesario definir las características del terror contemporáneo (2), analizar de qué manera construye su ilimitación como “evento” (3) y reflexionar acerca de los nuevos contextos en los que el terror puede desenvolverse (4).
3. El fantasma del terror
Los fantasmas y espectros dibujados con la simple apelación o imaginación del acto terrorista se inscriben ya en el diseño de la propia acción terrorífica, ejerciendo ya en su mera potencialidad su más pura actualidad. Pareciera que entre sus objetivos se incluyera, además de causar el mayor número de víctimas, la producción del terror poblacional a gran escala y generalizada (cual cadena no ya fordista, sino “toyotista”, como nombra Galli para mostrar el carácter deslocalizado del capitalismo global (2010, 104)7), así como la paralización de la vida social, que se convierten en armas de gran alcance simbólico. Junto con la realidad del ataque se extiende la virtualidad de la amenaza del mismo: tener miedo a salir de casa es ya un efecto del despliegue del terror, un “acto de desfamiliarización absoluto, ya que transforma lo cotidiano en algo monstruosamente irreconocible” (Eagleton, 2008, 110).
De ahí la importancia de desgranar —en línea con el pensamiento de Baudrillard, Heidegger, Derrida o Duque— qué tipo de funcionalidad terrorífica se pone en juego en este tipo de acciones, que van más allá de su propia realidad fáctica, razón por la cual se convierten en “eventos”. Diversos autores insisten en señalar que la especificidad que adquiere la enemistad en el marco de la acción terrorista está en línea con los caracteres propios de la globalización (Galli, 2010; Baudrillard 2002a, 2002b, 2008; Duque, 2004; Brown, 2015; Sitze, 2010), entendida ésta como la estocada mortal o el punto final de la Modernidad, en palabras de Carlo Galli: “ese conjunto de procesos en el que explotan todas las tensiones de la Modernidad” (2010, 103).
El terror —ya venga este de una acción propiamente terrorista o, podemos añadir, de la propagación de un virus biológico o informático— se adapta a la particulares formas que tiene la globalización de operar: transnacional y deslocalizadamente, a través de redes de contagio, contaminación física y virtual, extensión del pánico generalizado, sin lugares libres de la mácula del pavor, como explica Adam Sitze:
La guerra global no es anómala a la globalización económica; es el modo normal en el que la polemicidad se manifiesta bajo condiciones de “glocalidad”, guerra en la que cada punto de la tierra está —en principio, si no de hecho— inmediata y directamente expuesta al flujo global de violencia sin la intervención mediadora del Estado (Sitze, 2010, lxi)8.
Este debilitamiento del Estado es clave para entender la disolución de las certezas que otorgaba la Modernidad, pese a haber sido este un periodo jalonado por múltiples conflictos. La limitación de la soberanía no funciona sólo territorialmente, también simbólicamente: el Estado es capaz de determinar los confines del miedo, porque su poder como soberano es absoluto, y es el único que puede decidir quién es el amigo y quién el enemigo —“va anejo a la soberanía el derecho de hacer la guerra y la paz con otras naciones y Estados” (Hobbes, 2015, 149)—, garantizando en esta labor delimitadora la seguridad que otorga el conocimiento acerca de la amenaza enemiga. Se da entonces una mezcla de limitación (del territorio, ergo, del alcance finito de los problemas) y de ilimitación (la propia del poder estatal, que tiene que mostrarse como total). Representarse la idea de un poder ilimitado haciendo frente a un problema limitado ayuda a la reducción del miedo, ¿se ha perdido esa seguridad con la globalización?
El Estado sigue siendo el principal actor de las relaciones internacionales, pero el tipo de miedo que se despliega en la Contemporaneidad tiene que ver con el carácter no presencial o virtual que adquiere la violencia y que hace que los Estados, pese a sus esfuerzos, se vean desbordados en su intención acotadora, como sostiene Wendy Brown: “El fantasma del terrorismo transnacional, por ejemplo, traduce directamente la vulnerabilidad del Estado en vulnerabilidad de los ciudadanos” (2015, 157).
