Daimon. Revista Internacional de Filosofía, nº 88 (2023), pp. 81-95
ISSN: 1130-0507 (papel) y 1989-4651 (electrónico) http://dx.doi.org/10.6018/daimon.436631
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El Scito te ipsum de Pedro Abelardo frente al
socratismo cristiano
Peter Abelard’s Scito te ipsum facing Christian Socratism
NATALIA JAKUBECKI*
Resume. Tal como Étienne Gilson señaló, el siglo XII asiste a lo que denominó “socratismo cristiano”: una revalorización teórica y práctica de la sentencia délfica “Nosce te ipsum”. Uno de los filósofos que suele ser incluido en esta corriente es Pedro Abelardo, autor de una obra llamada Scito te ipsum (Conócete a ti mismo). Rainer Ilgner, sin embargo, guiado por un espíritu primordialmente filológico, ha denunciado que el maestro palatino no hizo más que “usurpar” la máxima a partir de la cual pensadores como Hugo de San Víctor o Bernardo de Claraval sí edificaron sus respectivas propuestas morales. Nuestro objetivo principal, pues, es contrastar su tesis desde un punto de vista filosófico. Para ello, hemos dividido este artículo en dos grandes momentos: en el primero, explicaremos en qué consiste el socratismo cristiano y cuál es la relación que, según diferentes autores, guardaría con él la teoría ética de Abelardo; en un segundo momento, realizaremos un análisis filosófico de las principales premisas de la teoría ética abelardiana de modo tal que nos permita corroborar o refutar la acusación de Ilgner.
Palabras clave: Pedro Abelardo, socratismo cristiano, ética, conocimiento de sí, imago Dei.
Abstract. As Étienne Gilson held up, during the 12th century arose a movement he called “Christian Socratism”: a practical and theoretical appreciation of the Delphic Sentence “Nosce te ipsum”. A philosopher usually included in its ranks is Peter Abelard, author of a work named Scito te ipsum (Know Yourself). Nonetheless, Rainer Ilgner, guided mainly by a philological spirit, accused him of having usurped that maxim, on which authors such Hugh of St. Victor or Bernard of Clairvaux did base their respective moral proposals. The main purpose of this paper is to contrast Ilgner’s thesis from a philosophical approach. To do this, the article is divided into two major sections: in the first one, I will explain what Christian Socratism consists of and how —according to different authors— Abelard’s Ethics would be related to this; in the second one, I will do a philosophical analysis of the main Abelardian ethical premises to be able to corroborate or refuse Ilgner’s accusation.
Keywods: Peter Abelard, Christian Socratism, Ethics, Self-Knowledge, imago Dei.
Recibido: 11/07/2020. Aceptado: 15/02/2021.
* Jefa de trabajos prácticos en la cátedra de Historia de la Filosofía Medieval de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; Investigadora Adjunta en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina. Contacto: natalia.jakubecki@filo.uba.ar. Líneas de investigación: filosofía práctica y diálogo interreligioso en los siglos XI y XII. Entre sus publicaciones recientes se cuentan: El De angelo perdito de Gilberto Crispino frente De casu diaboli de Anselmo de Canterbury. Convergencias y divergencias, en Revista Latinoamericana de Filosofía 46.2 (2020), y “Divine Providence and Free Will in the De Angelo Perdito by Gilbert Crispin. An Interpretation in Light of the Consolation of Philosophy”, en Bulletin de Philosophie Médiévale, 60 (2018).
Entonces intervino Eutidemo: — Ten la seguridad de que creo firmemente, Sócrates, que el conocimiento de sí mismo debe tener la máxima importancia, pero ¿cómo hay que empezar a conocerse a sí mismo? Es algo por lo que pongo los ojos en ti por si quisieras servirme de guía.
Jenofonte, Memorables IV.2.29-30.
1. El siglo XII y el socratismo cristiano
1.1. Generalidades
De la nutrida serie de fenómenos culturales que se dieron en el siglo XII hay uno especialmente significativo, aquel al que Marie-Dominique Chenu, de manera un tanto poética, ha llamado “el despertar de la conciencia”, término con el que tituló su libro homónimo. Como el estudioso francés ha sugerido, es precisamente por esta nueva “sensibilidad psicológica y moral respecto de la conciencia, [que] el hombre se descubre como sujeto” (1982, 30).1 La revisión y creación de nuevas órdenes monásticas, el apogeo del amor cortés, el nacimiento de la poesía goliarda, la recuperación de la jurisprudencia práctica no son más que algunas de las múltiples repercusiones de este hallazgo. En el campo filosófico, ese despertar de la conciencia tuvo su manifestación más nítida en una tendencia a la que Étienne Gilson, en su célebre L’esprit de la philosophie médiévale, dio el nombre de “socratismo cristiano”.
Ahora bien, no debemos perder de vista que “socratismo cristiano” es una etiqueta historiográfica y, en cuanto tal, igual de problemática que las restantes: nacidas de la necesidad epistémica de agrupar ciertos fenómenos, o tesis, o afinidades de cualquier índole para estudiarlas en conjunto, corren el riesgo de ser arbitrarias, de modo que sus límites serán tan estrechos o tan amplios como pretenda que lo sean quien crea o usa esa etiqueta. Coincido, pues, con Julio Castello Dubra cuando señala que los “denominadores comunes” deben aparecer “como el resultado de un examen empírico de las complejidades históricas y no como un a priori que organiza el material histórico conforme a lo que ya se sabe que se va a encontrar” (2017, 74). En otras palabras, primero debe tener lugar el hallazgo genuino de elementos que se repiten con relativa sistematicidad y solo después ha de idearse una categoría que, en base a esos elementos, a esos “denominadores comunes”, refiera al mismo tiempo a todos los individuos del conjunto. Así, luego de establecida la etiqueta siempre será más fácil incorporar nuevos individuos que participen en ella —o sea, nuevos autores o textos en los que se han detectado los denominadores que la originaron—, que nuevos elementos que la conformen, pues ellos deben estar presentes en cada uno de los individuos ya incluidos en el conjunto; de lo contrario, estaríamos dando cuenta de otro fenómeno que debería reclamar su propia etiqueta.
En lo que concierne al “socratismo cristiano”, no cabe duda de que el elemento teórico recurrente más ostensible es la sentencia délfica “Nosce te ipsum”, traducción latina del griego “Γνῶθι σεαυτόν”. Sin embargo, si fuera el único, la nómina de autores inscriptos en este movimiento se incrementaría drásticamente. Más aún, ni siquiera se trataría de un fenómeno característico del siglo XII.2 Por supuesto hay algo más, y eso es una determinada interpretación y utilización de dicha sentencia. En efecto, explica Gilson, los autores cristianos que él considera “socráticos” vieron en el mandato délfico la clave para entender la naturaleza del ser humano, esa que se encuentra en el Gn. 1: 26-27, donde no una, sino tres veces se afirma que somos imagen de Dios (imago Dei):
“Dios dijo: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza; y que le estén sometidos los peces del mar y las aves del cielo, el ganado, las fieras de la tierra, y todos los animales que se arrastran por el suelo’. Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer”.3
Si bien cada escuela apelará sus propios recursos teóricos para definir esta imagen, en términos generales es posible decir que la han encontrado en la inteligencia o en la libertad (cf. Gilson, 1932, 214-215). De allí que Ermenegildo Bertola haya identificado dos vertientes de socratismo, las cuales, nos obstante, se retroalimentan mutuamente: una gnoseológica, que busca justificar la importancia de la investigación psicológico-científica sobre la naturaleza del alma, y que dio origen a una significativa cantidad de opúsculos específicos sobre ella; otra ética, más cercana al socratismo clásico, que busca conocer al ser humano en su totalidad, qué lugar le corresponde en el orden creatural, de dónde viene y hacia dónde va (cf. 1959, 258).
La pregunta que se impone es por qué esta corriente fue tan fuerte durante el siglo XII. Para simplificar una respuesta que amerita una discusión propia, diremos que el factor, no único pero sí determinante, fue el creciente interés fisicista despertado por las artes del quadrivium en las nacientes escuelas urbanas, alimentado luego por las traducciones de textos griegos y árabes. Frente a la “curiosidad por las cosas exteriores” (curiositas rerum externarum), como la llama Bernardo de Claraval en Sentencias III.4, este volver la mirada hacia sí mismo no es más que una reacción que, con todo, no necesariamente debe interpretarse como un rechazo a las ciencias naturales, sino como una exhortación a privilegiar un objeto de estudio de mayor jerarquía (cf. Bertola, 1959, 259-260; Ilgner, 2003, 404).4 No es casual, entonces, que el socratismo cristiano haya florecido en el medio monástico. Sin ánimos de exhaustividad, podemos citar algunos pocos, pero representativos ejemplos.
1.2. Algunos ejemplos de socratismo cristiano
En primer lugar, se destacan los cistercienses y, entre ellos, desde luego, el recién mencionado Bernardo, para quien el conocimiento de sí es a tal punto importante, que lo llevó a afirmar que nadie puede salvarse sin él.5 En la doctrina del abad, a través de la cognitio sui ipsius se emprende un camino de autoconocimiento que va desde lo inferior a lo superior, y que conduce a descubrir dos realidades que, aunque parezcan opuestas son, en verdad, complementarias. En un primer momento, lo que se conoce es la miserable condición humana: “Mira con atención la tierra para que te conozcas a ti mismo”, dirá el abad.6 Reconocer la fragilidad y miseria propias de la naturaleza es un paso ineludible en el camino ascendente hacia Dios, pues solo de esta experiencia “nace la humildad, madre primordial de la salvación”.7 Recién entonces, a salvo ya del orgullo y la vanidad, nos será posible encontrar en el alma aquello que nos distingue del resto de las creaturas, esa imago Dei en la que ella consiste, esa notitia de Dios en nosotros que nos permite conocerlo y orientar hacia Él ese honesto amor (caritas) que habría despertado la compasión por la miseria propia y la ajena: “De esta manera, el conocimiento de ti es un paso hacia el conocimiento de Dios; y Él mismo se mostrará a partir de la imagen suya que se reproduce en ti”.8 Solo así nos será posible alcanzar nuestro fin, que no es otro que gozar de Dios.
En el ámbito cisterciense es tan profunda la fuerza que adquiere esta exhortación, que Guillermo de Saint Thierry llega incluso a sostener que quien por vana curiosidad “dispersa la inteligencia en cosas ajenas se extravía miserablemente en la locura”.9 Es cierto que los sentidos apenas alcanzan para conocer lo que nos es propio, pero a pesar de ello, quien atienda a su propia naturaleza podrá elevarse a Dios, gracia mediante. Así, con la esperanza de llegar “hasta el Autor de todas las realidades visibles e invisibles”, Guillermo dedica su obra a escrutar por dentro y por fuera ese microcosmos que, dice, es el ser humano mismo.10
Un último cisterciense que no puede soslayarse es Isaac de la Estrella, cuyo socratismo se encuadra más bien en la vertiente onto-gnoseológica. Para este pensador inglés, es la misma superioridad del alma la que implica la superioridad de su propio conocimiento frente a cualquier otro. Uno de los pasajes de su obra más sugestivos respecto del tema que nos concierne es el del Sermón II.13. Allí utiliza el concepto de imago para confrontar el tópico humanista del ser humano como microcosmos con el dato genesíaco. Será el conocimiento de sí aquello que no solo permita distinguir entre la imagen exterior y la imagen interior, sino también aquello que, incluso, posibilite la deificación.