La distinción de Hobbes, en el gran diccionario que constituye su Leviatán, entre miedo y terror pánico permite establecer la sutil diferencia entre las distintas vivencias respecto a lo atemorizante. Por el primero entiende “la aversión, con una opinión de que el objeto va a dañarnos” (Hobbes, 2015, 46) y por el segundo “miedo, sin que sepamos su porqué ni de qué” (Ibid: 47). En la Modernidad y parte de la Contemporaneidad el objeto del miedo político es conocido: la guerra contra un determinado Estado, el pavor que inspira un gobierno o el riesgo de guerra civil. Ahora bien, la expansión del terrorismo globalizado contribuyó a que el origen del temor quedara difuminado. La ausencia de un Estado concreto al que responsabilizar en principio y la existencia de células diseminadas por todo el planeta que puedan pasar del estado latente a la acción en cualquier momento, en cualquier lugar o quizás nunca, produce un terror ligado al hecho de no ser capaces de reconocer la fuente de nuestra angustia existencial: “uno nunca saber realmente quién es el enemigo. Osama bin Laden, el individuo, más bien cumple la función de un suplente” (Habermas, 2003, 29)9.
El “ante qué del miedo [das Wovor der Furcht], lo “temible”” al que hace referencia Heidegger (2003, 164) en su párrafo 30 de Ser y tiempo, esto es, qué es lo que nos produce miedo de aquello que nos produce miedo,10 en el caso del terrorismo, es el miedo a exponer nuestras vidas a la violencia, algo que también ocurre en una guerra tradicional. Entonces, ¿qué tipo especial de vivencia fenomenológica pone en juego el terrorismo para que sea experienciado de una manera tan pavorosa?
El conocimiento de que las probabilidades de morir en un atentado terrorista son pocas no aminora el sentimiento de pavor, el esquema de la racionalidad no parece tener cabida dentro de la vivencia del terror. Como toda ansiedad, la verdad de los hechos resbala por la experiencia del pavor y se aleja dejando impasible al sujeto que sufre: “lo perjudicial, al cercarse en la cercanía, lleva en sí la abierta posibilidad de no alcanzarnos y pasar de largo, lo cual no aminora ni extingue el miedo, sino que lo constituye” (Heidegger, 2003: 165). En línea con estas palabras de Ser y tiempo, se podría decir que el hecho de que el acto terrorista no termine de acontecer hace aumentar el terror, pues el estar a la espera se convierte en una espada de Damocles siempre pendiente por caer. Es la amenaza misma del evento, además de su facticidad, lo que aterroriza, la proyección de un mal sin límites por venir que, como fruto de la imaginación, no se deja acotar por el entendimiento, pues el pavor no otorga legitimidad a las instancias racionales y que, como resultado de una política globalizada, tampoco se deja delimitar por las coordenadas bélicas tradicionales. El vocabulario heideggeriano añade matices al asunto del terror:
Cuando lo amenazador tiene el carácter de lo absolutamente desconocido, el miedo se convierte en pavor. Y aún más: cuando lo amenazante comparece con el carácter de lo pavoroso y tiene, al mismo tiempo, el modo de comparecencia de lo que asusta, es decir, la repentinidad, el miedo se convierte en espanto (Heidegger, 2003, 166).
Según Heidegger, a medida que se añade ilimitación, el miedo va creciendo, transformándose en pavor —que pone de relevancia el carácter indefinido de aquello que provoca la experiencia terrorífica— y en espanto —que incide en el modo de aparición aleatorio y sorpresivo. Heidegger da un paso más en esta fenomenología del miedo añadiendo la noción de angustia, que vendría a culminar el proceso de azoramiento. Si bien con el terror los contornos del objeto temido se difuminan, aún no se ha perdido la guía vital; la angustia, por el contrario, implica una absoluta desorientación metafísica del sujeto y aquello que la provoca “es ya “ahí”— y sin embargo, en ninguna parte, es tan cerca, que “angustia” corta la respiración —y sin embargo en ninguna parte” (Heidegger, 2005, 206). En este espectro, el miedo o el temor serían las experiencias más atadas a la realidad vivida (“el temor es la angustia caída en el “mundo””, Ibid., 210), siendo la angustia la más alejada; el pavor y el espanto representan fases intermedias. El terror provocado ante la amenaza terrorista puede superar estos dos últimos estadios y acabar en angustia si el sujeto no puede evitar la puesta en suspenso de su propia existencia.