“Si quieres conocerte a ti mismo, poseerte, entra en ti mismo y no te busques por fuera. Una cosa eres tú, otra lo que es tuyo, otra lo que está a tu alrededor. [...] Por fuera eres un animal a imagen del mundo, de ahí que se diga del hombre que es un mundo más pequeño; por dentro, eres un hombre a imagen de Dios, de ahí que también puedas ser deificado”.11
Otros que se hicieron eco del mandato délfico fueron los victorinos. Hugo de San Víctor, por ejemplo, comienza su Didascalicon con él. Evocando a su modo el momento de la intentio agustiniana, el maestro señala que “El alma inmortal [...] iluminada por la sabiduría, puede ver cuál es su principio y reconoce cuán indigno es que alguien busque fuera de sí mismo cuando debiera darse por satisfecho con lo que él es en sí mismo”.12 Y agrega que en el templo de Apolo se halla la inscripción “conócete a ti mismo” (gnóthi seautón) porque es precisamente atendiendo a su origen que el hombre comprende la insignificancia de las cosas mutables. Debe, pues, recuperar ese conocimiento que Adán tenía antes de caer por el cual no ignoraba ni su condición, ni su orden, ni lo que está “encima de él, en él y debajo de él” y justamente gracias al cual sabía “lo que debía hacer y lo que debía evitar”.13
Para Ricardo de San Víctor, por su parte, la búsqueda introspectiva es importante al punto que se vuelve condición de posibilidad de cualquier otro conocimiento: “¿Ves cuánto vale para el hombre el conocimiento de sí? En efecto, a partir de este avanza hacia el conocimiento de todas las cosas celestes, terrestres e infernales”.14
Así pues, al menos respecto de los círculos intelectuales cistercienses y victorinos —que es donde con mayor fuerza se manifiesta esta corriente—, es claro que antes que la sentencia en sí, lo que congrega a sus representantes es una misma convicción que puede sintetizarse en dos premisas: 1) que hay un orden jerárquico cuyo conocimiento es por completo necesario, es decir, ineludible tanto en lo que atañe a las cuestiones mundanas como a las celestiales, tanto las inmediatas como las eternas, y 2) que dicho conocimiento no puede obtenerse más que a partir del autoconocimiento.
1.3. El caso particular de Pedro Abelardo
Uno de los filósofos que se suele incluir en el catálogo de socráticos es Pedro Abelardo, autor, entre otras cosas, de una obra ética llamada Scito te ipsum (Conócete a ti mismo).15 Entre los especialistas de mayor renombre encontramos, por ejemplo, a Bertola quien, aunque ni siquiera menciona a Abelardo en su artículo dedicado exclusivamente al socratismo cristiano, comienza otro donde estudia la ética abelardiana incluyéndola explícitamente en esta corriente (cf. 1988, 53-54).
Gérard Verbeke, a partir de una escrupulosa interpretación del imperativo abelardiano del autoconocimiento, parece intuir que esta doctrina no cuadra del todo en el socratismo cristiano. Nota, incluso, que Abelardo prefiere la voz “scito” a la “nosce” habitual, lo que de todos modos justifica diciendo que con ella el autor quería acentuar la necesidad de que ese conocimiento sea fundado (cf. 1987, 91). Sin embargo, el mero uso de la sentencia délfica como título, más el hecho de que el peso de la teoría se ubique íntegramente dentro del dominio interior, “en las profundidades de la conciencia humana” (1987, 90), le hicieron perder de vista a Verbeke la singularidad de la doctrina del maestro palatino, a la que termina por incluir en este movimiento sin mayores argumentos.
Chenu, por su parte, entiende el socratismo cristiano de una manera mucho más amplia y por ende más vaga que Gilson. Para él, sencillamente, se trata de la “interiorización consciente de la vida del espíritu”. De ahí que establezca una implícita identificación entre esta corriente y cualquier mención o uso del término “conciencia”, y soslaye casi por completo la asimilación específica de la máxima délfica. Parece no haber tenido en cuenta que, aunque el socratismo cristiano fuera, en efecto, una manifestación de la nueva sensibilidad a la conciencia, no toda sensibilidad a la conciencia ha de ser necesariamente socratismo cristiano. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que son estas imprecisiones las que le permiten, al igual que sus colegas, incluir a Abelardo en la nómina de socráticos. De todos modos, Chenu, mucho más que Verbeke, nota que la doctrina del Palatino desentona y por ello advierte que dentro del fenómeno que nos ocupa hay “dos espiritualidades diversas” (1982, 67): una de índole monástica, representada por el Císter; otra, la de Abelardo. En pocas palabras, para Chenu, Abelardo forma parte del colectivo de socráticos cristianos pero a condición de ser el único individuo de su propia especie de socratismo (cf. 1982, 65-71). Horacio Santiago-Otero, consciente o no, replica la lectura de Chenu. En efecto, al igual que aquel, emparenta la Ethica con el socratismo, pero distingue la introspección abelardiana de la de “sus contemporáneos, los místicos monásticos” (1988, 91).
Más recientemente Eileen Sweeney publicó un trabajo en el que realiza una operación similar a la de Chenu. Basada en la discutible identificación entre socratismo y humanismo16 y haciendo caso omiso del adjetivo “cristiano” después del primer párrafo, explica que Abelardo efectivamente integra este colectivo pero que, a diferencia del de los restantes, el suyo es socratismo-humanismo “más pesimista, más negativo” (2016, 102). Y cuando intenta deslindar ambas corrientes y explicar qué hace a Abelardo pertenecer a cada una de ellas por separado, la autora yerra no en la lectura de la filosofía abelardiana, sino en la concepción de socratismo cristiano, dado que lo que incluiría al Palatino en él es su “búsqueda incesante de respuestas” y su “crítica extremadamente aguda” a las que carecen de rigor, por una parte, y “su disposición a admitir la ignorancia”, por otra (2016, 102). Esta descripción bien puede atribuirse a un socratismo en sentido amplio, pero no ciertamente al socratismo cristiano tal como lo describe Gilson, a quien Sweeney refiere de manera explícita en la primera oración de su escrito (cf. 2016, 101).17
Ahora bien, a ninguno de estos estudiosos pareció haberle llamado la atención el que Gilson no incluyera a Abelardo en esa especie de repertorio que realizó al proponer la etiqueta historiográfica en cuestión. Es cierto que el erudito francés en ningún momento afirma que pretendió ser exhaustivo, pero de haber considerado a Abelardo un socrático cristiano, su inclusión hubiera sido insoslayable, dada la gravitación del Palatino en el siglo XII. Nadia Bray, por su parte, contribuye de manera indirecta e involuntaria, incluso, a acrecentar los indicios en contra de esta atribución. La autora, antes de comenzar a desarrollar la imagen que se tuvo de Sócrates en los siglos XIII y XIV, realiza un breve recorrido por los tópicos con los que los autores inmediatamente precedentes se refirieron a él. Allí se aprecia con claridad que la recepción de Sócrates por parte de Abelardo es muy similar a la de sus colegas del medio escolar urbano, como Guillermo de Conches y Juan de Salisbury (cf. Bray, 2019, 572-574).