Muy en línea con el análisis heideggeriano, la diferencia entre el mero miedo y el espanto explorada por Félix Duque a través de la distinción que realiza entre el horror y el terror, permite ahondar en la distancia cada vez más amplia entre la política propiamente moderna y la contemporánea o, dicho de otra manera, entre el enemigo clásico entendido como un elemento determinado que se puede incluir en la esfera del mundo circundante y reconocible y el adversario contemporáneo conformado como una generalización difusa que borra los puntos de referencia de nuestras brújulas. El horror del primer tipo de enemigo, vinculado al miedo que nos provoca un objeto del que tenemos conocimiento, es definido así por Duque:
[S]entimiento medroso de la exasperación del asco, de la repugnancia […], cuando el objeto productor, al mismo tiempo que parece volverse súbitamente peligroso o nocivo para quien se enfrenta al objeto horrendo, muestra sin embargo su vulnerabilidad, su flanco débil, con sólo que sepamos contextualizarlo dentro de una narración o de un esquema de referencia… (Duque, 2004, 28).
Ese horror tiene un objeto que garantiza su determinación y que hace posible la propia representatividad o capacidad representacional tan típicamente moderna, la que permite el conocimiento. Galli utiliza la expresión “geometría política” (2004, 103) para referirse a la configuración del nomos de la Modernidad. Podríamos hablar incluso de una geometría de la enemistad, en la que lo que se quiere medir no es sólo el contorno geográfico o físico del enemigo, sino muy especialmente el lógico, el dador de sentido. Que la fuente de su terribilidad sea visible (al logos), esto es, analizable, no sólo permite la capacidad de establecer sus debilidades, sino que nos regala el apaciguamiento que toda contextualización y marco de sentido otorgan.
Paralelamente, el terror, vinculado al segundo tipo de enemistad, despliega sus estrategias de expansión de maneras más vagas: “sentimiento angustioso surgido de la combinación, inesperada y súbita, de lo sublime y lo siniestro” (Duque, 2004, 15). Si el horror está referido al objeto de la experiencia, al fenómeno kantiano, el terror navega sobre las aguas dialécticas de lo no delimitable por el espacio y el tiempo, en la dimensión ideal de la totalización y la absolutización, de ahí la afirmación de Duque acerca de que “lo causante del terror se retira, reptante, hacia atrás, guardando las distancias: sin posibilidad de domesticación” (2004, 31). El miedo que genera el terrorismo —Schmitt incluiría aquí el pavor que provoca la guerra aérea, que inauguraría, según él, el nuevo paradigma bélico de la Contemporaneidad11— resulta imposible de esquematizar, armonizar o estructurar bajo criterios, no se le puede aplicar ninguna categoría. La causa no hace acto de presencia con una identidad definible y eso causa pavor.
En relación al atentado contra el World Trade Center, Jacques Derrida señaló la imposibilidad de otorgar una categoría que informara y ordenara lo ofrecido a los sentidos: “[C]omo una intuición sin concepto, como una unicidad sin generalidad en el horizonte o sin horizonte en absoluto” (Derrida, 2003, 86).12 Se trataría de una experiencia cuyos límites no están cerrados por la aplicación de una norma, sino que se mantendría abierto en su incertidumbre, siendo clausurado únicamente adjudicándola una etiqueta, convirtiéndola en tótem:
fuera del alcance para un lenguaje que admite su impotencia y que, por tanto, se reduce a pronunciar mecánicamente una fecha, repitiéndola sin fin, como una especie de conjuro ritual, un poema de magia, una letanía periodística o un refrán retórico que admite no saber de qué está hablando (Derrida, 2003, 86).
El lenguaje, el logos, no puede captar el sentido del conjunto, sólo puede bordearlo mediante giros que lo que hacen es aumentar la magnitud mítica del evento. Se podría argumentar que el acto terrorista sí es fenoménico, provee a la experiencia con una materialidad concreta: unos aviones estrellándose contra dos torres causando la muerte de miles de personas inocentes. Ahora bien, lo que el 11S puso en juego en torno suyo, no se agota ahí —la mera descripción parece, sin serlo, insuficiente—, en el acto puntual del atentado. Es más, puede que otros atentados no lleguen a ocurrir y, aun así, sus efectos terroríficos logran desplegar su funcionalidad y tener efectos reales en los sujetos a través del miedo, el cual incorpora una dimensión temporal fundamental, pues anticipando el acontecimiento, de alguna manera, ya lo cumple:
El futuro sólo puede anticiparse en la forma del peligro absoluto. Es lo que rompe absolutamente con la normalidad constituida y, por tanto, sólo puede anunciarse, presentarse, bajo la especie de la monstruosidad (Derrida, 2015, 14).