Pero además de los análisis contemporáneos, el hecho de que Bernardo y Abelardo coincidan en una misma tendencia, siendo sus doctrinas tan opuestas como eran, también debería hacernos sospechar.18 Y aunque no sin justicia se nos podría objetar que de por sí esto no es un argumento, porque bien pueden dos autores enfrentados por muchas cosas confluir en una, no parece ser este el caso si se atiende a las palabras del propio Bernardo. En efecto, indignado por la que, entendía, era una indebida apropiación del divino precepto, dice que para ese presuntuoso dialéctico mejor hubiera sido, “según el título de su libro”, conocerse a sí mismo y no traspasar sus límites. Más aún, le achaca con ironía que “nada ignora de todo lo que hay en el cielo y en la tierra, excepto a sí mismo”.19
Rainer Ilgner —el editor de la Ethica para el CCCM— ha denunciado que Abelardo no hizo más que “usurpar” la máxima a partir de la cual pensadores del talante de Hugo de San Víctor o Bernardo de Claraval sí edificaron sus respectivas doctrinas morales (cf. 2003, 402). Gracias a un meticuloso recorrido filológico, demostró que el ascetismo de base que congrega a los autores de esta corriente no proviene tanto del saber pagano como de la invitación al autoconocimiento formulada por Salomón en el Cantar de los cantares. De ello eran conscientes los mismos medievales, o al menos los más instruidos. Guillermo de Saint Thierry, por ejemplo, con un gesto que recuerda al de Orígenes, inicia su De la naturaleza del cuerpo y del alma haciendo un paralelo entre el “Hombre, conócete (scito) a ti mismo”, máxima “célebre entre los griegos”, y el “Si no te conoces (cognoveris), sal”, dicho por “Salomón, o más bien, Cristo”.20 Se entiende, entonces, por qué incluso los espíritus más conservadores como Bernardo lo consideraban un mandato divino antes que uno pagano.
Y aunque esta precisión no modifica la tesis central de Gilson, sí pone en cuestión el nombre que le dio a esta tendencia ascética, pues no sería de origen socrático sino veterotestamentario. Esto explica, además, la proveniencia de “scio” y de “(cog)nosco”. Ilgner sostiene que el estudioso francés habría confundido elementos de dos tradiciones distintas (cf. 2003, 395-402): por una parte, la que tiene su origen en la respuesta de la Pitonisa a la pregunta de Querefonte, diciendo que Sócrates era el más sabio de todos los hombres, y habría dado origen a la irónica sentencia del sabio, resumida como “sé que no sé” (scio quod nescio) (Platón, Apología de Sócrates 21a-d; Diógenes Laercio, Vidas II, 12); por otra, la máxima inscrita en el oráculo de Delfos: “gnóthi seautón” —en latín “nosce te ipsum”— que los Padres griegos primero, y latinos después habrían asimilado a través de ciertos pasajes paralelos del Antiguo Testamento (cf. Job 5:27; Dt. 4:9; Sal. 138:23 y muy especialmente Cant. 1:7).
Sea de ello lo que fuere, lo que nos interesa no es discutir la pertinencia del nombre de la etiqueta gilsoniana, sino rescatar la conclusión a la que arriba Ilgner. Afirma que, puesto que en ningún momento Abelardo explica qué entiende por “conocerse a sí mismo”, ni su importancia ni, mucho menos, por qué este es el título de su principal escrito ético, la máxima, aislada al comienzo del texto, no tiene ninguna relación concreta con él (cf. 2003, 401). Más aún, podemos agregar que esta sentencia ni siquiera vuelve a aparecer en sus escritos restantes. A sus ojos, Abelardo no habría querido evocar la tradición moral pagana ni la lectura espiritual que había congregado a sus coetáneos monásticos, sino servirse de una frase de moda pero a la vez bien vista por el cristianismo de la época para expresar sus poco convencionales ideas. Así, mientras que sus contemporáneos llamaban en conjunto a tomar “conciencia de la futilidad del hombre y el mundo frente a Dios”, él proyecta “el hombre racional como sujeto de la moralidad” (Ilgner, 2003, 402). Sin embargo, la conclusión de Ilgner se sostiene gracias a un tratamiento eminentemente filológico. Falta, pues, un análisis filosófico del Scito te ipsum que la ratifique o bien que la refute.
A esa tarea nos dedicaremos a continuación. Para ello, realizaremos un sucinto recorrido por las principales tesis de la obra, con especial atención a aquellas que nos permitan elucidar la relación teórica que la doctrina guarda con la sentencia “conócete a ti mismo” que la titula. Para interrumpir lo menos posible el hilo de la argumentación, reservaremos la mayoría de las observaciones críticas para el final de dicho recorrido.
2. El Scito te ipsum de Abelardo
Preocupado por hallar una instancia que se encuentre por completo bajo nuestra potestad y, por tanto, nos haga enteramente y sin lugar a duda responsables, Abelardo ubica todo el peso de la moralidad en la interioridad del ser humano. Pecar, nos dice, es despreciar a Dios consintiendo en lo que no conviene, esto es, en el deseo de realizar aquello que cada agente moral cree opuesto a su voluntad (cf. Ethica I.2.9-3.4).21 El pecado, entonces, se define en primer lugar como el desprecio a Dios (contemptus Dei) que se da por medio del consentimiento de la voluntad (consensus voluntatis).