En situaciones de excepcionalidad el sinfín de opciones desconocidas que ofrece el futuro multiplica el pavor ad infinitum, porque el objeto concreto del terror se evapora o, más bien, se derrama inundando la totalidad de la percepción, que se ve vulnerable ante un ataque que no puede ni siquiera señalar y que crece monstruosamente, sin límites: “El traumatismo es producido por el futuro, por lo que está por venir, por la amenaza de lo peor por venir…” (Derrida, 2003, 97). ¿Es posible otorgar un sentido a un evento atravesado por la anticipación?, ¿se puede inscribir en la lógica de lo político?
3. A-representacionalidad y sinsentido: ¿apoliticidad?
El 11S se convirtió en paradigmático, en punto de inicio de de una nueva etapa de las Relaciones Internacionales, en “madre de los eventos” (Baudrillard, 2002a, 10)13 o en “el primer evento histórico mundial ” (Habermas, 2003, 28) porque en su simbolismo ya recogía las nuevas características de la guerra globalizada contemporánea, los rasgos del evento planetario, que culminan en nuestros días con la crisis de la COVID-19. Baudrillard caracterizó el “evento” por la carencia de interpretación y la imposibilidad de aplicación de las reglas de la causalidad, algo muy relacionado con la vivencia de la pandemia:
[T]odo lo que busque darle un sentido, aunque sea el más sutil y favorable, lo niega secretamente. Porque lo que origina un evento procede de una disociación de los efectos y de las causas, de una precesión de los efectos y de una superación de la causalidad… (Baudrillard, 2002b, 22).
Si podemos otorgar una explicación cerrada y finita a un acontecimiento, entonces no es un evento, porque habremos logrado circundarlo y acotarlo como objeto de experiencia comprensible. No obstante, el evento, para ser tal, tiene que sobrepasar nuestras herramientas discursivas, no puede ser domesticado narrativamente, tenemos que quedarnos sin palabras porque es imposible hallarlas, nos tiene que parece irreal porque somos incapaces de anclarlo al mundo con nuestros conceptos, y por eso lo vivimos “como una fantasmagoría” (Baudrillard, 2002b, 23).
La imposibilidad de inscribir el terrorismo en una lógica de sentido le desprovee de un hipotético carácter político o revolucionario, según Baudrillard, y lo convierte más en una terrible performance que en un alegato político.14 Con ello no se está negando el carácter político de las causas o el origen del terrorismo, sino la vivencia del terror que produce. No es un miedo que se viva como un combate entre iguales, “su acción apunta, en la indistinción asesina de la toma de rehenes, [al] individuo anónimo y perfectamente indiferenciado” (Baudrillard, 2008, 162),15 tampoco es un miedo producido sólo a posteriori o durante el fragor de la batalla, sino que es nota analítica de la acción terrorista, es el catalizador que la pone en marcha: “la crueldad y el impacto forman parte de su significado, no son meros efectos colaterales” (Eagleton, 2008, 110). Derrida incide en que la excesiva carga mediática ligada al 11S responde al cambio cualitativo que introdujo, dado que lo que se vio afectado fue “el sistema de interpretación” (Derrida, 2003, 93).