Entendido de este modo, el pecado se halla en medio de dos instancias en sí mismas moralmente indiferentes. Por una parte, una tendencia volitiva natural y espontánea que proviene del vicio que inclina a desear lo que no conviene, y que podemos llamar “concupiscencia” o, como sugiere Robert Blomme en su ya canónico artículo, “voluntad concupiscente” (1957, passim). Por otra parte, la acción externa, o sea, la concreción efectiva de esa tendencia primitiva que se ha transformado en voluntad intencional (o en “intención”, a secas) una vez que se ha consentido en ella.22 Y justamente como se ha consentido en ella, como se ha decidido “llevarla a cabo si se diera la oportunidad”,23 esta intención es el elemento central del acto volitivo en tanto es el único pasible de recibir cualificación moral. La cualificación, desde luego, es relativa a la licitud o conveniencia del fin al que tiende: la intención será buena si lo que se propone concuerda con aquello que creemos que agrada a Dios; mala, si va en contra. La ética abelardiana, pues, se funda en la “primacía absoluta e incontestable de la intención” (Estevão, 1990, 187) que no puede sino ser individual.
La completa interioridad en la que se desarrolla el “combate” moral, como Abelardo lo llama (cf. Ethica I.7.3-4), trae aparejadas varias consecuencias prácticas, dos de las cuales nos interesa destacar particularmente. La primera de ellas es que, desde el punto de vista moral, nadie, excepto uno mismo y Dios es capaz de conocer con total certeza una intención y, por tanto, nadie, excepto uno mismo y Dios, puede juzgar con total justicia la culpa o inocencia del alma.24 La segunda consecuencia está de algún modo ya implícita en lo dicho: si el pecado se comete a partir del consentimiento de la voluntad, si las intenciones resultantes solo son conocidas por uno mismo y por Dios, entonces, la mediación de la Iglesia parece ser superflua, especialmente en lo tocante al sacramento de la Reconciliación. Como señaló Chenu, la complejidad de este sacramento —conformado por tres instancias: contrición, confesión y satisfacción—, sumada a su condición de obligatorio, no solo le otorgaba a la Iglesia un enorme poder, sino también, de alguna manera, bloqueaba la emancipación de la conciencia y del juicio personal (cf. 1982, 42). La ética de Abelardo rompe con ello en la medida en que reconfigura el peso de cada instancia: mientras que la contrición cobra una inusitada relevancia, la confesión y la satisfacción, ligadas ambas a las acciones externas, se vuelven prescindibles. Aquello que nos reconcilia con Dios es únicamente ese dolor que el alma siente no por temor al castigo, sino por el mismo hecho de haberlo despreciado; dolor en el que consiste el verdadero arrepentimiento o, como Abelardo lo llama, el “arrepentimiento fructífero” (fructuosa poenitentia) (cf. Ethica I.57-60).25 En consecuencia, tanto el juicio que se haga de la propia intención como el “remedio” de la culpa del alma dependen en gran parte de una operación exclusivamente introspectiva.
Ahora bien, por otra parte, ha de notarse que el pecado fue definido como el consentimiento en aquello que se cree contrario a lo que Dios quiere que hagamos o dejemos de hacer. Sin embargo, de agotarse el pecado en la interioridad, de no mediar un parámetro extra-anímico y, por tanto, heterónomo, cualquiera que actuara en conformidad con sus propias creencias, sean estas cuales fueren, podría alegar que sus intenciones son buenas. El resultado sería un inadmisible subjetivismo según el cual, señala el propio Abelardo, “incluso los mismos infieles, al igual que nosotros, darían origen a obras buenas”.26 Desde luego, ese parámetro extra anímico es Dios. Por tanto, una buena intención no es tal porque así la creamos, sino porque concuerda efectivamente con la voluntad divina. Dicho de otro modo, para tener una verdadera buena intención se debe tener un conocimiento cierto de aquello que real y verdaderamente Dios quiere.
No obstante, así como Abelardo advierte que la conducta moral no puede quedar reducida a la mera interioridad, así también advierte que es imposible no el conocimiento de la voluntad de Dios —pues está expresada no solo de manera positiva en las Escrituras, sino también en cada uno de nuestros “corazones” como ley natural— sino más bien la certeza de ella. En tanto creaturas, somos irremediablemente falibles, por lo que puede suceder que, debido a un error en nuestra estimación de aquello que, en definitiva, no nos es evidente, estemos convencidos de que nuestras intenciones agradan a Dios cuando en realidad no es así. En ese caso, esa intención no es mala sino errónea. El problema es que no tenemos forma de saberlo.
Con todo, en la medida en que el pecado es desprecio a Dios, la culpa solo puede provenir de una intención mala y esta no se da sino por ir en contra de lo que, errados o no, cada uno de nosotros cree que Dios quiere. El conjunto de todas las proposiciones deónticas que creemos verdadera voluntad divina, tales como “Dios no quiere que mintamos”, “Dios quiere que amemos al prójimo”, etc., no es más que la propia conciencia. De allí que Abelardo deba admitir que “cuando no osamos ir contra nuestra conciencia, en vano tememos presentarnos ante Dios como reos de culpa”.27 Así, quienes movidos por amor a Dios actúen conforme a una intención errónea no son culpables, aun cuando el error impida su salvación.28
En suma, para Abelardo son dos los pilares sobre los cuales se funda el acto moralmente correcto, ambos basados en el conocimiento: por una parte, el conocimiento de Dios, pues es su voluntad la que exime a la conducta humana de quedar circunscripta a su mero capricho; por otra, el conocimiento de sí mismo, esto es, de las propias intenciones y de los contenidos de conciencia con los cuales contrastarlas y de las cuales, en última instancia, arrepentirse. Sin embargo, solo uno de estos pilares titula la obra. ¿Por qué? Porque, aunque, como toda ética heterónoma —y la de Abelardo sin dudas lo es— hay una tensión entre la norma extra-anímica y la intra-anímica que debe resolverse a favor de la primera, la posibilidad de errar en el conocimiento de Dios hace que el conocimiento de sí resulte decisivo. Notemos, sin embargo, que este conocerse a sí mismo se convierte en la máxima con la cual regir la conducta, pero no porque a través de este conocimiento se conozca a Dios ni mucho menos al mundo —como sostienen los socráticos cristianos—, sino porque, ante la imposibilidad de la certeza de la voluntad divina, a cada ser humano solo le queda aspirar a vivir de manera coherente consigo mismo.