Si se acaban las claves interpretativas y las palabras, ¿no se finiquita el logos?, ¿no nos adentramos en el reino del silencio? ¿No queda ello ejemplificado, como recuerda Srecko Horvat, en los subtítulos que aparecían aquel día en las televisiones norteamericanas, que rezaban ““NO COMMENT NO COMMENT NO COMMENT” (2017, 68)? Insistir en la inconmensurabilidad del evento no significa que atentados como el de las Torres Gemelas no vayan acompañados de consecuencias políticas o que no surjan de ellas, sino que el evento mismo, tal y como nos lo representamos, las supera y dificulta la elaboración automática de un discurso geopolítico. Según Baudrillard, esa reflexión viene después, no está incluida en el acto perceptivo mismo, como lo pudiera estar la visualización de la ocupación de una ciudad o de la derrota de un ejército. El evento produce efectos simbólicos que van más allá de las “consecuencias geopolíticas del 11 de septiembre” (Baudrillard, 2002b, 32) y lo que hace es “desplazar la lucha a la esfera simbólica” (Baudrillard, 2002a, 25). Cuando la violencia pone fin a cualquier discusión racional porque no espera nada, sostiene Baudrillard, las condiciones del diálogo están dinamitadas, no hay respuesta que sea una verdadera contestación.16
Ahora bien, cancelar el análisis político17 conlleva muchos riesgos, supone aceptar la imposibilidad del cambio en el ámbito de lo práctico, de la decisión, que queda anulada y absorbida por la fuerza del determinismo. Negar el carácter político del terrorismo supone obviar la red de alianzas y enemistades que se ponen en juego alrededor de él o contra él. ¿Hasta qué punto es posible separar el análisis fenomenológico de la vivencia del miedo del carácter político del acontecimiento que lo origina?
La definición de lo político de Schmitt puede arrojar alguna luz: “la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo” (Schmitt, 2009, 56). El terrorismo contemporáneo, pese a su carácter celular, globalizado y vírico, aún reproduce el mecanismo de discernir entre amigos y enemigos —aliados y adversarios—, ahora bien, su tendencia a la totalidad hace casi imposible el acuerdo, no aspira al contrato social, ni siquiera a firmar su victoria sobre el enemigo, sólo desea aniquilamiento y acción de tierra quemada para imposibilitar el relato del consenso político. El terrorista no se conforma con logros finitos, pretende esa infinitud que la Modernidad abolió: “su odio es general” (Duque, 2019, 505).
En la contraposición entre una enemistad moderna acotada, fenoménica y representable, y otra, la contemporánea, situada más allá de los límites de la razón, prefigurada entonces como monstruosa, se juega el sentido y la posibilidad de lo político, entendido como atributo definitorio de un escenario basado en el reconocimiento de dos sustantividades enfrentadas que tienen que habérselas una con la otra para llegar a un acuerdo. Una noción imperial y absoluta de enemistad, si bien puede incluir cierto carácter político, puede correr el riesgo de perderlo del todo, se convierte en la imposición unilateral de un designio con la consiguiente obliteración de la otredad, del adversario al que no se le reconoce nada, pues la lucha entendida desde las premisas de la totalidad convierte a la causa en absoluta, donde solo cabe la victoria total o la nada.
Sin embargo, el enfrentamiento entendido como oposición contingente abriría la puerta a la contemplación de la reconciliación, aunque fuera como mera posibilidad teórica incluida en el universo de discurso de dicha enemistad. La enemistad pública permite la negociación, aunque sea en condiciones de hostilidad, mientras que la enemistad privada está basada en el odio y el agonismo visceral, haciendo muy difícil la articulación de relaciones políticas. El terrorismo se enmarcaría en el segundo tipo de enemistad, desbordado en sus límites y su sentido, generando algo más allá del miedo, precisamente, lo que hemos denominado como terror.
4. Conclusiones: reflexiones en directo sobre miedo y pandemia
Es quizás aún pronto para transformar en un discurso cerrado las consecuencias de esta crisis planetaria que ha cambiado el modo en que concebimos la vida comunitaria, el trabajo, la salud o la política. Forma empero parte de las obligaciones filosóficas pronunciarse sobre cualquier acontecimiento concebido como actual y, siendo el miedo en la Contemporaneidad el objeto de este artículo, parece necesario, si quiera, hacer cierta mención al tema, aunque esta no sea definitiva.
No cabe duda de que la pandemia de la COVID-19 constituye uno de los eventos de mayor trascendencia del siglo. Con él surge un tipo de miedo que, al menos en Occidente, llega a relativizar y a hacer olvidar el miedo al terrorismo. ¿Qué tendría de novedoso, cuando sabemos que las epidemias han jalonado toda la historia de la humanidad? Lo que ha cambiado es la forma de comprenderlas e integrarlas en una red de sentido. La expansión de la COVID-19 no sólo se ha convertido en un evento, sino en uno planetario, y ahí radica parte de su excepcionalidad: todos los habitantes del planeta Tierra nos hemos visto amenazados por la enfermedad y sometidos a diferentes condiciones de confinamiento para evitar la propagación del virus. Emerge una conciencia global, y no territorialmente acotada, que atisba el cambio de coordenadas en las que se zambulle el porvenir, como señala Petruccelli: “el verdadero acontecimiento histórico universal no es la pandemia. El verdadero acontecimiento es la aparición por vez primera de un fenómeno de pánico de masas global” (2020, 120).
El terrorismo, pese a ser un fenómeno global, no ha provocado situaciones de emergencia simultáneas en todos los puntos del planeta. El objeto del miedo en este caso, una enfermedad cuya naturaleza no se comprende aún completamente, es superado en su novedad por el hecho mismo de su globalidad, perdiendo los contornos propios de un temor limitado, convirtiéndose así en terror.
El estricto y necesario confinamiento vivido al comienzo de la crisis de la COVID-19 ha contado con el aliado propio de un tiempo globalizado, el de la tecnología (con el que también cuenta el terrorismo internacional). Esto hace la situación aún más novedosa; algunos teóricos de la biopolítica, olvidando hasta cierto punto las vidas que ha salvado el confinamiento y la necesidad de poner el foco en los más vulnerables, consideran preocupante que las medidas de control sean un primer paso hacia un porvenir que controlara los cuerpos digitalmente. Otros señalan las condiciones autoimpuestas por el sujeto, que hacen que él mismo demande medidas totales de autohigienización, como señala Zizek (2020a).
Más allá del debate acerca de cómo las decisiones sobre confinamientos necesarios para salvaguardar la salud de los ciudadanos afectan o, más bien, protegen, los derechos individuales —tema que excede la temática de este artículo— lo que nos interesa es ver la continuidad que tienen los dos tipos de miedo —al terror y a la pandemia. Siendo el miedo al terrorismo el precipitado de los rasgos de la globalización llevados a su máximo exponente en el terreno de la enemistad, el miedo a la pandemia emerge como el colofón de este proceso —el cierre epocal de una primera etapa globalizada, para dar paso a una segunda—, pues siguiendo la estela del miedo al terrorismo, ahora además, se siente terror respecto a “algo” que ni siquiera es un enemigo.
El miedo a la enfermedad se convierte en terror a la incertidumbre ante el porvenir (el momento de la infección acechando constantemente); en terror a ser contagiado o a contagiar (de manera azarosa, le puede pasar a cualquiera); en terror a desbordar el miedo; en terror a la falta de un conocimiento que ponga confines al objeto de ese pavor y que lo transforme en un objeto de simple miedo; en terror a que el Estado —ese poder ilimitado capaz de limitar la fuente de temor, como se dijo más arriba— sea en realidad una fuerza limitada ante una fuerza vírica ilimitada; en terror a perder la vida o la de los nuestros, el empleo, la vivienda, la cotidianidad previa, los hábitos de ocio e incluso corporales— “aprender a no abrazar e incluso a no tocarnos a nosotros mismos” (Zizek, 2020, 26). Como miedo contemporáneo que es, se pierde en su propia a-representacionalidad, porque la crisis de la COVID-19 va más allá de los efectos físicos de la propagación de un virus e inaugura un nuevo ámbito de sentido que, ahora que ha pasado el tiempo, todavía estamos descifrando. Aún nos sentimos perdidos en la cadena explicativa que une los medios y los fines. Ahora es cuando cabe decir NO COMMENT. Ahora sí que nos hemos quedado sin comentarios y, por eso, precisamente se oyen tantos constantemente, porque el lenguaje busca desesperadamente circundar lo inabarcable por el logos.