En ello, Abelardo parece estar mucho más cerca del examen de conciencia cotidiano que propone Séneca en su De ira que del reconocimiento de la propia grandeza y miseria al que aspira Bernardo:
“Sextio [...] al terminarse el día, cuando se había retirado al descanso nocturno, preguntaba a su espíritu: ‘¿qué vicio curaste hoy? ¿A cuál te resististe?’ [...] ¡Cómo es el sueño que sigue al examen de sí mismo, qué tranquilo, qué profundo y libre, cuando el espíritu [...] analizándose a sí mismo, censor secreto, se ha informado de sus costumbres!”.29
3. Conclusiones
Para concluir, me permito citar una vez más a Castello Dubra cuando afirma, nuevamente al respecto de las etiquetas historiográficas, que “en materia filosófica, la mera invocación de una autoridad significa cualquier cosa menos la garantía de una adscripción a la línea de pensamiento de dicha autoridad” (2017, 70-71). Si tenemos por autoridad invocada la máxima “conócete a ti mismo” —elemento cuyo uso doctrinal permitiría incluir a Abelardo dentro del socratismo cristiano—, entonces estas páginas son, en cierto modo, prueba de ello. En efecto, aunque el recorrido por las tesis del Scito te ipsum no ha sido más que un breve resumen,30 ha puesto de manifiesto que la elección de la sentencia délfica para titular un opúsculo ético no alcanza por sí sola para incluir a Abelardo en la lista que reúne con justicia a Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint Thierry, Hugo y Ricardo de San Víctor, entre otros.
El socratismo cristiano llama a conocer eso que todos tenemos en común, eso que comparten todas las almas humanas: la imago Dei que ellas mismas son. Abelardo, en cambio, llama a conocer los contenidos de la propia conciencia y, a partir de ellos, las propias intenciones, únicas e irrepetibles en cada uno de nosotros, que nos llevan o no a pecar, que nos conducen o no a arrepentirnos. El socratismo, pues, exige tomar conciencia de lo que nos hace excepcionales en tanto especie; Abelardo, prudente respecto de los límites humanos para aprehender la voluntad divina, apela al tribunal de la conciencia individual. Si quisiéramos traducir esto en términos dialécticos, podríamos decir que mientras el socratismo cristiano llama a conocer el status homini, la ética abelardiana exige el conocimiento de cada particular.
El único modo de incluir a Abelardo en las filas del socratismo cristiano sería entender esta corriente en un sentido mucho más laxo del que le dio el propio Gilson cuando la propuso. En otras palabras, para llamar “socrática” a una doctrina que nada tiene de ascética y dista mucho de ponderar la miseria de la naturaleza humana, habría que pensar esta etiqueta historiográfica en función de un único elemento, la sentencia “Nosce te ipsum”. Y no solo eso, sino que habría que hacerlo desatendiendo a su filiación etimológica y obviando la función teórica que la máxima desempeña dentro de este movimiento, de manera tal que su coincidencia con el título “Scito te ipsum” quede reducida al plano semántico. Desde luego, no es que no se pueda —en especial desde el momento en que el socratismo cristiano no es una escuela de pensamiento propiamente dicha, con premisas teóricas definidas de manera explícita—, pero es justamente aquello que no es aconsejable, pues implicaría establecer a priori los denominadores comunes de los que hemos hablado al comienzo, en este caso, uno solo que, además, entendido así, resultaría bastante impreciso.
Si, en cambio, más allá de los matices que le imprime cada autor, la máxima ha de interpretarse en un sentido unívoco que consiste en conocer a la creatura con el fin de conocer al creador, entonces deberíamos admitir que el Palatino no ha sido más que un usurpador, tal como ha sugerido su editor (Ilgner, 2003, 402). Con todo, aun cuando en líneas generales coincidimos con Ilgner, nos parece necesario hacer una precisión. El hecho de que nuestro autor no se alinee a una tradición exegética no implica que la elección del título haya sido una —diríamos hoy— mera estrategia de marketing. No se puede decir que Abelardo sea un socrático cristiano, es cierto, pero tampoco que sea un usurpador. Tal como hemos visto, su doctrina ética es una apuesta a la responsabilidad individual en la que el conocimiento no solo “de sí” (en tanto ser humano), sino “de sí mismo” es perentorio.
4. Bibliografía utilizada
Fuentes
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Notas
1 Todas las traducciones son propias salvo expresa indicación en contrario.
2 Al respecto, Bertola señala que, si bien se puede rastrear este socratismo a lo largo de toda la evolución del pensamiento cristiano, es en el s. XII cuando alcanza madurez y autoconciencia. Cf. Bertola, 1959, 252-253.
3 Trad. Levoratti y Trusso, 1990.
4 Sintetizamos aquí dos de las posturas más moderadas. En los extremos se encuentran Gilson, que directamente tilda al socratismo cristiano de antificisista (cf. 1932, 217), y Courcelle, que ni siquiera toma este factor en consideración en alguno de los tres volúmenes de su famoso ‘Connais-toi toi-même’. De Socrate à saint Bernard.
5 Bernardo de Claraval, Sermones in cantica canticorum, sermón 36.7 (SBO II, p. 8): “Sed iam advertere, quomodo utraque cognitio sit tibi necessaria ad salutem, ita ut neutra carere valeas cum salute”.