Ahora bien, aquí cabe señalar dos cuestiones críticas: primero, no hay que olvidar que junto a aquellos que experimentan pavor ante los efectos de la COVID-19, se encuentran los que no sienten pánico alguno ante la expansión del virus. La invisibilidad del objeto de temor genera una incredulidad respecto a sus riesgos y una negación ante la evidencia científica que dificulta la aparición de disposiciones anímicas de respeto y responsabilidad hacia la enfermedad y sus consecuencias. En segundo lugar, ¿se puede decir que es apolítico, como se ha mencionado anteriormente a propósito del terrorismo? Sin querer entrar en juegos de lenguaje, quizás ese no sea el término apropiado, pues lo apolítico, tal y como se ha descrito en este texto, no deja de ser una vuelta de tuerca a lo político en la que éste pierde sus atributos o en el que estos quedan difuminados. Apolítico no sería simplemente ausencia de política, no responde únicamente a su composición semántica privativa, lo apolítico del terrorismo radica en que, pudiendo tener un carácter de confrontación política, en la medida en que es capaz de distinguir amigos de enemigos, fracasa en su proyecto, se pierde en sí mismo y abandona en su naufragio el ámbito de lo político. Pero la COVID-١٩ nunca ha sido un fenómeno político, como todo aquello que pertenece a la naturaleza es, sin más, no establece condiciones para el mejor o peor desarrollo de la libertad, para la moralidad o la inmoralidad, para el bien o para el mal. Sobra decir que el coronavirus no es un enemigo, dado que no es una entidad con voluntad, no es un ser que decida, ergo, se frustran las posibilidades de la enemistad de raíz, es no político desde el principio, desde el punto de vista de una posible configuración de la enemistad. La insistencia por parte de algunos sectores de la sociedad y la política en recurrir a la metáfora bélica no refleja sino la necesidad de un enemigo. Queremos algo a quien declararle la guerra, aunque sea un virus, porque demandamos certezas; la lucha a escala planetaria contra un elemento de la naturaleza nos resulta demasiado inasible al entendimiento como para no entenderla dentro de las coordenadas de un “otro” culpable. Pero no hay un otro, sino un algo sin entidad soberana, y por tanto, no hay responsabilidad: “aunque hacen falta medidas de guerra, me parece problemático el uso de la palabra “guerra” para nuestra lucha contra el virus: el virus no es un enemigo con planes y estrategias para destruirnos, no es más que un estúpido mecanismo que se autorreplica” (Zizek, 2020b, 110-111).
Sin embargo, que el virus no sea una entidad política no significa que esta crisis sanitaria no incluya un componente político fundamental —basta remitirse a cómo el simple hecho de llevar mascarilla se convirtió en objeto de posicionamiento político en muchas sociedades— y que empieza con la protección que se espera del Estado ante este evento. Pese a que las personas cuyas condiciones materiales se lo permiten pueden sobrellevar los necesarios confinamientos de manera más o menos llevadera, la situación social de muchos individuos ha estado transida por una excepcionalidad que ha podido llevar a imaginar que se estaba produciendo una guerra. Todo ello se da, además, en un marco agonal de confrontación, ya que la pandemia ha sido catalizador de posiciones políticas enfrentadas, esto es, siguiendo a Schmitt, la pandemia ha generado amistades y enemistades. Así, si bien la COVID-19 no es un agente político, en la medida en que es generadora de este tipo de relaciones, abre un espacio para la contienda política, la cual se dará en el ámbito donde se pongan en juego las decisiones y las enemistades, esto es, principalmente en el terreno de la gestión social de la enfermedad y el cuidado —el juicio acerca de la mejor o peor gestión de la crisis sanitaria—, del trabajo —las medidas ante el drama del desempleo—, de la economía —la elección acerca del modelo de recuperación que se quiere implantar en cada Estado—, de las interacciones sociales —el nuevo tipo de relaciones que se han establecido—. No obstante, se podría argumentar que, al igual que todo evento, todas estas reflexiones “políticas” vienen a posteriori y que la vivencia fenomenológica del miedo que inspira la pandemia (por su tendencia a la universalidad propia de la globalización y por la inasibilidad de su sentido) se convierte en terror ante una lógica de lo invisible, de lo inmaterial y de lo virtual (por lo que toca tanto al virus mismo como a las formas sociopolíticas puestas en juego) que la tecnología está acabando de instaurar.
En conclusión, la clave para entender la separación moderna entre miedo y enemistad y su actual conexión radica en la evolución conceptual de dichos conceptos. La enemistad se puede declinar de muy diferentes maneras; según Schmitt, inimicus medieval, iustus hostis moderno, criminal contemporáneo, partisano o competidor económico conforman una miríada de nociones no equivalentes que orbitan en torno a la enemistad.18 Por lo tanto, resaltar la específica conexión entre terror y enemistad contemporánea no equivale a afirmar que todas las relaciones de enemistad sean siempre de miedo o terror, no era así en la Modernidad, ni que todas las relaciones de miedo sean siempre de enemistad. El miedo no siempre refiere a un agente político con voluntad, como ocurre con la COVID-19 (los virus, no siendo entidades políticas, pueden generar efectos políticos), y, aun en el caso de que así fuera, véase el caso del terrorismo, una vez que el miedo pierde de vista su objeto por la ilimitación o irracionalidad de este y se convierte en terror, la enemistad se desdibuja y pierde su asidero político.
Por tanto, podemos afirmar que la Contemporaneidad, en las últimas décadas, ha generado unos miedos muy acordes con el proceso y el contexto que la han transido, conformado y modelado, esto es, con la globalización, la cual por la manera absoluta, total y virtual en la que instaura sus dinámicas, convierte los miedos en terrores. En ese sentido, el carácter de lo político está en riesgo, pero como hemos visto, no termina de desvanecerse, resurge incluso de fenómenos que en principio escapan de lo político, pues la esperanza del acotamiento y de la resolución finita de los conflictos, quizás como muestra de la humanidad inextirpable que nos acompaña, no se da jamás por vencida, ni siquiera frente a lo que se presenta como naturalmente ilimitable o inevitable.
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1 Para Aristóteles, el miedoso es el vicioso que, ya sea por intemperancia o por incontinencia, es incapaz de encontrar el término medio entre temeridad y cobardía y apuntar al centro de la diana de la virtud valiente..
2 “La guerra no es menos atroz por ser solo un simulacro [...] Lo que ya no existe es la adversidad de los adversarios, la realidad de las causas antagónicas, la seriedad ideológica de la guerra” (Baudrillard, 2008, 75).
3 Véanse, entre otras obras donde Carl Schmitt desarrolla la noción de enemistad, El nomos de la tierra [1950], El concepto de lo político [1927, 1932] o Teoría del partisano [1966].
4 Se trata de la visibilidad estatal, porque son soberanías y no ideologías religiosas las que se enfrentarán tras la Paz de Westfalia.
5 “A un enemigo en sentido político no hace falta odiarlo personalmente” (Schmitt, 2009, 59).
6 Cfr., Schmitt, 2003.
7 Todas las traducciones de Galli al castellano de este artículo son personales.
8 Traducción personal al castellano.
9 Todas las traducciones de Habermas al castellano de este artículo son personales.
10 “Aquello por lo que el miedo teme [das Worum die Furcht fürchtet] es el ente mismo que tiene miedo, el Dasein. Sólo un ente a quien en su ser le va este mismo ser, puede tener miedo” (Heidegger, 2003, 165).
11 Cfr., Schmitt, 2007.
12 Todas las traducciones de Derrida al castellano de este artículo son personales.
13 Todas las traducciones al castellano de Baudrillard de las obras L’esprit du terrorisme y Power Inferno que aparecen en este artículo son personales.
14 Cfr., Baudrillard, 2008, 161.
15 “[L]a esencia del terror: de un lado, absoluta libertad de acción, calculada y perpetrada de modo que ha de cumplirse por necesidad; del otro, azar absoluto” (Duque, 2019, 504).
16 La lectura no política del terrorismo quedaría resumida en esta cita de Brown: “Incluso el terrorismo, que no está impulsado por motivos económicos, puede ser considerado con mayor propiedad como un sitio que como una guerra —tiene como objetivo la devastación, no la conquista de la soberanía” (2015, 175).
17 Para un análisis de la comparación entre el partisanismo y el terrorismo yihadista y su relación con el componente político, véase, por ejemplo, Yousef Sandoval, L. (2018), “El terrorismo contemporáneo a la luz del pensamiento de Carl Schmitt: la metamorfosis del partisano”, Revista Historia y Política, nº39, 2018, pp. 327-357.
18 Pássim, Schmitt, 2002; Schmitt, 2009; Schmitt, 2013. La siguiente cita de Schmitt describe la evolución del iustus hostis al adversario considerado como criminal: “el vencedor considerará la superioridad de sus armas como una prueba de su iusta causa y declarará criminal al enemigo, puesto que ya no es posible realizar el concepto de iustus hostis” (Schmitt, 2002, 354).