6 Bernardo de Claraval, De gradibus humilitatis et superbiae X.28 (SBO III, p. 38): “Terram intuere, ut cognoscas teipsum”.
7 Bernardo de Claraval, Sermones in cantica canticorum, sermón 37.1.1 (SBO II, p. 9): “Neminem absque sui cogitatione salvari, de qua nimirum mater salutis humilitas oritur”.
8 Bernardo de Claraval, Sermones in cantica canticorum, sermón 36.6 (SBO II, p. 8): “Atque hoc modo erit gradus ad notitiam Dei, tui cognitio; et ex imagine sua, quae in te renovatur, ipse videbitur”.
9 Guillermo de S. Thierry, De natura corporis et animae, (PL 180:695/696): “miserrime errat et desipit, qui extra se in alienis intellectum suum dispergit”. Trad. Peretó Rivas, 2008, 69.
10 Guillermo de S. Thierry, ibid.: “ut per visibilia vel sensibilia nostra intellecta ad visibilium et invisibilium omnium surgamus auctorem”. Trad. Peretó Rivas, 2008, 70.
11 Isaac de la Estrella. Sermo II.13 (ed. Hoste, 1967, 106): “Si vis teipsum cognoscere, te possidere, intra ad teipsum nec te quaesieris extra. Aliud tu, aliud tui, aliud circa te. [...] Foris pecus es ad imaginem mundi, unde et minor mundus dicitur homo; intus homo ad imaginem Dei, unde potes deificari”.
12 Hugo de San Víctor, Didascalicon I.1 (ed. Buttimer, 1939, 4): “Inmmortalis quippe animus sapientia illustratus respicit principium suum et quam indecorum, agnoscit, ut extra se quidquam at: cui quod ipse est, satis esse poterat”. Trad. Villalaz, 2013, 17.
13 Hugo de San Víctor, De sacramentis I.6.15 (PL 176:727A): “Porro cognitionem sui eumdem hominem a prima cognitione sua talem accepisse credimus, ut et debitum obedientiae suae erga superiorem agnosceret, et debitum providentiae suae erga inferiorem non ignoraret. Hoc siquidem erat semetipsum agnoscere, conditionem et ordinem et debitum suum sive supra se, sive in se, sive sub se non ignorare; intelligere qualis factus esset et qualiter incedere deberet, quid agere, quid cavere similiter”.
14 Ricardo de San Victor, Beniamin Maior 3.7 (ed. Grosfillier, 2013, 294): “Vides quantum valeat homini plena cognitio sui? Ex hac siquidem proficit ad cognitionem omnium coelestium, terrestrium et infernorum”.
15 De los cinco manuscritos que nos han llegado con este texto, la sentencia se halla en el incipit de todos excepto en el Bayerische Staatsbibliothek München Clm. 28363, 103r.
16 En efecto, aunque haya elementos comunes en ambas corrientes, como por ejemplo el tópico de la “miseria de la condición humana” (miseria humanae conditionis), no lo comparten todos los autores como para que una y otra sean equiparables. En todo caso, el socratismo cristiano podría verse como una especie de humanismo, por lo cual del hecho de ser humanista no se sigue necesariamente la adhesión al socratismo cristiano. De todos modos, tal equivalencia debe sopesarse con un análisis más detallado.
17 Hay otros casos en los que la inclusión de Abelardo dentro del socratismo es menos clara. Por ejemplo, Pierre Courcelle, cuya obra recorre la suerte del conocimiento de sí desde Sócrates a Bernardo, nombra una única vez a Abelardo en relación directa con el precepto délfico, y solo para decir que nuestro autor lo “applique bien mal” (1974, 263). Otro ejemplo es el de Michael Clanchy, quien termina su cuidada biografía del Palatino no solo aludiendo al título alternativo de su Ethica sino vinculándolo con el comienzo del Didascalicon de Hugo de S. Víctor al que hemos hecho referencia. Cf. Clanchy, 1997, 332. Otros casos similares están consignados en Ilgner, 2003, 401-402, n. 7.
18 Un trabajo interesante al respecto es el de Rafael Ramón Guerrero, 1995. Allí explica por qué Abelardo y Bernardo son ambos los mayores representantes de un nuevo paradigma que culminará con este “despertar de la conciencia” del que hablaba Chenu. Sin embargo, Guerrero se guarda muy bien de incluir a estos dos pensadores en una misma categoría historiográfica. Mientras que reconoce a Bernardo como un socrático (“La vía del socratismo cristiano, iniciada por Orígenes aunque desarrollada por San Agustín, obtiene plena confirmación en la obra de San Bernardo”, p. 28), de Abelardo señala su originalidad, diferenciándolo, así, del resto ( “al contrario que algunos de sus contemporáneos, que interpretaban al hombre directamente en función de su relación con Dios, la idea de hombre que parece proponer Pedro Abelardo tiene que ver más con su realidad individual...”, p. 20).
19 Bernardo de Claraval, Epistola 192 ad Magistrum Guidonem de Castello (SBO VII, p. 44): “Melius illi erat, si iuxta titulum libri sui seipsum cognosceret nec egrederetur ‘mensuram’ suam, sed ‘saperet ad sobrietatem’”; Ep. 193 ad Magistrum Ivonem Cardinalem (SBO VII, p. 45): “Nihil nescit omnium quae in coelo et quae in terra sunt, praeter se ipsum”.
20 Guillermo de S. Thierry, De natura corporis et animae (PL 180: 695/696): “Fertur celebre apud Graecos Delphici Apollinis responsum: ‘Homo, scito teipsum’. Hoc et Salomon, imo Christus in Canticis: ‘Si non, inquit, cognoveris te, egredere’”. Trad. Peretó Rivas, 2008, 69. Cf. Orígenes, Scholia in Canticum canticorum 59 (PG 17:256-7).
21 Para Abelardo, la agencia moral está dada no por la racionalidad —ya que esta es la diferencia específica del ser humano en general— sino por su ejercicio efectivo, esto es, por la razón. Dice el Palatino en De intellectibus §٩ (ed. Morin, 1994, 30-31): “Así, tiene racionalidad cualquier espíritu que puede discernir a partir de su propia naturaleza. Pero sólo posee razón aquel que es capaz de ejercerla con facilidad, sin estar impedido por ninguna debilidad de la edad o defecto corporal del cual deriva alguna perturbación que lo vuelve loco o insensato” (Quicumque igitur spiritus ex natura propria discernere potest, rationalitatem habet. Rationem uero ille solus qui hoc facile exercere ualet, nulla etatis imbecillitate remoratus aut inconcinnitate complexionis sui corporis ex qua perturbationem aliquam trahat, ut insanus aut stultus fiat). Cf. Morin, 1994, 103-104. De ahí que locos, niños y los “insensatos por naturaleza” (naturales stulti) no sean agentes morales en tanto están impedidos de comprender qué debe hacerse o dejar de hacerse (cf. Ethica I.38).
22 El hecho de que las acciones sean moralmente indiferentes es más difícil de aceptar que la indiferencia moral de la tendencia volitiva anterior al consentimiento. En efecto, en tanto que esta es natural y espontánea, es inevitable al punto que puede ser considerada como una pasión (cf. Ethica I.6), mientras que las acciones que llevamos a cabo dependen de nuestra voluntad. Abelardo, entonces, esgrime una serie de razones para probar que su cualificación moral está dada únicamente en base a la intención de la que provienen. Brevemente, ellas son: que el alma no puede ser “manchada” más que por lo que le es propio; que el pecado ya es un mal al que no se le puede sumar otro mal así como al bien no se le suma otro bien; que una misma acción puede provenir de intenciones diferentes; que una misma acción puede cambiar su licitud a través del tiempo; que entre la intención y la acción media la contingencia (cf. Ethica I.8-14).
23 Ethica I.9.7 (CCCM 190: 9.227-229): “Tunc uero consentimus ei, quod non licet, cum nos ab eius perpetracione nequaquam retrahimus, parati penitus, si facultas daretur, illud perficere”.
24 Sin embargo, aquí, en esta vida, algunas acciones resultan perjudiciales para terceros. Ellas, sea cuales fueren las intenciones que les dieron origen, han de ser juzgadas en el fuero humano conforme a un criterio práctico de convivencia. De un lado, entonces, se encuentra la moral, el juicio propio y el divino, y la recompensa o el castigo eternos; del otro, el derecho, el juicio humano y el castigo o absolución temporal (cf. Ethica I.24-29). De todos modos, para Abelardo la racionalidad política es subsidiaria de la moral. En consecuencia, por más que de facto sea necesario deslindar sus respectivas jurisdicciones, de iure ambas se encuentran en perfecta armonía. Cf. Bacigalupo, 1992, 188-192. Para un estudio más profundo sobre la relación entre Dios y el hombre en el pensamiento abelardiano, principalmente desde el punto de vista teológico, véase Kramer, 2000; Grellard, 2021.
25 Si bien Abelardo no niega las ventajas de la confesión, admite que se puede diferir, especialmente si el sacerdote no es apto. En última instancia, su posición no estaba fuera de la ortodoxia (cf. Von Moos, 1996, 124). Aun así, esta es una de las consecuencias más controversiales de su teoría ética, no desde el punto de vista teológico sino desde el político, en tanto que repercute directamente en el atributo de la plenitudo potestatis. De hecho, la doceava tesis condenada en el concilio de Sens se refiere a ello.
26 Ethica I.36.6 (CCCM 190: 36.938): “... ipsi eciam infideles sicut et nos bona opera haberent...”. Aunque la norma extra-anímica hace su aparición recién promediando la obra, su función dentro de la argumentación es evidente. No obstante, los primeros análisis de la doctrina ética abelardiana tendieron a sobreacentuar su dimensión intra-anímica. Fue el artículo de Van den Berge, publicado en 1975, el que terminó de convencer a la crítica especializada de que debe desestimarse toda lectura que redunde en mero subjetivismo. Es por ello que, para evitar confusiones, preferimos reemplazar el binomio “objetivo-subjetivo” por “intra/extra-anímico”.
27 Ethica I.37.2 (CCCM 190: 37.955-957): “Vbi contra conscienciam nostram non presumimus, frustra nos apud deum de culpa reos statui formidamus’”.
28 De allí que Abelardo haga una distinción entre pecado en sentido amplio, es decir, un pecado que se da sin culpa, y pecado en sentido propio, que es el que redunda en la culpa del alma. Cf. Ethica I.38-45.
29 Séneca, De ira III, 36, 1-2 (trad. Codoñer, 2003, 169). Vale la pena transcribir el pasaje completo hasta 3: “Faciebat hoc Sextius, ut consummato die, cum se ad nocturnam quietem recepisset, interrogaret animum suum: ‘quod hodie malum tuum sanasti? Cui uitio obstitisti? Qua parte melior es?’ Desinet ira et moderatior erit quae sciet sibi cotidie ad iudicem esse ueniendum. Quicquam ergo pulchrius hac consuetudine excutiendi totum diem? Qualis ille somnus post recognitionem sui sequitur, quam tranquillus, quam altus ac liber, cum aut laudatus est animus aut admonitus et speculator sui censorque secretus cognouit de moribus suis! Utor hac potestate et cotidie apud me causam dico. Cum sublatum e conspectu lumen est et conticuit uxor moris iam mei conscia, totum diem meum scrutor factaque ac dicta mea remetior; nihil mihi ipse abscondo, nihil transeo”.
30 Dada la ingente bibliografía al respecto no creímos que fuera necesario extendernos mucho más en este punto. No obstante, aprovechamos para recomendar dos piezas bibliográficas recientes que resultan interesantes en la medida en que son una revisión de las interpretaciones propuestas por las más tradicionales y canónicas —las cuales, por su parte, pueden encontrarse debidamente consignadas allí: Holopainen, 2014; Decosimo, 2018.